martes, 22 de mayo de 2018
martes, 8 de mayo de 2018
Rastro de caracol de Abelardo Sánchez León, por Roger Santivañez
Sánchez León, Abelardo: RASTRO DE CARACOL, Lima, Ediciones de la Clepsidra, 1977, 108 pp.
La publicación de Poemas y ventanas cerradas (1969) de Abelardo Sánchez León significó para la poesía peruana un avance importante en varios niveles. De un lado constituía un eficaz desarrollo del virtuosismo verbal de Consejero del lobo (1965) de Rodolfo Hinostroza. Así como instauraba de hecho a la ciudad como espacio vital en que se producían los conflictos más relevantes, lección recogida en Ciudad de Lima (1968) de Mirko Lauer. El despliegue de esta tendencia se hallará más tarde -con particulares matices- en los primeros libros de Enrique Verástegui y Luis Alberto Castillo.
Posteriormente Sánchez León publicó Habitaciones contiguas (1972) libro en el cual se amplia significativamente el universo poético de su primera obra. El mundo del adolescente retraído que sufre por la injusta condición del orden social, el tímido jovenzuelo hacedor de poemas que vaga en interminables caminatas por los diferentes barrios de la ciudad; el centro invadido por vendedores ambulantes, borrachos y lumpen en las esquinas; sucios bares solitarios en zonas populares y también los barrios ricos con su frialdad, con su casi deshumanizada existencia. Todo este mundo persistirá en Habitaciones contiguas, solo que ya no habrá, como en el primer libro, lugar para la imagen brillante o la metáfora plástica. El segundo libro tiende a una reflexión mas desnuda y a una escritura más prosaica y áspera, no exenta de un afilado sarcasmo en el que a veces es el mismo autor el blanco de una implacable ironía. Este libro pareciera nutrirse mas bien de una atenta lectura de los últimos libros de Antonio Cisneros. Provisto de un coloquialismo desbordante, precisión circunstancial declarada en algunos poemas y también introducción de un tono y lenguaje no "literarios". Al mismo tiempo sus preocupaciones se han ampliado; se perfila un apreciable intento de lograr una poesía sociológica, es decir una expresión poética en la que claramente se evidencia una voluntad de indagación sobre sectores sociales burgueses: sus tics, sus contradicciones, sus miedos, siempre con un aliento desmitificador y desgarrado.
Con esto nos vamos acercando a Rastro de Caracol reciente libro de poemas publicado por Sánchez León, que desde el titulo nos informa sobre el contenido: una huella (la escritura) de quien lentamente se despoja de las mascaras: por eso el epígrafe inicial del volumen, unos versos de la norteamericana Marianne Moore sobre la poesía en que se consigna: "hay cosas que son importantes mas allá que todo este desatino/ Empero, leyéndola con perfecto desprecio/ uno descubre en ella/ después de todo, un lugar para lo autentico".
Ser autentico, no falsear, decir lo que se siente verdaderamente parece ser la meta en la escritura del poeta. El volumen se abre con un breve conjunto de poemas en prosa que son precisamente agudas reflexiones sobre la actividad de escribir, la relación del poeta con su vocación, su compromiso consigo mismo y su vinculación con el orden social, con el Estado, con el poder político. Es así que el largo poema "A la sombra de Calígula" se presenta como un testimonio de la incompatibilidad de la poesía frente al poder político. Allí el poderoso simbolizado en la imagen del Dictador -quien ejerce una tiranía absoluta sobre la sociedad- sabe que los poetas son aquellos que se rebelan a aceptar su poder, permaneciendo libres en el terreno de la creación poética. El Dictador los obliga entonces a trabajar y cantar para el, burlándose a cada instante de ellos. Se plantea también una reivindicación de la poesía como ejercicio de la libertad frente a un Orden que quisiera aniquilar a aquella. Reivindicación del derecho al sueño y a la imaginación contra la alienación generalizada. Ademas de la postulación de la poesía como un cuestionamiento incesante de la pretendida inamovilidad y solvencia del Orden.
Después viene un grupo de poemas en los cuales Sánchez León indaga en su pasado infantil, familiar, adolescente -"Recordando con ira"- es el titulo de uno de los textos. Va pasando por diversas escenas de aquellas etapas siempre con un sabor amargo, con una desazón angustiante, con un sentimiento de culpa que descarnadamente deriva hacia una especie de odio contra si mismo. Sin embargo recorre los poemas un dorado sentimiento de nostalgia por los tiempos ya perdidos. El poeta se siente agredido, lo hiere la incapacidad para celebrar sus percepciones del mundo; entonces las ataca, se ataca a si mismo y así llega a amarlas porque en definitiva es lo que se ha tenido mas cerca, lo que se ha vivido. Y dice: "Valdría bien comenzar de nuevo, o no comenzar,/ llanamente negarnos, o carecer de memoria".
La segunda parte del volumen se abre con un poema en prosa que constituye una hermosa afirmación de la poesía: "La hora de los poemas"; otra vez la escritura, la poesía es sentida como el mejor lugar para la expresión autentica. Hay en esta sección dos poemas importantes: "El desdichado/ de Gerard de Nerval" nervioso alegato desde la posición del sufrimiento humano contra el optimismo falso de sus instituciones. Esta imagen esta simbolizada en la oscura y dolorosa experiencia del poeta francés, que Sánchez León aprovecha para configurar su poema. De esa implícita evocación de París -los poemas del libro fueron escritos en dicha ciudad- llegamos a "Los cuartos del amor" -ambientado allí- intenso poema sobre la caducidad del amor, sobre el deterioro que carcome aun la mas bella y apasionada relación amorosa.
La ultima parte del libro sintetiza las proyecciones de todo el texto. "En las caballerizas" es un poema que lleva hasta sus ultimas consecuencias el autocuestionamiento del poeta y la poesía. Si tiene o no sentido escribir en una sociedad opresora, si tiene sentido la protesta que queda en el papel frente a una represión feroz. Al terminar el libro el lector queda con una sensación de callejón sin salida y es que el poeta ha exacerbado su descarnada interpretación del mundo hasta hacerla insoportable. Todas las salidas están negadas, o casi todas.
Formalmente el libro abunda en textos en prosa cuyo hálito poético proviene de la imagen global del poema. Sánchez León practica una escritura discursiva acumulando por momentos demasiadas reflexiones, lo que resiente en alguna medida la fluidez, la dinámica interna de los poemas. Percibimos que esto se debe a un angustiante deseo de decirlo todo y con mucha claridad, con toda autenticidad, en una catarsis no exenta de dolor y que nunca pierde de vista la imagen que redondea el concepto, la comparación original y altamente creativa, colocadas siempre en el verso indicado. Virtudes todas de la poesía de Abelardo Sánchez León que -con Rastro de caracol- entra de hecho en los dominios de la madurez creadora.
Publicado originalmente en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año 3, No. 6 (1977), pp. 157-159.
AL FILO DEL OJO de Omar Castillo, por Víctor Bustamante
Hay
varias formas de abordar la realidad poética en un momento determinado. Una de
ellas enfundado y buscando brillo al hablar solo de escritores importantes,
entre comillas, muchos de ellos impuestos por el marketing y el insidioso mundo
editorial, donde se confunde literatura y negocios. Esto trae como retaliación
una manera de escudarse y vivir del brillo de los poetas de relieve. Otra es la
comodidad del mundillo académico pervertido y cifrado solo en escudarse tras el
prestigio del legado de escritores muertos, impidiendo que haya una reflexión
sobre el presente, lo cual excluye, y deja de lado a los escritores actuales,
hasta que un remoto historiador los recobre. Todo lo anterior por pereza de
buscar aspectos diferentes, como si nos señalaran para decir que esos
escritores fueron de mayor fuste. Todo esto debido a ese lastre borgiano,
admitido como mandamiento, cuando añadió que el antólogo verdadero es el
tiempo, y esa cuasi sentencia mal entendida trajo como seña y saña olvidar las
escrituras actuales. De tal manera añaden algo en este desalojo, que siempre la
literatura está en otra parte; entre más lejos mejor. Ambas decisiones juegan
con las cartas marcadas. Además, en esta revisión, en esta exacerbación por la
pos eternidad, por la posteridad, perdura cierto atisbo de retaliación en
quienes escriben sin su aquiescencia y sin sus permisos y entelequias. Aunque
aclaro que muchos escritores que nos antecedieron son nuestro legado y nuestro
refugio.
Pero
hay otra manera de abordar la escritura y su reflexión y es no mirando atrás,
ya sabemos que nuestros maestros tutelares están con nosotros, nos influyen,
mirando a cada lado donde caminan y escriben personas que son cercanas,
creadores que, al igual que nosotros, van de la mano, en la ensoñación de la escritura
o en la difícil tarea de reflexionar, en la ardua y aun conciliada manera de
indagar por la poesía; en síntesis reflexionarnos. Lo que lleva a decir que
cuando se escribe sobre nosotros es amainar en un campo nunca minado sino en
reconocer al otro, en tenerlo presente, en entablar ese diálogo casi imposible
pero abierto de una manera actual, presente. Ese tipo de diálogos es necesario.
