RJ por Herman Schwarz (1982) |
Reynaldo Jiménez nació el 27 de marzo de 1959 en Limá,
Perú, y reside en Buenos Aires, capital de la República Argentina, desde 1963. Ha sido editor y
director de la revista-libro y editorial “tsé-tsé” entre 1995 y 2008. Coordinó
la colección de antologías “Poesía Mayor” de Editorial Leviatán entre 1997 y
2001. Integró consejos editoriales de plataformas-e y revistas en soporte papel
de Argentina, Brasil, Estados Unidos y Perú, así como colaboró con artículos y
poemas en decenas de publicaciones gráficas y electrónicas de América y Europa.
Participó en festivales y diversos eventos realizados en Argentina, Perú,
Chile, Paraguay, Brasil, Costa Rica, México, Ecuador, Uruguay, Venezuela,
Estados Unidos, España y Alemania. Ha sido traductor de numerosos poetas
brasileños y responsable de una veintena de antologías y muestras poéticas. Fue
incluido en ediciones colectivas y antologías (“Medusario. Muestra de poesía latinoamericana”, “Antología crítica de la poesía del
lenguaje”, “Pulir huesos. Veintitrés
poetas latinoamericanos”, “Nosotros,
los brujos. Apuntes sobre arte, poesía y brujería”, “Jinetes del aire. Poesía contemporánea de Latinoamérica y el Caribe”,
“Divina metalengua que pronuncio. 16
poetas transbarrocos 16” ,
“Déjalo beat. Insurgencia poética de los
años 60”, etc.). Se editaron dos antologías de su obra poética: “Shakti” (selección de Claudio Daniel,
2005) y “Ganga” (selección de Andrés
Kurfirst, 2006). Publicó —además de libros ensayísticos (“Por los pasillos” —incorporado en el volumen “¡Kwatz!”, compartido con Ricardo Gilabert—, 1989, “Reflexión esponja”, 2001, “El cóncavo. Imágenes irreductibles y
superrealismos sudamericanos”, 2012, “Informe”,
2014, “Nuca”, 2015, “La inspiración es una sustancia, etc.”,
2016, “Intervenires”, 2016, “Arzonar” (2018), entre otros)— desde
1981 los siguientes poemarios: “Tatuajes”,
“Eléctrico y despojo”, “Las miniaturas”, “Ruido incidental / El té”, “600
puertas”, “La curva del eco”, “La indefensión”, “Musgo”, “Sangrado”, “Plexo”, “¿Cómo llamar a un tigre?”, “Esteparia”,
“Piezas del tonto”, “Funambular”, “Ello inseguro”, “Antemano” y
“Olla de grillos”.
Nuca tapa y contratapa |
1 — Abramos la conversación desde el pibe que
fuiste.
RJ —
Nací en Lima, Perú, de madre argentina y padre peruano. Hasta no mucho tiempo
después residimos en los alrededores de Lima, más precisamente en Chaclacayo.
Mi viejo, pintor entre o por sobre otras cosas, es primo de Javier Sologuren
[1921-2004] y en aquel breve período fuimos sus vecinos. Fue por entonces que
llegó Allen Ginsberg a Lima (el 5 de mayo de 1960) y en un almuerzo, la
mitología familiar repasa que el buen Allen, ya célebre visitante, ante mi
insistente reclamo de atención, me dio de comer.
La anécdota ha
sido verificada en coincidencia infrecuente por ambos padres, así que podría
decirse que ahí, entre Javier y Allen, se dio un cierto inicio de inocencia
poética. En un libro muy reciente, “Ello
inseguro”, publicado por Juana Ramírez Editora, en Buenos Aires, aparece
como ilustración de portada una pintura que mi viejo realizó conmemorando ese detalle-de-toque.
En todo caso, el vínculo con Javier signó, después, mi adolescencia, cuando
pasaba los veranos de variación y sin régimen colegial en Lima, visitando a mi
papá —después de unos años en Nueva York, mis padres se separaron y con mi mamá
vinimos a Buenos Aires, donde residían mis abuelos maternos, húngaros, en 1963,
y desde entonces resido aquí. Los encuentros marcantes y la sostenida
correspondencia con Javier —incluso mientras residió durante un tiempo en
Japón, dedicado a la traducción de piezas esenciales— me fueron aportando su
ética de autor-traductor-editor (con La Rama Florida). A través suyo me puse en
contacto epistolar con José Kozer, Octavio Armand y Armando Rojas (quien me
enviaba su revista “Altaforte” desde París y a quien, a diferencia de los
anteriores, nunca llegaría a conocer en persona, dado su temprano
fallecimiento).
RJ con Blanca Varela en su oficina del FCE, Miraflores (1979). Foto de Violeta Lubarsky |
Fue en esos
veranos que conocí y frecuenté a Blanca Varela, a quien visité por primera vez
en su oficina del Fondo de Cultura Económica en Miraflores (en la calle Berlín,
a cien metros de la casa de mi abuela Sofía, donde mis padres se habían
conocido y donde todavía residían una de mis tías y primos), conducido por el
siempre generoso y tan recordado Leslie Lee, pintor (y buen poeta, aunque de
publicación tardía) cercanísimo a mi viejo. Éste, por su parte, en una etapa
brevemente anterior, me había provisto de sensacionales tesoros en forma de
libros, que sigo teniendo a mano, de Julio Ramón Ribeyro, Leopoldo Chariarse y
Krishnamurti (este último, infiero que por influjo de otro gran amigo suyo, el
escritor Ricardo Martin, en cuya casa escuché por primera vez el “Sgt. Pepper’s
Lonely Hearts Club Band” y quien apenas supo de mi incipiente obsesión por la
poesía, a mis trece años, me regaló otro tesoro de efectos no sólo vitales sino
vitalicios: la recomendación, enfática, inapelable, de leer a Miguel Ángel
Bustos, que hasta ahora obedezco).
Si se piensa
en las fechas en que todo esto más o menos ocurría (la nebulosa 1974-1979),
quizá no se comprenda del todo la sensación de aire en relación al agobio
argentino de entonces (aunque Perú tenía lo suyo: me tocó estar en Lima durante
el “Limazo” o “Febrerazo”, revueltas populares pero también institucionales
—parte de la propia policía reclamó, vía la huelga, por el fin de los
maltratos, lo cual redundó en saqueos y caos vehicular, llegando al toque de
queda y la suspensión de las garantías constitucionales— duramente reprimidas
por Juan Velasco Alvarado), sino por factores más bien ambientales y
particularmente familiares, junto a la posibilidad de entrar en contacto con
esos poetas en particular. Cuánto de lo más sustancioso de mi desprolija
biblioteca se debe a Javier, por un lado, y a Blanca, por otro, una infinidad
de lecturas que fueron sendos despertamientos. Cada vez que iba a visitarla a
Blanca a su oficina, me obsequiaba libros y números de “La Gaceta” y de
“Plural”, antes de que esta revista se llamara “Vuelta”, dirigida por Octavio
Paz pero con un consejo editorial que incluía a Salvador Elizondo y a Kazuya Sakai,
cuyos ejemplares, devorados por la relectura insaciable, ya casi hechos polvo,
todavía me rondan y a los que regreso en tren de consultas específicas.
