miércoles, 13 de febrero de 2013

MIGUEL ÁNGEL ZAPATA: CUERVO EN EL DESIERTO, Por Roger Santiváñez


Esta reseña escrita por Roger Santiváñez en el año 2004 es inédita y se publica aquí por primera vez como un homenaje a estos buenos amigos.

Una prestigiosa ave literaria sobrevuela por El cielo que me escribe de Miguel Ángel Zapata. Se trata –claro- del cuervo poeiano pero a diferencia de aquél, éste no simboliza la inexorable muerte sino la vida y la poesía: “flauta de tinta que gotea mi envoltura” (14). A partir de aquí Zapata nos entrega distintas imágenes de la oscura ave –para él brillante, más “que un cometa prendido en el cristal” (14) ya sea deambulando entre sus papeles u otorgándole la voz poética. En definitiva, será una presencia constante a lo largo de todo el poemario. Y entonces principia el concierto. Zapata escribe inspirado en el cielo, o mejor: lee en el texto del cielo lo que nos va a decir en su poesía. Sus temas son los de la lírica eterna, pero él los sitúa en su ambiente particular: “mis hijas pasean en bicicleta por la cuadra” (17). El poeta está en su casa y la “ceniza adivina el barro que seremos” (17) al mismo tiempo cae la nieve y en ese instante la utopía se apodera de él, lo que está más allá o en ninguna parte y que –en realidad- termina siendo la misma poesía: “el relumbre de una nueva lengua rumorosa” (19).
       Ahora entra el desierto, otro de los temas recurrentes de esta poesía. Pero éste no es sólo un escenario natural sino la imagen del alma, allí donde los sueños irán a quemarse bajo el sol, ya sea en el lejano y desértico norte del Perú (Piura, la patria chica de nuestro autor) o  el suroeste de los Estados Unidos (donde Zapata moró un buen tiempo). El poeta está fascinado por el desierto, pero en verdad podríamos decir que toda la realidad lo subyuga y él quiere captarla mediante la escritura. El río, unos venados, los alamos, una montaña, y una muchacha por supuesto: “Escribo el rumor de su cuerpo refrescándose en el agua” (21) pareciera que el poeta deseara aprehender el mundo que lo rodea a través del acto de escribir. De este modo la poesía se convierte en un hecho esencial de conocimiento. La actitud y la práctica escritural definen la existencia y su participación en la historia, aunque a veces ésta sea un enigma: “escribo otra vez la señal que desaparece en la ventana” (21).
       Otro aspecto de la obra de Zapata es su carácter fuertemente lírico. Un verso nos bastará para demostrarlo: “Cien globos de luz a lo lejos perlas de flores en llamas” (23) en el que apreciamos una inteligente lectura del surrealismo (que está interiorizado) y nos habla de las nueve esferas y las constelaciones en un arranque que se entronca con la mitología griega y llega hasta nosotros cuando “la Razón se desvanece” (23). Y en esta onda espiritualista Zapata se acerca a lo religioso y a su fé durante la infancia.(No olvidemos la impronta católica que lleva casi todo poeta latinoamericano, Vallejo verbigracia) Y aquí aprovechamos para citar una súbita visión andina del autor: “me pareció ver una alpaca corriendo por el prado” (25) pero siempre retornaremos al calor del hogar donde la esposa es dibujada con esta línea:  “Tu hada de carne y hueso te sirve café con crema” (26) y es la hora del poema, instante mallarmeano del encuentro con la página en blanco.
       El libro continúa –en una suerte de círculos concéntricos- su onda expansiva sobre aquellos puntos señalados hasta aquí. “Mirar para escribir el poema” (28) o “En la ciudad se escriben los cantos del río de la dicha” (28) nos ilustran claramente de su ars poeticae. Así encontramos reminiscencias de la infancia en el valle del bajo río Piura, la rica hacienda paterna y el primer atisbo del erotismo. O un canto al río Mississippi aquí en la tierra de adopción, lo mismo que la contemplación de una muchacha en un camposanto y que a la manera de Juan Ramón Jiménez le hace decir: “Al verla correr con sus pequeños shorts transparentes deduje que los cementerios no tenían por qué ser tristes” (37) para volver al Perú esta vez con un homenaje a Machupicchu en el que el núcleo poético del libro se nos manifiesta de nuevo: “y me escribe la piedra su mejor sonido” (39). Vemos pues que se trata de un movimiento doble: la realidad se mete en la escritura y el poeta con su escritura se inmiscuye, se apropia –diríamos- de la realidad. Ya sabemos -como nos lo dice nítidamente Miguel Ángel Zapata-  que es “Difícil vivir sólo de la hermosura” (40) pero cuando la pasión por la poesía es auténtica, nos ofrece óptimos frutos tal cual los poemas en prosa de El cielo que me escribe lo hacen por todo lo alto. Y entonces dicho vivir habrá tenido sentido.

[ Róger Santiváñez / Navidad 2004]
Obra Citada:
Zapata, Miguel Ángel. El cielo que me escribe. México: El Tucán de Virginia, 2002.

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