Nada más cómodo que afirmar que Estimado cliente, el primer libro de Rodrigo Flores Sánchez (Ciudad de México, 1977) se distingue en el estado actual de la poesía mexicana. Dado que “el estado actual de la poesía mexicana” parece más un automatismo discursivo que una segmentación efectiva de una serie de obras y problemas, tal distinción sería tan falaz como inocua. Vale más preguntarse por ciertos supuestos escriturales que este libro moviliza, a la vez que revisar posibilidades y límites de los mismos en una primera aproximación. Estimado cliente está compuesto por tres secciones, a saber: “pausas oficinistas a pausas oficinistas a pausas oficinistas a”, “Residuos”, “Esto”, “Algo” y, finalmente, como encore, “producción de calor o colabore en el reciclado”. Mientras que abre y cierra con textos independientes, en sus partes centrales (en los dos sentidos de la expresión) hay series textuales que, como más adelante indicaré, acentúan su condición procesal.
El primer rasgo de una escritura como ésta es su desconfianza frente a las “entidades privilegiadas” y los referentes poéticos que escapan al mundo de la experiencia. Antes de apelar a cualquier señuelo lírico, Rodrigo Flores intenta problematizar los códigos de la escritura enfrentándolos a una serie de estímulos y referentes que provienen del mundo de todos los días. A la noción de la epifanía poética le opone un nerviosismo que descree de cualquier validación estética a priori; a las identidades del hablante poético y demás instancias de enunciación les yuxtapone la mutabilidad de todo “mensaje”, así como el desgarramiento frente a la distancia que toda palabra, antes que expiar, perpetúa. Sin pertrecharse en el océano de “lo poético” y “las poéticas”, piensa que el habla genera una tensión frente a la lengua, y concibe esta tensión como susceptible de ofrendarnos alguna revelación verbal. Por ende, no se plantea la orfandad como un tema, una recurrencia canónica ni una suerte de vivencia ontológica. La forma en que se traduce dicha orfandad es la escisión textual, que a su vez trata de dar cuenta de la escisión en el “mundo real” (necesariamente entrecomillado).
El primer texto de Estimado cliente responde a la encrucijada que se establece, en un nivel vivencial, entre el oficinista y el poeta. Oscilando entre ambos, el texto de Rodrigo Flores se decide por la exploración de este hiato. Mientras que en un nivel eufónico urde un verso rítmicamente equiparable al sonido de las teclas de la máquina en la oficina, en un nivel cognitivo advierte que toda identidad se ampara en una ilusión, lo que abre la puerta a su correlativa fractura. No creo equivocarme al suponer que en esta encrucijada es donde se hace necesaria la estrategia textual que consiste en proceder por el mestizaje de estímulos lingüísticos en lugar de perseguir un despliegue discursivo unitario.
Si la sintaxis y la gramática organizan nuestras percepciones del mundo en esquemas monistas, Rodrigo Flores se esmera en abrir espacios donde perviven dos o más estímulos en apariencia lejanos, y con ello se intenta socavar, al menos parcialmente, tales esquemas, mostrando otras texturas del lenguaje que se pretenden menos artificiosas en la medida misma de que aspiran a permanecer en cierta corporeidad, si cabe la expresión. Conviene matizar algunas afirmaciones a la par que seguir con la lectura del libro.
“Residuos”, la segunda sección del libro, se compone de nueve prosas donde todos los signos de puntuación se sustituyen por puntos, mientras se anulan las mayúsculas. Suponer, como le ha ocurrido a más de un despistado, que este rasgo se debe un tardío sarampión vanguardista es un serio síntoma de miopía. Esta particular disposición tipográfica implica una asimilación de la página y el soporte físico del texto en tanto que elemento condicionante del sentido. La espacialidad de la página establece sus nexos, tan pronto aliándose, tan pronto distanciándose, con la temporalidad de toda estructura sintáctico-gramatical. Aún más determinante es que cada enunciación represente una unidad verbal relativamente autónoma. Y merced a esta autonomía relativa es que tales unidades pueden dialogar en el contexto que termina por transformarlas. La metáfora implica un “puente” entre dos realidades distintas, cuyos planos no se entrecruzan espontáneamente; así, se logra abrir otra realidad y operar, mediante, la semejanza, distintas mutaciones. En este libro la proximidad de cada enunciación también comunica distintos planos que, a diferencia del proceso metafórico, no logran conciliarse jamás: lo que se sigue experimentando es su tensión, la colisión de las diferentes percepciones verbales. De hecho, es dable decir que la capacidad cognitiva, el perfil nervioso y esa vertiginosa energía expresiva de Estimado cliente se supeditan a esta condición irreconciliable.