Gracias a la
intercesión de Blanca también pude visitar un par de veces a su vecino, el
predilecto y silencioso Emilio Adolfo Westphalen, quien me dedicó un recorrido
veloz por buena parte de sus libros de pintura surrealista; especialmente
recuerdo reproducciones de Max Ernst y René Magritte, sin mayores comentarios
de su parte. Sólo el gesto. Nada menos.
Sumado a ello,
breves pero inolvidables conversaciones, otra vez gracias a Leslie, con sus patas
Alejandro Romualdo, alejado de Javier por las propias internas de su
generación, y Francisco Bendezú, poeta sobre el que escribiría alrededor de
cuatro décadas después un ensayo celebratorio, bastante deforme por cierto, y
que está en “El cóncavo. Imágenes
irreductibles y superrealismos sudamericanos” (Descierto Ediciones, 2012).
Todo eso fue
abonando esta pasión hacia la poesía escrita (o no) por varios poetas peruanos
(me resisto a usar la muletilla de siniestro tinte nacionalista de “poesía
peruana”). En la modesta pero intensa biblioteca de mi casa estaban César
Vallejo con “Trilce” en la edición no
tan respetuosa de Losada —deslumbramiento total y definitivo, un desafío
estético pero también neurológico, diría, en cuanto al deslizamiento
sensoperceptual que esa lectura por estratos sucesivamente me iría
proporcionando, a nivel de influjo: algo que me ocurriría, después, con las
lecturas-transvisiones semánticas de José Lezama Lima y de Martín Adán—; la
edición homenaje de La Rama Florida al reciente fallecido Javier Heraud
—ejemplar ya ajado que todavía atesoro—; una antología en edición popular de
José María Eguren —que fui apreciando también de a poco, luego de vencer mis
resistencias estéticas a la rima consonante y la música del supuesto “arte
menor”, con la intermitente relectura, guiado por las respectivas apreciaciones
de su obrar por parte del propio Westphalen, César Moro y otros tremendos
autores para quienes Eguren funge de referencia axial en cuanto el inventor, el
que encarna la transición, ergo el que habita el entre—; también estaban
esas primeras ediciones de William Carlos Williams, Gregory Corso, Ginsberg,
Jack Kerouac (“México City Blues”) y
los Beats en general, que mi viejo, que ya lo había digerido todo a su
particular manera, me obsequió.
Por parte de mi mamá, las obras de Franz Kafka,
en primer plano de mi atención, más una borrosa noción de los rusos, que me
parecían cordilleras inexpugnables de detalles a seguir (la novela, en general,
per
se, no me engancha, sino ciertas y determinadas escrituras, más acá de
las narrativas que se les pueda o no montar; sé que esto es arbitrario,
discutible) y las de Herman Hesse: “El
lobo estepario”, dos o tres veces releído a lo largo del tiempo, me sigue
pareciendo inquietante.
Contratapa de Reflexión esponja |
2
— Residiste, decías, en Nueva York.
RJ — Del tiempo que vivimos
los tres en Nueva York conservo imágenes o más bien sensaciones lumínicas,
ambientales, que se corroboraron cuando pude regresar, por única vez hasta
ahora, cuando ya promediaba mis cuarenta y tantos de edad, invitado por Lila
Zemborain y su programa de escritura creativa en la NYU (Universidad de Nueva
York), oportunidad en que también, gracias a José-Ignacio Padilla y Arcadio
Quiñones, se me invitó a una lectura en Princeton. Conservo somáticamente la
sensación lumínica de la nieve, de los parques en otoño, la galería de rostros
que desde entonces significaron las calles de cualquier “centro” (cómo no
evocar acá y de pronto a los rostros como pétalos en la entrepenumbra del metro
neoyorquino, en Pound), ciertos olores sin explicación. Un restaurant en
Chinatown al que había que descender por una escalerita de un par de escalones.
La escalera y el frente típicos de Brooklyn de nuestra casa. Cuando volví a
visitarla, gracias a la increíble memoria de mi viejo, capaz de recordar hasta
el número en la puerta, se me brindó un ratito de sincronización de tiempos. Y
hasta de temporalidades.
Al vuelo sin
retorno de Nueva York a Buenos Aires en 1963 lo recuerdo bien, esa angustia
indecible de los cuatro años, por enterarme recién en el aeropuerto, a minutos
de salida, que mi papá no vendría con nosotros; la llegada al conurbano barrio
de Florida, mayormente de inmigrantes de clase media; la casa, estilo inglés,
de mis abuelos; la recepción un tanto fría de mi bisabuela, rumana, quien
viviría muchos años más y con el tiempo llegaría a ser mi principal defensora o
aliada en ciertas futuras pugnas domésticas en la que me vería envuelto
promediando, precisamente, la adolescencia. No fui, como casi todos, digno de
mayores ritos de pasaje que los provistos por la socialización forzosa bajo el
régimen escolar y la economía de mercado. O sea: mi vieja laburaba largas
jornadas, razón por la cual no nos veíamos en todo el día durante la semana,
pero me enviaba, pagando una famosa “media beca” —eufemismo, como todos,
bastante infame—, a colegios de pretensión inglesa de la Zona Norte, lugares y
grupos de personas (me relacionaba relativamente mejor con dos o tres colegas,
siempre de a uno) que ya, durante el tránsito por la secundaria, raramente
llegaría a sentir de pertenencia.
Me acuerdo
especialmente de un retorno de ésos, estaría en segundo año, venía en mi segundo
colectivo de todas las tardes, es decir mi cuarto de cada día (empecé a usar el
transporte público y a manejarme solo en tercer o cuarto grado), apretado, al
fondo del pesado vehículo, de los que ya tenían puerta trasera de descenso y
algún timbre levemente electrocutante (lo pulsaba siempre con alguna carpeta,
para evitar el contacto del dedo con la descarga inevitable) y subió mi abuelo,
Geza. Estaba tan lleno que se quedó adelante. De inmediato me vio. No
bajaríamos en la misma parada, pero todo lo que conversamos con los ojos
aquella tarde, diría que todavía me influye. Algo de la poesía en paralelo a
las construcciones con palabras. Una articulación ahí, en el rayo protector de
esa conversación, ella sí iniciática, y justamente por ausencia de rito, de
premeditación, de intenciones incluso. Justamente por magia del afecto, la
única que realmente influye, así sea no siempre de forma “positiva” (queda para
seguirla en otra ocasión).
