En calidad de exclusiva publicamos un fragmento de una novela que Roger Santiváñez viene escribiendo sobre la adolescencia, el rock y el sol de Piura. Imagen de Ale Wendorff.
1
RECUERDO el verano de 1972 como uno de los momentos más hermosos de mi
vida. Mi hermano mayor tenía una casa en
el balneario de San Pedro a 45 minutos de la ciudad de Piura y me llevaba -en
cualquier instante- a pasar unos días en la playa. San Pedro consistía de unas
pocas viviendas -8 exactamente- frente a la pequeña isla que
conformaba un estero -semejando una piscina- donde disfrutábamos horas enteras
del mar, el quemante sol y todo aquello que parecía ser la felicidad para ese
adolescente quinceañero que era yo en aquel verano. Muchas veces iba con mi
mamá, quien adoraba el océano y lo conocía muy bien habiendo crecido frente al
mar en el Callao. Matilde - esposa de
Aníbal, mi hermano- todos los días después del desayuno preparaba la excursión
al borde del mar. De modo que -a unos pasos de la orilla- tendíamos nuestras
toallas y nos disponíamos a jugar toda la mañana junto a Claudia, Aníbal y
Roberto, sus 3 menores hijos.
Así
transcurrían esas inolvidables horas de alegría y diversión, sin que nada
ensombreciera la potente luz del sol de Piura, persiguiendo rojos, nimios y
rapidísmos cangrejos por la arena húmeda hasta que se perdían en sus huecos
redondos, dejándonos con una extraña sensación de vacío y soledad: las que eran
súbitamente descolocadas por el alcance heladito, espumoso y azul de la suave
marea tocando -con casi imperceptible caricia- nuestros pies. Claudita
levantaba sus castillos, yendo y viniendo del mar con su amarillo balde
plástico, mientras el pequeño Anibal III -como lo llamaba su mamá- corría
detrás del viejo pescador -guardián de la playa- llamándolo “!San José!, !San
José!” siendo que el niño identificaba -dada la inmediatamente anterior
cercanía de la Navidad- al santo padre de Jesús con el anciano Don José que
cuidaba el balneario por encargo de las familias propietarias. Robertito era un
bebé de pocos meses arrullado en su regazo por Juana, la dulce muchacha que
servía como su ama.
Las familias
propietarias -eran en su mayoría- pertenecientes al antiguo linaje piurano de
los Seminario. De hecho, la casa que nosotros habitábamos era propiedad de
Roberto Seminario Rómoli, suegro de mi hermano. Descendiente de Seminario y
Jaime -libertador de Piura en los días de San Martín- y de Seminario Váscones,
dueño de Catacaos y de medio Bajo-Piura, según contaba la leyenda. Rezaba la
leyenda -también- que el padre de don Roberto prendado de la belleza de la joven italiana que llegó a Piura -como
integrante del grupo trapecista en un circo europeo- se la
robó (piuranisima expresión) y tuvo con ella varios hijos e hijas, el mayor
de los cuales fue Roberto Seminario Rómoli,
Robertómoli para los viejos piuranos aficionados a adjudicar graciosos
apodos e imaginativos sobrenombres.
De modo que
nosotros vivíamos en la casa de don Roberto. Hasta allí habíamos llegado debido
a una dolencia tropical que afectó a Anibital, es decir Anibal III. Pertinente es señalar que el número ordinal
del niño aludía a mi padre Aníbal Santiváñez Morales, el primero de la estirpe
en llegar a Piura hacia 1952 como Fiscal de la Corte Superior de Piura y
Tumbes. Resulta que Anibal III -al promediar el principio del verano- fue
objeto de unas fiebres altísimas que lo obligaban de madrugada a buscar el
fresco,de modo que lo encontraban -al amanecer- recostado con el rostro sobre
las losetas del baño, donde había conseguido un menos sofocante ambiente que el
de los pisos de parquet del resto de su casa, sita en Santa Isabel F-4. Nadie en Piura ataba ni desataba en torno a
la enfermedad de Anibital. Tuvo que ser llevado a Lima de urgencia y después de
su tratamiento -por prescripción médica- debía pasar el inclemente estío
piurano en la playa, cerca de la brisa del mar; aligerando así y luego
definitivamente superar aquella fiebre tropical que lo aquejó.
