A NUESTRO PADRE CREADOR
TÚPAC AMARU (HIMNO-CANCIÓN)
A
Doña Cayetana, mi madre india, que me protegió con sus lágrimas y su ternura,
cuando yo era un niño huérfano alojado en una casa hostil y ajena. A los
comuneros de los cuatro ayllus de Puquio en quienes sentí por vez primera, la
fuerza y la esperanza.
Túpac
Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu sombra
llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin cesar y sin
límites.
Tus
ojos de serpiente dios que brillaban como el cristalino de todas las águilas,
pudieron ver el porvenir, pudieron ver lejos. Aquí estoy, fortalecido por tu
sangre, no muerto, gritando todavía.
Estoy
gritando, soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las hiciste
de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez más.
Desde el día en que tú hablaste, desde el tiempo en que luchaste con el acerado
y sanguinario español, desde el instante en que le escupiste a la cara; desde
cuando tu hirviente sangre se derramó sobre la hirviente tierra, en mi corazón
se apagó la paz y la resignación. No hay sino fuego, no hay sino odio de
serpiente contra los demonios, nuestros amos.
Está cantando el río,
está llorando la
calandria,
está dando vueltas el
viento;
día y noche la paja de la
estepa vibra;
nuestro río sagrado está
bramando;
en las crestas de
nuestros Wamanis montañas, en su dientes, la nieve gotea y brilla.
¿En dónde estás desde que te mataron por nosotros?
Padre
nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los temibles
árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar;
escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos; todavía somos! Del
movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de árboles y montañas, de su
movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos estamos
levantando, por tu causa, recordando tu nombre y tu muerte!
En los pueblos, con su
corazón pequeñito, están llorando los niños.
En las punas, sin ropa,
sin sombrero, sin abrigo, casi ciegos,
los hombres están
llorando, más triste, más tristemente que los niños.
Bajo la sombra de algún
árbol, todavía llora el hombre, Serpiente Dios,
perseguido, como filas de
piojos.
más herido que en tu
tiempo.
¡Escucha la vibración de
mi cuerpo!
Escucha el frío de mi
sangre, su temblor helado.
Escucha sobre el árbol de
lambras el canto de la paloma abandonada, nunca amada;
el llanto dulce de los no
caudalosos ríos, de los manantiales que suavemente brotan al mundo.
¡Somos aún, vivimos!
De
tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría podido cerrar, se levanta para
nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre, hermano
nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de pólvora de los
señores, a las balas y la metralla, ya no le tememos tanto. ¡Somos todavía!
Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el fuego que devora la paja
madura, como las multitudes infinitas de las hormigas selváticas, hemos de
lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras nuestra tierra y nuestros
pueblos nuestros pueblos.
Escucha, padre mío, mi
Dios Serpiente, escucha:
las balas están matando,
las ametralladoras están
reventando las venas,
los sables de hierro
están cortando carne humana;
los caballos, con sus
herrajes, con sus locos y pesados cascos, mi cabeza, mi estómago están
reventando,
aquí y en todas parte;
sobre el lomo helado de
las colinas de Cerro de Pasco,
en las llanuras frías, en
los caldeados valles de la costa,
sobre la gran yerba viva,
entre los desiertos.
Padrecito
mío, Dios Serpiente, tu rostro era como el gran cielo, óyeme: ahora el corazón
de los señores es más espantoso, más sucio, inspira más odio. Han corrompido a
nuestros propios hermanos, les han volteado el corazón y, con ellos, armados de
armas que el propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos
matan. ¡Y sin embargo, hay una gran luz en nuestras vidas! ¡Estamos brillando!
Hemos bajado a las ciudades de los señores. Desde allí te hablo. Hemos bajado
como las interminables filas de hormigas de la gran selva. Aquí estamos,
contigo, jefe amado, inolvidable, eterno Amaru.
Nos
arrebataron nuestras tierras. Nuestras ovejitas se alimentan con las hojas
secas que el viento arrastra, que ni el viento quiere; nuestra única vaca lame
agonizando la poca sal de la tierra. Serpiente Dios, padre nuestro: en tu
tiempo éramos aún dueños, comuneros. Ahora, como perro que huye de la muerte,
corremos hacia los valles calientes. Nos hemos extendido en miles de pueblos
ajenos, aves despavoridas.