Debo decir,
como denuncia de una injusticia que padecí temprano, que mis abuelos nunca me
enseñaron el húngaro, aunque sí a sus hijos, mi madre y mi tío, que si bien
nunca lo escribieron llegaban a ciertos acuerdos semánticos hablando en esa
lengua, que me parecía medio marciana (provengo de la generación en que las
figuritas de “Marte Ataca”, encausantes metafóricos de ciertos terrores más o
menos declarables, ya eran retro; también, con eso entre manos,
durante la pubertad encaré todo el feroz amateurismo de la ovnilogía; fui, a mi
modo, ovnílogo, luego ascendido de propia mano y voluntad a tránsfuga
interfronteras). Entre ellos aquellas cuestiones. Se suponía, así lo afirmaba
Rosalía, mi abuela, a quien llamábamos Mami Dody, que cosas había que un niñito
no
debía entender. Se me propició así tempranamente la lección del no. Con
la del sí tuve que arreglármelas, como casi todos, en los mil y un rebusques
extra-anécdota, que a nadie, creo, se le escaparían, en cuanto a la gradual
conciencia, inventarse un repertorio de posibilidades, una apertura a la
autoconfianza como probable acceso a la confianza en los demás. Algo así como
la colocación responsable de crearse cada día un alma, entendiendo por ésta la
zona liberada por excelencia. Liberada, digo, de lo ego-social, según acepción
encontrada en recovecos ensayísticos de Juan Larrea.
Sin embargo,
la esdrujulidad de esos intercambios me quedó rondando para siempre,
fantasmática, con el humor desconcertante por impersonal (naturaleza de las
cosas) de las vivencias puramente transparentes. La esdrújula de un acento
foráneo entre las captaciones del oído. Nacer en un lugar, mudarse a otro,
recaer en un tercero, entre extranjeros, que no hablan “bien” el castellano,
que no participan de los rituales de una colectividad más allá de las
asociaciones escuetas y cada vez más murientes, entre compatriotas
probablemente mejor adaptados al nuevo medio, quizá inventándolo así junto a
tantos otros.
De alguna
manera se me inculcó, o, a falta quizá de elementos suficientes, así lo
interpreté, que el hecho involuntario de ser “hijo de padres separados”
constituía una especie de variante del Déficit. Hoy cosa tan frecuente, por
entonces fenómeno de incipiente expansión dentro de un cambio generacional: el
juicio de divorcio de mis padres, que por falta de una ley correspondiente en
Argentina debió consumarse triangulando con Paraguay, fue un trámite con
ribetes que duró varios años y signó, entre otras cosas, una rabia insobornable
que con el tiempo devino en un pensamiento continuo, de un modo u otro, en
torno al quid de la inocencia. Vista prismáticamente, es de alguna
manera el tema intermitente en distintos emprendimientos de escritura,
llegando, hace poco, al propio título de un libro de ensayos todavía inédito: “Cine e inocencia” (parte de una serie
de libros bastante cinéfilos).
3 — ¿Por dónde, cómo circulaste, en tanto
estudiante?
RJ — Durante el primario fui
buen alumno, querido por los compañeros y las maestras —Lía, del turno inglés,
de quien estaba perdidamente enamorado; Susana, la maestra más exigente y
formativa, que me transmitió nociones éticas con enorme ternura (nunca olvidé
ese cartelito, leído todos los días del año lectivo sobre la mano que lava a la
otra y el que las dos laven la cara); Marta, que nos contaba historias de aparecidos
así como relatos de unitarios y federales o nos leía cuentos de Horacio Quiroga
en una época en que los cortes de luz y las tormentas, no menos eléctricas,
fueron frecuentes—, mientras que el secundario, ya en trance de amenazas
diarias de bomba y entre situaciones de un alto nivel de policiación represiva,
entre los propios adolescentes, que hoy se llamarían bullying, más los obvios
niveles de incomprensión familiar, dentro de un marco social muy restringido —“contactos con el mundo exterior”, pocos—,
incomprensión resentida, claro está, por un adolescente hipersensible y hasta
cierto punto exasperado, hicieron aflorar todo ese enojo contracomportamental.
Y ahí estaba el rock, inmediatamente asociado a la poesía. Una poesía que
involucraba maneras de vivir y de expresarse.
Desde chico
dibujaba y apenas escuché rock, por entonces principalmente psicodélico, con
absoluta conciencia a eso de los ocho años —mi tío, recién adolescente, que
fue mi guía musical en esa temporada de sorpresas, llevaba discos a su casa,
con música
beat nacional de la época, más los primeros Beatles (que escuché
después del “Sgt. Pepper’s”: “Revolver”, sobre todo), Rolling Stones, Hollies,
Bee Gees, Paul Rivere & The Raiders, los discos de Buddah Records de bubblegum
music, Birds, Kinks, los Gatos y el primer ejemplar de la revista
“Pelo”, con fotos a color de los músicos; escuchaba la radio en la Spika
hiperportátil de mi abuelo o en el combinado estereofónico Columbia, verdadero
mueble de diseño con el que, aparte de descubrir “Modart en la noche”, a filo
del sueño, llevándome esas reminiscencias de otras vidas e intensidades a la
duermevela (recuerdo cuando me regalaron el disco triple de “Woodstock”, sin
haber podido ver ni la versión local de la película en el cine, y cómo, durante
varias noches, me quedaba dormido imaginando las imágenes que despertaban esas
músicas así como las voces de los presentadores y del público, parte
inseparable del registro de esa banda de sonido; ensoñaba, a los diez, que era
parte de un Festival donde nadie más se sentía solo) y como para no pensar, un
rato más, estirando los minutos antes de que todo se repita con la regularidad
horaria acostumbrada, en la secuencia de la escuela a la madrugada siguiente.
Algunas veces
me sumergía en el combinado, que poseía capacidad de “onda corta”, con lo cual,
girando una perilla y luego otra, captaba emisiones de otros lugares que, por
el ruido blanco, las interferencias, los “alejamientos” estaban realmente
lejos, venían una vez más desde otros mundos (otros “húngaros” a seguir
descifrando, elongando el oído al interior de la escucha). Enloquecí una vez
muy precisa con músicos cuyos nombres recién conocería años más tarde: Caetano
Veloso, Chico Buarque, Os Mutantes. Otra vez, con la Spika en el muelle (mis abuelos
tenían una isla en el delta del Tigre, en el Canal Arias, llamada “La mimosa”,
y ése fue el otro ámbito fermental de mi exploración, mis otros veranos o
largos fines de semana; mi abuelo se fue a vivir ahí una vez jubilado,
“bajando” poco a la ciudad, a cobrar, tal vez, su jubilación, por eso aquel día
que lo vi subir al colectivo cobró, también, tanto relieve, pues lo veía más en
la isla, él era la isla) deliré con un largo programa que nunca más pude volver
a encontrar, dedicado a pasar lo primero de La Pesada del Rock and Roll y de
Pappo’s Blues (claramente 1970). Meses antes, el primer disco que pedí de
regalo para mi cumpleaños diez fue “Almendra”, que había salido a la venta
hacía apenas unas semanas (en enero, chequeo). Debo haberlo escuchado centenares
de veces. Después, todo lo que siguió.
