Ya sea que contenga multitudes de personajes como La guerra y la paz o Los detectives salvajes o un hombre solo como en los poemas de Kavafis, toda obra literaria es siempre un monólogo. Solo tú hablas, y ese es el dato de tu vida. Yo parto del dato básico de mi vida, no porque piense que ella tiene algo especial, todo lo contrario, sino porque creo que si eres capaz de llegar al fondo de ti mismo, sin auto compasión ni falsa solidaridad, es probable que llegues al fondo de la humanidad entera.
Yo entiendo que el arte, o tiene relación con la vida o no tiene relación con absolutamente nada. Pero, al mismo tiempo, todos esos géneros de memorias o autobiografías los encuentro por lo general bastante detestables y bastante fomes. A mí me aburren al menos. Entonces es tu vida, pero tu vida pasada a través de filtros, de mangueras, de engranajes, de cadenas. Tú alimentas literalmente con tu sangre las obras, pero no es esa lectura ingenua de contar hechos sino que es contar lo que queda entre hecho y hecho. Las texturas del tiempo, las texturas de tu propio cuerpo, las tonalidades. Finalmente la literatura, la poesía, el arte en general es lo único que le puede dar a los hechos la piedad y la compasión que los hechos en sí mismos jamás tienen. Murió mi padre, ayer me encontré con mi hijo, hoy tuve un nieto: Son datos. Entonces, lo único que les da su dimensión abismal y humana es precisamente el arte. El arte le da a los datos la dimensión de su humanidad y de su terror también. En ese sentido, uno cuenta su vida. Pero la cuenta desde la urdimbre de los hechos, desde lo que los hechos dejan como huellas.
Cuando se habla de arte-vida creo que lo que aparece es un horizonte utópico, final, es pensar porque se hace literatura, porque se hace arte, porque no hemos sido felices, porque si hubiéramos sido felices, cada acto de vida sería una obra de arte. Desde tomar un café hasta resolver ecuaciones diferenciales, y como no ha sido así, ahí está esa historia del arte-vida. Que nace del dolor.
Sí, porque nada queda atrás: tú eres, al mismo tiempo, todos los seres que has sido; el tipo que se quema la cara, el tipo que a los siete años tiene una imagen con su abuela tomados de la mano, el tipo que estará dando finalmente sus últimos estertores, en todos juntos.
En un momento de mi vida tuve el sueño de que escribir era una especie de exorcismo. La escritura en el recuerdo se hace más fuerte, hace el recuerdo más vivo. No siento que escribir este libro haya sido un alivio. Ha sido seguramente lo que sentí que tenía que hacer. Para mí, el único sentido que tiene la escritura es la relación arte-vida, literatura-vida, una relación finalmente posible. No porque crea que mi vida tiene algo especial, sino porque es un dato de mi existencia. Los seres humanos no somos más que distintas metáforas de lo mismo. Todos somos más o menos semejantes en nuestros sueños, en nuestras pesadillas, en nuestra necesidad de amor, en nuestra despedida frente a la muerte.
En el fondo es que toda obra no quisiera ser ella, porque quisiera que todo lo que la rodea, fuese la obra de arte. Porque en un acto de vida hay mil millones de “Pietá” y nosotros no somos ángeles. Porque si realmente nosotros entendiéramos a los otros seres humanos con la misma devoción con la que contemplamos una obra de arte, ese sería el horizonte final. Pero obviamente que el arte y la vida son términos disjuntos. En su tratado de pintura, Leonardo, dibuja las semillas, habla de Dios y dice, es infinitamente impresionante pensar en quién hizo esto.
En realidad, cada vez creo más que la poesía, la obra, es una lucha feroz entre el que escribe y lo que quiere decir, ocupando la lengua y lo que la lengua quiere decir a través de quien escribe. El resultado de esa lucha casi a muerte es el poema.
Apuesto, quiero, que el sentido de la palabra, que es “mi lucha” se entienda, con la palabra en alemán y usando la frase de Hitler, en toda su connotación desesperada, desquiciada, rota. Mein Kampf es apelar a lo más execrable, para desde lo execrable poder entender los gestos de amor, de ternura, de compasión que uno levanta en su vida. Lo propiamente humano es la cámara de gases, es Villa Grimaldi. Desde ese horror se entienden nuestros pobres gestos de bondad, que son heroicos. El mundo no se puede medir por lo bien que están los que están bien, sino por lo mal que están los que están mal. Hay un verso de Borges que dice “felices los felices”. Maravilla. Pero los que están mal están mucho más cerca del Mein Kampf de las sangrientas Internacionales, de Stalin, de Hitler, de los Pinochet.
