domingo, 3 de junio de 2007

EL RUMOR DE LA TORMENTA DE CARLOS RENGIFO POR RODOLFO YBARRA


Antes de la inminente publicación de su novela “La Casa Amarilla” –por el Grupo Editorial Norma- la cual ha esperado casi tres años de ordenada cola, digna de los estoicos y de algún manual de buenas costumbres, Carlos Rengifo nos sorprende ahora con un farragoso libro de cuentos “El Rumor de la Tormenta” con la inaugurada Editorial Casatomada (2007) –cuyo impulso y regencia corresponden al narrador y animador cultural Rimachi Sialer-, con el cual nos prepara para su siguiente golpe, plan de acción y toma de poder, y el que irónicamente sigue la línea trazada cuando departíamos en alguna tembleque mesa osteoporósica con chapitas bajo las patas para preservar el equilibrio, la homeostasis intelectual, el verbo con incontinencia urinaria o con colostomía, el cual también incluía nuestra anodina, boligrafiada, catecúmena e infecta vida en una decrepita institución cultural y en los barcitos de Quilca, “Las Rejas”, “La Rockola”, “El Queirolo”, el de la “tía” de Cailloma o algún otro, sobre todo el que estaba en La Colmena, al frente del cine “Le Paris”, donde un mecenas tercermundista, putañero, amante del folklore y empleado de onegés, nos financiaba las noches y las madrugadas a fines de los ochentas, cuando deambulábamos en los ribetes de la indigencia y la expulsión social, con coches bomba, instalazas y bombardas, Dircote, sinchis y gorilas, SIN, fuerzas especiales, conspiradores, militantes, partidaristas y muertos a granel que aparecían despedazados en algún cerro o en el centro de la ciudad, a unas cuadras de Palacio de Gobierno, a unos metros del Congreso y que soldó, galvanizó y aceró de alguna manera, con su estridencia y olor a carne chamuscada, los primeros trabajos literarios, “a pólvora y dinamita”, los primeros “pininos”, los primeros intentos suicidas en la cuerda del equilibrista, al filo de la cubierta y con peligros de caer o cayendo hasta el día de hoy.

Quizá no sea necesario, pero sí importante, anotar aquí que las remotas búsquedas de Rengifo lo empujaron con justificado temor a inscribirse en la Asociación Libro Abierto que, por ese entonces y ya casi a inicios de los noventas, dirigía Otilia Navarrete y donde participó también Iván Thays, Ricardo Sumalavia, Ana María García, Jorge Eduardo Benavides, Xavier Echarry, Paolo de Lima, entre otros conocidos literatos abocados a este ruin oficio. Cabe anotar en contraposición que mientras ello sucedía por esos lados, del “lado de acá”, en los subterfugios de la literatura ocurría y se esencializaba nuestro fallido “taller” que más o menos que eso era la reunión de amigos, junto a Manuel Meza y a Martín Zarria, en la casa del Rímac, la antisísmica de Javier Parra, nuestro “mecenas” amigo y el único que tenía una lustrosa computadora 286, la cual cubría con una “ropa especial” de seda que había mandado especialmente a confeccionar para preservarla del polvo y en la cual escribíamos todos, como en un piano moderno de suaves teclas, un hammom de la nueva era, turnándonos unos a otros y apresurándonos en la crítica ácida, vitriólica y el macheteo y martilleo mismo degollador de Pukará, mismo Díaz Balbín repartiendo golpes bajos, medianos y altos como en bronca de barrio, porque se nos iba la vida y parecía que la película iba a acabar rápido, ya veíamos las letras finales en la pantalla, y el inminente The End, aunque recién tuviéramos 20 años, unos más y otros menos (¡Qué desgracia!, aspirábamos hondo, aguantábamos la respiración y tragábamos saliva, no había nada que hacer); el primero de los citados, después de varios intentos de suicidio y luego de dejarnos un libro prologado por Marco Martos, “Voz en Off”, logró su objetivo cortándose las venas en la soledad de su habitación y desangrándose toda la noche después de la última visita de unos amigos. El segundo de los mencionados, con muy buenos cuentos y un futuro prometedor, encaló en el derecho romano y una carrera propedéutica, se casó y ahora vive feliz, aparece de vez en cuando en alguna presentación literaria y no se hace problemas; Parra hizo lo mismo, nada más que escogió, o lo escogieron, en la selva y ahora trabaja para el Estado, tiene seguro y casa propia, cosas de la vida y por qué no de la literatura también.