Cambié
seis veces de “institución” a lo largo de toda la escolaridad. Bastante
integrado de chico, en la secundaria me empezó a costar de golpe hacer amigos.
Una timidez repentina e irrevocable arreció y mi posición de romántico
enamoradizo devino más platónica aun. Cierto que me enamoraba perdidamente por
un tiempo de distintas compañeras de clase, aunque con algunas admitía un
honesto fervor erótico, pero nunca, si no malamente, se enteraban ni se daban por
enteradas. También de algunas profesoras jóvenes —lo cual me convirtió en
excelente alumno en historia y literatura, sobre todo porque esas profesoras,
que me parecían hermosas, además se me hacían presencias curativas, porque me
proveían de una información vital, mientras permanecí mediocre, dado el
legítimo desinterés, ahora establecida ignorancia, en las demás materias,
incluyendo la por entonces no menos militarizada “educación física”— provocaron
una tensión que sólo la poesía, la música y el cine —fui un verdadero cinéfilo
durante años, capaz de ir hasta cinco veces al cine en una semana, y todavía
llegué a vivir las funciones de cine continuado de hasta tres películas por
tarde en los muchos cines de barrio que conocía (entre otros, el “Electra” de
Vicente López y el “York” de Olivos, que todavía funciona), absorbiendo
absolutamente todo tipo de filmes— aliviaban, si bien parcialmente.
Incapaz de una
vida social, sin conectar con el sexo femenino, sin un grupo de pertenencia
aparte de aquellos amigos aislados y más bien transitorios, está claro que “me
refugié” en la escritura. Ante eso, mi vieja me regaló una máquina de escribir
y desde entonces no paré más. Rompí, de tanto teclear, tres máquinas de
escribir en mi vida. Recuerdo la fuerte exigencia de “decir algo” (y cómo decirlo) me llevaba a corregir y corregir, sin
solución de continuidad, empezando de nuevo cada versión desde cero, de manera
que bajaba una resma de papel en pocos días, casi nunca algún resultado.
En cuarto año
tuve un compañero, Abel Lubarsky, que era un tremendo dibujante y hoy es
arquitecto, quien me habló de su hermana mayor, Violeta, que asistía a un
taller literario con Santiago Kovadloff —estamos hablando de 1974— y a quienes
conocía de nombre por sus colaboraciones en la revista “Crisis”, que yo
conseguía, no sé cómo. Porque también era asiduo de todo tipo de revistas,
empezando por las de historietas (desde muy chico, era capaz de viajar bastante
lejos de mi casa con tal de conseguir alguna de Marvel Comics). En esa época la
presencia de las ediciones del Centro Editor de América Latina en los kioskos
fue más que decisiva: cada semana corría temprano al kiosko a buscar el nuevo
libro a precio irrisorio; no los leí a todos, pero varios permanecieron en mi
biblioteca (las traducciones de poesía inglesa de Jaime Rest, Rabelais, las
memorias de Casanova, son algunos títulos que me vienen a la mente). Y a través
de Violeta y Santiago, entonces un tipo muy joven, entré en los universos
Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Carlos Drummond de Andrade, Manuel
Bandeira y la poesía brasilera en general, y Cesare Pavese, Eugenio Montale,
mientras por mi parte seguía explorando el surrealismo y alrededores —desde
Bustos y, cómo no, la antología de Aldo Pellegrini; ya había salido —innegable
influencia— “Artaud” de Pescado
Rabioso; así como René Daumal y toda la colección de Fabril dirigida por Aldo
Pellegrini, y por supuesto la línea Baudelaire-Nerval-Rimbaud-Lautréamont; las
ediciones de Fausto: Mallarmé, poesía inglesa traducida por Enrique Luis Revol,
los tres tomos de Raúl Gustavo Aguirre de poesía argentina, Pierre Jean Jouve,
Aimé Cesaire, Blaise Cendrars; Enrique Molina, Francisco Madariaga, Juan
Antonio Vasco, Edgar Bayley, varias antologías de la poesía del 60, Juan
Gelman, Susana Thénon… Largo, largo etcétera para una mezcla en la que todo de
un modo u otro culminó siendo influencia, a veces a nivel de estilo,
otras menos, mixtura, al fin y al cabo, que obviamente no ha cesado de
expandirse y elongarse. Otra lectura fundamental de entonces, de las que
aportan cierto coraje, a la que vuelvo cada tanto, es el libro de “Conversaciones con Enrique Pichon-Riviere
sobre el arte y la locura”, realizado por Vicente Zito Lema (la edición de
¡1976! siempre a mano).
Con
Kovadloff asistí más bien a grupos de estudio centrados en la estética. Leímos
un poco a Georg Lukács y bastante a Arnold Hauser. Me costaba tremendamente
concentrarme en la lectura, tanta era mi perturbación interna, afectiva, por
situaciones familiares y, ahora me doy cuenta, por la circunstancia
sociopolítica que atravesábamos. No pasaba día que no nos parara la policía o
los agentes paramilitares, en cualquier bar, en la facultad —llegué a cursar el
primer año de Letras en una universidad privada (mi mamá tenía miedo de la nacional
por mi situación de “peruano”) durante 1977, pero lo cierto es que me ausentaba
de las clases, que me resultaban soporíferas y distantes de lo artístico en sí,
que era lo que yo precisaba, aprovechando mi estada en el centro, clandestina a
los ojos de mi madre, refugiándome en los cines Arte, Losuar, la sala del San
Martín, volviendo “experto” en cinematografías ignotas, y por supuesto peinaba
todas las galerías de arte del centro —hasta hoy soy devoto de la pintura— y
las librerías de Corrientes y Avenida de Mayo, recabando materiales poéticos
que iría leyendo, y muchas veces perdiendo, con los años. Hauser, cuya lectura
nunca profundicé realmente por más que me esforzara, sí me hizo pensar en el
manierismo como un repertorio abierto de posibilidades. Entre los diecisiete y
los diecinueve años, más o menos, escribí varias series de poemas; algunos
salieron publicados, gracias a Javier Sologuren, en la revista “escandalar”,
que dirigía Octavio Armand en Nueva York. Creo que esa publicación es el inicio
de una situación que persiste hasta hoy: la mayoría de mis libros han salido y
salen lejos del lugar adonde vivo. Recuerdo la felicidad de estar mirando mi
ejemplar en un bar, recién llegado por correo, adonde también había, entre
muchos tesoros, poemas de Alberto Girri, cuya obra también leía, y verlo pasar
al mismo Girri, con quien nunca hablé, en ese momento, por la ventana del bar.