Un aspecto importante de este libro es que aunque la vida nunca se va a poder contar, los datos son reales. Mi madre efectivamente se llama Ana Canessa, a mi abuela le decíamos Veli, pero se llamaba Josefina...
Mi abuela era italiana –genovesa- y llegó a Chile el año 36, con mi madre de 15 años.
Mi abuelo se arruinó jugando a la bolsa y lo que les quedó fue únicamente unas manzanas de casas que un bisabuelo naviero había comprado en Iquique a fines del XIX. Chile era entonces una potencia económica debido al salitre. Para cuando mi abuela llegó, todo eso se había derrumbado y las casas no valían ni dos pesos. Después mi madre enviudaría. Tenía 26 años; yo, dos, y mi hermana, sólo meses. Dos días después, enviudó mi abuela. Vivíamos todos juntos y mi madre trabajaba todo el día como secretaria, así que mientras fuimos niños lo pasábamos con nuestra abuela.
Esta abuela, Josefina Pessolo, había sido una mujer rica, con pretensiones artísticas. Estudió pintura en la academia de Génova y siempre le pareció que el país al que había llegado era una miseria. Posiblemente para saciar su nostalgia, vivía hablándonos de Italia, al punto que de mi infancia no tengo casi recuerdos propios. Mis primeros recuerdos de niño son los recuerdos de mi abuela, del mar de Rapallo, de sus paseos en barca, y de muchos nombres, entre los que aparecían grandes pintores y músicos.
Tenía, además, una dimensión del catolicismo, un catolicismo tremendamente concreto, tremendamente sólido, apostólico y romano, con todos los adjetivos, con todos los prejuicios también que eso traía, cuando esto era sólido como torre. Ella decía que su fe era una torre que no se movía. Y esto salió después con el tiempo, porque a mí me gustaba mucho molestarla y generalmente compararle a los italianos con los franceses, por ejemplo, con lo que le daban verdaderos ataques. Era una persona que se vino en los albores de la Segunda Guerra, que le gustaba muchísimo, como a gran parte de Italia en ese tiempo, Mussolini. Pasaron los años y de pronto, para mi absoluta sorpresa, cuando Fidel Castro vino a Chile, se conmocionó también, porque los encontró iguales.
A mi abuela no le gustaría que yo hubiera hablado de ella! Porque era una persona aristocratizante, que quedó en la ruina en la crisis de la Bolsa el año 33. No le habría gustado. Ella amaba la literatura y era de una bondad y una capacidad de desprecio infinita, las dos cosas al mismo tiempo y contradictoriamente. Yo heredé sus contradicciones.
Para ella, yo y mi hermana éramos Jesús y la Virgen María encarnados. Cuando ya estaba viejita y muy chiquita, si pasaba por mi lado y me veía muy destrozado, me remecía y decía en italiano '¡Forza Raúl!'.
Me hablaba en italiano. El italiano fue la lengua que yo escuché prácticamente de niño. Un italiano que de repente pasaba al genovés. En fin era una especie casi de sonido de fondo.
Mi madre es italiana como mi abuela. Mi padre murió cuando tenía dos años. No sé si aprendí a hablar primero el italiano o el español. Pero mi abuela desde muy niño me hablaba de “La Comedia”, que fue como inicialmente se llamó. Cada vez pienso más que todas las alusiones que yo hago de esta obra son un homenaje a mi abuela.
Siempre aborreció el país al que había llegado, entonces creo que para salvar en algo su nostalgia nos hablaba permanentemente de Italia, del color de su mar, de sus artistas y de Dante: nos contaba pedazos del “Infierno” a nosotros que no le podíamos entender nada. Nos aterrorizaban y fascinaban a la vez. Entiendo que esos cuentos se me quedaron, su voz que me los contaba, cuando murió a los 86 años sin haber regresado nunca a Italia, me di cuenta de que esos cuentos iban a ser siempre partes de mi vida; el Infierno, porque me recordaban su voz.
Años después, cuando comencé a escribir, y sentía la angustia de no tener una voz era en realidad la angustia de no tener su voz, la voz de ella hablándome. Desde entonces mi referencia ha sido siempre La Divina Comedia, porque es como si volviera a escucharla.
Cuando, después del golpe de Pinochet, en circunstancias bastante desesperadas, volví a escribir, se me vino la voz de mi abuela. Ella para entonces había ya comenzado a perder la memoria y nunca pude en verdad decirle lo tanto que había significado para mí. Al escribir, tomé a Dante porque era como sentir de nuevo su voz. Supe entonces que nunca podría apartarme de ese libro, que era mi forma de volver a hacerla presente.
