Esta reseña escrita por Roger Santiváñez en el año 2004 es inédita y se publica aquí por primera vez como un homenaje a estos buenos amigos.
Una prestigiosa ave
literaria sobrevuela por El cielo que me escribe de Miguel Ángel Zapata. Se trata
–claro- del cuervo poeiano pero a diferencia de aquél, éste no simboliza
la inexorable muerte sino la vida y la poesía: “flauta de tinta que gotea mi
envoltura” (14). A partir de aquí Zapata nos entrega distintas imágenes de la
oscura ave –para él brillante, más “que un cometa prendido en el cristal” (14)
ya sea deambulando entre sus papeles u otorgándole la voz poética. En
definitiva, será una presencia constante a lo largo de todo el poemario. Y
entonces principia el concierto. Zapata escribe inspirado en el cielo, o mejor:
lee en el texto del cielo lo que nos va a decir en su poesía. Sus temas son los
de la lírica eterna, pero él los sitúa en su ambiente particular: “mis hijas
pasean en bicicleta por la cuadra” (17). El poeta está en su casa y la “ceniza
adivina el barro que seremos” (17) al mismo tiempo cae la nieve y en ese
instante la utopía se apodera de él, lo que está más allá o en ninguna parte y
que –en realidad- termina siendo la misma poesía: “el relumbre de una nueva
lengua rumorosa” (19).
Ahora entra el desierto, otro de los
temas recurrentes de esta poesía. Pero éste no es sólo un escenario natural
sino la imagen del alma, allí donde los sueños irán a quemarse bajo el sol, ya
sea en el lejano y desértico norte del Perú (Piura, la patria chica de nuestro
autor) o el suroeste de los Estados
Unidos (donde Zapata moró un buen tiempo). El poeta está fascinado por el
desierto, pero en verdad podríamos decir que toda la realidad lo subyuga y él
quiere captarla mediante la escritura. El río, unos venados, los alamos, una
montaña, y una muchacha por supuesto: “Escribo el rumor de su cuerpo
refrescándose en el agua” (21) pareciera que el poeta deseara aprehender
el mundo que lo rodea a través del acto de escribir. De este modo la poesía se
convierte en un hecho esencial de conocimiento. La actitud y la práctica
escritural definen la existencia y su participación en la historia, aunque a
veces ésta sea un enigma: “escribo otra vez la señal que desaparece en la
ventana” (21).
Otro aspecto de la obra de Zapata es su carácter
fuertemente lírico. Un verso nos bastará para demostrarlo: “Cien globos de luz
a lo lejos perlas de flores en llamas” (23) en el que apreciamos una
inteligente lectura del surrealismo (que está interiorizado) y nos habla de las
nueve esferas y las constelaciones en un arranque que se entronca con la
mitología griega y llega hasta nosotros cuando “la Razón se desvanece” (23). Y
en esta onda espiritualista Zapata se acerca a lo religioso y a su fé durante
la infancia.(No olvidemos la impronta católica que lleva casi todo poeta
latinoamericano, Vallejo verbigracia) Y aquí aprovechamos para citar una súbita
visión andina del autor: “me pareció ver una alpaca corriendo por el prado”
(25) pero siempre retornaremos al calor del hogar donde la esposa es dibujada
con esta línea: “Tu hada de carne y
hueso te sirve café con crema” (26) y es la hora del poema, instante
mallarmeano del encuentro con la página en blanco.
El libro continúa –en una suerte de
círculos concéntricos- su onda expansiva sobre aquellos puntos señalados hasta
aquí. “Mirar para escribir el poema” (28) o “En la ciudad se escriben los
cantos del río de la dicha” (28) nos ilustran claramente de su ars poeticae.
Así encontramos reminiscencias de la infancia en el valle del bajo río Piura,
la rica hacienda paterna y el primer atisbo del erotismo. O un canto al río
Mississippi aquí en la tierra de adopción, lo mismo que la contemplación de una
muchacha en un camposanto y que a la manera de Juan Ramón Jiménez le hace
decir: “Al verla correr con sus pequeños shorts transparentes deduje que los
cementerios no tenían por qué ser tristes” (37) para volver al Perú esta vez
con un homenaje a Machupicchu en el que el núcleo poético del libro se nos
manifiesta de nuevo: “y me escribe la piedra su mejor sonido” (39). Vemos pues
que se trata de un movimiento doble: la realidad se mete en la escritura y el
poeta con su escritura se inmiscuye, se apropia –diríamos- de la realidad. Ya
sabemos -como nos lo dice nítidamente Miguel Ángel Zapata- que es “Difícil vivir sólo de la hermosura”
(40) pero cuando la pasión por la poesía es auténtica, nos ofrece óptimos
frutos tal cual los poemas en prosa de El cielo que me escribe lo hacen
por todo lo alto. Y entonces dicho vivir habrá tenido sentido.
[
Róger Santiváñez / Navidad 2004]
Obra
Citada:
Zapata,
Miguel Ángel. El cielo que me escribe. México: El Tucán de Virginia,
2002.
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