Escucha,
padre mío: desde las quebradas lejanas, desde las pampas frías o quemantes que
los falsos wiraqochas nos quitaron, hemos huido y nos hemos extendido por las
cuatro regiones del mundo. Hay quienes se aferran a sus tierras amenazadas y
pequeñas. Ellos se han quedado arriba, en sus querencias y, como nosotros,
tiemblan de ira, piensan, contemplan. Ya no tememos a la muerte. Nuestras vidas
son más frías, duelen más que la muerte. Escucha, Serpiente Dios: el azote, la
cárcel, el sufrimiento inacabable, la muerte, nos han fortalecido, como a ti,
hermano mayor, como a tu cuerpo y tu espíritu. ¿Hasta dónde nos ha de empujar
esta nueva vida? La fuerza que la muerte fermenta y cría en el hombre ¿no puede
hacer que el hombre revuelva el mundo, que lo sacuda?
Estoy
en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. En la Pampa de
Comas, sobre la arena, con mis lágrimas, con mi fuerza, con mi sangre, cantando,
edifiqué una casa. El río de mi pueblo, su sombra, su gran cruz de madera, las
yerbas y arbustos que florecen, rodeándolo, están, están palpitando dentro de
esa casa; un picaflor dorado juega en el aire, sobre el techo.
Al
inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. Con
nuestro corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no
extinguido, con la relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el
poder de todos los cielos, con nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos
envolviendo. Hemos de lavar algo las culpas por siglos sedimentadas en esta
cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con lágrimas, amor o fuego. ¡Con lo
que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos hemos
congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos apretando a esta
inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como a excremento de
caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de
las cuatro regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz, donde cada hombre
trabaje, en inmenso pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los
dioses montañas donde la pestilencia del mal no llega jamás. Así es, así mismo
ha de ser, padre mío, así mismo ha de ser, en tu nombre, que cae sobre la vida
como una cascada de agua eterna que salta y alumbra todo el espíritu y el
camino.
Tranquilo espera,
tranquilo oye,
tranquilo contempla este
mundo.
Estoy bien ¡alzándome!
Canto;
bailo la misma danza que
danzabas
el mismo canto entono.
Aprendo ya la lengua de
Castilla,
entiendo la rueda y la
máquina;
con nosotros crece tu
nombre;
hijos de wiraqochas te
hablan y te escuchan
como al guerrero maestro,
fuego puro que enardece, iluminando.
Viene la aurora.
Me cuentan que en otros
pueblos
los hombre azotados, los
que sufrían, son ahora águilas, cóndores de inmenso y libre vuelo.
Tranquilo espera.
Llegaremos más lejos que
cuanto tú quisiste y soñaste.
Odiaremos más que cuanto
tú odiaste;
amaremos más de lo que tú
amaste, con amor de paloma encantada, de calandria.
Tranquilo espera, con ese
odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo que tú no pudiste lo haremos
nosotros.
Al helado lago que
duerme, al negro precipicio,
a la mosca azul que ve y
anuncia la muerte
a la luna, las estrellas
y la tierra,
el suave y poderoso
corazón del hombre;
a todo ser viviente y no
viviente,
que está en el mundo,
en el que alienta o no
alienta la sangre, hombre o paloma, piedra o arena,
haremos que se regocijen,
que tengan luz infinita, Amaru, padre mío.
La santa muerte vendrá
sola, ya no lanzada con hondas trenzadas ni estallada por el rayo de pólvora.
El mundo será el hombre,
el hombre el mundo,
todo a tu medida.
Baja
a la tierra, Serpiente Dios, infúndeme tu aliento; pon tus manos sobre la tela
imperceptible que cubre el corazón. Dame tu fuerza, padre amado.
LLAMADO A ALGUNOS DOCTORES
A Carlos Cueto Fernandini y Jhon V.
Murra
Dicen
que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza
por otra mejor.
Dicen
que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores,
de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se
degüella, que por eso es impertinente.
Dicen
que algunos doctores afirman eso de nosotros; doctores que se reproducen en
nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos.
Que
estén hablando, pues: que estén cotorreando si eso les gusta.
¿De
qué están hechos los sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón?
Los
ríos corren bramando en la profundidad. El oro y la noche, la pata y la noche
temible forman las rocas, las paredes de los abismos en que el río suena; de
esa roca están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos.
¿Qué
hay a la orilla de esos ríos que tú no conoces, doctor?
Saca
tu larga vista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientos
flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no
alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se
mezclan. Esas quinientas flores, son mis sesos, mi carne.
¿Por
qué se ha detenido un instante el sol, por qué ha desaparecido la sombra en
todas partes, doctor?