Esa es la
razón por la que fui a parar allí con ellos, gustoso de salir del bochorno
piurano y del hastío feroz que atravesaba. Preso en la profunda crisis
adolescente que embargaba mi alma y mi corazón -desolados- por la triste
experiencia de un amor no correspondido que había sufrido el año anterior, irme
a la playa significaba para mí una suerte de liberación. Cada vez que Aníbal se aparecía -en mi casa
de Santa Isabel- proponiéndome largarnos a San Pedro, una intensa alegría me
poseía, seguro de que -ni bien llegara a la orilla del mar- todo el
aburrimiento, la noia y el sinsentido
de vivir que me abrumaba, se esfumaría ipso
facto como por arte de birlibirloque. Nos íbamos en el verde Fiat 124 de mi
hermano, escuchando música y cantando sus canciones favoritas -los boleros de Los Panchos,
Eddy Gornie, Tito Rodríguez o Alfonso Ortiz Tirado- Siboney recuerdo que lo apasionaba y se emocionaba mucho -y me
emocionaba a mí- entonando el tema mientras atravesábamos La Arena, La Unión y
enrumbábamos hacia la costa por la carretera a Vice, para luego -tras pasar los
laureles de la curva indicada- tomar el desvío -afirmado de yucún- camino a San
Pedro, San Pedresky Point -como nos
placía llamarlo- aludiendo en joda a Zabrisky
Point, la película hippie de Antonioni de moda por aquella época.
Toñi
Ese domingo
llovía a raudales sobre Piura. Es sabido que el día de San José -23 de marzo- o
en las fechas que lo circundan se desatan fuertes precipitaciones en la zona.
El verano de 1971 no fue una excepción. La lluvia electrizaba los timbres de
las puertas de Santa Isabel aquella noche cuando Carlos Silva se apareció por la
esquina del barrio -Avenidas Santa María y San Miguel- mientras Quito Cortés y
yo nos aburríamos soberanamente viendo llover sobre el pavimento brillante ante
los faros de los autos nocturnos.
-¿Oe y? ¿Qué
hacen? -nos interpeló Carlos.
-Ni michi. Ni
Michigan -respondió Quito.
-Vamos a mi
casa -replicó nuestro pata- Es cumpleaños de mi hermana y hay una reunión.
-Ah ya
-contestamos al unísono.
Enrumbamos
hacia la jato de Carlos que quedaba al otro lado del Parque en Santa Isabel a
unas dos o tres cuadras cruzando la glorieta. Entramos solapas nomás por la
puerta del postigo y nos colocamos en la cocina. Desde allí observábamos la
reunión de las chicas, quienes departían risueñamente entre la sala y el
comedor. Carlos decidió traer su guitarra y comenzó a tocar unas canciones de
los Beatles que eran sus favoritas. La noche era de algún modo especial porque
ese día era el último de las vacaciones del verano. Al día siguiente empezaban
las clases del colegio, de modo que una extraña sensación reinaba en el ambiente,
como si -con cierta alegre tristeza- nos estuviéramos despidiendo de algo
irreparable.
De pronto se
abrió la puerta de la cocina justo en el instante en que Carlos me había pasado
la guitarra y yo interpretaba Black Magic
Woman la canción de Santana en plena moda a la sazón. Al levantar la vista
contemplé a la chica más linda -que hasta el momento- podía haber conocido en
todo Piura. Era Toña Cordero, Toñi como
a ella le gustaba ser llamada. Inmediatamente me quedé prendado de su belleza
infinita. Alta, ojos azules -rarísimos como pespunteados de estrellas plomizas-
intensa cabellera rubia que le rodaba sobre los hombros, perfecta apostura de
niña pisando firme la plenitud de su pubertad. Cuando terminé la canción fuimos
presentados por Carlos e intercambiamos números telefónicos. Cuando salí de
allí una ilusión grande guardaba mi corazón adolescente. Caminé de vuelta a mi
casa flotando en la nube de aquel prístino amor sentido por vez primera, feliz
de abrigar un nuevo y hasta entonces desconocido sentimiento que me hacía
contemplar al mundo tan hermoso como jamás lo había visto.