No resulta casual que en lugar de los tropos y metáforas más habituales, Estimado cliente recoja, como si de un “ready-made” se tratara, frases inmersas en los lenguajes públicos: anuncios en las calles, slogans comerciales, titulares de periódicos, letreros, lemas de campañas institucionales, etcétera. A esta operación le subyace una pregunta que me parece tan saludable como menesterosa: ¿Cuáles son las condiciones, las posibilidades y las rupturas por las cuales atraviesan nuestras palabras? Responde mostrando un grado del lenguaje donde lo específicamente poético no sólo se desborda, sino que sólo puede verse con cierta precaución que no es exagerado llamar “ética”. El que pueda verbalizarse, en un mismo sitio, un intertexto que proviene de Eliot y algo como: “un incendio en un colegio causó la muerte de 87 niños”, supone una fuerte reacción vital frente a los códigos de la trascendencia estética. Un reclamo por una raíz, un contacto real ante una hipertrofia de la poesía, que ha caído en una suerte de olvido o abandono del mundo.
Ante la admonición paceana de reproducir, más que contar, la experiencia poética, el libro de Rodrigo Flores insiste en la importancia de responder, antes que nada, al contexto. En efecto, Flores Sánchez parte de la premisa de que toda comunicación lingüística y toda percepción de una obra se definen por un radio, un cuerpo contextual que no agota la escritura pero que le dota de soporte significativo. Esto se traduce, especialmente, en una desconfianza ante la poesía “de la transparencia”. Plantear la atemporalidad en el poema equivale a la validación de un lenguaje aséptico, que se señala como producto de la ilusión más que de la realidad. Por ello no es difícil colegir que su interés es por lo proteico y mutable, lejos de la construcción de una voz edificante.
Aquí vale plantear ciertas preguntas, a guisa de objeciones. Primero: ante la necesidad de separarse de un lenguaje poético a priori y recelar de los trascendentalismos poéticos, ¿no se está presuponiendo la escritura como susceptible de reconocer, proceder e integrar registros empíricos? Buscar el mundo de la experiencia y la referencialidad no nos salva de aceptar, performativamente, una unidad esencial entre lenguaje y experiencia. Después de todo, los referentes empíricos son una invención, una construcción. Tan artificioso puede ser hablar de referentes con un anclaje histórico en el presente que construir esas páginas llenas de abedules, torcazas, mujeres de vidrio y linces de fuego. Pero este hipotético límite, asumir que antes del lenguaje existe algo (aún sea el caos), es un riesgo formal que Rodrigo Flores asume ante su claro apetito de realidad. Me parece obvio que los momentos más débiles del libro surjan ante este problema (por ejemplo: el séptimo texto de la serie “Residuos”). También es cierto que los momentos más intensos se encuentran en este punto, al lograr una “resolución” descarnada y lúdica, a un solo tiempo. Aún así, vale plantear la segunda pregunta: la crítica final de un lenguaje estetizante, ¿no abre la puerta para plantearse una relación orgánica y esencial entre la palabra y el cuerpo, como si lo errado fuera nada más un modo particular en que el signo y la cosa se corresponden más que el hecho mismo de esa correspondencia?
No creo que Estimado cliente alcance a responder esta cuestión, pero permite trazarla desde frentes diversos, ensayando “alotropías” de la misma. Debido a esto y no a un rezagado y programático vanguardismo ni a ninguna volición “rupturista” es que la de Rodrigo Flores puede ser considerada una poética de riesgo. Existe una razón de mayor peso que, ceñido por el espacio, sólo podré enunciar vagamente: me refiero al tipo de cuestionamientos vitales y los procesos cognitivos en los cuales se funda esta propuesta. No resulta permisible creer que el socavamiento de la identidad (por encima de cualquier pluralidad constitutiva de las mismas) es una elección temática que no responde a fisuras “reales” (del mundo, del sujeto). Tampoco es azaroso que el libro termine donde comienza: en la escisión…
Por encima de esto, no obstante, no lo considero una “estética de la clausura”. Hallo más un terrible apetito y un salto vital que tiene que asumir la fragmentación no para regodearse ante ella, sino como una vía de asunción de la realidad. Y esto no es extraño, pues Estimado cliente tiene un núcleo ante el cual hay que insistir, esto es: que, aun revistiendo un modo sombrío, desgarrador o conflictivo, la poesía aún puede enfrentarnos con la verdad.