Contratapa de La curva del eco |
4
— Por allí sigamos, por tus poemas. Y recorridos.
RJ — Fue por entonces que
busqué a Edgar Bayley, cuya obra reunida, como la de Girri —su antípoda
estilístico— había sacado Corregidor. En mi casa no tuve teléfono hasta que me
mudé con mi novia, no otra que la misma Violeta, a los 22 años; de ahí creo mi
fobia a los teléfonos, nunca logré acostumbrarme al aparatito, su increíble
capacidad de interrupción: menciono esto porque un conocido me pasó el teléfono
de Bayley y después de mucho pensarlo caminé las varias cuadras a la única
galería comercial que había en Florida, adonde había un caseta telefónica con
monedas y lo llamé; no sé cómo logré tomar coraje, balbuciendo, y me citó en un
bar a la salida de la Biblioteca de la Caja de Ahorro, frente al Congreso,
donde trabajaba. Le pasé una copia de mis poemas —algunos serían parte de “Tatuajes”, publicado un par de años
después, en 1981, cuando ya estaba escribiendo de otra forma, de otras cosas— y
Bayley me dijo: “Va a tener que cambiarse
el nombre, ya hay otro poeta Reynaldo Jiménez, creo que ecuatoriano, que acaba
de publicar en la revista “escandalar” de Nueva York.” Le dije que era yo,
pero Bayley no me creyó. Un par de semanas después nos reencontramos y de un
bolsillo de su saco tomó unos papeles arrugados: mis poemas, poniéndolos sobre
la mesa del bar, y diciéndome: “Esto es
poesía automática. Todo lo contrario a lo que hago yo. Le recomiendo trabajar
más los poemas.” Y yo no supe cómo decirle que ésas eran las versiones
treinta o cuarenta, que no había nada de “automático” ahí. Fue un desencuentro
personal que si bien por un tiempo me resintió bastante, al punto de suspender
mi lectura de la poesía de Bayley, con quien me seguiría cruzando durante los
próximos años muchas veces —sin saber si me reconocía como aquel adolescente
titubeante e idealizador, hasta que una noche, en una larga mesa de bar,
después de alguna lectura de poesía a la que habíamos concurrido, desde la otra
punta, en un silencio general, el maestro Bayley me dijo “¿Y, Jiménez, para cuándo va a escribir algo bueno? Estamos esperando…”
Fue un clic. Yo volví a enmudecer.
No puedo sino
añadir a la anécdota que el célebre pero inagotable verso de Bayley “nunca terminará es infinita esta riqueza
abandonada”, es uno de mis lemas.
Incluso toda una lección en sí misma acerca del valor del adjetivo: ese abandonada
que exime de mayores comentarios y que contradice algunos de los postulados que
se jugaban en la época: la sarta de restricciones (adjetivos no, por ejemplo
del “buen escribir”). Y la salvedad, hasta hoy elaborada, de que todo depende.
Muchas
eran las restricciones que se jugaban entre los que concurríamos a los talleres
y grupos de Santiago Kovadloff, al punto de que la mayoría no continuó
escribiendo. Nunca me convenció la restricción per se, ni mucho menos la
idea de obra sólida a ser alcanza, junto a la insistencia profesoral de
que la escritura es trabajo, a mí que nunca entendí la noción excluyente de
trabajo, cuestión que me terminaría distanciando, pienso ahora, de aquel
núcleo, más allá de todo lo que efectivamente me aportó a nivel de información,
de libros, de lecturas hacia adelante, pero para realizar mi propio mix. Fue
cuando conocí, poco después, a Néstor Perlongher, que un día, con una sola
frase suya conversando —cuándo no— en otro bar, y yo le decía “Néstor, no sé cómo se llega a ser un poeta
sólido”, él me respondiera: “Pero yo
no quiero ser sólido, quiero ser fluido…” Otro clic.
Durante
la dictadura empezamos, Violeta y yo, por ese entonces inseparables, a
reunirnos —los viernes por la mañana— con Diana Bellessi, que venía del Tigre
un par de días a la semana a dar clases de inglés, si recuerdo bien, y a través
suyo se fue armando un grupo dispar con encuentros continuos y rotativos —nos
juntábamos simplemente a leernos lo que estábamos escribiendo— con Alberto
Muñoz, quien a su vez trajo a Eduardo Mileo, y Jonio González, que integraba la
redacción de la revista “La Danza del Ratón” y que yo ya conocía de su libro
colectivo con el Grupo Onofrio. Por otro lado, como gracias a Santiago logré
hacer varias colaboraciones con el Suplemento Cultural de “La Opinión”, en
jaque por esos años de dictadura, a través de Raúl Vera Ocampo, que dirigió la
última época del suplemento, conocí a Jorge Santiago Perednik, quien me invitó
a participar del Consejo de Redacción de una revista que estaba por lanzar:
“Xul”, en cuyos dos primeros números participé (en el primero, con poemas, que
incluyen una desagradable errata; en el segundo, sin firma, con una muestra de
poetas peruanos, que incluye la primera publicación en Argentina de poemas de
un entonces desconocido Mario Montalbetti, cosa que no sé si éste supo alguna
vez). Luego Perednik, sin mayores explicaciones, me expulsaría del proyecto,
algo que me afectó enormemente, sobre todo por lo que sentí como una
arbitrariedad y porque era mucho mi deseo de hacer una revista; muchos años
después pudimos reencontrarnos una mañana —en otro bar, claro, enfrente de la
estación de Belgrano R— y si bien no repasamos aquel suceso, conversamos con
mutuo respeto, ya sin resentimientos de mi parte. Todo se hacía entonces sin
permiso, sin derechos, sin noción de propiedad intelectual: el gesto poético
era desinteresado y apuntaba a minar, desde un lado o el otro, la institución
asociada a lo represivo, por mínimo que fuera el gesto, considerábamos su valor
en varios niveles. Para mí, insisto, era descubrir los mundos.