Empezaron las
clases del colegio y entonces no pude ver ni saber nada de Toñi hasta el sábado
siguiente. No sé qué hacía yo vagando a
una cuadra de mi casa, cuando súbitamente dobla la esquina la muchacha de mi
desvelo. Iba en un short de jersey verde y una camiseta desmanchada en azules y
anaranjados -al estilo de Joe Cocker- como se usaba en ese tiempo. Eran
alrededor de las dos de la tarde y el sol de Piura doraba su cabellera suelta
rotunda, asentada su figura en unas caderas de ensueño. Toñi se detuvo delante
mío y tras saludarme con una sonrisa en el rostro me dijo:
-¿Vives por
acá?
-Sí -le dije-.
Y señalé en dirección a mi casa. -¿Y tú? -agregué.
-De aquí al
fondo -me respondió- en la esquina con Las Casuarinas.
-¿Puedo
llamarte por teléfono para conversar?
-Claro- me
contestó- cuando quieras.
Y se alejó
resplandeciendo su imagen al caminar -por la Avenida Santa María- con el ritmo
de mi corazón palpitando mientras la veía convertirse en el ícono que ya no se
desprendería de mi mente por bastante tiempo. Todo aquel 1971 giró en torno a
esa pasión cuya historia me envolvería en la más profunda tristeza de aquella
adolescencia sin nadie.
Se inició así
entonces el largo período de las llamadas telefónicas. Al promediar las ocho o
nueve de la noche yo marcaba el número de mi amor platónico y Toñi me
contestaba al toque, feliz de escuchar la ininterrumpida serie de piropos que
yo musitaba para ella. Preparaba mis mejores frases en elogio de su hermosura,
se las pronunciaba con toda la emoción de la que era capaz la utópica
realización de mi deseo. Digo utópica porque no demoré mucho en darme cuenta
que mis esperanzas eran escasas o nulas. Supe que Toñi quería a otro chico del
barrio y –poco a poco- me fui resignando a esta incontrastable realidad. Sin
embargo fue muy lindo el tiempo que me pasé con ella, interminables
conversaciones telefónicas hasta las 11 o 12 de la noche, en las que pasábamos
revista de toda la collera de los muchachos de Santa Isabel, sus
enamoramientos, aproximaciones o alejamemtos, conquistas y rebotes; así -como
queda dicho- buenos momentos de dulce intimidad cuando le decía:
-Qué preciosa
estabas esta tarde en la misa con tu conjunto palazzo en rojo floreado.
-Ah, te gustó
-me respondía. ¿Y qué parte de mi cara te encanta más?
-Creo que tus
ojos, sí, definitivamente esos puntitos que se despliegan en azul. Parece un
caleidoscopio.
-¿Y mi pelo?
-Oh Toñi, cómo
cae y se ondula suavecito sobre tus hombros.
-Loco, eres un
loco -me replicaba ella con su tersa y agradable voz, en la que yo podía sentir
su interior regocijo.
NUNCA me
atreví a decirle que la amaba y menos que deseaba estar con ella. ¿Para qué?
-me decía a mí mismo, si ya sabía que eso no era posible. Fueron pasando los
meses y -con mucha pena- tuve que ir acostumbrándome a mi total soledad y al
dolor que me producía no poder tenerla. Por eso fue bacán un día que -al bajar
del ómnibus del colegio- la encontré cerca de mi casa y me comentó haber leído
un artículo mío aparecido en una revista a mimeógrafo que editábamos con el
profesor Kavadoy los de cuarto de media. Mi nota era sobre el Che Guevara y fue
muy grato de su parte el que me repitiera algunas frases de mi escrito.