Siguiendo con nuestro afanoso Rengifo, podemos decir que sus búsquedas han sido siempre direccionadas al lado escritural y en función de ello a veces con compás y regla milimetrada, a veces simplemente a ojos de buen cubero y, por lo tanto, inexacto y proclive al error; recuerdo alguna vez que fuimos en busca de un escritor que vivía en provincia, para lo cual tuvimos que vender a un “cachinero” unos parlantes en desuso, unos libros de Faulkner, Denevi el de “Parque de Diversiones”, de Indro Montanelli el historiador italiano y revistas de Marinetti y un poco de ropa vieja y también nueva y acudimos en busca de lo que para nosotros era alguien “importante” para la literatura peruana, altas expectativas, vuelos de cóndores; luego del azaroso viaje, nos dimos cuenta que el “literato” estaba lejos de nuestros requerimientos y aspiraciones, habíamos levantado muy en alto la valla y el “escritor” no pasaría ni con escalera o saltando garrocha; es decir, lo que se escribe debe estar en constante comparación con el que escribe, debe haber concordancia, lucidez, buena dicción por lo menos -aunque yo terminé justificándolo por la falta de molares, premolares y caninos- y en este señor había mucha mediocridad, más arrogancia que inteligencia, más generalidades que particularidades y había un gran vacío, un inmenso vacío que quería llenar con cerveza y con cigarros y no sería a nuestra costa.

Otro hecho anecdótico –si valen las anécdotas para explicar de menor a mayor en inducción eléctrica la literatura de Rengifo- es cuando nos prestaron una novela con mucha desconfianza, con el temor de no ser devuelta y para leerla en dos días, y como no teníamos ni para los pasajes, mucho menos para la fotocopia, tuvimos que leer alrededor de 500 páginas en cuestión de horas; ahí creo se fortaleció la velocidad por las lecturas y la escritura automática, fue un buen entrenamiento en que me refocilo haber estado, ahí pasamos nuestro Servicio Militar Obligatorio con la lectura.

Otro hecho citable y que nos va a permitir ilustrar un poco o tangencialmente la obra de Rengifo, y en especial este último libro de cuentos, es cómo el autor escudriña en la realidad conspicua y bizarra de Lima, cómo se hunde en el mundo que irá a retratar, a veces con escafandra y traje de plomo por cuestiones “radioactivas” o infecciosas y a veces en cueros o con ropa sport, como cuando fuimos hace unos años con la periodista Beatriz Ontaneda a un local sórdido que funcionaba a puertas y ventanas cerradas, un pequeño Sodoma y Gomorra donde los travestis eran los personajes idolatrados o idolatrándose unos a otros y donde se realizaba un streep tease masculino, ejercido por un fornido hombre de baja estatura y vestido de policía y con casco, mostrando la vara a diestra y siniestra y de la cual se cogían como poseídos, con las manos y con los incisivos, los comensales más cercanos. Es por demás explicar que el autor jamás se ha resistido a la “investigación de campo”, el bajar al llano, al contacto con sus “horrorosos” y “subhumanos” personajes que, como he dicho antes, irá somatizándolos, encarnándolos, premiándolos o castigándolos, volviéndolos tangibles y reales porque existen y son parte del paisaje costumbrista que nos ha tocado vivir.