De ahí
que cuando leo Al filo del ojo de
Omar castillo (Colección Otras Palabras, Fondo Editorial Ateneo, 2018), es
saber que él reflexiona esas otras palabras que merodean y se escriben ahí
justo ante nosotros, esas otras palabras que aciertan e indagan, que se atreven
a equivocar, que abren brechas, que asedian a veces, lejos de los circuitos de
la comodidad donde se mira la literatura, no solo de soslayo, sino como un
infatuado camino nunca brumoso sino lleno de la molicie de versos y de aquellas
historias que no requieren una confrontación donde no existen preguntas y menos
respuesta a lo que somos, lo mismo para responder preguntas fundamentales,
sobre el papel de la literatura como la decisión del ser en no pasar
desapercibido en la medida en que requiere no solo dejar una huella sino
pensarse.
Al
principio una reflexión, “Sobre poesía”, donde el autor, en una suerte de
proemio, reflexiona sobre su quehacer poético al cual le deja de lado la
nostalgia, como algo corrosivo. Ante ello añade: “No debemos olvidar que la
poesía es un riesgo de integridad llevado hasta sus últimas consecuencias y no
un pasatiempo para mentes correctas y con buen ánimo social”. Y después
prefiere el silencio como escudo ante la banalidad. Para ser exactos ahí reside
el espíritu de su poesía. Aunado a un aspecto fundamental en Omar, y es que ha
sido un autodidacta, lo cual lo hace un poeta libre de ataduras, lo que se
traduce en buscar sus caminos, en inferir sus indagaciones, en construir el
quehacer notorio en su poesía donde fluye un destino, seguir la propia
construcción de esa poética con sus presupuestos, hasta encontrar sus definiciones
tan suyas, lejos de la tenue ambientación nunca poética de lo que llamaría León
de Greiff las greyes planas.
Pero
también en la medida en que leemos esta síntesis, Omar Castillo reflexiona
sobre diversos autores, y es que ahí mismo en su escritura va dejando el rastro
de lo que se constituye en su concepción
sobre la poesía o sobre la narrativa. Ahí va abriendo ese camino que en cada
texto terminado se convierte en la summa de su obra. Es decir, en cada texto que
uno escribe va dejando sus huellas, que son sus reflexiones así, como esas
palabras que asedian y conjuran. Miremos en este libro, el texto “Palabras en
el laberinto de la infancia”. Allí Omar deja su inicio en los caminos de la
escritura al leer y evidenciar su cercanía con tres poetas fundamentales,
Porfirio, León de Greiff y José Asunción Silva. De cada uno de ellos recobra
sin definirlo aun sino más tarde, como si esas voces le abrieran el camino a la
escritura, como si esas voces confluyeran para el inicio de una formación
sentimental en la poesía. De ahí que Omar en cada uno de ellos recobrara aspectos fundamentales como en
Silva, sopesar las palabras y darles su medida justa. En de Greiff ritmo y
sonoridad de las palabras, y en Porfirio el desgarramiento y la orfandad. Ahí
en la infancia ya estaba dispuesto Omar para adentrarse en los caminos de la
poesía, en los vericuetos de la creación. Por supuesto, luego llegarán otros
maestros pero ahora vamos a referimos a los otros textos del libro.
En
estos textos hay una concepción donde se avizora el sentido de distanciamiento
y desconfianza con el medio literario. De ahí que él en su escepticismo elabore
su mundo poético, al establecer su propia conciencia y al elegir sus vasos
constructores, porque cuando uno escribe sobre alguien es porque da cierta
cercanía. En estas reflexiones, porque lo son, porque al uno escribir sobre
alguien también escribe desde sí y sobre sí mismo la concepción de su
escritura. Al abordar al otro se aborda uno mismo en los ecos que encontró en
ellos, que son esos puntos de contacto para reflexionar sobre ellos, es decir
sobre uno mismo. Es decir, en esta instancia cuando se piensa en el otro, se
reflexiona a partir de la propia experiencia estableciendo una cercanía a
través del habla, a través de pensar lo creativo del otro. Omar lo hace
alertado por su conciencia punzante ante la duda y deterioro del lenguaje que
es la materia que concibe y hace al poeta. No en vano cuando se refiere a
Colinas anota: “El poeta siempre será un invasor invadido”.
En estos textos hay
una visión un poco escéptica pero apasionada del desafuero de las palabras, que
contrasta con la perspectiva optimista de la realidad de estos textos que al él
mirarlos permiten hallar otra definición, donde el lenguaje, las palabras,
apenas son un artificio, ante la posibilidad del escritor para recuperar lo
inexpresable, su vivencia. No en vano cada escritor de estos con los cuales
Omar dialoga, intentan expresar un mundo que se evade y que las palabras, su
lenguaje propio, capta en lo más mínimo, aunque allí es posible encontrar y
definir: razón y caos, sensibilidad y orden, pasión y desenfreno, creatividad y
fracaso.
Omar Castillo y Víctor Bustamante |
En este
libro de Omar Castillo desfilan de una manera no blasonada, Alberto Escobar
Ángel, Luis Iván Bedoya, Rafael Patiño, Carlos Enrique Sierra, Pablo Montoya,
Helí Ramírez, Mario Angel Quintero, Oscar Castro García, León Pizano, Carmenza
Arango, Víctor Bustamante… y hago referencia a ellos por una razón de peso,
pensar a los amigos, lejos del acomodo de alguna lisonja siempre me ha causado
curiosidad y entusiasmo, ya que casi siempre nos referimos al otro, a los
lejanos.
Pero
aquí no solo hay referencia a poetas o escritores que trabajan y permean las
palabras. Aparece Carlos Puerta con sus fotografías, Raúl Restrepo con sus
telas atiborradas de colores, y la memoria del teatrero, siempre lamentado,
José Manuel Freidel.
Por
supuesto ésta Medellín que se presencia en estos escritores que buscan la
ciudad desde diversos ángulos está presente en su ensayo “Medellín, un grafiti
que se abre”. Una reflexión entre los escritores y poetas anónimos que dejan en
sus muros, en sus paredes, en sus tapias, no solo sus frases sino también sus
palabras, aquellas palabras de la ironía, aquellas reflexiones, aquellos
insultos, aquellas diatribas. Es una Medellín donde estos escritores, los
grafiteros, sopesan solo una frase llena de escarnio y de esperpento, una frase
pensada, para escribirla casi siempre en las horas de la noche cuando la mirada
inquisidora del transeúnte no existe y cuando en la eficacia de un momento la escriben con donosura para crear
desazón y criticar, y además, librarse de cierto estado de cosas y de su
malestar.
En
síntesis, a los escritores que el poeta nombra, se le suman aquellos que con
algunas palabras fugaces se les lee, pero estas palabras son borradas luego,
con lo cual siempre sentimos que reescriben su perversidad y su desventura de
una manera momentánea.
Al filo del ojo, es
andar alerta, buscar la reflexión y la cercanía de otras palabras y otras
voces, también es una autoexploración como en “Visión y prisión de las
palabras”. Al filo del ojo también es
saber que hay diálogos diversos con Floriano Martíns y con Alfonso Peña. Es
indagar por esos lazos en apariencia invencibles, pero que están presentes con
la poesía y los poetas que forman al escritor, es la ensoñación nunca perse por
las palabras, por saber que Medellín es de nuevo expresada a partir de otro
punto de vista, desde la mirada de un poeta, que redefine y alindera algunos
escritores. Así Omar Castillo.
miércoles, 2 de mayo de 2018
Libro de reclamaciones: Antología poética personal 1981-2016, de Isaac Goldemberg, Por Juan Carlos Mestre
Acaso la filosofía pronuncie la primera palabra, pero es la poesía la que otorga al universo la intuición de ser, la categoría del habla como revelación de una voluntad deífica. Así llega hasta nosotros la verdadera felicidad de existir en el lenguaje que da forma a la realidad del mundo, un estar en la construcción del destino, un habitar la casa del error donde todo discurso se convierte en lengua desconocida, en habla inaugural de lo que la razón abandona y la revelación ilumina. Y así también llega hasta nosotros este tratar de comprender qué es la poesía de Isaac Goldemberg y su decir aproximativo a lo entero de la existencia del hombre. Isaac ahonda su visión, más allá de las vinculaciones argumentales de la lógica, en la sensibilidad metafísica y en las analogías espirituales que dan sentido a la acción sagrada de la poética activa, poesía entendida como un desafío moral y político de la conciencia humana. Su poesía establece un pacto con la raíz misma del gran misterio, con la voz sin boca de la fundación original, la que pronunció su palabra antes de que las cosas poblaran el cosmos y lo informe deviniera en forma de un eterno presente; es decir, la duración; es decir, las presencias del pensamiento en la geografía del ensueño y la vida real como un territorio poblado de símbolos.