Complacido, nos reímos juntos unos instantes de pura felicidad para mí. Y le
prometí pasarle un poema que acababa de escribir titulado Poeta enamorado de 14 años. Fue uno de los primeros que compuse ya
que -por esos días- empecé a escribir poesía.
Otra historia
inolvidable fue la del disco de los Telegraph. Sucedió que la banda de rock The
Telegraph Avenue de Lima había estado en Piura hacia marzo de 1971. Cecilia
Yapur organizó lo que se llamó el Festival North Woodstock aludiendo a la zona
costa norte del Perú y al famoso festival habido en el estado de Nueva York en
Agosto de 1969 que marcó época y a toda nuestra generación. Era como decir el
Woodstocksito de Piura, se reían los patas, pero eso no impidió que toda la
muchachada piurana se diera cita esa noche alucinante en el Parque Infantil
para presenciar tan especial evento, rarísimo en la alejada y árida ciudad de
aquellos años. Lo bonito es que Toñi quería escuchar el disco, a propósito del
tema Something going que todo el mundo
andaba tocando en las esquinas del barrio en Santa Isabel. Yo tenía el disco
que mi viejo me había conseguido en uno de sus viajes a Lima. De modo que fui
capaz de darle esa alegría a la hermosa Toñi: le presté el disco por varias
semanas. Ella lo disfrutó a su gusto y un atardecer -de motu propio- se apersonó
en mi casa para -con atento y simpático ceremonial como yo lo sentí- devolverme
aquel disco de tapas azul y naranja que hasta hoy conservo con amor.
Finalmente, el
episodio más feliz para mí fue la noche de la fiesta de Micky Kinaup en el Club
Grau. No sé porqué me encontraba en el coliseo de basquetbol del Club,
espectando quien sabe qué partido que podría haber sido de mi interés. Cuando
terminó el juego salí con los patas, pero en vez de ganar la calle nos
dirigimos hacia dentro de las instalaciones del local y nos acercamos a la
fiesta que había en uno de los salones del segundo piso. Era el cumpleaños
quinceañero de Micky y su padre -al vernos asomar por la puerta- gentilmente
nos dijo: Pasen muchachos. Entramos cuando Aroma
-la banda de rock más bacán que había en Piura- se mandaba con Chica pagana de los CC Revival. Grande
fue mi excitación ya que se trataba de una de mis canciones favoritas. En esa
época, a mí me gustaba plantarme frente al grupo para escuchar la música y
sacar las posiciones de la guitarra mientras ellos tocaban. Allí estaban el loco Alvarez, voz y segunda,
el Chino Montenegro, excelsa primera, Campolo en el bajo y Arrese, en la
batería reemplazando al original batero Benford.
De pronto
arrancan a interpretar ‘Es solo un pensamiento’ un super rock lento también de
CC Revival, que junto a Has visto alguna vez la lluvia? eran las canciones
de esta banda que nos traía locos a todos por aquellos días de adolescente
descubrimiento del mundo. Fue entonces el mayor descubrimiento sentir el pecho
de mi amada Toñi sobre mi propio pecho cuando -de pie frente a Aroma- me di la vuelta ante el inicio del
rock lento y me encontré con ella, parada delante mío en un maravilloso e
inesperado azar que nos juntó por toda la eternidad que duró la canción. No nos
dijimos absolutamente nada. Hacía un tiempito que habían cesado nuestras
conversas telefónicas y ya nada parecía unirme a la linda Toñi; pero la
dulcísima impresión que me quedó de esa pieza que compartimos estrechamente
abrazados -a la usanza del modo de bailar a la sazón- todavía alumbra la
belleza con que recuerdo aquella larga y oscura noche de mi soledad total, en
la que brilla el vestido anaranjado de Toñi y sus delicados brazos alrededor de
mi cuello, envuelto por la dorada mata rubia de su imborrable pubertad.