Carlos Rengifo ha escrito los cortos “El Puente de las Libélulas” –que recién, por algún estreñimiento crematístico, del que padecemos casi todos los peruanos o los peruanos de a pie, nos pudo entregar el 96-, “Criaturas de la sombra”(1998), el mediano en el sentido cuantitativo de arborescencia creativa “Prosas Impúdicas”(2005), el largo y bien elaborado, aunque con algunas deudas de su grabadora y recabaciones por demás (i)lícitas y a bajo precio, “La Morada del Hastío”(2001), y ahora último “El Rumor de la Tormenta” (2007), apelando al shock atmosférico y a la trama de situaciones límites, patológicas, entrecruzadas, laberínticas en algunos casos, traumas postguerra, enfermedades físicas y/o mentales y trastocamientos conductuales cuyos finales nos hace copartícipes, nos integra a veces hasta en lo literal, otorgándonos un cuchillo de mesa en la mano, o una barra de hierro, haciéndonos cómplices, testigos de excepción en las desventuras y violencias de un profesor mediocre arrojado al erebo de un aula con auténticos pirañas y pandilleros, marabuntas salvatruchas, seres circunflejos, zombis sádicos, animales salvajes sin compasión y carentes de total raciocinio; o acercándonos el panel del computador, la cámara filmadora, el televisor en on, el ojo mágico y regente para ver cómo el pederasta y su consorte hacen de las suyas con una ilusionada niña arrastrada a “la primera vergüenza”, la segura violación y segura reutilización mediática con único beneficio contante y sonante, en metálico o morbo, satisfacción de oscuros deseos, batipelágicos instintos, abisales sentimientos o sabe dios o el diablo qué otras querencias.

Nuestro autor nos trae a la boca y a la mente lo que Salinger decía acerca de que la escritura, más que una profesión, es una religión –sin dios y sin Biblias o libros sagrados, agregaría yo- y sobre lo que Bataille remataba con su agudeza de tachuela y aguja hipodérmica: “la literatura es lo esencial o no es nada” y la literatura aquí tiene que ser esencial, porque con toda esa materia prima sacada del socavón, del relleno sanitario y recabada a lomo de bestia, a lomo de estibador de La Parada o cartonero, chatarrero reciclador y vivencias resarcidas, propias o endosadas, lecturas solapadas, refundadas, travestizadas, interlineadas en algunos casos o no interpretativa, no metafórica, alejada de los epílogos, tercerizadores o furgones de cola, alejada con torniquetes y alicates de presión de los tópicos comunes, de los caminos trajinados, con esas y todo no le queda otra ruta de acceso, otro derrotero unívoco que este, donde el lector o hipocrite lectour, desocupado lector, cómplice lector, culpable lector, es secuestrado al paso con un pañuelo empapado en éter, amordazado, maniatado, reducido y puesto en la maletera acondicionada de una escritura hipnótica y corrosiva, obligado a su síndrome de Estocolmo en un estilo hecho materia conjetural, un 4 x 4 todoterreno -su Unicornio o caballito de batalla o Troya, seudónimo y estro mitológico con el que se hacía conocido a principios de los noventa, ganando algunos premios y que luego se alejó de ellos porque “eso no representaba su espíritu”, total prefirió trabajar en algunos periódicos chatarra de dudosa reputación que exhibían o exhiben para delicia de nuestro autor los trofeos-mondongos, cadáveres capturados por el lente de sus mejores fotógrafos, o de corrector de estilo, viejo limpiador de textos y barrendero de palabras que no le pertenecen, en alguna revista del viejo Estado, en el burocrático Poder Judicial, el poder de la coima y la corrupción, cuando no de la indiferencia y el olvido, donde muchos esperan en el pasillo de la muerte lenta mirando al techo o al costado, donde nuestro escritor trabaja como un lobotomizado Kafka con las teclas devolviéndole sus huellas digitales, su destino y su vida sorprendidos en la punta de los dedos y, de esta forma, como quien se compra un terrenito a plazos, financiar sus propios textos o pretextos-, con turbo y aceleración de cero a cien en cuestión de segundos, rapidez y violencia de espíritu creador y que deja poco o casi nada de trabajo para “los otros” correctores de estilo, “sus otras” competencias en la división internacional del trabajo, los recolectores de minucias o “grandes verdades” o para el roñoso presentador de televisión nacional en su ecualizada y receteada “Función de la Palabra”, quien tiene que