El primer rasgo de una escritura como ésta es su desconfianza frente a las “entidades privilegiadas” y los referentes poéticos que escapan al mundo de la experiencia. Antes de apelar a cualquier señuelo lírico, Rodrigo Flores intenta problematizar los códigos de la escritura enfrentándolos a una serie de estímulos y referentes que provienen del mundo de todos los días. A la noción de la epifanía poética le opone un nerviosismo que descree de cualquier validación estética a priori; a las identidades del hablante poético y demás instancias de enunciación les yuxtapone la mutabilidad de todo “mensaje”, así como el desgarramiento frente a la distancia que toda palabra, antes que expiar, perpetúa. Sin pertrecharse en el océano de “lo poético” y “las poéticas”, piensa que el habla genera una tensión frente a la lengua, y concibe esta tensión como susceptible de ofrendarnos alguna revelación verbal. Por ende, no se plantea la orfandad como un tema, una recurrencia canónica ni una suerte de vivencia ontológica. La forma en que se traduce dicha orfandad es la escisión textual, que a su vez trata de dar cuenta de la escisión en el “mundo real” (necesariamente entrecomillado).
El primer texto de Estimado cliente responde a la encrucijada que se establece, en un nivel vivencial, entre el oficinista y el poeta. Oscilando entre ambos, el texto de Rodrigo Flores se decide por la exploración de este hiato. Mientras que en un nivel eufónico urde un verso rítmicamente equiparable al sonido de las teclas de la máquina en la oficina, en un nivel cognitivo advierte que toda identidad se ampara en una ilusión, lo que abre la puerta a su correlativa fractura. No creo equivocarme al suponer que en esta encrucijada es donde se hace necesaria la estrategia textual que consiste en proceder por el mestizaje de estímulos lingüísticos en lugar de perseguir un despliegue discursivo unitario.
Si la sintaxis y la gramática organizan nuestras percepciones del mundo en esquemas monistas, Rodrigo Flores se esmera en abrir espacios donde perviven dos o más estímulos en apariencia lejanos, y con ello se intenta socavar, al menos parcialmente, tales esquemas, mostrando otras texturas del lenguaje que se pretenden menos artificiosas en la medida misma de que aspiran a permanecer en cierta corporeidad, si cabe la expresión. Conviene matizar algunas afirmaciones a la par que seguir con la lectura del libro.
“Residuos”, la segunda sección del libro, se compone de nueve prosas donde todos los signos de puntuación se sustituyen por puntos, mientras se anulan las mayúsculas. Suponer, como le ha ocurrido a más de un despistado, que este rasgo se debe un tardío sarampión vanguardista es un serio síntoma de miopía. Esta particular disposición tipográfica implica una asimilación de la página y el soporte físico del texto en tanto que elemento condicionante del sentido. La espacialidad de la página establece sus nexos, tan pronto aliándose, tan pronto distanciándose, con la temporalidad de toda estructura sintáctico-gramatical. Aún más determinante es que cada enunciación represente una unidad verbal relativamente autónoma. Y merced a esta autonomía relativa es que tales unidades pueden dialogar en el contexto que termina por transformarlas. La metáfora implica un “puente” entre dos realidades distintas, cuyos planos no se entrecruzan espontáneamente; así, se logra abrir otra realidad y operar, mediante, la semejanza, distintas mutaciones. En este libro la proximidad de cada enunciación también comunica distintos planos que, a diferencia del proceso metafórico, no logran conciliarse jamás: lo que se sigue experimentando es su tensión, la colisión de las diferentes percepciones verbales. De hecho, es dable decir que la capacidad cognitiva, el perfil nervioso y esa vertiginosa energía expresiva de Estimado cliente se supeditan a esta condición irreconciliable.