2
Con la
frescura matutina del amanecer en la playa nos levantábamos felices de recibir
el regalo de un nuevo día de sol ante la belleza reverberante del estero -si
nos tocaba marea alta a esa hora prístina- cuando el misterio de la redonda
tierra se nos hacía perfecta luz en la recortada estela de la orilla fina y
burbujeante. Era una especie de laico sacramento salir a caminar por el verde
borde hasta la Bocana. Es decir, cerca de la desembocadura del río Piura, donde
nos esperaba la magnífica extensión del verdadero mar con sus potentes olas
rugientes a diferencia del tranquilo vaivén -tipo pileta- del estero frente a
las casas de San Pedro.
Esta
disciplina cotidiana la realizaba con el Cocho y la Rata -los hermanos Ramos-
ambos de menos de 10 años, mis dos únicos acompañantes en aquel inolvidable
verano. Cocho era un niño obeso -huraño y sonriente a la vez- que gustaba
tomarle el pelo a su abuela -la señora Florencia-. Cuando hacia el advenimiento
del atardecer la buena anciana entraba al agua para tomar su baño marino, de
pronto se aparecía Cocho con su medallón de oro entre las manos y le decía a
viva voz:
-Mira abuela!
-Mostrándole ostentosamente la joya.
A lo que la doña
-aterrada- respondía:
-No Cochito!
-Qué haces!
Y el zamarro
infante lanzaba con fuerza al aire la preciosa alhaja, la cual caía y se hundía
en el mar.
-Noooooooooooooooooo!
-profería la señora- desesperada.
Y entonces
Cocho -riéndose a carcajadas- se zambullía bajo las aguas y -tras unos
segundos- emergía con el medallón en la mano, riéndose más fuerte todavía.
Así
transcurrían los días ardientes del balneario y -por lo menos una vez a la
semana - a Matilde le placía llevarnos a todos a la Pescana. Esta era una muy
pequeña caleta de pescadores -unas poquísimas familias- que vivían en uno de
los extremos del estero, el que estaba a la izquierda mirando el mar, opuesto al
de la Bocana situado hacia la derecha de la playa. Llegábamos en el auto de
Matilde a la Pescana y allí comprábamos delicioso pescado fresco para la cena
de esa noche. Usualmente íbamos a la puesta del sol y contemplábamos su
descenso sobre el horizonte mientras los niños -Claudia y Aníbal correteaban
saltando entre los breves espacios verdes -que no sé cómo- habían crecido en
ese desierto semejando jardines inesperados a la orilla del mar, donde
descansaban las rústicas balsas de los pescadores. Uno de ellos era Polo, un
hombre joven, con una deficiencia física: le faltaba un brazo a este señor; y
la Rata -a veces cuando lo encontraba por la playa del balneario- lo perseguía
gritándole:
-Hey! Manco!
Manco Capac!
Y el buen Polo
-impertérrito- proseguía su marcha jalando su balsa de palillo para entrar al
mar.
UNA de
aquellas tardes soleadas y sin embargo frescas de la playa nos encontrábamos
jugando con los churres en la parte trasera fuera de la casa. Claudia y
Anibital se lanzaban mutuamente una pelota de plástico de colores, de aquellas
grandes, típicas en su gama multicolor. Juana -cerca de ellos- cuidaba de que
todo fluyera como las lentas aguas del estero, envueltas en el suave viento del
atardecer marino y desértico. Desde el
área posterior de la casa se podía distinguir -en la lejanía distante- la silueta
de la catedral de Sechura al fondo del desierto, semejando un transparente
espejismo, difuminado e irreal en la inmensa vastedad de las dunas impolutas.
De súbito
surgió una muy fuerte correntada de viento que empujó a la bola en el aire y
fue imposible para Claudia cogerla entre sus manos. La pelota cayó varios
metros más allá sobre la arena y -dando un bote- prosiguió su marcha hacia la
inconmesurable llanura, mientras nosotros cuatro corríamos inútilmente tras
ella, tratando de alcanzarla. Después de
unos cien metros nos convencimos que todo esfuerzo era estéril y nos detuvimos
-de pie ante la extensión árida y cruel- para contemplar el viaje del juguete
hasta su perdición total, tragado por el tiempo al que ya no volveríamos jamás.