Ese libro es parte de mi experiencia personal de formación, y lo rescato además como un homenaje. Después me he ido dando cuenta que toda la fascinación que he tenido por ese libro no es de tipo intelectual, sino que es una relación emotiva. Cada vez que me doy cuenta que he apelado a ese libro es porque vuelvo a nombrar a mi abuela. Y además: es como dejarla a ella que hable. De allí que ese texto sea para mí una estructura básica, porque es el primero que "viví".
No le gustaba que fuera escritor, porque no ganaría dinero. Y cuando comencé a publicar, ella estaba perdiendo la memoria.
Mi abuela fue la adoración de mi vida. Fue la mujer que más he querido. Entiéndeme: hablo de adoración. Y era tanto el terror que tenía de que un día se muriera que, en cierto sentido, la maté en mí antes de que eso sucediera. Entonces, me he dado cuenta de que, al final, mi más grande terror no era la pobreza, sino que la muerte.
El terror de todo niño a que los seres que ama se mueran. Allí está la manifestación máxima y más desesperada del amor: Cuando uno ama a alguien quiere morirse junto a él eso, que en la infancia es tremendamente nítido, después se nos olvida profunda y radicalmente. Tal vez nuestra única caída o pecado original sea ese olvido.
Y creo que cuando uno ama profundamente a alguien, radicalmente, quiere morirse con esa persona en el mismo instante y en el mismo lugar. Y tal vez, lo que después hemos dado en llamar pecado original, caída y todo el lenguaje cristiano-judío no es otra cosa que ese olvido, nos olvidamos de eso y finalmente nos morimos separadamente. Toda nuestra vida “de adulto” es el olvido de que en la infancia uno quiso morirse con los seres que realmente amaba. Y ése es uno de los deseos más profundos, más fuerte y más básicos que se anidan en todos los seres humanos y que desgraciadamente olvidamos. Olvidamos que amar es sobre todo desear morirse con el otro.
Mi abuela murió en 1986. Había olvidado completamente el poco castellano que aprendió; luego olvidó el italiano y terminó hablando en la lengua de sus remotos tiempos felices: el genovés. Mi madre la traducía. A mí me confundía con su papá o su marido. Me decía que fuésemos a dar una vuelta en barca. Cuando años más tarde vi el mar de Rapallo, sentí que la mirada de ella se me anteponía y que yo estaba allí para pagar la deuda de su nostalgia.
Me alejé ante un dolor que creí sería insoportable. Y como la vida es tremenda, cuando se murió yo no estaba, andaba en Cuba, no tenían como comunicarse conmigo y no supe hasta que volví. Cuando regresé, abrí la puerta y estaba mi madre vestida de negro y supe de inmediato.
No fue culpa entonces, fue una sensación del recuerdo de cuando quería que nos muriéramos todos juntos. Sentí que algo muy rotundo había pasado, que finalmente lo que tanto había temido se había cumplido y que la vida de allí en adelante no sería igual.
Mi papá estudió ingeniería y muy luego enfermó de pleuresía. Mi abuela se opuso terminantemente a que mi mamá se casara con él, porque era un uomo malato, un hombre enfermo. Y fue tal cual. Se murió tres años más tarde. Mi abuela enviudó dos días después. Estaban esperando que llegara mi abuelo del funeral de mi papá, y el huevón no llegó. Se había muerto de un ataque al corazón.
Por lo tanto, no tengo recuerdos de él. Sabía de mi padre por lo que me contaba mi madre o mi abuela. Pero no puedes imaginarte algo que nunca ha estado. Para mí, era lo más natural vivir así hasta que me cayó la teja de la falta que me hizo no tener padre.
Es muy difícil durante muchos años imaginar algo que no está, imaginar cómo sería todo si estuviera. Yo viví muchos años con eso inserto sin saber realmente lo que significaba. Después en un momento dado de mi vida, cuando todo se rompió a mi alrededor, digamos que tenía 35 años –que no fue el primer quiebre pero sí el más hondo y se rompió todo incluyendo las pocas certezas., ahí me di cuenta de la falta que me había hecho un padre.
Nos damos cuenta de la ausencia de padre cuando todo se derrumba alrededor y hay un hilo infinitamente tenue, delgadísimo, que es el que no obstante te permite pasar al instante siguiente. Ahí probablemente te encuentras con lo que se llama tu padre.
Yo recuerdo que había siempre una foto de mi papá; entonces, cuando con mi hermana hacíamos algo que a ella no le parecía que estaba bien nos decía siempre que fuéramos a ver la foto de mi papá. En ella estaba con una cara enojadísima. Cuando, por el contrario, ella consideraba que había algo que estaba muy bien, que merecía su aprobación, nos decía que fuéramos a ver la foto y él estaba sonriéndose. La foto era siempre la misma. Los cambios de esta fotografía eran algo tan vivido, tan real, que fue, por así decirlo, una especie de atmósfera que tengo siempre presente al recordar mi infancia.
