domingo, 24 de junio de 2007

ÓRBITAS. TERTULIAS: CIRCUITO ABIERTO / Peter Elmore


Lauer, Mirko. Órbitas. Tertulias.
Lima: Hueso húmero ediciones / Ediciones El Virrey, 2006.

Un narrador llamado Mirko Lauer, que pasa todas las estaciones del año en un antiguo pueblo costero al sur de Lima, cuenta una travesía circular durante la cual conversa con una variopinta fauna humana y encuentra un objeto enigmático de origen precolombino. El trazo escueto de la trama, sin embargo, es engañoso: esa reducción del argumento podría insinuar la trascendencia de un viaje iniciático, evocar el aura entre esotérica y folklórica de cierto realismo mágico o, por último, sugerir un significado alegórico. Por esos caminos ya muy trillados no discurre, sin embargo, este relato, pese a las pistas (un sueño recurrente, un chamán servicial) que con paródica malicia conducen al extravío: como en Secretos inútiles, la nouvelle de 1991 con la que Órbitas. Tertulias forma una especie de díptico narrativo, el relato va contra el sentido más previsible. Excéntricas e insólitas, en ambas nouvelles palpita un humor –a ratos impasible y, en otros pasajes, desaforado–que descentra ingeniosamente los temas y motivos convocados por la escritura.

En Secretos inútiles, la pesquisa se ocupaba inicialmente de la obra de una improbable escritora para derivar luego a los aun más improbables espectáculos que montaba su pariente y cómplice: el texto, así, se dejaba leer como la versión extensa de una delirante nota a pie de página en la historia cultural del Perú moderno. En Orbitas. Tertulias, el recorrido por el paisaje semirrural y casi urbano de un valle próximo a la capital del Perú pone en escena –de un modo sesgado, peculiar– la relación del intelectual peruano con ciertas zonas de la geografía humana del país: esa relación, por cierto, la examina críticamente Lauer en Andes imaginarios. Discursos del indigenismo-2. El desplazamiento a Cerro Azul –escenario que no es ‘telúrico’ a la manera nativista de Luis E. Valcárcel ni es tampoco, por su idiosincrasia e historia, una mera extensión suburbana de Lima– introduce un tercer término, ubicable en el mapa e inscrito en la historia, pero con huellas tenues en el retrato compartido de la nación. Las fotografías de los barcos en las afueras del Cerro Azul a principios del siglo XX o del avión que aterrizó en la localidad en 1913 funcionan, en Órbitas. Tertulias, como residuos melancólicos –casi se diría, como ruinas–que paradójicamente atestiguan la realidad material e imaginaria de la presencia humana en el cuerpo de la localidad. Al principio del relato, por lo demás, el protagonista –ese autocalificado “avestruz onírico”, (11) –penetra en un sueño cuyo motivo es un elemento liminar y procedente del pasado remoto del lugar: “Vengo soñando con el objeto, al que intuyo un sentido arqueológico, pero del que sólo sé que es un límite que separa el sueño de la vigilia”(12). Se trata de un límite porque su aparición, equívoca y ominosa, produce tanta angustia que interrumpe el descanso. Nudo y cifra, el objeto arcaico y onírico parece estar, al mismo tiempo, cargado de sentido y desprovisto de explicación. En todo caso, su emplazamiento –en el subsuelo de los sueños, en la profundidad de una tumba prehispánica– indica una clave topográfica. ¿Será, entonces, que la revelación tiene que hallarse, como querría el saber hermético, encriptada? La novela juega –el verbo es, creo, crucial– con esa pregunta, pero no lo hace a la ligera, aunque sí con gracia.

La existencia de un orden –de cualquier orden– engendra la expectativa de un significado. El sicoanálisis y la arqueología no son las únicas disciplinas que suscriben esa creencia. También la historiografía y la exégesis literaria alientan el mismo principio. El narrador, por razones vocacionales, es susceptible a su seducción: la experiencia tiene que querer decir algo. De ese deseo trata, con oblicua y nerviosa ironía, Órbitas. Tertulias. En una mesa de mármol que da al mar están los sonetos de Keats, un volumen con la prosa de Baltasar Gracián y una edición de Ultima Thule, “que me envía el autor, mi amigo Jean Malaurie”(13). La amistad del narrador con un etnógrafo dedicado al estudio de los inuit del Polo Sur parece tan reveladora como su gusto por el lirismo romántico de Keats y la austera geometría barroca de Gracián. La fisonomía intelectual y afectiva del narrador se deja entrever en las lecturas extremas que lo acompañan. Por lo demás, el hábito de leer le hace difícil resistir la tentación de hallar en la vida –es decir, en los sueños, los actos, los encuentros, los paseos– una coherencia análoga a la de los libros: en la fábula de Órbitas. Tertulias, el continuum en apariencia caótico de lo vivido se vuelve inteligible cuando, por voluntad del sujeto, se delimita el tiempo y se le impone un estilo a las acciones. Las veinticuatro horas de la historia no obedecen a la unidad neoclásica de tiempo, acción y lugar; responden, más bien, al encuadre cronológico que privilegian, por ejemplo, Joyce en Ulises y Virginia Woolf en Mrs. Dalloway: la jornada sirve para fijar un contorno preciso al devenir. Por otro lado, los encuentros que se suceden durante el día –aunque, en la superficie, parezcan aleatorios– están subordinados a un guión cuya estructura en gran medida recrea, paródicamente, la travesía mítica del héroe que accede a un tesoro. Así, al hallazgo hecho dentro de un sueño en la primera parte de la novela (“...es en cierto modo una rueda, a la que además puede enrollársele una pita en la ranura y tirar de ella”, 21) le corresponde, hacia el final de Órbitas. Tertulias, el descubrimiento realizado en la tumba de la hipotética cacica (“es, como en el fondo ya sabía, una suerte de moneda de concha perforada, montada sobre un eje, todo a su vez instalado sobre un pequeño bloque de concha spondylus”, 150).