No resulta casual que en lugar de los tropos y metáforas más habituales, Estimado cliente recoja, como si de un “ready-made” se tratara, frases inmersas en los lenguajes públicos: anuncios en las calles, slogans comerciales, titulares de periódicos, letreros, lemas de campañas institucionales, etcétera. A esta operación le subyace una pregunta que me parece tan saludable como menesterosa: ¿Cuáles son las condiciones, las posibilidades y las rupturas por las cuales atraviesan nuestras palabras? Responde mostrando un grado del lenguaje donde lo específicamente poético no sólo se desborda, sino que sólo puede verse con cierta precaución que no es exagerado llamar “ética”. El que pueda verbalizarse, en un mismo sitio, un intertexto que proviene de Eliot y algo como: “un incendio en un colegio causó la muerte de 87 niños”, supone una fuerte reacción vital frente a los códigos de la trascendencia estética. Un reclamo por una raíz, un contacto real ante una hipertrofia de la poesía, que ha caído en una suerte de olvido o abandono del mundo.
Ante la admonición paceana de reproducir, más que contar, la experiencia poética, el libro de Rodrigo Flores insiste en la importancia de responder, antes que nada, al contexto. En efecto, Flores Sánchez parte de la premisa de que toda comunicación lingüística y toda percepción de una obra se definen por un radio, un cuerpo contextual que no agota la escritura pero que le dota de soporte significativo. Esto se traduce, especialmente, en una desconfianza ante la poesía “de la transparencia”. Plantear la atemporalidad en el poema equivale a la validación de un lenguaje aséptico, que se señala como producto de la ilusión más que de la realidad. Por ello no es difícil colegir que su interés es por lo proteico y mutable, lejos de la construcción de una voz edificante.
Aquí vale plantear ciertas preguntas, a guisa de objeciones. Primero: ante la necesidad de separarse de un lenguaje poético a priori y recelar de los trascendentalismos poéticos, ¿no se está presuponiendo la escritura como susceptible de reconocer, proceder e integrar registros empíricos? Buscar el mundo de la experiencia y la referencialidad no nos salva de aceptar, performativamente, una unidad esencial entre lenguaje y experiencia. Después de todo, los referentes empíricos son una invención, una construcción. Tan artificioso puede ser hablar de referentes con un anclaje histórico en el presente que construir esas páginas llenas de abedules, torcazas, mujeres de vidrio y linces de fuego. Pero este hipotético límite, asumir que antes del lenguaje existe algo (aún sea el caos), es un riesgo formal que Rodrigo Flores asume ante su claro apetito de realidad. Me parece obvio que los momentos más débiles del libro surjan ante este problema (por ejemplo: el séptimo texto de la serie “Residuos”). También es cierto que los momentos más intensos se encuentran en este punto, al lograr una “resolución” descarnada y lúdica, a un solo tiempo. Aún así, vale plantear la segunda pregunta: la crítica final de un lenguaje estetizante, ¿no abre la puerta para plantearse una relación orgánica y esencial entre la palabra y el cuerpo, como si lo errado fuera nada más un modo particular en que el signo y la cosa se corresponden más que el hecho mismo de esa correspondencia?
No creo que Estimado cliente alcance a responder esta cuestión, pero permite trazarla desde frentes diversos, ensayando “alotropías” de la misma. Debido a esto y no a un rezagado y programático vanguardismo ni a ninguna volición “rupturista” es que la de Rodrigo Flores puede ser considerada una poética de riesgo. Existe una razón de mayor peso que, ceñido por el espacio, sólo podré enunciar vagamente: me refiero al tipo de cuestionamientos vitales y los procesos cognitivos en los cuales se funda esta propuesta. No resulta permisible creer que el socavamiento de la identidad (por encima de cualquier pluralidad constitutiva de las mismas) es una elección temática que no responde a fisuras “reales” (del mundo, del sujeto). Tampoco es azaroso que el libro termine donde comienza: en la escisión…
Por encima de esto, no obstante, no lo considero una “estética de la clausura”. Hallo más un terrible apetito y un salto vital que tiene que asumir la fragmentación no para regodearse ante ella, sino como una vía de asunción de la realidad. Y esto no es extraño, pues Estimado cliente tiene un núcleo ante el cual hay que insistir, esto es: que, aun revistiendo un modo sombrío, desgarrador o conflictivo, la poesía aún puede enfrentarnos con la verdad.