A través de
Diana conocimos a Mirtha Defilpo, a quien admiraba muchísimo por sus letras
para ese tremendo disco “Melopea” de Litto Nebbia, de quien fuera compañera, y
con la cual se dio de inmediato una extraordinaria empatía; también a Víctor
Redondo, que ya editaba “Último Reino”, y con él a Jorge Zunino —a quien había
visto un par de veces en la redacción de “La Opinión”, donde él trabajaba, sin
saber que era él—, a Susana Villalba, Mónica Tracey, Horacio Zabaljáuregui,
quienes de inmediato me hicieron sentir su apertura y don de amistad. Menciono
todo esto porque nunca me atrajeron las “pugnas interestéticas” y fue así que
colaboré libremente con las tres revistas de entonces (“Último Reino”, “Xul” y
“La Danza del Ratón”) así como participé en diversos proyectos, como ciclos de
recitales, junto a una diversidad de autores de distintas estéticas,
generaciones y procedencias: todo ello sería formativo para la posterior
gestación del proyecto tsé-tsé, revista-libro y editorial.
Con
ese grupo autogestionario, como le gustaba decir a Diana Bellessi, empezamos a
expandir el espacio de las lecturas. Primero hicimos un ciclo de dos sábados a
la tarde en Los Altos de San Telmo, donde presenté “Tatuajes”, con buena afluencia de público, para nuestra sorpresa,
y ese mismo día conocí a Néstor y a Víctor. Recuerdo que estaba también Daniel
Mourelle. Luego, ya invitando a otros autores, gestionamos el ciclo Arte
Plural, que funcionó durante un par de años en la sala que tenía el grupo M.I.A.
(los Vitale) en el barrio de Once, en una calle llena de reminiscencias, sábado
a sábado. Insisto en que esto fue durante la dictadura y que entonces no había
tantos ciclos (¿quizá fuimos el único durante mucho tiempo?). En ese
transcurrir conocí a Liliana Ponce, por ejemplo, cuya amistad me honra hasta
hoy.
Paralelamente,
y luego de un corto período en que trabajé como corrector de pruebas en la
imprenta Esquiú, donde en turnos de corrección de galeras conocí a José Luis
Mangieri (a quien pondría en contacto con los amigos de “Último Reino”), entre
otros, ya que fungía, además de las publicaciones de la curia, como imprenta free
lance, y de la que fui echado sin explicación alguna al momento en que,
después de trabajar un par de meses haciendo reemplazos, me vio el coordinador.
Me ocurrió lo mismo en una pequeña revista que se llamaba “Quién es quién en
Argentina” (que me hayan echado de ahí, sin la menor explicación ni
consideración y pese a que trabajara con relativos buenos resultados durante un
par de meses haciendo entrevistas e informes, no podría haber sido menos
significativo), trabajo que había encontrado por un aviso en el diario (llegué
a presentarme, por este método, en decenas de “entrevistas de trabajo”): mi
aspecto evidentemente desentonaba con la marca de la época, porque las
reacciones de los pequeños capos eran inequívocamente de irritación inmediata.
En el caso de “Esquiú” hay que concederles que eran la curia, y que en la
publicación oficial sobresalía el crítico de cine Miguel Paulino Tato, nada
menos que “El Censor” de la dictadura, a quien veía siempre por ahí y que
paradójicamente no era el más odioso, comparado con aquellos otros personajes
más subalternos que por supuesto y sin metáfora estaban entrenados para actuar
desde las sombras.
Al poco tiempo
de vivir con Violeta, mientras todavía no había tenido la fortuna de ser
expulsado de “Esquiú”, por mediación de la gran Mirtha Defilpo empecé a
trabajar con Víctor Redondo y Gustavo Margulies en “Último Reino”, como
tipeador de la editorial, donde estuve diez años. La paciencia que me tuvieron
—se tipeaba con máquinas eléctricas que cambiaban la “bochita” tipográfica y
una memoria limitada a una página y media que había que borrar luego de
“imprimirla” y esa “impresión” se armaba a mano, con una lámpara debajo de un
vidrio, por lo cual mis constantes erratas de tipeo fueron, durante bastante
tiempo, la pesadilla de los armadores— es algo que sigo agradeciéndoles. El
oficio que aprendí allí es la maquetación de libros, que adoro realizar y que
hasta ahora ha sido uno de mis variados medios de subsistencia. A través de la
editorial tuve oportunidad de conocer a centenares de personas del circuito
poético local e internacional, algunos entrañables poetas y amigos como Roberto
Cignoni y María Rosa Maldonado. Me tocó tipear o presenciar la aparición de los
libros de Arturo Carrera, Emeterio Cerro, Eduardo Espina, por supuesto
Perlongher, Enrique Blanchard, Zunino, entre tantos más. Todo eso, el hecho de
recorrerlos a veces sílaba a sílaba, fue asimismo infiltrando a
piacere, modificándolo siempre, mi repertorio de recursos y
referencias.
En
los ciclos de recitales de poesía y sus cenas o tertulias satélites no era
infrecuente coincidir con Bayley o Francisco Madariaga. Un día fui a una
librería de Belgrano, que ya no existe, a la presentación de un libro de Raúl
Gustavo Aguirre, pude estrecharle la mano y pasarle “Tatuajes” (el cual él respondería por correo con una tarjeta de
agradecimiento que llevaba impreso “Belleza
obliga”) y ese mismo día conseguí, encontronazo decisivo, pidiendo prestado
unos mangos para redondear el precio a un amigo ahí presente, “La tortuga ecuestre” de César Moro,
edición de Julio Ortega para Monte Ávila. Quién sabe cómo habría llegado ese
ejemplar de la editorial venezolana a la vidriera de esa buena librería de
barrio (años después volvería allí a pedir trabajo, sin resultados). A Moro lo
conocía de aquella señera antología “Vuelta
a la otra margen”, de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, publicada en Lima en
los 70; y desde entonces no he dejado de trabajar, sea ensayando sea
traduciendo, en la obra moreana.
Tapa y contratapa de Arzonar |
5
— Lo anticipaste: proyecto tsé-tsé,
revista-libro y editorial.
RJ —
Hablé ya en otros lugares de este entrañable proyecto que encaramos con
Gabriela Giusti desde 1995 a 2008, diecinueve números de la revista y cien
publicaciones en total. Ahí nos detuvimos. Sin embargo, los ecos de ese trabajo
siguen llegando con frecuencia no menos irregular. Una parte de mi vida. En ese
período nació Clara, nuestra hija, y en algún momento intentamos que publicar
poesía fuera nuestro modo de supervivencia, no sé ingenuos o francamente
delirantes. Ahora, gracias a Matías Raia y Evelin Heidel, se está digitalizando
toda la colección en sus tres diferentes formatos o etapas, con idea de colgar
todo en la web para que pueda ser consultado, bajado en pdf y, quién te dice,
leído por nuevos lectores. Todo tsé-tsé fue un esfuerzo de
pensamiento crítico (no en forma de reseñas sino de ensayos, entrevistas y
muestras) en torno a la diversidad americana a partir de las poéticas.