Dos círculos –el del día, el del objeto– indican la forma ideal del texto: cerrada y perfecta. Sin embargo, la figura emblemática expresa un deseo y, por eso mismo, no es realizable a cabalidad. Órbitas. Tertulias, en efecto, no se resuelve en un circuito completo y pleno: el recorrido no se cierra en el punto donde el principio y el final coinciden. Significativamente, el narrador-protagonista decide hacer un trueque que garantiza la continuación de su errancia. A cambio del artefacto encontrado en la tumba –que, en la novela, tiene el ambiguo poder de un significante vacío– le pide al curandero Chumpitaz que le ubique “un lugar exacto”(163). Esa transacción propone una equivalencia reveladora, pues ya al principio de Órbitas. Tertulias el narrador ha formulado la problemática relación que lo ata al impreciso lugar de su origen. Aunque argumenta que no está “dedicado a extrañar”(13) esa localidad que no conoce, añade de immediato: “Lo único que puedo afirmar sin peligro es que siento mi ausencia en su distancia. Hay días en que estoy lejos de mi pueblo y días en que el pueblo está lejos de mí. En cualquiera de los dos casos, parece que el lugar y yo estamos condenados a no coincidir, y ese hecho podría estar cavando agujeros sentimentales en mi persona. Como que es un recuerdo emocionalmente vivo pero muy poco preciso, al grado que tampoco recuerdo su nombre. Mi pueblo se mueve casi sin límites por el mapa, incluso yo mismo lo muevo, según el ánimo, y luego tengo problemas para encontrarlo donde yo mismo lo dejé. A veces lo ubico como una simple confusión de breves calles en la parte más alta de un valle andino, otras veces como una tristeza de casas inconclusas a poca distancia de una ciudad costeña, al borde de un desierto, de los dos lados de un río lento, o también en una hondonada que le hago compartir con un archipiélago de desolladoras pozas termales. Alguna vez lo he colocado en un lugar que a todas luces no puede ser, por ejemplo como una extravaganza teutónica junto a una laguna en la cima de un pico o en medio de un bosque de flores tropicales”(13-14). Esa galería de dioramas heterogéneos ilustra, con irónica plasticidad, el predicamento de quien no puede predicar su autoctonía, lo cual me remite nuevamente al libro de Lauer sobre lo que él llama “indigenismo-2”, que distingue así del indigenismo sociopolítico: “No obstante, en el movimiento político, indígena es sobre todo una metonimia de campesino, mientras que en el movimiento cultural indígena es una metonimia de autóctono. Lo que tenemos en ambos casos es el clásico deslizamiento del significado respecto del significante y la formación de nuevos núcleos de sentido”(Andes imaginarios, 13). Añadiré que el uso peruano hace de indígena un sinónimo de indio, aunque en rigor la palabra significa “natural de un lugar”.

La nostalgia del origen –así como sus complementos: el orgullo de la filiación y del arraigo– es lo que en Órbitas. Tertulias se desquicia y desplaza. El efecto de esa operación es un peculiar extrañamiento: el narrador es menos el alter ego del autor que su doble y, en la ficción, Cerro Azul y el valle de Cañete parecen versiones desviadas, febriles, de sus modelos. La compulsión itinerante, entre hipnótica y lúcida, que posee al narrador-protagonista hace que éste se relacione sin asombro con personajes tan estrambóticos y alucinados como el mozo Willy Ayala –diestro sorbedor de tragos ajenos–, el tablista drogadicto Antofagasta o los habitués del círculo de oratoria de San Luis. Además, la deriva delirante del cronista se entiende, en gran medida, por la rara energía del lugar, en el cual –increíblemente– hay hasta entierros que provienen de otros sitios, según informa el curandero: “Comenzaron a aparecer hace unos tres o cuatro años. Parece que son momias viajeras de muy otros siglos, tumbas traídas completitas de otras partes, de Ica, de Chiclayo, ya bastante avanzada la conquista. Como si esta parte del valle fuera una especie de lo que llaman un cementerio cosmopolita, o mejor, un cementerio de cementerios, algo así como una falsa huaca, precisamente para salvar objetos preciosos de los huaqueros de otros lugares en diversos tiempos, y los tiempos que vinieran después, como ahora nosotros”(142).

Humorística y melancólica, lúdica y crítica, Órbitas. Tertulias, de Mirko Lauer, es un experimento valioso cuyo laboratorio es la tradición del discurso sobre lo peruano; es, también, una lograda performance narrativa sobre el sitio del escritor y las ceremonias de la memoria.

Tomado de Hueso húmero, número 50 (http://huesohumero.perucultural.org.pe)

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