Isaac Goldemberg camina sobre las aguas materiales de la existencia como lo harían los pies del milagro sobre la superficie de la creencia, un vínculo entre la promesa y las correspondencias de la tierra no prometida, sino imaginada, del poema. He ahí la tarea constructiva de la voluntad humana, elevar sobre lo irracional de los sonidos inarticulados del habla el gran canto de la memoria, la irradiación de su oscura luz sobre la noche resplandeciente y los afortunados y también ominosos prólogos de la ventura humana. Ahí está el desierto como inicio del camino, la sangre como primera mancha moral en la historia de la conducta. De ahí la microfísica del poder y el desorden de la belleza cauterizando las heridas de la razón. El poeta habita una presencia oculta y haciéndolo la descubre, la desvela y evidencia, la hace ocupar otro espacio sin sustraerla a la invisibilidad, la hechiza con la conciencia de la vida y la metaconciencia de la muerte. El poeta entra en el sueño como acceden los amantes a sus cuerpos desnudos, entra en la cifra del sentido y en las figuras rítmicas de las correspondencias celestes, en la correlación y en las equivalencias, en la lectura de los espacios abandonados por la súbita desaparición de la esperanza y lo misericordioso. Mas el poeta restablece su estrella sobre las pequeñas aldeas del corazón, habla con las frases muertas y las aguas que hierven, retorna al límite donde la nostalgia hace grandes señales a los desaparecidos y a quienes aún esperan la señal del relámpago al borde de los caminos de la iluminación. Isaac ha caminado con ellos, con los que carecieron de su tiempo en la historia y con los que renacen cada vez que los oídos mentales de la lluvia escuchan la tierra. No lee el pasado, Isaac lee el mañana del espíritu, las justas balanzas con almendras y la gracia unánime del sol sobre las tierras de la promesa. Isaac canta con el que “sale a buscar agua en una calabaza.” Y encuentra el agua, el rocío del origen que da sentido místico al guerrillero y al pájaro.
Cavilan los enamorados al borde de su noche, medita Isaac mientras los caballos cruzan sin ser vistos el horizonte curvo del tiempo donde toda la delicadeza humana entrega como tributo el don del lenguaje a la comprensión del mundo. Son las voces, es el pacto entre la pasión y el habla, es el juramento entre la voz y las especies transparentes del aire respirado por las víctimas, son los términos y los ofrecimientos, es el verbo bajo la sombra del árbol del Génesis donde los vivos hablan por la esperanza de los muertos, por las voces muertas de cuantos cargados de razón amanecen de nuevo en el poema para que sus pensamientos sigan vivos. Es la restitución de lo hurtado al cielo mental de la belleza lo que agita y subvierte estas páginas, la voz de los otros, la fila donde los débiles se yerguen desde la irrefutable dignidad de su juicio contra los verdugos. Presencias, sí, de las que fluye la melodiosa gratitud de un hacer inocente: la palabra poética configurando la vacilante matemática del destino, la rítmica turbulencia de la historia, la íntima condición del espacio donde incuba la ilusión del hombre su sol de arena. Isaac es la unidad divisible del alefato que extiende sobre el silencio la redención de su condena, y lo silente se ausenta de su mudez, y lo inadvertido se desoculta de su olvido, y lo abandonado retorna al ámbito de lo pródigo. Isaac percibe la angustia de los sin rostro, y otorga faz a la ausencia civil del insatisfecho. Isaac invoca y obtiene: luz a la izquierda del libro donde cada letra es sagrada, luz sobre los espejos sin azogue de la vigilia y sus correspondientes figuras en el abismo del sueño, luz sobre las narraciones pretéritas de la condición humana y las sílabas negras de lo prejuzgado, luz sobre las negaciones eclécticas de la felicidad y las confidencias ardientes del espíritu. Hay confesión y testificación en estas páginas, hay sonoros retratos cuyo eco inextinguible llega hasta las puertas de la melancolía. Hay melancolía e impaciencia, y una insurgente mas delicada manera de estar en el mundo junto a la gente del mundo, en la naturaleza rebelde de lo libre y en la bienaventurada tarea de los avisadores del fuego ante los abismos terrenales. Ellos, los que despiertan a los demás ante la inminente catástrofe, ellos invadidos por el recuerdo de un encargo que nadie les ha hecho pero que han de cumplir hasta que el tiempo del tiempo acabe. Entre ellos este Isaac Goldemberg, su poesía nutrida por la oscuridad luminosa de la filosofía y los sembradores de lámparas en las tierras negras, en las patrias donde algún día habrá de volver a brotar el elogio del conocimiento. Es Isaac contra la ignorancia, la feroz dulzura de la conciencia poética contra los procedimientos de la impiedad y las atrocidades del autoritarismo. Una voz en la asamblea de los que dialogan con el infinito, la voz del poeta que como un sentimiento geológico del mundo se petrifica en el azar de las constelaciones y en el firmamento lingüístico del habla poética como realidad fundadora de todas las demás verosimilitudes y concepciones paralelas del cosmos.
La poética de Isaac Goldemberg es una lección de grandeza, una enseñanza en cuanto inteligencia de un texto, en cuanto testimonio de una excelencia moral. Su conversación con las tensiones críticas entre el bien y el mal, su ánimo para afrontar la evidencia y la imposibilidad de resistir lo ominoso desde las certidumbres éticas de la conciencia contemporánea, hacen de su entendimiento un logos unitario y armónico, una teoría del ser cuyo principal axioma es la naturaleza sagrada y contextura moral, ángeles y demonios, de la condición humana. Poeta en el exilio y en las afueras de la otredad, poeta tras las fronteras del éxodo y la permanente refundación de un destino, Isaac eleva la emotividad de su cántico de las criaturas sobre la “dignidad solitaria de las cosas” y las personas. No hay sombras que se le oculten, ni resplandores que lo deslumbren en el tránsito entre sueño y fábula, entre el país sin nombre de los desterrados y la casa en el aire de los que ya solo residen en el recuerdo. Importa en esta poesía la justicia ejercida sobre el espacio de las mutilaciones, sobre las lesiones históricas de la condición judía, la fisonomía del sufrimiento, el silabeo del descifrador ante los enigmas del infortunio y las metamorfosis de la desgracia. Instalado en la lengua común el hablante somete a los poderes artísticos la decisión significativa de sus dialectos, los personajes heterodoxos que habitan la memoria y transmigran entre lo truncado y lo absoluto, entre la ilusión de lo pendiente de ser soñado y las deudas por lo no vivido; seres de cuya belleza se nutre de una súbita cualidad la materia del mundo, frases, cuadros, nebulosas, visiones ordenadoras de una existencia concebida en términos de promesa, de una impaciencia inferida en términos de redención. Indudablemente Isaac sabe cuál es el derecho de todo ser a la justicia y lo hermoso, Isaac conoce la capacidad de toda pasión por generar lo bello y la competencia reordenadora del amor entre los discursos del afecto, la responsabilidad y lo justo. Isaac está ante el desafío del amanecer y frente a las seducciones consumadas del crepúsculo. Isaac recuerda y ama, acaso la tarea primera del poeta: la emancipación del olvido y la flexibilidad sintáctica de las consolaciones sobre el atronador silencio de las víctimas.
Este libro está pleno de rostros y de personas en busca de su rostro. Este libro está lleno de palabras que buscan a alguien, que aún siguen buscando a los que desaparecieron en el hambre que no sacia ni la venganza de la primavera ni la estrella amarilla en la raíz de las flores que besó Moisés. Aquí están los que nacieron por la “sencilla costumbre de nacer”, y los que resucitan cada vez que alguien deja una piedrecita sobre las nubes del corazón. Se oye aquí a un coro concertado de voces, los que regresan de sus delirios puros, los masacrados por el envilecimiento de las estructuras y las formulaciones execrables; se oyen aquí a los extraños de sí mismos y a los indefinidamente al borde de su ninguna posibilidad futura; están aquí los que encontraron la sal que no es de nadie, y los que de igual manera hacen del reparto memoria futura de una mesa colectiva. Isaac escribe palabras para dejarlas en el Muro, palabras sin otras pruebas que la de ser palabras, palabras de la inexistencia, palabras de la existencia de Dios, brotando del pan, de las casas, de las fosas.
