miércoles, 20 de febrero de 2013

Isaac Goldemberg Bay, La vida breve (Antología personal, 2001-2012). Cajamarca: Universidad Privada Antonio Guillermo Urrelo, 2012, Por Manuel J. Santayana



En año tan reciente como el 2009, el profesor y ensayista Rodrigo Cánovas, de la Universidad Católica de Chile, lamentaba en un estudio la escasez de investigaciones académicas sobre las letras judaicas in Iberoamérica. El aserto es parcialmente justo; sobre todo si se piensa en la atención  que aún aguarda de la crítica especializada la obra de poetas judeo argentinos como Israel Zaitlin (que publicó su obra con el seudónimo «César Tiempo»)  y Carlos Grunberg, o la de un prosador de la talla de Alberto Gerchunoff, autor de Los gauchos judíos y Argentina, país de advenimiento. 

    En el último cuarto del siglo XX, sin embargo, nombres como los del chileno Ariel Dorfman  y el argentino Isidoro Blaisten conquistaron un amplio círculo de lectores. Ana María Shua, autora de novelas, de cuentos infantiles en la tradición judaica y de formidables microrrelatos, ha sido desde entonces objeto de la crítica más elogiosa. No he querido extenderme en las citas antes de detenerme en la figura del autor cuya antología poética es el objeto  de esta reseña: Isaac Goldemberg Bay (Perú 1945), cuya obra de polígrafo incluye la poesía, la novela y el teatro.  A partir de su primera novela, La vida a plazos de don Jacobo Lerner (a la que seguirían otras cuatro), escritores eminentes de la generación anterior en diversas latitudes del continente (Vargas Llosa, Pacheco, Sarduy) reconocieron la aparición de un nuevo y alto valor de la narrativa hispanoamericana. Su peculiaridad, dejando aparte su excelencia literaria, consiste en que se trata del primer escritor judeoperuano de relieve continental y el que dio a conocer en escala internacional aspectos, por muchos ignorados, de las luchas cotidianas, de los tropiezos y logros de los judíos del Perú, y de su difícil inserción en la urdimbre social de aquel país sudamericano. Sin llegar a una carnavalización de la escritura, Goldemberg, cercano aún a las audacias del «Boom» y haciendo inteligente uso de aquel ejemplo, se sirvió de las diversas voces de sus personajes, de crónicas periodísticas y de otros textos alusivos a la realidad peruana del tercer decenio del siglo pasado para dar una imagen, matizada de humor sombrío, de imaginación creadora y de distancia crítica, de la presencia judía en el Perú.  Hoy, 33 años después, Jacobo Lerner es una obra paradigmática, ejemplar de nuestra literatura, representativa de su universalidad y de su riqueza permanente.

No podía yo eludir la mención de obra tan importante al escribir sobre Goldemberg Bay. Pero el presente texto debe circunscribirse al poeta que, diez años antes de publicar su novela consagratoria, había despuntado en las letras hispanoamericanas con un delgado volumen de poemas: Tiempo de silencio (1969), impreso en España y precedido de un prólogo comprensivo y entusiasta del poeta Hugo Emilio Pedemonte. Es el libro de un poeta muy joven, y su plétora verbal se articula en un discurso anhelante cuyo módulo expresivo es el verso ancho, de ritmo premioso, que se extiende en oleadas sobre la página.  Este libro –que acaso su autor haya relegado al olvido de los «errores juveniles»– es un temprano anuncio de la antología que me ocupa. En sus páginas encuentra angustiada expresión  la búsqueda de la propia identidad, de la raíz humana  que haga cicatrizar la herida abierta de su etnia doble, judía –con su carga de destierro y dolor– y peruana; marcada esta por la presencia del pasado indígena y  por la educación católica,  plagada de nociones populares sobre lo judaico, hechas de fabulación absurda y de rechazo. Sólo que en Tiempo de silencio antecede a la búsqueda a través de la historia y del arte que signará la obra futura, el sentimiento de una espera angustiosa  a la que ni siquiera el amor da descanso. El punto de partida es el rechazo de «un mundo de leyenda»: todo expresado por modo indirecto. En el primer poema, afirma: 

Me hice hombre al fin
y contuve la pena entre los dientes hasta morderme la conciencia.

      En un poema seleccionado de Peruvian Blues, el primer poemario representado en La vida breve, escribe, enfrentándose a la tradición milenaria que lleva en la sangre :

No necesitábamos exámenes de espermatozoides
sino exámenes de conciencia.

La conciencia de la escisión, de la pugna de dos sangres, nacida de la historia y del discurso religioso, cae como una luz implacable sobre las palabras del poeta; una luz que baña con igual intensidad el enfrentamiento a lo fáctico y limitado y la proyección imaginativa y especulativa de sus monodiálogos (para usar el sustantivo que acuñó un angustiado de diversa índole: Miguel de Unamuno). Este conflicto que esclaviza la conciencia, encarna por la palabra en la imagen, hecha de sueño, de sus padres: son imágenes que hablan y a las cuales el poeta interroga, mientras viaja por la historia, se interna en los ritos y misterios ancestrales en busca de la respuesta que elude su inquietud, móvil de su destino de poeta y narrador. 