La verdad es que siempre tuve la imagen de un padre ausente, pero no me afectaba en lo consciente hasta que una vez me vi en un paisaje del desierto diciendo: "No puedo más". Allí, la imagen más recurrente, era la cara de mi padre que nunca vi realmente. Y me di cuenta de toda la falta que me había hecho. Pero también tengo la sensación, mirando más a fondo, que esto se empezó a gatillar mucho antes, en un episodio que es más antiguo todavía. Recuerdo que cuando vino el Papa, una pobladora le habló de nuestros sufrimientos, de lo desvalidos y solos que estábamos. Ella le hablaba a un padre, a un padre que no teníamos. Esa imagen no se me borró nunca.
Eso me sorprende tanto como tener la impresión de que sobreviví a mi padre. Es como si ahora yo fuese su padre. El murió a los 31 años y yo voy a cumplir 50. Hace mucho que yo soy mayor que él. Entonces, cada vez se me transforma más en un niño.
A partir de eso, emergieron episodios, recuerdos, que probablemente se relacionaban con esa desesperación. Pero es falso que uno escribiendo exorciza. Al contrario, uno lo hace más vivo.
Mi mamá era una señora que llegó de Italia a los 15 años, que se casó y de repente se vio sola, con dos cabros chicos, con una madre, y debió salir a ganarse la vida como secretaria. Con mi abuela vivían peleando. La amenaza era siempre la miseria.
Era una pobreza ilustrada, y bien pobre. De pronto aparecía el italiano de la esquina cobrando lo que mi abuela había fiado en el almacén. Ella despreciaba Chile. Lo encontraba miserable. Los otros italianos que habían llegado se hacían ricos, mientras mi abuela los consideraba unos ordinarios.
Entonces éramos muy, muy pobres; pero la mía no fue una pobreza proletaria, lo que tal vez la hace más dificultosa todavía, sino fue una pobreza absoluta. Mi madre trabajaba como secretaria. A veces la echaban porque participaba de las huelgas y ella era profundamente socialista y mi abuela no.
Mi abuela era fachistísima y yo la adoraba. ¡Era lo fachista! Admiraba a Mussolini. A los ocho años, durante elecciones escuché que alguien se llamaba Salvador Allende.
Mi miedo recurrente durante muchos años era que mi abuela, mi madre, mi hermana y yo muriéramos separados: quería que nos muriéramos todos juntos. No quería quedar solo y tampoco que ellas quedaran solas. Y ésa fue una obsesión absoluta: el terror a que mi abuela, mi madre y mi hermana se murieran. Mi abuela sobre todo.
No sé en verdad, creo que es un sueño: veo a mi padre, que murió cuando tenía 31 años y yo, 2, y a mi abuelo, que murió dos días después. Veo a mi madre y a mi abuela que me entregan en una cama un lecherito de juguete, un carrito de madera con un caballito y un letrero “leche”. Y sí recuerdo una imagen real de cuando tenía 4 años: yo jugando con mi lechero sentado en el suelo y mi hermana un poco más allá llorando siempre.
Siempre fui frágil. Diría que es más una fragilidad espiritual que material. Lo que prima es la sensación de un niño que empieza a tocar su cuerpo y se da cuenta de que tiene un hueso salido, que es chico de hombros y que eso es inmodificable. Te hablo de una precariedad física que me acompaña hasta hoy. Ahora estoy viejo, pelado, tengo várices, me canso, fumo como chino, me encorvo, pero siempre he sentido mi cuerpo como el de un niño, con la misma fragilidad. Y eso lo percibí como a los siete años, en una piscina. Ahí supe que ni este hueso ni mis hombros caídos iban a cambiar.
Creo que siempre los temas tienen que ver con las carencias. Yo siento, fundamentalmente, un sentimiento de orfandad muy grande producto de mi infancia. Claro, entiendo que envejezco. ¡Cómo no lo voy a entender! Me cuesta más moverme; me estoy encorvando, pero sin embargo hay una sensación de fragilidad que está ahí y, en algún punto, sigo siendo un niño desprotegido. Por otro lado, sé que no soy frágil. Las he pasado duras y no me he roto. Pero la sensación de habitar un cuerpo de niño, es una sensación sicológica que aún tengo.
Son cosas de las que te vas dando cuenta después, al escribir. Tus yerros, tus faltas, tus abusos. Creo que tal vez este es un libro sin compasión con uno mismo.
Fuente:
http://acheache.blogspot.com/2015/08/adelanto-de-el-mein-kampf-de-raul-zurita.html