Es la abolición de las intermediaciones con lo sagrado lo que se destruye con la caída en desgracia de la poesía, como es el triunfo de la vida lo que su bien restituye. Esa es la creencia, a pesar de los estigmas y de la afrenta, de las perdurables significaciones del dolor. Porque un irredento dolor traspasa también estas páginas antes de que hayan de desembocar en un conjuro contra el pesimismo. Estos poemas, este canto giratorio, estas substancias puras de la individual conciencia del testimonio dan argumentación moral a la asamblea que en el sitio de su pueblo sigue siendo, para la poesía de las densidades ideológicas, la infancia de Dios y el nacimiento del lenguaje. Isaac no oculta la desesperación, ni encubre la angustia de los tímidos, tampoco enmascara la imposibilidad de los más fuertes ante el “drama de la desaparición”. Isaac nombra, y al nombrar erige contra la vulgaridad del olvido la sinagoga de la espiga sobre las páginas de tierra de la conciliación. Avenencia entre la propiedad y los despojamientos, entre las heridas terrenales y las leyes involuntarias del cielo. Y no está solo, es multitud en el vacío, una muchedumbre que ha desertado de la fila, los que abandonando la humedad sombría salen al colectivismo del sueño y al fresco futuro de las aguas. Tierra de la promesa este libro de Isaac Goldemberg, libro también secreto y cabalístico, libro de fronteras visibles y apariciones invisibles, levantado sobre las rocas de los sobrevivientes, excavado bajo todos los imaginarios y las preceptivas de la segunda lógica, allí donde surge el territorio inacabable, indestructible, de la visión poética y la respiración del pensamiento crítico.
Y si “el primer fundamento de la fe es el Nombre”, Isaac nombra. Nombra el Nombre. Nombra la deconstrucción de nuestras máquinas de pensar y las metáforas del poder, nombra la acción de los yuxtapuestos y la complicidad de los indiferentes, nombra la resignación permisiva y la voluntad de los atestiguantes. Isaac nombra la apostasía de los indemnes y al que se encoge de hombros ante la muerte. Isaac escribe sobre las mujeres y los hombres de pena y su insaciada esperanza, escribe sobre la velocidad de la luz y las arrugas en la frente; Isaac escribe sobre lo inmutable y la flaqueza del éxtasis entre el tumulto humano. Isaac escribe sobre el allí, el no lugar donde el tetragrama impronunciable se manifiesta en la letra. Allí está Salomón y el Señor de Sipán. Allí está su padre y la noche, “mantel bordado y candelabro”. Allí, “ay vidita”, el profeta Jeremías y Carlos Marx. Allí la casa, la lluvia sobre las uvas y el pan blanco del zorro, la llave que abre las calles sin salida hacia la libertad como definitiva genealogía de la memoria del ser en el mundo. Es el lugar de la víspera, el territorio donde la anticipación deviene en nostalgia de futuro, en súbita redención de un instante que desafía la cronología inmóvil de la memoria y se constituye en un activo recuerdo: “mi padre…viene a lavarme las orejas… el rabino me hace subir a la bimá…” Para que se oiga, para que sea escuchado desde el podio, el poema en el centro del santuario de la existencia, la palabra revelada en la alta festividad de los significados que articulan el conocimiento y otorgan conciencia a las figuraciones y decorado crítico de la Creación. “Sardinas y pan blanco” sobre la mesa para el hijo del mandamiento, estos poemas de Isaac Goldemberg designan una enseñanza complementaria de la ley oral, la escritura pronunciada, hecha voz irrevocable de una condición que asume metafísicamente el habla de lo otro, la esencial presencia de la otredad en busca de rostro, en indagación de lo fugaz en la casa de la permanencia y ante los espejos que entre el cielo y la tierra reflejan la condición humana.
Es acaso de esa conciencia de temporalidad, de lo que por breve es trascendente, en donde echa raíces la paradójica tristeza de este alegre habitante del poema, “a veces sueño que soy Jesucristo”, de este hombre que camina sobre las aguas de la escritura hasta confundirse en la lejanía con los párrafos de la promesa. Patria de un lenguaje fronterizo y éxodo del ser hacia los panes ácimos, la poética de Goldemberg instaura una plenitud de sentidos sobre la excavación que cada poema realiza en las geografias del encantamiento, ya sea Ucrania o el ayayai de las tierras polvorientas de Chacra Colorada, ya suene el shofar o la quena, allí donde hay palabra hay casa, allí donde hay luz hay día. Día para la elegía del vendedor de corbatas, día para los prostíbulos góticos de las cabezas desnudas, lo comprensible y lo incomprensible, la intuición que en el cerebro de las rocas imagina el agua. Agua y tiempo, he ahí la material esencial de la que están hechas las palabras de Isaac y “las espigas de Judea”.
Voz coral instalada en el mestizaje de la sabiduría, voz que nombra para borrar lo nombrado y transmutarlo en materia tras el destierro de las significaciones, el recuerdo como categoría moral de la historia, la memoria como un constructor configurante de la verdad abolida, del lenguaje puesto en crisis, en una situación límite donde solo la redención, la exaltada melancolía que transfigura en destino la solidaridad y la culpa, la misericordia y la fraternidad, dan sentido a los conceptos del amparo, la radical misericordia y la innegociable esperanza.
Aquí el ciprés habla en yidis con las cruces católicas, y las colinas de Lima descienden sobre el valle de Jerusalén. El peso es la medida como el carnero es la ofrenda y la parte el cálculo de cada necesidad. Es sábado. Es sábado en la escritura del silencio y en los caracteres de la permutación. Es el día siguiente en que toda narración es arrastrada por los vientos erróneos hasta llevar lo visible más allá de lo invisible. Es la escritura de la invisibilidad haciéndose presente sobre las cenizas de los que ya solo viven en el aire, en el mito transparente de Dios y entre las líneas de su escritura, más que temperatura de lo humano, más que sonrisa liberadora y definitiva de la razón poética. Sea lo que fuere el ángel, hay ángel en este libro, el ruido ordenado en la periferia del resplandor según Tristán Tzara, las alas que le crecen a cada árbol personificado en los laberintos según Sholem; ángeles civiles y ángeles laicos cuya creencia es la propia sustancia de ser ángeles, materiales sobrantes de la creación simbólica del mundo, sueño de la mujer en la casa oculta del hombre y sueño del hombre en la casa también oculta de la mujer; ángeles que cantan con la boca cerrada, ángeles mudos en el mármol, ángeles tallados en los huecos de arcilla del silencio; ángeles hay en esta asamblea de fragmentos y amor que es toda amistad con las palabras, esa exterioridad sin límites del ser que se hace edad, escritura en el espacio, y pasión de lo sentido como experiencia única del universo.
No es el de Isaac Goldemberg un territorio establecido en los márgenes de la dicción donde se originan los mitos fundacionales de las escrituras en el éxodo, sino el de un topos circunscrito a la etopeya moral de un pueblo, un monólogo en el que el universo judío habla por sí mismo, significa por sí mismo entre las líneas y texturas configurantes del carácter de su leyenda. Resistencia y evocación de la utopía, el arte político de la palabra implicada en los subrayados de la conducta, sin duda aquella que viene a recordarnos, otra vez más, que los seres humanos somos responsables unos de otros. Desalojando el conflicto, reinstaurando la invocación deífica, transformando el destierro en una experiencia espiritual, la poética de Goldemberg es un tratado de hermenéutica sobre la condición misteriosa de la palabra en la conciencia humana, un acceso a la otra condición del ser, aquella que tan por encima de la pragmática nos otorga, como en todo acto de revelación, el conocimiento intuitivo de la historia que nos constituye como personas. Historia confesional y laica, historia de lo fragmentario y lo arraigado a la imantación de la creencia, memoria colectiva y epopeya íntima del ser enfrentado a cada una de las circunstancias azarosamente cuánticas del destino. Historia al fin del ciudadano y su sombra civil encausado en el proceso de la legitimización discursiva, allí donde la palabra ya no nombra ni designa, sino que celebra, sino que testimonia desde el tiempo futuro la viva presencia de aquello que jamás logrará borrar de los tribunales de la conciencia el recuerdo del exterminio y la totalidad de los ominosos actos de fuerza. También contra eso escribe Goldemberg, contra la posibilidad cruel del olvido y contra la violación sistemática de los significados del porvenir.
“¿De cuál de las doce tribus desciendes tú?” se pregunta el poeta, y la respuesta, como toda construcción de sentido ante la intemperie del no saber, no ha de ser otra que la tribu de la humanidad, aquella que ante las categorías morales de la historia halla en la condición sagrada de la persona su única y definitiva necesidad. Una poética construida ciudadanamente en la laboriosa mezcla de sentidos, de injertos significativos, de historias corales. Voz en la que se cifra la paradojal permanencia de lo fugaz, el tiempo detenido en las legislaciones imperativas de la memoria, en la desafiante voluntad de hacer del recuerdo un vivo testimonio de futuro, acaso la responsabilidad más honda de la palabra hacia los muertos, con los errantes y las sombras, con los viajeros sin otro rumbo que la revelación de su propio origen entre los bienaventurados en el silencio.
Este libro, esta elegía y esta celebración, es el estado de cosas en que se transforman las palabras después de haber cumplido su función audible en el lenguaje, estos poemas son estancias, casas para ser habitadas por la conciencia de otro, tú, lectora, lector. Catres donde han soñado las personas del verbo, las infancias sin otro espacio que la liturgia textual, el acomodo crítico del habla ante la intemperie, la soledad, los espectros del miedo. Y esa aproximación a la verdad simbólica es aquí, ahora, el día de la luz ante los ojos cerrados de la muerte, y ese también el acto de valentía del poema ante lo tachado.