En Los cementerios reales, del 2004, en cuyas páginas el poeta explora el dolor de vivir en una nueva modalidad expresiva, la gravedad desnuda se hombrea con ciertos momentos vallejianos : Rechina el diente en la punta del tenedor /Hoy probó la boca el hambre de Nadie.  (No es el único momento en que recuerda el verbo de aquel maestro contemporáneo: en otro poema de extrañeza vital metafísicamente asumida, Goldemberg Bay escribe: He aquí que saludo la pena de los muebles,/ el único olor de la cocina). Hay en estas páginas del poeta un sabor expresionista que manchará con brochazos de pesadilla otros textos posteriores: los del Libro de las Transformaciones (2007), poemario continuador de aquel agónico discurso con nuevos matices de ironía y donde se traslada al ámbito del Cosmos, la desarmonía de la Historia.  Aquí comienza Goldemberg a dialogar con el arte pictórico (Pisarro, Arshile Gorky); acaso otra manera de buscar su rostro entre las máscaras y los rostros que lo rodean y de abrazar un destino colectivo. 

    El «Arte poética» de Goldemberg está dedicada a Paul Celan, cuya obra poética nace de la entraña del dolor y del silencio, y a Gonzalo Rojas, otro nombre clave de la poesía moderna de nuestro idioma. Allí se lee: quien escribe es la red de los sueños/ jalados por la corriente.

    Cuerpo del amor, del año 2012, tiene por eje central el encuentro pasional de la pareja: el gozo del hallazgo mutuo, la desconfianza, la plenitud. Este libro es, pese a que no simplifica sino resume la complejidad de la experiencia amorosa, un oasis dentro de la antología. Tras el violento, amargo episodio del «ángel de los celos», sorprenden al lector las reflexivas, intensas y exactas «Décimas de fino amor». Aquí el poeta muestra su hábil manejo de las formas tradicionales de la poesía española sin por ello insistir en una perfección, por demás elusiva, de aquellos moldes. Siguen a las décimas tres sonetos amorosos que exhiben parejas virtudes. En estos suele haber un ajuste formal mejor logrado en los tercetos que en los cuartetos. Pero insisto en que una adopción mimética de las formas clásicas no es el fin de esta lírica, heredera de las más fértiles conquistas de la Modernidad literaria; inmune, por fortuna para él y para sus lectores, a esa escritura de laboratorio verbal, payasa e intrascendente, que ejemplifican los escritos de un Oliverio Girondo, por ejemplo, a quien Enrique Anderson Imbert llamara “el Peter Pan de la poesía contemporánea”.  En Cuerpo del amor, no obstante, el tono de  celebración aligera la central gravedad del discurso.  La presencia del baile, de los diversos ritmos populares de la América española, se diría que acompaña y define la vivencia erótica como danza: fiesta y compás, pausa de armonía en la ardua tarea de vivir. 

Las Variaciones Goldemberg (con su alusión a la música de Johann Sebastian Bach: contrapunto del dolor y la esperanza) son inéditas y cierran La vida breve. En estos poemas finales de la antología, se hace palmaria la identificación del poeta con sus raíces judaicas; pero no desde la religión, sino desde la Historia. Goldemberg asume y exalta el valor de un pueblo fortalecido en la diáspora, aleccionado en el dolor, capaz de prodigar un tesoro de pensamiento y de creación frente a la hostilidad, y capaz de superar el horror del genocidio nazi y de dar testimonio de coraje y de resistencia. No ha encontrado el padre perdido; o, más exactamente, lo ha encontrado en el destino de una comunidad humana forjada a lo largo de muchos viajes, de muchos exilios y quebrantos. De ahí  que el lector sienta –sentir mejor que comprender su discurso, que avanza, oblicuo, hacia una visión trascendente– este poemario último como obra de reconciliación, de avance hacia la paz consigo mismo y con los otros. El yo étnico, antes inseparable del yo poético, se convierte en voz de una vivencia universal.  

         La lectura de este volumen en su integridad  –tan rico y denso de humanidad y de invención poética que es imposible resumirlo aun regresando muchas veces a sus páginas– permite constatar una observación afortunada del narrador y profesor Eduardo González Viaña,  prologuista del libro: la amplia tesitura poética de esta selección antológica, donde se integran por modo orgánico –momentos de una búsqueda esencial– el sarcasmo, la anécdota autobiográfica, la alegoría histórica, la concisión epigramática y la efusión lírica, sin apartarse jamás de su realidad de búsqueda impostergable y tenaz. Con los poemas de La vida breve, Isaac Goldemberg reafirma su lugar eminente en las letras de nuestro idioma. Como reza el título de una de sus novelas: tiempo al tiempo.

   
Manuel J. Santayana
   Academia Norteamericana de la Lengua Española

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