RJ en la Universidad Iberoamericana, México |
6
— Entre 2002 y 2016 participaste en cuatro CD. Sos guitarrista. Realizaste
videopoemas y entrevistas sobre poética. No sólo has formado parte de mesas de
debate sobre poesía experimental, también de muestras colectivas con objetos y
dibujos y de perfomances.
RJ — Participé
en incontables encuentros de improvisación musical, con instrumentistas muy entrenados,
otros más amateurs y también con no-músicos (pintores o diseñadores o poetas
que tocan intuitivamente algún instrumento o varios). Es algo que vengo
haciendo, cada vez que se presenta la ocasión, desde principios de los ochenta.
Desde antes de la época en que comenzó “El Invitado Sorpresa”. No soy
guitarrista pero toco, algo bestia, la guitarra. Digamos que casi todos los
días un poco, como para afinarme. Tengo grabaciones que podrían calificarse de bootlegs, pero
los editores se asustan, seguramente con razón, de sacar esas
curiomonstruosidades. Me gusta tocar “encima de” alguna música que escucho. Y
escucho mucha. Hace ya un tiempito que no he vuelto a los videopoemas (algunos
sin texto), pero espero retomarlos más adelante, me gustaría conseguirme una
mejor cámara, etc. Lo mismo con las entrevistas a poetas. En algún momento
pensé que sería lindo reunir todas las realizadas con algunas más a realizar en
un dvd. Pero carezco de habilidades técnicas para ello.
No tanto mesas
sobre poesía experimental (término en el que francamente no creo designando
algo así “la especialidad experimental”) ni tantas mesas de debate, en realidad
(más bien le huyo), pero sí ponencias, conferencias, conversaciones de poética
simplemente, eso sí, me agrada, me lleva a seguir estudiando. Participé en un
par de muestras colectivas, sí; especialmente recuerdo “La caja” (con Violeta
Lubarsky, Carlé Costa y Gabriela Giusti) justo cuando ya cerraba The Age of
Communication, un sitio-nave de Buenos Aires que mucho se extraña (igual que a
Juan Calcarami, su timonel de alta navegación).
Tengo
bastantes cosas pintadas (hace tiempo que perdí la continuidad, pero produje
mucho durante años, así como eliminé mucho, pero creo que guardo algunos
laburos dignos de ser expuestos alguna vez) pero me especializo en dibujar en
papeles viejos, en ángulos, hablando por teléfono, pensando en otra cosa.
También armé un libro de artista con poemas y dibujos a color que a veces
utilizo en lecturas. Con Gabriela tenemos una serie de miniaturas al alimón que
hicimos cuando empezamos a vivir juntos y se mantienen a la espera de ser
exhibidas de alguna manera.
RJ en los 90's |
7
— Elijamos uno de tus últimos libros publicados, ese que se aparta, me parece
(no lo he visto), bastante, por su conformación, de lo que uno designaría como
un libro convencional: “Filia índica”.
RJ — Es un libro de viaje, una miscelánea sobre algunos sitios por los que
anduvimos en el verano de 1997-8 por el norte de India, nuestro viaje de bodas
con Gabriela (nos casamos a los seis de años de vivir juntos y en este viaje
nos enteramos de que estábamos esperando a Clara) donde estuvimos creo que dos
meses (además de una semana en Londres), ya no recuerdo con exactitud. En el
libro, que fue rechazado o más bien diría ni siquiera mirado por tres o cuatro
editores, y que está compuesto por textos que se divulgaron en la revista y en
otro libro (hay un poema que está en “Musgo”),
más diapositivas a color que tomamos los dos allá (en un par de casos no
sabemos quién las tomó), finalmente salió en Querétaro, de la mano del editor
Federico de la Vega, en una edición preciosa, cuidadísima. Son pequeñas cosas
que pude reunir en torno a ese viaje, que había sido muy deseado, por ambos por
separado, durante décadas; espero volver pronto por allá. Me gustaría quedarme
un rato en un par de sitios que no llegamos a visitar aquella vez. De “Filia índica” puedo decir, a grandes
rasgos, que es un libro resueltamente devocional (elemento que no falta en
otros míos, pero que acá sería un poco el eje, junto al viaje específico).
RJ en frente a la casa de Emilio Adolfo Westphalen. Barranco, 2000. |
8
— Y ahora lancémonos a los libros recientemente editados y a los que tenés en
maquetación, así como a los inéditos o que estés preparando.
RJ — “Arzonar”, tres ensayos sobre sendos poetas peruanos (Vallejo, Xavier Abril,
César Moro) acaba de socializarse también por la Universidad Autónoma de
Querétaro. “Olla de grillos”, nuevo
de “poemas” (cada vez más valgan las comillas) está saliendo de la mano del
joven editor Frey Chinelli y su sello A Pasitos del Fin de este Mundo. Acaba
también de publicarse, por fin, “Antemano”,
por Amargord de Madrid, en la colección Portbou, dirigida por Edmundo Garrido
(otro tremendo editor en pleno despliegue), libro escrito en 2010 y que tenía
fecha de publicación en 2012. Inéditos, tengo dos libros con diversos ensayos
relacionados al cine, comienzo de una serie que continuará: “Enteoramas paradisíacos” y “Cine e inocencia”; así como el primero
de dos sobre psicodelia, “El oyente
psicodeslizado” (el que estoy preparando y voy publicando en mi blog psicodeslizado
se va a llamar “Tercer oído”). Otro
inédito es “El amasijo primordial”,
ensayo-poema o texto agenérico (extremando la onda de “Informe” y “Nuca”) para
nada extenso. También espero terminar en algún momento un ensayo-patchwork que
se llama “La difícil procura. Obrares,
expedientes y américas del superreal” (que con “El cóncavo” y “Arzonar”
van tramando su propia serie). Además garabateo los pinitos de un libro de
¿poemas? ¿texto performático? ¿balbuceo? que podría llegar a titularse “Locuelas hechizas”, por ahora en plena
catástrofe expansiva…
RJ traductor del surrealista peruano César Moro |
9
— Para vos, como sostenía Jorge Guillén: ¿sufrir es un escándalo?...
RJ — Si
el sufrimiento es mera neurosis, más que escándalo es un plomazo. Y si bien
está claro que el sufrir es parte de la experiencia. Ahora, de ahí a sufrir en
el poema, los grandes sentimientos redentores, el aplastamiento del emblema por
sobre la inscripción… no creo en eso.
10 — ¿A qué escritor que hayas
tratado —o, acaso, otro tipo de artista— te agradaría resaltar en esta
conversación?
RJ — Al
entrañable y único Lorenzo García
Vega [1926-2012], indudablemente.
11 — No sólo tradujiste a poetas
brasileños.