Con las
primeras nuevas de la adolescencia, un bozo incipiente principiaba a cubrirme
el mentón y -simultáneamente- el deseo erótico me despertaba exaltado por las
mañanas de la playa. Un paseo solitario por el borde del mar, caminando a buen
ritmo hasta la Bocana, me permitía meterme entre las olas reventando furiosas
contra mi soledad y volver más relajado para sobrellevar el día. A la Bocana
también iba -de vez en cuando- acompañando a los mayores -los señores, jefes de
familia del balneario- quienes mataban el tiempo los fines de semana
organizando excursiones de pesca con espinel. El Sr. Anticona y su cuñado -a
quienes el Cocho y la Rata apodaban ‘el pelado Onasis’- y eventualmente don
Jorge Seminario eran de la partida, con todos los muchachos y las chicas,
cargando nuestros baldes repletos de chanchos
unos diminutos y rollizos mariscos que servían de carnada, engarzados en los
ganchos del largo espinel, con el que cargándolo todos en agrupamiento,
entrábamos al mar hasta un poco más allá de las olas, para soltarlo allí e
irnos a bañar esperando tranquilamente que -al menos- un par de guitarras mordieran el anzuelo. Creo que
-alguna vez- pescamos una, la que fue servida -con gran celebración cerveceada-
esa misma tarde en la terraza de la familia Anticona.
El juego de la botella borracha
Como no había
nada qué hacer en la playa, con el grupito que conformábamos con la Rata y el
Cocho nos dedicábamos a vagar por el desierto detrás de las casas, cerradas -la
mayoría- bajo siete llaves durante los días de semana. Solitarias horas que
-súbitamente- se vieron iluminadas por la presencia de Ena, atractiva y alta
morena de largas y rizadas pestañas, de alegre y dicharachero carácter. Ena,
cuñada de Jorge Seminario, llegó a pasar una temporada en San Pedro y vivía en
su casa. Se juntó a nuestro grupito y un buen día -aburridos de no tener nada
que hacer- se nos ocurrió meternos a las casas vacías de la playa.
La primera
morada que escogimos fue la de los Anticona. No me acuerdo cómo hicimos, el
hecho es que muy pronto nos encontrábamos sentados en la sala, departiendo
alegremente al son del rock de Meskhalina
de los Traffic Sound que
escuchábamos desde radio San Francisco de Piura en un pequeño receptor a
transistores que prendimos inmediatamente apenas lo vimos. En eso estábamos,
cuando alguien volvió de la cocina
premunido de sendas botellas de cerveza helada. Brindamos contentos, por la
insólita sensación que sentíamos al disfrutar aquella inesperada libertad
total.
Después de un
rato allí decidimos salir al descampado.
-Vamos a jugar
a la botella borracha -dijo Ena.
Yo nunca había
participado en un juego de ese tipo, aunque lo conocía por referencias de casi
todos mis amigos, los muchachos de mi barrio en Santa Isabel, Piura. Recordaba
un juego parecido al que llamaban La
verdad para el que se hacía girar -como en la botella borracha- un envase
de Coca-cola familiar y las personas que quedaban señaladas -entre los dos
extremos del pomo, situados todos los participantes en círculo- estaban
obligadas a contestar con la verdad ante la pregunta de a quien le tocaba el
poto de la botella. Pero en el juego de la botella borracha, los dos que
resultaban conectados -al detenerse el girar de la botella- simplemente tenían
que entregarse a un apasionado beso. Un super chape, como se decía en esa
época.