pasarle la lengua espinada y viperina con la que capta la temperatura terrestre y a su presa o espectador, y olvidarse de los gallos y de su tremendista poligrafía en el corcet de una razón curtida en sal y puesta a secar al sol para alejar a las moscas y otros insectos menores, o para los que le buscan cinco pies al gato, los que andan con la lupa o el estetoscopio indagando, escudriñando en los agujeros de lo imposible, a los cuales, luego de divisarlos en pleno campo de agramante, atropella inmisericorde y deja ensangrentados y con desgonces, desgarramiento muscular y varios huesos rotos, fémures, sacros, falanges, falangetas con las que escribe poseso antes de huir sin dejar que apunten su placa, su ardid, su vieja maña para tejer como aracné, como angustiante Penélope, como mujer u hombre de los campos ante la inminencia del frío invierno, la maraña o telaraña de la cual no nos podremos zafar, sólo zumbaremos como la mosca atrapada y dispuesta para devoración hasta terminar la lectura y acabar con este “acto delincuencial” que pone en peligro nuestra libertad, nuestro libre albedrío de pasivos sujetos en su mundo sutil, samsareano, por ratos ribeyreano (alguien dijo con algo del “Puro Cuento” Maynor Freyre, pero no lo creo, la desfachatez y la ironía no le vienen por ahí) para tener un ligero acercamiento, aunque esto en el fondo no le guste a nuestro autor, quien se limpia las comisuras y escupe no sé qué extraña sustancia para hablar de sus influencias, y niega con la boca y afirma con la cabeza o con el puño, con más de Easton Ellís, el de “American Pycho”, no el de la segunda etapa de vampiros y de bebedores de sangre en vasijas de cáliz, más bien este ha sido irremediablemente abolido y no se le encontrará ni siquiera en una prueba de alcoholemia, que del mismo Bukowski cartero y rascador de axilas con palito de chupete, salutando y eluctando en una pocilga, las barracas para menesterosos y gente apartada de las planillas y el seguro social o del sucio Hammet o los norteamericanos de uñas largas, astilladas y negras, en el sentido de una clase media que nunca lo fue y que se hunde en su pátina, en sus húmedos sótanos, en sus colores de paredes repasadas con pintura al agua y que los rayos y truenos de Rengifo develarán en su más oscura, torcida y peripatética realidad y mundo que ahora se le ha ocurrido llamar “El Rumor de la Tormenta”. Que bien podría haber sido el rumor de nuestra tormenta o el rumor de su tormenta, total cuando esto ocurra -aunque lo más correcto sería el pretérito o el eufemístico “El Rumor de una Antigua Tormenta”-, todos nos mojaremos, muchos naufragarán y otros tratarán de llevar en vilo sus pertenencias, sus cajones de recuerdos, sus más oscuras miserias, sus perversos actos que brincan como ratas en la conciencia y que saltan dolorosos e inasibles al papel, para dejarnos la sensación de que algo hicimos mal, algún error o pecadillo que nos hace perder el paso y nos hace mirar hacia atrás y enrostrarnos una culpabilidad que no habíamos previsto sino a esta repentina confesión dominical de lectura y desbrozamiento decodificador.

Con este libro o ladrillo en la cabeza de Ignacio, para recordar alguna gata loca que dejó huella en el peto del autor, al menos su escritura lo prueba, y que podría ser también por extensión tentacular ya más tanático y político partidario o simple identificación, las recordadas y bien merecidas patadas al alcalde de Ilave al estilo de fuenteovejuna (Mengo-Rengifo: ¿Quién mató al Comendador?), o el huevo que después dicen que fue piedra lo que le cayó en la cabeza a nuestro actual regente, verdugo político, reelecto e inconfeso genocida, quien sin muchos méritos dramáticos, sobre todo cuando está dopado y reventando en fármacos, aceptando alguna “pillada” en televisión, tranquilamente podría ser un personaje, uno de los mejores Frankesteins, freaks o monstruos humanos construidos en la oprobiosa y saltimbanqueada teratología de Rengifo, quizá la tautología y maldición de Sísifo, repeticiones, resonancias magnéticas de ecos que nos harán pagar de alguna manera el karma inevitable, la factura en cuenta de débito, la hipoteca de la casa irrecuperable, teniendo en cuenta que el dharma, el don, el regalo, la gracia divina será siempre (o no será nada) la palabra, el logos, la confraternidad carcelaria con alguna verdad interior o un hecho que tiene que ser narrado o poetizado.