Isaac ha cumplido su mandato, ha dialogado con las grandes tradiciones de la lírica, ha entrado en la identidad de los nuevos descubrimientos, en los territorios arrancados al vacío y en la especulación de los gestos que amplían los horizontes significativos del porvenir. Isaac ha visto, ha oído, ha vuelto a religar las visiones de lo desconocido con el humor sagrado, con la sonrisa del ser que configura su conducta moral en lo intuido como expresión suprema de la inteligencia. Inteligencia y amor. Amor civil, amor dramática y apasionadamente humano. Su yo es otro, y el otro, el íntimo ante los reconocimientos de la semejanza es el cualquiera, el hombrecillo, la mujer, la ceniza de los poemas que siguen dando cuenta de la historia del cielo ante los tribunales del orbe. No otro gesto tiene el pan ante quien ha hecho necesidad de su hambre, la voz interpeladora de una conciencia que en voz tan alta, tan pura, alumbra en la incertidumbre y tan persuasivamente consuela en el pesar, en el dolor y en el irracionalizable sufrimiento. Tal vez el que consigo mismo habla y entre las permutaciones encantatorias del alefato hebreo encuentra la identidad colectiva de todos los pueblos, de todos los hostigados, de todos los que bajo el nombre de una misma estrella son la vida breve, la tan delicada como radical resistencia ante lo injusto, la lámpara, la voz sin boca que habla e ilumina a los errantes.
El círculo se abre, el inventario de los sueños no ha concluido, los que viven en el aire bajarán de las nubes a pisar esta tierra. Esto no es un prólogo, no necesita de ninguna máscara este diálogo después de Auschwitz. Isaac lo sabe, Isaac se sabe, usted lo sabe. Isaac es la imaginación del imperfecto dios y el “animal que habla”. Ya no es posible entender más y la elección del máximo bien está hecha.
Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, España, 1957) es poeta y artista plástico. Ha publicado numerosos libros de poesía, entre ellos Antífona del otoño en el valle del Bierzo (1986, Premio Adonáis), La poesía ha caído en desgracia (1992, Premio Gil de Biedma), La casa roja (2009, Premio Nacional de Literatura) y La bicicleta del panadero (2012, Premio de la Crítica de Poesía). Premio Castilla y León de las Letras en 2018 al conjunto de su obra.
martes, 1 de mayo de 2018
Marisa Negri: “La obra poética de Juan José Ceselli es bella y violenta, desmesurada y cósmica”. Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Marisa Negri nació el 24 de junio de 1971 en Buenos
Aires, capital de la República Argentina, y reside desde 2011 en el Delta,
partido de San Fernando,
provincia de Buenos Aires. Es Maestra Especializada en Educación
Primaria, Profesora de Castellano, Literatura y Latín, formada en
Especialización en Educación por el Arte (Instituto Vocacional de Arte), con
posgrado en Arteterapia (Universidad Nacional de Arte) y postítulo en Escritura
y Literatura en la Escuela
Secundaria. Es Bibliotecaria Escolar, cursa la carrera de Bibliotecóloga y se
desempeña desde 1990 en la educación pública como Profesora de
Literatura. Desde 1995 a 2005 coordinó el Taller “El Revés del Cielo” en la
Municipalidad de Zárate, provincia de Buenos Aires. Junto al músico Alejandro
Dinamarca tuvo a su cargo talleres de Arteterapia para adultos mayores. Desde
2010, con Alejandra Correa coordina el programa “Poesía en la Escuela”.
Organizó concursos de plástica y literatura y participó en mesas de lectura en
Festivales de poesía de su país, Chile y Perú. Efectuó investigación,
compilación y prólogos (además de ser la coordinadora editorial de la
Biblioteca Isleña) para volúmenes de Ediciones en Danza. En co-autoría con
Alejandra Correa (en todos los casos) y con Javier Galarza, se difundieron
artículos sobre didáctica y poesía en la escuela, tanto en revistas como en
libros. En 2009 se publicó su antología de la obra de Olga Orozco titulada “El jardín posible”; en 2010, en edición
bilingüe (castellano-alemán), su antología de la misma poeta, la cual prologó, “En la rueda solar”, presentada en el
Centro de Arte Moderno de Madrid; y en 2012 su antología de los artículos
periodísticos de Olga Orozco: “Yo,
Claudia”. Entre 2003 y 2016 fueron
socializándose sus poemarios “Caballos de
arena”, “Estuario”, “Las sanadoras”, “Nautilus” y “Hebra”.
1
— La punta
del ovillo.
MN — Nací
un 24 de junio de 1971. Solsticio de invierno y fecha sagrada para muchos
pueblos originarios. Día de fogatas y queimadas, de dejar ir lo viejo y
reafirmar la fe en la oscuridad. Cuentan que
mi madre iba maquillada y con su
mejor vestido porque habían salido a cenar con unos amigos y sobrevino el
parto.
Crecí en Villa Amelia, una pequeña localidad del conurbano bonaerense.
Mi padre tenía taller y agencia de autos, mi madre trabajaba de secretaria en
una fábrica. Tengo dos hermanos que heredaron el oficio de mi padre.
No puedo fijar la infancia en un solo lugar. He pasado mucho tiempo en
casa de mi abuela Paula, modista, inventando tiendas y vestuarios para mis
muñecas, debajo de las sillas, con las telas maravillosas que me obsequiaban
las clientas, o recortando personajes de las revistas e inventándoles historias
que escribía en un cuaderno de tapas rojas.
Durante los primeros veranos veníamos a Nautilus, la casa de la isla.
Nos gustaba nadar, pasear en lancha y explorar el monte hasta donde nos
permitían las lianas y las espinas de la zarzamora. Pablo, mi hermano mayor,
abría el paso con el machete y yo lo seguía hasta la panadería abandonada en
donde tallábamos nuestros nombres con algún carbón robado en la cocina. Pronto,
a este paraíso, llegaron las primeras lecturas. Bajo un mosquitero de algodón
que mi padre colgaba de las casuarinas construí mi reino de palabras. “Sandokán” de Emilio Salgari, “Los tres mosqueteros” de Alexandre
Dumas, “Veinte mil leguas de viaje
submarino” de Julio Verne, “Fabiola o
la iglesia de las catacumbas” de Cardenal Wiseman, “Papaíto piernas largas” de Jean Webster…, toda la Colección
Billiken desfiló por esa tienda.
No había aún luz eléctrica en el delta. Al atardecer, cuando los
mosquitos volvían insoportable el exterior, subíamos a la casa a encender las
lámparas. Jugábamos al chinchón y comíamos tortas fritas; sentada en mi lugar
preferido de la casa, anotaba minuciosamente las aventuras de ese día en mi
cuaderno y sabía que habría de ser maestra y viviría en esta casa.
En algún momento que no puedo precisar, mis padres comenzaron a llevarse
muy mal y nosotros, los hijos, sin ser muy conscientes de eso, tomamos partido.
Desde entonces y hasta que pudimos reconciliarnos con la publicación de “Estuario”, fui la “hija de mi padre”.
Comencé el secundario con la apertura democrática del ‘83. La calle era
una fiesta, había recitales gratuitos casi todos los días y busqué amigos
mayores para que me permitieran salir en grupo con ellos. Escuchaba a Tom Lupo
en la radio, en el programa “Submarino Amarillo”: por ahí se coló la poesía.
Pink Floyd y Luis Alberto Spinetta fueron mis primeros descubrimientos. La
necesidad de escribir y comunicarme era inmensa, “lejos de la paciencia de las familias”, como decía un verso de
Enrique Molina que había escrito como santo y seña en la puerta de mi
habitación infranqueable, llegué a cartearme con setenta personas a través de las
direcciones que conseguía en la radio o en las “Cantarock”. A través de esas
cartas y de la música se abrió un nuevo sistema de lecturas; leí a Carlos Castaneda
y Antonin Artaud por Spinetta, a Olga Orozco por Molina, a Alejandra Pizarnik
por Orozco, a Julio Cortázar por Pizarnik. Participé de un taller literario en
la escuela donde escribí mis primeros poemas, canté en una efímera banda de
rock que versionaba a Serú Girán y compuse algunas canciones.
En 1989 militaba en la juventud franciscana. Queríamos cambiar el mundo.
Los domingos íbamos al Instituto de Menores “Riglos”, a jugar con los chicos
internados allí; cuando se profundizó la crisis económica salimos a pedir a los
comerciantes materia prima para cocinar en la capilla y la gente podía pasar
con su olla al mediodía para llevar algo de comer a su casa. Entendí la
diferencia entre caridad y solidaridad. Ahora que me siento tan lejos del
catolicismo, sigo viendo en San
(no sea cosa que se interprete como el papa Francisco) Francisco y en su
doctrina algo verdadero, una mirada de convivencia con las criaturas del
mundo que celebro y respeto.