En un área de
la playa había unas casas a medio construir. Entramos allí y nos sentamos en la
arena para jugar a la botella borracha. Usamos un par de ladrillos -como base-
para hacer girar una botella de cerveza vacía, de las dos o tres que nos
habíamos tirado de la casa de los Anticona. De pronto me toca el pomo en línea
directa con Ena. Tenía que darle un beso. Desconcertado, no sabía a qué atinar,
ya que jamás en mi vida había besado a una mujer. De modo que lenta y
suavemente me acerqué a los labios de mi amiga y apenas se los rocé con los
míos; a lo que Ena reaccionó de una manera firme y contundente diciéndome:
-Mira
chiquillo, así se besa.
Y procedió a
cogerme la cabeza rodeándomela con su brazo derecho por el cuello y me besó con
delicada violencia, introduciendo su lengua en mi boca, por largos segundos que
me parecieron una paradisíaca eternidad. Me quedé en esa nube por varios
minutos, deseando que la situación volviera a suceder. Pero a punto de
calcinarnos bajo el sol, terminadas las cervezas, salimos caminando hacia la
débil brisa de la orilla y apuntamos hacia la casa más lejana en la fila de
viviendas del balneario: la de la familia Coronado.
Una vez allí
-la Rata se introdujo por la ventana de un baño- y esta vez nos rayamos:
echados en las distintas camas de los cuartos, sacamos más cerveza del
refrigerador y pusimos un radio a todo volumen. El Cocho comenzó a abrir las
cómodas y los roperos, extrayendo la ropa para esparcirla por toda la casa. Nos
encontrábamos en la terraza delantera que daba al mar, cuando divisamos a Don
José -el guardián de la playa- que se aproximaba decididamente hacia nosotros.
No le dimos tiempo de llegar: salimos volando hacia la zona trasera de la casa
y alejándonos lo más que pudimos en el desierto, corrimos para ocultarnos cada
uno en su casa. Claro que Don José informó -apenas pudo- a los dueños de los
lugares afectados por nuestras puras ganas de joder y la parca nos cayó
encima. Fuimos víctimas de la crítica
severa y el aislamiento por parte de las familias Anticona y Coronado, pero
sólo por unos días. Eramos demasiado pocos en la playa como para mantenernos
separados. La noche del viernes de la siguiente semana, mientras yo estaba con
Ena, sentados solitos en la playa, tocándole unas canciones con mi guitarra, se
nos acercaron las hermanas Coronado -Tere, Silvi y Blanqui- junto a Ceci -la
hija mayor de los Anticona- invitándonos a reunirnos con ellas y los chicos
alrededor de la fogata que cultivaban al borde del mar nocturno.
No puedo dejar
de recordar a Ena y sus lindas blusas de seda de pie frente a mí, acodada en la
baranda del porche de su casa, conversándome feliz de un viaje reciente que
había hecho a Panamá, mientras nos besábamos y mis manos se deslizaban
deliciosamente sobre sus senos, envueltos en un suavísimo nylon que me loqueaba
como sólo puede ocurrir cuando uno tiene quince años de edad. Y de soledad,
porque fue Ena quien rompió la pena que yo traía desde mi fracasado y nunca iniciado
intento de estar con Toñi. Días inolvidables con ella compartiendo el sunset juntos con la marea del estero al
atardecer cubriendo nuestros cuerpos anhelantes bajo ese mar apenas, joven como
la materia de aquellos sueños cuyas aguas movidas se llevaron para siempre.
Ceci
LA mayor de
los chicos Anticona era Cecilia. Al principio -cuando nos conocimos en la playa-
no hubo química entre nosotros y peor cuando ella se enteró que yo había sido
uno de los que se metieron a su casa. De modo que manteníamos una relación de
miradas lejanas, sobre todo miradas airadas -de parte de ella- que yo tomaba
deportivamente aunque con respeto y cierta vergüenza. Una pesada cortina de silencio se imponía
siempre entre nosotros. Pero los seres humanos somos raros en nuestras
pasiones, así que la Furuno -como la
llamábamos por un gorrito amarillo y azul con esa marca de tractores que
llevaba sobre la frente- un buen día -no recuerdo cómo ni porqué- me dirigió la
palabra amablemente. Entonces pude notar sus hermosos ojos negros brillantes y
su desafiante apostura -delante mío- con un short enterizo de fina tela
estampada en colores vivaces, tanto como su exultante personalidad y su negra
cabellera hacia atrás enrulada entre el gorrito que graciosamente llevaba a
diario bajo el candente sol de San Pedro.
