domingo, 3 de junio de 2007

El pene de Cortázar y el patio de Eduardo Espina por Cristian Gomez


1.-

College Station, Texas, un domingo por la tarde. Ayer (14 de Abril, aunque en realidad escribo esto un mes después de concluido el evento) terminó el Simposio titulado "Poéticas de las Américas", donde me tocó escuchar toda clase de ponencias y divagues, intervenciones afortunadas y no tanto, poesía de toda índole, estudiantas de postgrado vivamente interesadas en sus profesores y profesores preocupados por destruir lo antes posible lo que queda de sus hígados con lo poco de alcohol que quedara disponible. Quisiera resumir en unas pocas líneas todo aquello de lo que fui testigo, pero se me harían cortas o inconexas o ambas: el caleidoscópico espectáculo ofrecido por conferencistas venidos desde todas partes del mundo -fauna en la que se mezclaban poetas devenidos en profesores y exiliados de toda laya convertidos en estrellas y divas de la poesía, más un grupo incondicional de groupies, estos últimos también poetas-, este espectáculo, decía, merece una prosa que en lo posible esté a la altura de sus personajes y el esfuerzo que ellos pusieran en cumplir con sus papeles. Desde la dignidad de un Carlos Germán Belli con sus ochenta años bien llevados hasta ver a una abuelita como Marjorie Perloff, que parecía haber estado preparando panqueques para sus nietos, después de haber escrito una ponencia cuya lucidez es sólo comparable a su capacidad de entregar información que, aun sabida, salida de su boca pareciera completamente nueva.

2.-

Pero hablando del patio del título, allá en la casa de Eduardo Espina: el anfitrión, después de un buen asado, refiere la carencia de biografías -más bien del género biográfico- en nuestras latitudes, donde cierta circunspección nos refrenaría de ahondar en la ropa sucia de nuestros autores. Lo dice en especial comparando nuestra situación con la norteamericana, donde la profusión de estudios de época, biografías, correspondencias siempre inéditas y toda una silva de varia lección en torno a la figura de los autores, es parte inherente de la comprensión literaria. Y cuenta como novedad la aparición de una biografía de Cortázar, la cual ahondaría sobre algunos detalles desconocidos del autor de Rayuela, para empezar el tamaño de su pene. No hay que perder de vista el contexto: en la mesa están sentados Roberto Echavarren, ya retirado de Yale pero de visita por Norteamérica, mi amigo Edoardo Balletta, profesor de la Universidad de Boloña, otro profesor hindú cuyo español dejaba no poco que desear y cuyo nombre por más que lo intento no puedo poner por escrito, este seguro servidor y la buena de Soledad Chávez, que venía por primera vez a Yanquilandia. Pero por sobre todo no hay que perder de vista a Espina: más pelado que nunca, dichoso por los resultados del Simposio e igual de acelerado que siempre. Contándolo todo como si fuera un telegrama. Y detallando lo diminuto del pene de Cortázar como si fuera un chiste contado en serio. Especula sobre su rostro de permanente niño. En la mesa se comentan varias historias en torno al novelista argentino. Algunas tratan de verlas ahora a la luz del tamaño de su pene. ¿Tiene todo esto que ver con la extensión de Rayuela? La mujer de Espina -Sandra, si no me equivoco- pregunta quién quiere un café, y no sé si aliviados o no todos nos anotamos con uno.

3.-

Conocí al poeta chileno español Andrés Fischer. Al mexicano Margarito Cuéllar, al maestro ecuatoriano Iván Oñate, que se parecía mucho a un Bukowski pero de sólo un metro setenta (siendo generosos), asistí a una lúcida ponencia de Odile Cisneros, vi a mi amigo Luis Correa-Díaz, a mi hermano Miguel Ángel Zapata -¿cómo puedes ser amigo de Zapata?, me preguntaron varios participantes del encuentro, todos ellos peruanos-, tuve la suerte de conocer a José Morales Saravia y a Roger Santiváñez (estos sí me hablaron bien de Zapata), al poeta chileno avecindado en México, Luis Ricardo Vera, con quien nos une una común admiración por Pura López-Colomé.

4.-

Fui casi el único -el otro fue Margarito Cuéllar- que se alojó en la casa de un estudiante graduado en lugar de pagarse un hotel. Da la casualidad que yo también soy un estudiante graduado, ergo mi presupuesto debía adecuarse a tales circunstancias. Pero la generosidad de Miguel Ángel Berrocal, un estudiante español de post-grado extraviado por aquellas tierras, fue mi salvación. Claro, tuve que atenerme a sus horarios y a que, cuando quise descansar, un Viernes en que me retiré temprano "a mis habitaciones", recibí una llamada de Miguel Ángel, a las tres de la mañana, preguntándome si no me molestaba que él llegara al departamento con unos amigos y amigas. Dado que él era el dueño del departamento y mi patudez tampoco es tan grande, evidentemente no pude negarme. Haciéndola corta, la cosa se extendió hasta las siete de la mañana, pero aparte del par de gordas que llegaron y que yo en un principio confundí con unas stripteaseras, tuve la suerte de conocer esa noche al poeta Xavier Echarri y también a Juan Carlos Galdo, profesor de Texas A&M y escritor él mismo. Echarri, de quien yo había leído Las quebradas experiencias se presentó amable y de talante calmo, y aunque fue sólo por un rato, pudimos conversar tranquilamente en esa muy etílica madrugada y ya borrosa a estas alturas.

5.-

La despedida fue perfecta. El domingo en la noche, después del asado y los detalles sobre el pene de Cortázar, los comensales nos fuimos a un Tex-mex, donde por primera vez pude comprobar en terreno las bondades de esta cocina, para después pronto despedirnos. Ya de vuelta en mi refugio de post-graduado, Miguel Ángel hizo gala de sus dotes de cinéfilo y me invitó a ver una película de Miyazaki que no estaba en mis libros, Porco Rosso, una sutil recreación de la Italia de entreguerras, pero tamizada por la magia -hay gente que tiene problemas con esta palabra- de un ex piloto de guerra convertido en cerdo y condenado a la soledad y a la vida de mercenario, hasta la epifanía -siempre se trata de una epifanía- con que se llega al final. Y en un arranque de generosidad, Miguel Ángel me dejó grabada en el disco duro la última película de Almodóvar -Volver-, que hasta entonces yo no había visto por causa de vivir en un pueblo minúsculo del Midwest donde a veces estos estrenos quedan extraviados por mucho tiempo. Y ya en la madrugada llamé a un taxi para que me recogiera y no me recogió y tuve que llamar urgentemente a otro que sí me recogió y llegué al aeropuerto de College Station y de ahí al de Houston y de ahí al Dallas Forth Wort, donde finalmente me embarqué rumbo a Iowa City.

Nos vemos.

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