La adolescencia terminó abruptamente ese año, nos fuimos de vacaciones
al sur con ese grupo y volví embarazada de Juan, mi hijo mayor. Me casé y me fui
a vivir a Zárate. La crisis nos había arrebatado la lancha y con ella la posibilidad
de seguir yendo a la isla. Zárate puso distancia entre todo lo que formaba
parte de mi mundo y yo. Pasarían años para despertar e ir en busca de lo que me
pertenecía
2
— Por ejemplo, aquello que habías pronosticado: “y viviría en esta casa”.
MN — Creo en lo que el poeta sanjuanino
Jorge Leonidas Escudero llamaba “el pálpito”, esa primera impresión de las
personas o los acontecimientos que después olvidamos pero contiene una verdad
que más adelante va a confirmarse. A los once años extravié mi documento de
identidad y bastante tiempo después lo encontré en la casa de la isla. En ese
gesto involuntario está “el llamado a la aventura”, ése y no otro era mi
camino.
Necesité olvidar la isla para vivir
en la ciudad, pero comencé a tomar clases con Alberto Muñoz y a trabajar en
Ediciones en Danza con Javier Cófreces, justo cuando ellos escribían “Tigre”, la obra más importante sobre el
delta.
Me resistí, estuve en julio del 2010
en España y comencé a ahorrar dinero para quedarme a vivir allí; llegó el
verano y con unos amigos alquilamos una casa en el río Carapachay. Allí tuve un
sueño premonitorio y decidí ocuparme de este lugar abandonado por mi familia
hacía tantos años. El pálpito se confirmó cuando el vecino que construyó el
muelle me proporcionó el primer presupuesto para la madera: era la cantidad de
dinero exacta que había ahorrado.
3 — Has conocido y tratado
personalmente a quien obtuviera en 1998 el Premio de Literatura Latinoamericana
y del Caribe “Juan Rulfo”, la pampeana Olga Orozco (1920-1999). Y a otro
pampeano notable, Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929-2010). Y a ese sanjuanino
con mucha obra, publicada a partir de sus cincuenta años, y gran
reconocimiento: Jorge Leonidas Escudero (1920-2016).
MN — La presencia de Olga en mi vida ha
sido constante desde muy temprano. Compré una antología suya del Centro Editor
de América Latina en la adolescencia, junto con “Hotel pájaro” de Enrique Molina. Fueron mis dos primeros libros de
poesía. Claro, por entonces me costaba pensar que esas personas vivían y
ofrecían recitales. Llevaba a todas partes esos libritos de bolsillo,
atormentaba a mis amigas leyéndoles esos poemas.
En 1997 residía en Zárate, me había
separado y tenía dos hijos pequeños. No tenía mucho contacto con “la capital”,
eran años de vacas flacas y alquileres altos. Supe por un diario que Olga iba a
leer en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (actualmente CCEBA) y allí
fui. Lloré durante toda la lectura y Jorge Boccanera me prestó su pañuelo. Él
fue quien me la presentó. Entonces le entregué lo único de valor que tenía para
darle: mi juego de runas. Ella me extendió un papelito con su teléfono y me
dijo: “Niña, venga a mi casa a tomar el
té, que usted y yo tenemos que hablar”.
Sigo en diálogo con Olga, me
acompañan sus talismanes, sus consejos y la extensa obra periodística que escribió
con diferentes seudónimos para la Revista “Claudia”. Vuelvo a esos textos cada
vez que lo necesito y es así como el diálogo continúa.
Cuando comencé a estudiar literatura
tenía altas expectativas con respecto a la formación poética. Pronto me di
cuenta que la poesía y la academia, al menos en esa época y en ese lugar, no se
encontrarían nunca. Fueron los festivales, las lecturas, o los amigos poetas
quienes nutrieron esa sed. Así fue con Orozco y tiempo después con Bustriazo y
con Escudero.
A Juan Carlos Bustriazo Ortiz lo
conocí a través del querido y generoso poeta Sergio De Matteo. Fue él quien lo
llevó al “Flamenco Bustriz” (así lo llamaban) a la presentación de “Estuario” en la Casa Museo Olga Orozco,
de la ciudad de Toay, donde Olga naciera. Su poesía deslumbrante y chamánica me
interesó vivamente, al punto que cambié mis planes de viaje y acompañé a De
Matteo y a Bustriazo al Festival Internacional de Poesía de Rosario, en donde
se realizó un reconocimiento a la trayectoria del poeta.
El encuentro con Jorge Leonidas
Escudero fue en su casa. Le realizamos una entrevista junto a Javier Cófreces
(la encontrarán en mi canal de Youtube). Pasamos el día con él y sus hijas y
por la noche fuimos juntos al Casino. Era mi primera vez y al poeta lo
entusiasmaba la posibilidad de que eso le diera suerte. Volví a verlo al año
siguiente para la presentación de su “Poesía
completa”. Chiquito, como le decían sus amigos, era un ser humano
excepcional, un hombre que comenzó a escribir cuando el cuerpo ya no le dio
para seguir escalando los cerros en busca de piedras; entonces se dedicó, como
él decía, a “buscar el oro de la palabra
única”.
4
— ¿Qué decir, Marisa, de http://pajarodemimbre.blogspot.com.ar/, cultura isleña?...
MN — Me gustan los blogs; tengo unos
cuarenta que he alimentado con más o menos asiduidad desde 2004. Algunos son de
lectura restringida y otros sólo los puedo ver yo y los uso para recopilar
material sobre temas que me interesan (pájaros, trenes, el antiguo delta,
etc.). En el caso de pájaro de mimbre, surgió a través de
la Beca del Fondo Nacional de las Artes de investigación sobre poesía isleña.
Colectar, reunir, antologar y difundir son tareas que siempre me dan placer.
Fue también nuestro modo de habitar este lugar, ya que lo llevamos adelante
junto a Gabriel Martino. Gabriel y yo nos conocimos en 2012 y el amor unió
nuestras vidas y nuestros proyectos. Juntos construimos esta casa, juntos
estudiamos bibliotecología, juntos coordinamos talleres y trabajamos en la
Biblioteca Genoveva, hacemos libros, viajamos… Como diría Roberto Arlt, Gabriel
es alguien que a fuerza de vivir en el delta “adquirió la ciencia de las cosas”; tiene un talento enorme para
escribir, pintar, dibujar, esculpir, trabajar la madera. Se necesita una
singular capacidad para vivir en el delta y no depender de nadie. Es él quien
se ocupa de mantener a raya a las alimañas, a la vegetación que crece sin fin;
también es quien fabrica nuestros muebles y repara lo que se rompe. Es un
lector apasionado, sobre todo de literatura medieval italiana. Mantiene un blog
de traducciones: http://italianoalabartola.blogspot.com.ar/ y uno en donde homenajea a su
escritor favorito, el chileno Adolfo Couve [1940-1998].
5 — Si una iniciativa hay que no deberíamos saltearnos en una
conversación que propende a darte a conocer del modo más amplio, es la de
creadora, al menos en nuestro país, de Bibliolanchas en Red.
MN — El trabajo en red es el tipo de
interacción comunitaria que, de todos los posibles, más me interesa. Así sucede
con Poesía en la Escuela (poetas y docentes de todo el país que año a año
realizan el festival en sus escuelas) y también con Bibliolanchas en Red, que
reúne a tres comunidades rurales de tres países que cuentan con una bibliolancha:
Quemchi en Chiloé, Villa Victoria sobre el Río Putumayo, en Colombia y el delta
de San Fernando tienen mucho en común; atienden poblaciones con necesidades
similares y une a sus proyectos los mismos ideales: llegar con la palabra a los
lugares más aislados, convidar a la lectura de materiales cuidadosamente
elegidos, retomando una frase de Gianni Rodari [1920-1980] que siempre nos
acompaña: “El uso total de la palabra
para todos me parece un buen lema, de bello sonido democrático. No para que todos
sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”.
En 2018 nos proponemos escribir un
libro de mitos y leyendas junto a los niños y jóvenes y luego editarlo en los
tres países. En Argentina contamos para eso con el apoyo de la CONABIP (Comisión
Nacional de Bibliotecas Populares).
6
— Qué intereses te rondarán o habrán rondado en el área de lo artesanal.
MN — La labor artesanal implica un uso
diferente del tiempo. Me importa sobre todo eso, no tanto el producto en sí,
sino el estado de bienestar que me genera estar tejiendo o bordando, o pintando
con acuarelas. No hay un fin comercial ni una pretensión artística. Hace poco
aprendí a trenzar canastos de sauce y palmera. La sensación de estar en un
círculo de mujeres que tejen es poderosa. El bordado vino con la escritura de “Hebra”. Soñé con la frase “tejedoras de
Dalcahue” y allí se inició la investigación sobre las tejedoras de diferentes
zonas, sus herramientas y procedimientos, el sentido de sus diseños. Tuve que
pasar esa experiencia por el cuerpo y convertirme en tejedora para terminar el
libro.