Casi sin darme
cuenta comencé a sentirme atraído por mi joven amiga. Joven es un decir, ya que
-en realidad- apenas frisábamos los trece o catorce años y era un gusto -para
mí- sentarme con ella -al filo del mar- a conversar contemplando las aguas
tersas y tranquilas -a veces reverberantes- del estero. O nos íbamos caminando
hasta La Bocana solo disfrutando de nuestra cercana presencia, dispuestos a
sonreír por cualquier ocurrencia mutua y a sentir la Inocencia de la brisa que
nos traspasaba el alma, envueltos en la transparencia de un amor platónico que
se satisfacía -con creces- con una mirada cómplice.
Recuerdo
especialmente un crepúsculo de marzo, cuando -no sé cómo- estábamos en el
porche delantero de su casa. Yo tocaba algunas canciones con mi guitarra y Ceci
escuchaba atentamente. Por esos días andaba sonando en la radio un viejo blues de la tradición norteamericana que
un cantante de la época -y en español- había puesto de moda con el título de Mammy Blue. Yo sabía el tema en la
guitarra y empecé a interpretarlo cuando súbitamente ella me dijo:
-Pasemos a la
sala y allí escuchamos la canción porque yo la tengo.
Entramos a la
casa. Ceci fue adentro y regresó con un vistoso tocadiscos portátil rojo. Nos
sentamos en el sofá y colocó el disco de 45 rpm con Mammy Blue para nosotros
dos, solitos en la sala a esa dulce hora del atardecer. Fue una suerte de reacción
automática el hecho de que -mágicamente- la música nos puso uno delante del
otro y abrazándonos empezamos a bailar al ritmo de aquel rock lento que nos
poseyó en un vértigo fantástico, como si nada -absolutamente nada- existiera en
el mundo sino ese entrañable sentimiento que nos unió por toda la eternidad de
ese instante, el breve y fulgurante rapto que dura una canción.
3
Epílogo
EL verano
adolescente es el mejor tiempo para quien vuelve con la memoria a aquellos días
soleados. San Pedro desapareció muy
pronto, no sólo del recuerdo de los que tuvimos ocasión de pasar alguna temporada entre sus ocho casas -rodeadas
de dunas doradas- y el estero ondulante en las horas de alta marea y empozadas
aguas oscuras durante la seca. Al frente de nosotros la isla y su pampón enorme
escondían las olas salvajes y suaves de un mar que sospechábamos y buscábamos
-ahítos de soledad- en la proximidad de La Bocana, adonde cierta vez vimos
llegar troncos enteros de algarrobos que la corriente del río Piura había
arrastrado en sus inusitadas crecientes. Una de ellas disolvió San Pedro. Me
cuentan que fue en la década de los 1990s cuando -en la realidad geográfica-
playa y balneario desaparecieron para siempre tras el desbarajuste producido
por la Corriente del Niño en una de sus fatídicas incursiones.
ESE adorable summer place voló a quién sabe qué
mundos de donde ya no se regresa jamás. Pero la dulzura de sus imágenes en la
fotografía de mi corazón, queda impresa en este relato de no-ficción porque la
vida -definitivamente- es un suspiro sagrado que se va tan rápido como los
pequeños cangrejos rojos a sus agujeros sumergidos en la arena ardiente y
fresca de la playa; allí donde permanecimos agradecidos por la otorgada belleza
de una escala en el océano de una adolescencia sin nadie, y sin embargo plena
de augustas inquietudes y unas recónditas, extremas ganas de vivir entregando
lo mejor de nosotros mismos al cementerio inevitable de la existencia.