Rengifo, pues, con esta diatriba y empalagoso “rumor”, nos demuestra que está en constante actividad, que sale a “correr” -en toda la amplitud semántica de esta expresión- todas las mañanas por su fresco clasemediero en descomposición y que sube y baja con gran agilidad del step literario, de sus barras de suspensión, de su máquina o caballete para fortalecer el espírtu re-creator refunfullante y nos muestra su musculatura, su masa hercúlea o palabratura senior, su torso constructivo o técnica literaria en el que se luce un tatuaje llamado constancia, perseverancia y ganas de seguir en el camino (¿are you ready on the road? Come on Rengifo, come on), sus maceteros prodigiosos donde conspiran sus personajes y se hacen de carne y hueso, tan reales que parece que los estuviéramos viendo ahora mismo en este instante cuando vamos al colegio del hijo, el hermano, el nieto, el primo o cuando nos tomamos una cerveza, chicha de jora, anisado (¿“Los Tres Compadres”?), ron o mezcal (el del gusano) con el amigo docente en un colegio fiscal de algún barrio conero, barrios olvidados y de paredes malolientes con perros chuscos de orejas sarnosas y embarrados con violeta genciana, con la basura regada en plena calle y sin nadie quien la recoja y con menesterosos disputándose a golpes la misma, tristes calles con granos de arroz del que come también algún gato o gallinazo y donde llegan los candidatos urgentes y rapidísimos para la foto necesaria y la pose con maquillaje, sudor en spray y con ropa de utilería y botas de jebe y casco avejentado con procesos químicos para ofrecer el oro y el moro; o la chica bella y atractiva, la que atrae miradas y deseos bajo el ombligo con la fórmula de Melquíades, de la cual no podemos percibir su locura, sus manías, su bipolaridad, su oligofrenia, solo cuando en la convivencia forzada y necesaria, producto de un arrebato, salta el cuchillo y se nos ensarta en el alma, en el torso, en el brazo, los glúteos, el mastoideo, sin darnos tiempo en pensar o reflexionar en lo que realmente estaba pasando (por dios, ¿qué estaba ocurriendo?, si era tan tierna); o cuando nos encontramos cara a cara con ese trajinado y desafortunado escritor zorrino, peliblanco, mofletudo, churrigueresco, conocido parroquiano y actor de cantina y aserrín a quien Dante Castro, evitando las suspicacias, y apelando a una digamos “supina” solidaridad, ha sugerido hábilmente que podría ser Lezama Lima, pero eso sería en Cuba, y aquí estamos en Lima-Perú y no hay vainas o hay demasiadas, por más que nuestro autor niegue tres veces (antes de que cante el gallo o el beodo de la esquina), y se ponga de pie para decir que no se trata de “él”, pero todo indica lo contrario y si grazna, tiene plumas y membrana interdigital en las patas, qué va a ser sino pato o patillo, y en este caso solo falta que se muestre el DNI del susodicho, pero que todos encubren, callan o callarán y por eso no fueron los escritores que iban a presentar el libro aquel día de abril en la Alianza Francesa, tiraron la toalla, abortaron en plena vía pública, porque así se evitan roces o problemas mayores con “el gordo”, o el hecho de ser incluido en alguna antología, algún libro compilatorio o trabajo conjunto, un prologuito, alguna franelería de taquito a quien soborna, a su vez, con un par de cervezas, un menú o alguna fritanga a sus pupilos para que lo sodomicen, le hagan su masaje prostático, le midan el aceite, “una empujadita” a cambio de -también cuestiones literarias- como corregir sus textos, afilarle el estilo, darle los consejitos necesarios, recomendarlo al editor de turno o catapultarlos al primer lugar en el ranking del mundo de las letras (¿siguen las apuestas?); ni qué decir del personaje político que más que un cuento parece una crónica de nuestros políticos actuales, de sus aberraciones humanas, de sus sinvergüencerías, pachotadas y exabruptos con 16 sueldos al año, con beneficios ofensivos al bolsillo de las mayorías y con inmunidad parlamentaria, valija diplomática donde de seguro lleva la cocaína compactada o algún huaco original y visado por el INC o las dos cosas o la coca metida en el huaco, y largas vacaciones también pagadas en algún paraíso tropical