7 — ¿De cuál o cuáles siguientes tres
citas te percibís más próxima?: Gilles Deleuze: “Hay que ser bilingües incluso en una sola
lengua, hay que tener una lengua menor en el interior de nuestra propia lengua,
hay que hacer un uso menor de nuestra propia lengua.” Ernesto Sábato: “Poderío del Lenguaje”: “La riqueza del
lenguaje podría ser medido por el número de las palabras, pero no su poderío.
Hay escritores que se arreglan con un vocabulario restringido, pero que sacan
matices y partido del que tienen, por la maestría en la colocación: pueden no
tener o no querer tener piezas, pero tienen posición. Como en el ajedrez, una
palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura
total de que forma parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas
palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no sabe que a veces
sostiene una posición.” Emmanuel Kant:
“El sueño es un arte poético involuntario.”
MN — La
búsqueda de un lenguaje propio, de esa lengua menor de la que habla Deleuze es
la única tarea posible para quien escribe. Creo en el oficio, en la orfebrería
de la corrección, palabra a palabra para ir tras esa lengua propia que, por
supuesto, es inalcanzable. Sin embargo, en el origen de cada poema, al menos en
mi caso, está el sueño, la visión, el relámpago; luego la tarea consiste en
traducir esos fragmentos.
8 — En 2015, junto a Javier Cófreces,
tuviste la responsabilidad de ocuparte de las obras poéticas de Carlos Enrique
Urquía (1921-2003) y de Juan José Ceselli (1909-1982).
MN — Compartimos
con Javier ese deseo de hacer justicia a los buenos libros, a tantos poetas que
por razones de mercado editorial están fuera del canon y es necesario volver a
leer. Ese es uno de los objetivos de Ediciones en Danza. Al recorrer el
catálogo del sello no quedan dudas del enorme despliegue que ha realizado
Javier como editor de poesía argentina. Tuve la suerte de participar en los
volúmenes de los autores que mencionás. Mi tarea fue rastrear las ediciones
originales difíciles de conseguir, tipear los textos, y en el caso de Urquía
resolver el tema de los derechos.
Urquía es
un poeta que adscribe al creacionismo; los cuatro libros sobre el delta que
compilamos en “La islíada” reflejan
ese cruce entre la creación pura y la cercanía con el paisaje y sus habitantes.
Ceselli
es un rara avis de la generación del ‘40. Un hombre que abandonó todo
por ir detrás de los surrealistas. Su obra es bella y violenta, desmesurada y cósmica.
9 — En 2004 se
publicaron dos antologías: “Un camino en
la selva, un paso a la libertad” (a cargo del chileno Ramón Quichiyao
(1951-2017), y “Al filo del gozo”, de
las escritoras mexicanas Marisa y Socorro Trejo Sirvent, y cuyo eje es el
erotismo.
MN — La antología
chilena formó parte de un Encuentro Binacional llamado La Ruta de Neruda, en el
que desde 1999 un grupo de poetas de ambos países, Chile y Argentina, rememora
el paso por la selva, desde Futrono a San Martín de los Andes, que realizara
Pablo Neruda al ser perseguido por razones políticas.
Participe
en 2004, junto al poeta platense Emiliano Cruz Luna y los chilenos Ramón
Quichiyao, César Uribe, Jaime Huenún, Jaime Valdivieso, Bernardita Hurtado Low
y Jaime Quezada, de ese recorrido que incluyó lecturas en escuelas rurales, el
cruce del lago Maihue y la visita de la hacienda en donde el poeta escribió
parte del “Canto General”.
En el
caso de la antología mexicana, Marisa y Socorro Trejo Sirvent realizaron la
convocatoria a fin de presentar el libro en el Encuentro Internacional Mujeres
Poetas en el País de las Nubes, de Chiapas, e incluyeron un poema de “Caballos de arena”.
10 — Participaste con una serie de
haikus de la muestra “Satori” en la galería de arte contemporáneo
“Masottatorres”. ¿También en otras muestras participaste?
MN — “Masottatorres”
fue un espacio de arte contemporáneo que replanteó los vínculos entre las
obras, los artistas, los aprendizajes y el público. Desde que abrió sus puertas
en 2007 fue concebido como una red que tendía vínculos entre diferentes
disciplinas artísticas. Allí participé escribiendo haikus para las fotografías
de la muestra “Satori”, seleccionando poemas que acompañaron la muestra “Erótica”
y también coordinando cursos de poesía y vanguardias junto a Javier Galarza.
En
“Masottatorres” presentamos además “Estuario”
en 2008, “El jardín posible”, mi
antología de Olga Orozco, y “Yo, Claudia”,
la obra periodística de Orozco en la Revista “Claudia”, con una performance que
incluía un living de los años setenta y disfraces para fotografiarse con el
libro.
11 — ¿Y “El jardín de las estrelicias”?
MN — También nació en
“Masottatorres”. Fue un intercambio con la genial artista Maggie de Koenisberg.
Escribí en base a algunas de sus obras y ella luego pintó a partir de poemas
míos. Esos poemas fueron editados por el Gobierno de la Provincia de La Pampa
cuando fueron seleccionados en el Certamen Federal de Poesía “Casa-Museo Olga
Orozco 2013”.
12 — Es a la isleña Marisa Negri a
quien precisamente le acerco esta “inquietud”: Ricardo
Piglia en “El último lector”, a
partir de esa tan divulgada pregunta: “¿Qué
libro se llevaría usted a una isla desierta”, considera que la misma
incluye a otras dos, las cuales, apenas retocadas, te formulo: “¿Qué libro leerías si no pudieras hacer
otra cosa?” y “¿Qué libro creés que
te sería de ‘utilidad’ personal para sobrevivir en condiciones extremas?”.
MN — Me
angustia esa pregunta. Vivo rodeada de libros, son imprescindibles para mí.
Construí una vida en donde el contacto con el libro ha tenido todos los
abordajes posibles; como maestra, compartiendo lecturas con mis pibes y
enseñando a escribir; como bibliotecaria, desarrollando una colección relevante
para el lugar en donde trabajo; como editora, sacando a la luz textos que
estaban perdidos u olvidados; como poeta, escribiendo. Todo es leer y escribir.
Pero vuelvo a tu pregunta. El libro que me ayuda a sobrevivir en condiciones
extremas es “Cartas a un joven poeta”
de Rainer María Rilke, y el que leería si no pudiera hacer otra cosa sería la
obra completa de alguno de mis poetas amados: Arnaldo Calveyra, Orozco,
Francisco Madariaga, Miguel Ángel Bustos, Escudero, Héctor Viel Temperley,
Bustriazo…
13 — Entre “Caballos de arena” y “Hebra”,
¿qué fue cambiando en tu poética?... ¿Tenés, tendrás, aunque no necesariamente
para socializar en lo inmediato, un nuevo libro o compilación de la obra de
algún autor?
MN — “Caballos de arena” es un libro que ha
quedado muy lejos del resto. Es intimista, catártico, un poco adolescente
también. Aun así es un libro querido por lo que representa en mi vida; una
joven mujer con hijos pequeños, recién separada, escribiendo desde ese dolor.
Más que los poemas en sí, allí cobró valor lo paratextual. Para la presentación
del libro en la biblioteca del pueblo montamos una escenografía con cartas de
tarot gigantes y caballos de papel; Nadia Sandrone, una talentosa amiga actriz,
entraba a escena entre poema y poema jugando con agua, tierra y fuego. También
toqué la guitarra y canté junto a dos guitarristas y un percusionista. Lo
volvimos a presentar con gran suceso en las ciudades de Ramos Mejía y Capitán
Sarmiento. De allí surgió un grupo de amigos que a veces coordinábamos talleres
de educación por el arte.
Luego me mudé, comencé mis estudios de poética con Alberto Muñoz y eso
lo cambió todo. “Estuario” fue un
largo reencuentro con mi madre a partir de escenas familiares que volví a
narrar tomando la idea de John Berger: “El
pasado es la única cosa de la que no somos prisioneros. Podemos hacer con el
pasado lo que se nos dé la gana”. Entonces,
tomando esa licencia reescribí parte de la historia familiar.
Para “Las sanadoras” me alejé
de lo personal; es un libro de mujeres que curan y mujeres que rezan, una
exploración de esos saberes ancestrales sobre los yuyos, los huesos, las
señales del cielo. Un grupo de mujeres en Balsa Las Perlas, provincia de Río
Negro, lo transformó en una obra teatral. Conocí a la poeta neuquina Macky
Corbalán [1963-2014] ese día, el del estreno: fue un encuentro breve y
luminoso.
En “Nautilus” el tema es la
construcción de la casa, el regreso al río y al padre. Es un libro inconcluso,
pero tal vez ese sea su signo; ahora que vivo aquí, y el delta es el universo
cotidiano de lanchas, y niños y perros, se desdibuja como objeto poético, forma
parte de un misterio mucho mayor aún.
