"¿Será que ese arder muchas veces sin sentido es el pago al genio? Alfonso de Silva fue una tea fulgurante. Y en ese mismo fuego se consumió César Vallejo, y en el mismo -con camisa colorada, como quiere Vargas Llosa- sucumbió Carlos Oquendo de Amat, por mencionar solamente a dos poetas peruanos, geniales y trágicos".
Estas palabras corresponden al escritor arequipeño Edmundo de los Ríos y, si las evoco ahora, ello se debe a que él también ardió en esa pira a la que parecen estar condenados los artistas genuinos e incorruptibles. Cuando la entrañable Teresina Muñoz Nájar, su esposa durante tantos años, me dijo que Edmundo había muerto (el 11 de mayo último), sentí una tremenda congoja. Es verdad que nos veíamos tarde, mal y nunca, pero había entre nosotros una inexplicable complicidad. La última vez que lo vi fue, de casualidad, en la antigua bodega Piselli de Barranco, hará uno o dos años. Allí estaba él, flaco, desgarbado, con sus anteojos empañados, sus mostachos largos y descuidados, algo canoso quizá, pero con su mirada limpia y amable, la misma que tenía el muchacho que conocí en Arequipa hace ya más de treinta años, junto a otros nobles letraheridos como José Ruiz Rosas, su hijo Alonso, Misael Ramos, Oswaldo Chanove y Omar Aramayo. Todos eran poetas, salvo Edmundo, a quien sus compañeros admiraban por haber escrito, con apenas 23 años, una novela que irradiaba un raro esplendor y que se había convertido en una obra de culto.
Me refiero, desde luego, a Los juegos verdaderos (¡qué hermoso título!), premiada en 1968 con una mención honrosa en el certamen Casa de las Américas de Cuba, que por entonces contaba con mucho prestigio. Curiosamente, en esa convocatoria, otros dos peruanos también figuraron entre los galardonados: Antonio Cisneros se alzó con el premio de poesía por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, mientras que Alfredo Bryce obtuvo una mención por su primera obra, el libro de cuentos Huerto cerrado.
Además de la edición de Casa de las Américas, el sello Diógenes de México publicó Los juegos verdaderos en febrero de 1968 (en la guarda aparecía un retrato del joven autor con traje y corbata, impecablemente afeitado, y con unos anteojos de marco negro que recordaban a los de Clark Kent). No estoy muy seguro sobre la fecha de su partida del Perú, pero en esa época Edmundo de los Ríos residía en Ciudad de México, donde al parecer consiguió una beca de creación literaria. En cambio, sí tengo plena certeza de que Los juegos verdaderos fue celebrada por el mismísimo Juan Rulfo, quien, pese a su habitual parquedad, no vaciló en declarar que era "la novela que iniciaba la literatura de la revolución en Latinoamérica".
Y, en efecto, la novela de Edmundo de los Ríos fue pionera al abordar el tema de la guerrilla que, en los convulsos años sesenta, afiebraba las mentes de los jóvenes que, alentados por la utopía de izquierda y el ejemplo de la revolución cubana, pretendían luchar por la liberación de sus pueblos. Lo sorprendente era que, no obstante su escasa experiencia, De los Ríos se las había arreglado para escribir una novela conmovedora, diestramente construida -el relato se desarrollaba en tres planos temporales distintos y empleaba novedosos recursos técnicos- y con una solvencia en el manejo de la prosa que resultaba inusitada para un narrador de su edad.
Pero, ¿qué ocurrió después? Solo sé que al cabo de un tiempo en México, el escritor decidió volver a nuestro país. Impulsado por el éxito de su opera prima (éxito relativo si consideramos que sus ingresos por derechos de autor no fueron proporcionales a los elogios que le dispensara la crítica), se dedicó a escribir con ahínco y terminó dos novelas: Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre. Sin embargo, el reconocimiento del que había gozado en el extranjero le fue esquivo en el Perú. ¿Se debió ello a la incomprensión y miopía del medio literario local o, simplemente, a una insobornable racha de mala suerte? Visto su caso en retrospectiva, daría la impresión de que la precocidad le pasó a la larga una enorme factura, imposible de saldar. Edmundo de los Ríos presentó sus novelas a algunos concursos en los que, por esos azares del destino, siempre quedaban como finalistas, aunque sin posibilidades de publicación.
Sospecho que las constantes frustraciones debieron mermar su estabilidad emocional y acabaron por resquebrajar su espíritu. El novelista vivió varios infiernos, incluida la pasión amorosa a la que se entregó hasta las últimas consecuencias y que le supuso el rechazo de una casta social prepotente y estúpida de su ciudad natal. A pesar de todo, Edmundo de los Ríos persistió y continuó escribiendo, lleno de ruido y furia. Era un perfeccionista y sabía, como Truman Capote, que existía una diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Trabajó varios años como cronista en la revista Caretas, bajo el asalto constante de imprevisibles ráfagas de dulzura y de amargura.
Una noche, harto de tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba la precariedad económica y al demonio de la dipsomanía.