o isla de ensueño o Punta Sal para no ir muy lejos; de su ética de batracio, batracotoxina, sapo mutante, ágil en el barro, el limo y arenas movedizas, director de orquesta que se mueve bien con el play back y con su “portátil” y guardia pretoriana para que lo aplaudan, lo acicalen mismos “piquichones”, lo protejan como la niñera de Damian y no lo dejen resbalar en algún charco o deposición disentérica, vibrion cholorae de asentamiento humano -invasión sin agua ni desagüe, ni proyecto alguno de concreción- o cometer algún error porque ese podría ser su final (¡nada de errores!) y sin embargo el cerdo politicastro, porcino de camal politicoide o burguesía burocrática, testaférrica, que recibe órdenes directas de la burguesía compradora, gamonal de mierda, antropófago de grandes fauces, la hipocresía “nivel n”, de opíparo diente, quien es capaz de “amar” y preocuparse por su hijita menor con un cuadro de sarampión a la cual acicala y manda besos volados y por cuyo futuro tiene que velar, de seguro en alguna universidad norteamericana y con la esperanza de que se case (mi pobre niña a la que crié con tanto esfuerzo) con algún marinne, héroe en el Medio Oriente o simplemente algún ciudadano que tenga los papeles en regla o la ansiada residencia para así olvidarse de esta “mierda de país” y fugar con el yerno y la “nueva familia” por la puerta trasera y renunciar por fax o con fotocopia o en papel calca, manteca o higiénico y punto.

Este es “nuestro” Rengifo, a quien muchos blogs basura acusan de pertenecer a la podredumbre de escritores que viven embarrados en la bosta, la boñiga y los fertilizantes que producen el spleen del zoológico cultural y todas sus flatulencias, aires rancios y fétidos hedores; a quien se pone de ejemplo, previas pinzas en la nariz o mascarilla médica o antigas, cuando se quiere citar a alguien que es preferible no seguir o que ha caído en desgracia moral por sus acostumbrados métodos que no sólo incluyen el panfleto, la ironía o el insulto gratuito o argumentado –eso ya no importa o importa menos ahora-, la crueldad de su pluma, el ensañamiento de su creatividad (yo mismo fui víctima de sus estiletes y verduguillos, de su salivación mosqueteril y/o alienígena, en algunos casos pavlovniana, de su audacia iconoclasta y rompepuertas y, con todo, “acepté” darle la razón aunque no la tuviera, solo porque había una exquisitez literaria, una prosa que nos inclinaba a la belleza y a la disculpa). Y por cierto, también, se recuerda sobre sus regurgitaciones “siete colores” encima de la cabeza de un escritor descubierto en su medianía, su centrum ramplón y que ahora, para evitar anfibologías o malasinterpretaciones dado sus enfrentamientos con otros narradores, poetas o híbridos, radica en otro país; se recuerda también sus ataques contra una fémina figureti, representante procelosa de la vagina con piezas dentarias freudiana y personaje extra de la pornosubversiva “Raspberry Reich” (chaizer!, chaizer!), cuyo mayor mérito literario fue enrostrar una bolsa mamaria, una ubre innecesaria y sarcómica a la manera de las prostivedettes y en auditorio lleno, aduciendo que era parte de la performance, parte del poema y porque este lo exigía (¿qué tipo de triquina o cisticerco comanda este cerebro?); y ni qué decir de sus críticas y vómitos continuos contra las editoriales y los editores, ágiles vendedores de grasa de culebra y respetables, nobles otros, descendientes directos en la estirpe de Gutemberg o de Diderot, que quisieran, por igual, empalarlo en alguna feria del libro o ferias de la estafa donde se rellena la programación con presentaciones lamentables, humillantes e insufribles verborreas de algún intelectualoide sometido a sueldo fijo y con escritores que ni siquiera tienen dos dedos de frente, que no cautivan o atencionan ni al espejo y que necesitan de un ventrílocuo o de un supositorio de glicerina para hacerlos hablar en público. El marginado y marginal Carlos Rengifo acusado por pazguatos homofóbicos de ser trisexual, trifásico y trinitario como el Hermes –su sexualidad ha sido discutida en bares como el de “Pollos Pier”, muchos han aventurado calumnias e inventado encuentros del tercer tipo, solo para