Con “Hebra” vuelven las
mujeres a dominar la escena, esta vez tejedoras de distintos lugares de
América, de diferentes épocas. Intenté en él recuperar esas voces, tejer. Hay
poemas que funcionan como urdimbre y otros son trama. Dos muertes y dos
nacimientos queridos y cercanos sucedieron en torno a esos textos mientras escribía
“el origen y el final son una misma
cuerda”.
Lo que viene: una recopilación de “Mitos
que viajan por agua” contados e ilustrados por niños y jóvenes de
Argentina, Colombia y Chile. Formará parte del recorrido 2018 de la
Bibliolancha de la Biblioteca Popular Santa Genoveva, y también del bibliobote
de Villa Victoria (Putumayo, Colombia) y la Bibliolancha Felipe Navegante
(Quemchi, Chiloé, Chile). También me gustaría editar la segunda parte de “Yo, Claudia”.
14
— ¿Ana Emilia Lahitte, Juana Bignozzi, Leda Valladares o Elizabeth Azcona
Cranwell?...
MN — Sobre
todo Leda. Ella, como Violeta Parra en Chile, inició un camino hacia el origen
de la palabra y del canto, nos enseñó a escuchar las voces de cantores que “con su música reajustan el universo”.
Ella nos dice: “Grito y canto
convergen en el indio, en el negro, en el asiático o en el criollo de cualquier
continente. Salen juntos, casi trenzados en el rito primero. Allí se pierden
las nociones de prudencia sonora y todo está permitido si sirve para expresar,
clamar, convocar, suplicar y llegar a oídos supremos. La libertad es la esencia
de ese grito y el grito significa sangría, parto, develamiento de fuerzas
ocultas (…) Ese canto metafísico del desamparo original, cantado con los huesos
y el pellejo, exige un tímpano religioso.”
Admiro esa determinación de Leda, que dejó su formación jazzística para
seguir el canto de la tierra y adentrarnos en sus misterios.
15 — ¿Cuáles considerás que son las
condiciones y atributos más relevantes en un narrador? ¿Quiénes responderían a
ese modelo?
MN — No
soy experta en el tema. Cuando comienzo a leer un relato y la escritura es
descuidada pierdo el interés; sin embargo, cuando un cuento o novela me
apasiona, lo más probable es que relea una y otra vez y en esa lectura se vaya
profundizando la mirada.
Mirada la de John Berger que amo: siempre más allá de la superficie, y
el inmenso abanico de otras lecturas que convida a leer. De William Faulkner su
maestría para hacernos experimentar las emociones que viven sus personajes, la
genial invención de Yoknapatawpha, en donde transcurren la mayoría de sus
historias.
No sé si hay un modelo. Cada autor tiene sus claves y habrá algunas que
no alcanzaremos nunca. Me gustan Claire Keegan, Haroldo Conti, Cynthia Ozick,
Juan José Saer, Natalia Ginzburg, Carlos Domínguez, Juan José Morosoli, Irene
Nemirovsky, Felisberto Hernández, por nombrar algunos: estos que ahora vienen
hacia aquí y mañana podrían ser otros.
16 — ¿Cuál es tu opinión de la poesía
argentina de este siglo XXI?
MN — La
poesía goza de buena salud. En Argentina hay un arco poético lo suficientemente
amplio como para encontrar la voz que más nos interese. Ha habido un
desplazamiento de la poesía hacia otros lenguajes, una fuerte presencia
teatral, performática, audiovisual. También como lógica consecuencia de los
tiempos que vivimos aparece fuertemente lo social y lo político.
La oferta editorial tuvo su apogeo en 2015, cuando se creó la Red
Federal de Poesía y desde el estado se propiciaron encuentros, lecturas,
compras de libros para las escuelas, apoyo a festivales y ferias en todo el
país. Hoy, desfinanciados estos programas, la red subsiste de modo autogestivo
y solidario.
17
— ¿Incursionaste —aparte de tus prólogos y artículos— en otras formas de
escritura fuera de la poesía?
MN — Soy
estudiante crónica y docente, así que mucho de mi escritura pasa también por el
desarrollo de proyectos, planificaciones, breves ensayos o materiales
didácticos para mis alumnos.
Llevo habitualmente diarios de viaje, bitácoras que van quedando por ahí
en cuadernos perdidos dentro de mi biblioteca, y alguna vez intenté escribir
una novela pero no pasé de las treinta páginas.
No creo que deba publicarse todo lo que se escribe. Durante cierto
tiempo escribía dos o tres hojas diarias como un modo de “limpiar” la cabeza.
También escribo muchísimas cartas.
18 — Certezas: ¿bastantes, sólo
algunas o poquísimas?...
MN — Algunas.
Amo lo que hago, tengo vínculos fuertes y profundos con algunas personas, creo
en las fuerzas naturales, en el amor, en la amistad. Elegí vivir en esta isla pero podría haber sido también en
Granada, Montevideo, Salvador de Bahía o Chiloé. Siempre habrá un deseo nómade
en mi vida sedentaria. Siempre viento y raíz serán parte de mi naturaleza.
Marisa Negri selecciona
poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
fénrir
“uno
entre todos un día será
quien
en forma de monstruo
a la
luna devore”
edda mayor 40-3/4
fénrir
el lobo con la
sangre del cielo
o el animal de
gubbio
o el ojo amarillo
de gmork
tantos lobos
los lobos de adentro
como la propia
piedad
la detestable
caridad para sí
los argumentos
de nada sirven
las palabras
cuando el lobo
se disfraza de
cortés
de buena gente
un beso es un
colmillo
con su garra de
niebla
te arranca el
corazón
tarde o temprano
el tiempo pasa
toda intemperie
es cicatriz
(“de
“Caballos de arena”, 2003)
*
un sendero con
flores de romero la lata de leche nido de la que asoma un malvón mi madre
protesta los moños desatados el vestido blanco impresentable pero la abuela me
dice yuyerita pone sobre mis brazos rodajas de papa para el exceso de sol aloe
en los raspones de las rodillas cada brizna tiene su secreto en el jardín los
tamarindos entregan sus hojas agridulces para calmar la sed y la ruda a un lado
de la casa aleja la mala conversación al mismísimo oscuro si hace falta
yuyerita hay que pedirles permiso a las plantas para que entreguen su virtud
cortarlas con la mano fuerte en el nombre de san juan esa higuera es tu árbol
de nacimiento yuyerita una velita roja y tres deseos cada año a sus pies
(de
“Estuario”, 2008)
*
El bicho
El hijo del
panadero mira por el rabillo del ojo
le zumba un bicho
en la cocina
el Capitán debajo
de la mesa
el hueso del
puchero entre los dientes
la mosca sobre el
hueso
El chico se ladea
una vez
otra vez
Las rodajas de
jengibre sobre la tabla
Berta sobre el
cuchillo
zumba el bicho
zumba zumba zumba
todos tenemos un
bicho dentro de la cabeza
Quiero los
duraznos de la frutera
todos
El licor de las
hermanas
¿Es la voz de la
mosca?
El día que
subimos al techo no fui yo
fue el bicho
Los bichos tienen
mil ojos
con cerrar la
mitad les basta para dormir
Inventos
Ningún bicho
puede hacer casa en el cuerpo
Me darán un
trompo
si les llevo el
bicho envuelto en alcohol.
(de “Las sanadoras”, 2012)
*
Iwy Mara ey
partiremos hacia
el este
un solo tronco
ahuecado será la canoa
pay carabí
danos la blanca
carne de los peces
días de agua
mansa
semilla y barro a
nuestras mujeres
piedra y hueso
para las lanzas
pay carabí
que lleguemos
salvos
a la Tierra sin
Mal
(de “Nautilus”,
2012)
*
La lana es
la vida. Es el arreo con silbido y buen perro hacia la esquila y el hilado
torcido para la resistencia. Los más antiguos no están y nadie quedará cuando
nos vayamos yendo.
Madrecita
tejía ponchos bordados que no alcancé a aprender: roble, canelo, pello pello,
tenía 12 años cuando todo empezaba.
Madeja
cruda teñida con barba de palo, tiene que hervir para que tome el color. El
punto ceñido apacigua el viento, las agujas nunca se dirigen al pecho.
(de
“Hebra”, 2016)
*
Infancia
Impulsa su
autito de carrera sobre el asiento que con el oleaje recorre el largo de la
lancha, rebota y cae sobre las piernas de un hombre adormecido.
El niño
recibe un reto suave y la madre musita una disculpa.
Pero el
hombre ha sido tocado.
Ve la
puerta de alambre, la cocina, el cajón de los cubiertos.
Esquiva los
cuchillos y guarda tres cucharitas de metal, sacachispas.
Clava la
cuchara en la masilla
clava la
masilla en el plástico.
Impulsa su
autito de carreras.
El niño que
dormía, despierta.
(de
“Delta F”, inédito)
*
Entrevista
realizada a través de correo electrónico: en el Delta, partido de San Fernando,
y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, distantes entre sí unos 40 kilómetros,
Marisa Negri y Rolando Revagliatti, abril 2018.
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