Deténganse por un instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: ¡miles de palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche! Solo Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque rebosante de una invencible, pura y loca belleza.
Fuente: El Comercio
© Fotografía: Revista Caretas
Estas palabras corresponden al escritor arequipeño Edmundo de los Ríos y, si las evoco ahora, ello se debe a que él también ardió en esa pira a la que parecen estar condenados los artistas genuinos e incorruptibles. Cuando la entrañable Teresina Muñoz Nájar, su esposa durante tantos años, me dijo que Edmundo había muerto (el 11 de mayo último), sentí una tremenda congoja. Es verdad que nos veíamos tarde, mal y nunca, pero había entre nosotros una inexplicable complicidad. La última vez que lo vi fue, de casualidad, en la antigua bodega Piselli de Barranco, hará uno o dos años. Allí estaba él, flaco, desgarbado, con sus anteojos empañados, sus mostachos largos y descuidados, algo canoso quizá, pero con su mirada limpia y amable, la misma que tenía el muchacho que conocí en Arequipa hace ya más de treinta años, junto a otros nobles letraheridos como José Ruiz Rosas, su hijo Alonso, Misael Ramos, Oswaldo Chanove y Omar Aramayo. Todos eran poetas, salvo Edmundo, a quien sus compañeros admiraban por haber escrito, con apenas 23 años, una novela que irradiaba un raro esplendor y que se había convertido en una obra de culto.
Me refiero, desde luego, a Los juegos verdaderos (¡qué hermoso título!), premiada en 1968 con una mención honrosa en el certamen Casa de las Américas de Cuba, que por entonces contaba con mucho prestigio. Curiosamente, en esa convocatoria, otros dos peruanos también figuraron entre los galardonados: Antonio Cisneros se alzó con el premio de poesía por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, mientras que Alfredo Bryce obtuvo una mención por su primera obra, el libro de cuentos Huerto cerrado.
Además de la edición de Casa de las Américas, el sello Diógenes de México publicó Los juegos verdaderos en febrero de 1968 (en la guarda aparecía un retrato del joven autor con traje y corbata, impecablemente afeitado, y con unos anteojos de marco negro que recordaban a los de Clark Kent). No estoy muy seguro sobre la fecha de su partida del Perú, pero en esa época Edmundo de los Ríos residía en Ciudad de México, donde al parecer consiguió una beca de creación literaria. En cambio, sí tengo plena certeza de que Los juegos verdaderos fue celebrada por el mismísimo Juan Rulfo, quien, pese a su habitual parquedad, no vaciló en declarar que era "la novela que iniciaba la literatura de la revolución en Latinoamérica".
Y, en efecto, la novela de Edmundo de los Ríos fue pionera al abordar el tema de la guerrilla que, en los convulsos años sesenta, afiebraba las mentes de los jóvenes que, alentados por la utopía de izquierda y el ejemplo de la revolución cubana, pretendían luchar por la liberación de sus pueblos. Lo sorprendente era que, no obstante su escasa experiencia, De los Ríos se las había arreglado para escribir una novela conmovedora, diestramente construida -el relato se desarrollaba en tres planos temporales distintos y empleaba novedosos recursos técnicos- y con una solvencia en el manejo de la prosa que resultaba inusitada para un narrador de su edad.
Pero, ¿qué ocurrió después? Solo sé que al cabo de un tiempo en México, el escritor decidió volver a nuestro país. Impulsado por el éxito de su opera prima (éxito relativo si consideramos que sus ingresos por derechos de autor no fueron proporcionales a los elogios que le dispensara la crítica), se dedicó a escribir con ahínco y terminó dos novelas: Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre. Sin embargo, el reconocimiento del que había gozado en el extranjero le fue esquivo en el Perú. ¿Se debió ello a la incomprensión y miopía del medio literario local o, simplemente, a una insobornable racha de mala suerte? Visto su caso en retrospectiva, daría la impresión de que la precocidad le pasó a la larga una enorme factura, imposible de saldar. Edmundo de los Ríos presentó sus novelas a algunos concursos en los que, por esos azares del destino, siempre quedaban como finalistas, aunque sin posibilidades de publicación.
Sospecho que las constantes frustraciones debieron mermar su estabilidad emocional y acabaron por resquebrajar su espíritu. El novelista vivió varios infiernos, incluida la pasión amorosa a la que se entregó hasta las últimas consecuencias y que le supuso el rechazo de una casta social prepotente y estúpida de su ciudad natal. A pesar de todo, Edmundo de los Ríos persistió y continuó escribiendo, lleno de ruido y furia. Era un perfeccionista y sabía, como Truman Capote, que existía una diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Trabajó varios años como cronista en la revista Caretas, bajo el asalto constante de imprevisibles ráfagas de dulzura y de amargura.
Una noche, harto de tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba la precariedad económica y al demonio de la dipsomanía.
Deténganse por un instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: ¡miles de palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche! Solo Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque rebosante de una invencible, pura y loca belleza.
Fuente: El Comercio
© Fotografía: Revista Caretas
* Noticia enviada por David Abanto Aragón
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