hacer escarnio de su persona-, cuya foto con recompensa se ha pegado en los baños de varias universidades e instituciones culturales y, cómo no, en la puerta de arruinados chupódromos, quien-quiso-y-quiere-ser-escritor cueste-lo-que-cueste, así tenga que empeñar su alma al mismo satanás o en un rito apropiado al Baphonet, así tenga que construir decenas de libros con las manos ampolladas, con la lengua colgando como trapo y sin nada en la barriga, mucho menos en el bolsillo. El cuidadoso Carlos Rengifo, que renunció a “buenos” trabajos porque le “quitaban tiempo”, al que una mujer usó como padrillo, semental, cheroca, yombinándolo, haciéndole “un amarre” eterno o temporal, chupándole las miasmas, todos los jugos ribonucleicos, pancreáticos o seminales hasta el tuétano como infame Mantis Religiosa o Viuda Negra y luego, cuando se secó el caño, sucumbió la Atarjea, lo desechó en una calle que ahora tiene nombre propio y que a su vez engendró en nuestro autor una sesuda y bien planificada venganza literaria, alguna forma de justicia en los cuentos desgarradores, sobre todo los que parecen ser de amor, los artículos en carne infecta, la palabra que se derrama y encuentra formato en alguna página, en algún libro que necesita ser presentado, expuesto como víscera porque ahora se circunscribe al margen de lo que él pueda pensar, en una tradición literaria, en una historia narrativa que ahora tiene como Goliats a un enervado Vargas Llosa y a un displicente Miguel Gutiérrez, “hombre de camino” que no baja la cabeza aunque le den con palo, con fierro, seguido muy de cerca por el “apretón” y cuatrero, asaltante a caballo de buses-camión Bryce Echenique, quien ha prometido “fracasar mejor” (risas del público) y de quien el engañado Quentin Tarantino va a filmar una película; y por el diligente Colchado Lucio, el “Montacerdos” Cromwell Jara, el anti-“Pepebotas” y con “Parte de Guerra” Dante Castro y tantos otros trabajadores obreros, campesinos y lúmpenes y alguno que otro latifundista o gamonal de la palabra y que de seguro deberían estar aquí, pero que de seguro recordaré más tarde cuando me llamen por teléfono y tenga que responder a insultos y preguntas, a gritos de valquirias y de tenderos, gritos de rezagados y de acomplejados, por qué escribí esto de nuestro amado y vilipendiado Carlos y por qué simplemente no hice unas cuantas líneas de reseña como se acostumbra, para el periódico de ayer, para el gran público que sólo lee los resúmenes de los diarios en la parte trasera del mismo o para el blogs trashero o el de los amigos o conocidos o la página virtual o correo electrónico que ahora están leyendo y que mañana olvidarán sin mayores remordimientos ni paltas o aguacates, cuando nos volvamos a sentar alrededor de una vieja mesa, aquella que se paraba con chapitas o con la punta del zapato y le preguntemos a boca de jarro, hambrientos y sedientos, con muchas horas de sueño aún no cobradas en la cama o en el parque, en alguna banca desde donde se contempla la vida, el atardecer o el mohín de una adolescente embarazada (¿Lolita?) porque todo tiempo pasado fue mejor o peor y para un escritor frente a una hoja en blanco quizá todos los días no sean el mismo: Carajo, Carlos, por qué escribiste ese cuento, para qué esa historia consabida del gordo arequipeño, ahora no te van a invitar a ningún congreso de escritores, te van a poner cabe, tu nombre va a ser borrado del mapa cultural, te van a indisponer ante los mismísimos cantineros y vamos a tener que tomar a pie en la cruda calle (no puede ser, no lo vamos a permitir #%/?$#”). Carajo, Carlos, déjate de cojudeces, muéstranos de una vez el cuento donde aparecemos retratados al detalle, no nos delates, ten piedad, por los años, los largos años que nos conocemos, que estamos aquí detrás de las páginas, detrás de las pruebas de galeras y los lomos quejumbrosos de los libros que nadie leerá. Y una leve sonrisa, un desapercibido rictus, una levedad o peso de salamandra mitológica quedará en el rostro de nuestro autor, nuestro querido Carlos, antes de levantar el vaso sin sorprenderse ni inmutarse y decir, como en los viejos tiempos, ¡salud!

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