Pon
en marcha tu helicóptero y sube aquí, si puedes. Las plumas de los cóndores, de
los pequeños pájaros se han convertido en arco iris y alumbran.
Las
cien flores de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores,
en flores se han convertido la negra ala del cóndor y de las aves pequeñas.
Es
el mediodía; estoy junto a las montañas sagradas; la gran nieve con lampos
amarillos, con manchas rojizas, lanzan su luz a los cielos.
En
esta fría tierra siembro quinua de cien colores, de cien clases, de semillas
poderosas. Los cien colores son también mi alma, mis infatigables ojos.
Yo,
aleteando amor, sacaré de tus sesos las piedras idiotas que te han hundido.
El
sonido de los precipicios que nadie alcanza, la luz de la nieve rojiza que,
espantando, brilla en las cumbres; el jugo feliz de millares de yerbas, de
millares de raíces que piensan y saben, derramaré en tu sangre, en la niña de
tus ojos.
El
latido de miradas de gusanos que guardan tierra y luz; el vocerío de los
insectos voladores, te los enseñaré hermano, haré que los entiendas.
Las
lágrimas de las aves que cantan, su pecho que acaricia igual que la aurora,
haré que las sientas y oigas.
Ninguna
máquina difícil hizo lo que sé, lo que del gozar del mundo gozo.
Sobre
la tierra, desde la nieve que rompe los huesos hasta el fuego de las quebradas,
delante del cielo, con su voluntad y con mis fuerzas hicimos todo eso.
¡No
huyas de mi doctor, acércate! Mírame bien, reconóceme. ¿Hasta cuándo he de
esperarte?
Acércate
a mí; levántame hasta la cabina de tu helicóptero. Yo te invitaré el licor de
mil savias diferentes; la vida de mil plantas que cultivé en siglos, desde el
pie de las nieves hasta los bosques donde tienen sus guaridas los osos salvajes.
Curaré
tu fatiga que a veces te nubla como bala de plomo, te recrearé con la luz de
las cien flores de quinua, con la imagen de su danza al soplo de los vientos;
con el pequeño corazón de la calandria en que se trata el mundo, te refrescaré
con el agua limpia que canta y que yo arranco de la pared de los abismos que
tiemplan con su sombra a nuestras criaturas.
¿Trabajaré
siglos de años y meses para que alguien que no me conoce y a quien no conozco
me corte la cabeza con una máquina pequeña?
No,
hermanito mío. No ayudes a afilar esa máquina contra mí, acércate, deja que te
conozca; mira detenidamente mi rostro, mis venas, el viento que va de mi tierra
a la tuya es el mismo; el mismo viento que respiramos; la tierra en que tus
máquinas, tus libros y tus flores cuentas, baja de la mía, mejorada, amansada.
Que
afilen cuchillos, que hagan tronar zurriagos; que amasen barro para desfigurar
nuestros rostros; que todo eso hagan.
No
tememos a la muerte, durante siglos hemos ahogado a la muerte con nuestra
sangre, la hemos hecho danzar en caminos conocidos y no conocidos.
Sabemos
que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro; mostrarnos así,
desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten.
No
sabemos bien qué ha de suceder. Que camine la muerte hacia nosotros; que vengan
esos hombres a quienes no conocemos. Los esperaremos en guardia, somos hijos
del padre de todos los ríos, del padre de todas las montañas ¿es que ya no vale
nada el mundo, hermanito doctor?
No
contestes que no vale. Más grande que mi fuerza en miles de años aprendida; que
los músculos de mi cuello en miles de meses, en miles de años fortalecidos, es
la vida, la eterna vida, el mundo que no descansa, que crea sin fatiga; que
pare y forma como el tiempo, sin fin y sin principio.
José María Arguedas (Andahuaylas, 1911-Lima, 1969). Poemarios: Tupac Amaru Kamaq taytanchisman. Haylli-taki / A nuestro padre creador
Túpac Amaru. Himno-canción (Lima: Ediciones Salqantay, 1962); Oda al jet (Lima: Ediciones de La Rama
Florida, 1966); Qollana Vietnam Llaqtaman
/ Al pueblo excelso de Vietnam (Lima: Federación de Estudiantes de la
Universidad Nacional Agraria, 1969); Katatay
y otros poemas (Temblar). Huc jayllicunapas (Compilación y notas de Sybila
Arredondo; presentación de Alberto Escobar. Lima: INC, 1972); Obras completas. Tomo V (Edición de
Sybila Arredondo. Lima: Editorial Horizonte, 1983).
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