RJ — También
parte de la obra en francés de César Moro. Fueron varios libros de este poeta
el año pasado, dos en México y otro en Bolivia, como eslabones de un proyecto
que espero continuar más adelante.
12
— “Traducir es un poco como echar carbón.
Se recoge con la pala y se lanza al horno. Cada pedazo es una palabra, y cada
palabra es otra frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energía
para seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá mantener un buen
fuego.”: esto es lo que afirma el narrador de la novela “El libro de las ilusiones” de Paul
Auster. ¿Coincidís?...
RJ —Sí.
En mi caso, las traducciones que considero haber hecho, fuera de ciertos encargos
laborales, fueron abordajes, estudios de textiles que admiro, deseo. Distintos
modos del “trance leve” en que las horas pesan menos.
13 — Como vos, Jiménez, renombrado
poeta español que obtuviera el Premio Nobel en 1956: Juan Ramón. Con él y con
su poética: ¿sintonizás, sintonizaste…?
RJ —
Bueno, es un referente para José Lezama Lima, ¿no? No lo tengo súper
frecuentado, pero sí he leído “Espacio”
por ejemplo (gracias a Ricardo Gilabert, que me lo regaló), que me he prometido
releer. Soy de decantación muy lenta. “Platero
y yo”, leído de muy chico, me produjo una tristeza enorme por entonces, y
te confieso que me generó cierto prejuicio hacia el venerable tocayo, hasta que
dí de bruces con Lezama, en 1978, para ser más que anexacto.
14 — ¿Toro de Creta o Pegaso?
¿Olga Orozco o Alejandra Pizarnik? Y, por último: ¿Ladrido, relincho, graznido,
arrullo o gruñido?...
RJ —Toro
y Pegaso. Orozco en “Museo salvaje” y
Pizarnik en “Textos de sombra”. Y por
último, respuesta de omnívoro, a tratar de escribirlos todos: ladrido,
relincho, graznido, arrullo y gruñido.
RJ, fotograma del documental "Perlongher, la película" de Jorge Barneau, estrenado en 2011 |
Reynaldo Jiménez selecciona
poemas de su “Olla de grillos” para acompañar esta entrevista:
Los magmas
Llenos de secretos
los magmas avanzan
(acaba uno por salirse
del infrángel)
Brisas nos deparen
nos despiensen
(roce de las almas
entrelanzadas)
RJ en 1976 |
Lima la herible
Que veas el viento ovular tras la muralla
que amamantan tus fianzas en el miraje
que suculento curten los semilleros
trizados
que la mano del viento hace virar, hace
temblor de tus harapos mediando el rapto
de los deslices huríes de la
ventanatrampa
al asomar tapadas daguerrotípicas y no
verlas,
y ya lo ves, oh bestia en un lobato
santiamén
al mero ver sin otro arrebato que el
oscuro
témpano de oro a la deriva del
sentimiento
que tiempo hace hace tiempo, rengo del
goce,
correcorre que te agarra el tímpano si
acaso.
Disipa la nebulosa madrugando una sarta
de pincelajes
y erosiona la capital de Bruma, brama la
pútrida
petrificando la sangre, por donde ocurre
una cosa
que no la pantomima sacude sino el
desvelo, unísona
desnudez que se acicala ante la parca
restauradora
de su apetito.
La fibra óptica del sucedáneo despierta
con la mordaza
puesta. Son primaveras acumulándose en la
bolsa,
durante la frágil danza crecen
impalpables fortalezas
hasta apasionarse con la escultura de
carne que se anima
a la apariencia y sale entre los vivos a
trasuntar
esas veredas del cortejo de janos con
ganas.
No sin embargo escucho la razón de ser de
estos potreros,
estos descabezados tales a la palestra
ilustre de los plintos,
sacabocados que quitan del medio la
sabiola, la cual rueda
escala a escala hasta la casita de
muñecas de la paraca,
pulpa de inquina cambiante como en el
pálpito
de alguna fiebre entre el tramonto.
Sale entonces quien mezclara distancias a
un pasaje
de rápidos y tecnos, como en la melodía
de arrastre
con la que pastan las cosas, sacos,
aspas, napa de ascos
y la náusea sorprendentemente dulce allá
en el fondo.
De haber abismo cierto en esta hoja cunde
o hace cundir la nervadura duración.
Los causales bichos se harían las
preguntas
residuales, mientras la fuga de la sed
encendería
la inminencia ciega sorda nunca muda del monito
jugado monitor o biombesco de lo más
feraz,
de lo más veloz, hay que insistir, de lo
más
neutroglodita. Que bosteza, por supuesto,
y hace un daño
liminar de lumínica apretura, disimula
hueso
lo que pellejo cooculta, para volver a la
pálida
escultura, cultivo del daimón con su
chaleco
de portátil, su misa en escena parva de
lirios y
espinares muy bien guardados en la
impalma
de lámina de oro de supuesta paciencia.
Luego se arrancan las cosas a su
espectro.
Se mastica lo mordisqueado a rastras del eco
continuo a la zaga del rito que
desmembra.
Junto a la membranofilia total asoma el
cricher,
su desmelenar la luz difusa estruja
el ánima, que se echa a rodar con la
perrada.
¿Pero no es figura esquiva
asunto de mordaz eterna, de una
acaso rabia, simultánea, que echa espuma
entre las patas odoríferamente fáunicas
de la tarde
moderna evaporando? Signo de sí, gnosis
del sino,
chi
lo sà! Rasco la penetrante fábula gomosa,
inmaculada rocío de los piensos, pero
quién
me creo me creara, estará en la cara de
piedra
de las raras mandíbulas que sin hesitar
estiran,
burlescas, casi escapadas del siempre y
del aún.
RJ con su tío Javier Sologuren en Chaclacayo, 1979. Foto de Violeta Lubarsky |
Profusos y distraídos
a
Nos veremos en Carbono Catorce del Real
Con enterito de mónada nos vestiremos
Diremos el plural fue corte y confección
El panorama anormaromáticamente
El Sin Peso ajeno este bigote atusará
Nos oleremos de tan cerco que ni
estrechos
Ni cuaderno de florales rigores
Ni entrepierna sempiterna
Del crujir internando al insecto aquí
presente
b
Nos sabremos la deshuesada memoria
melodía
Con la contención de ultrazules ecos
dentro del negro
A través de la muralla joyesca de ojos
orejas agujeros
Por donde secuestrarse a la razón de
melodía
En laberinto pulsátil daría igual la tal
Diferencia semejante hacia las partes
paranatales
Encuentro al ras de usura con las auras
Difusas hojas de amorfo nombre distraídas
RJ con Gabriela Giusti |
No sé tu sino
No sé tu sexo sino el desliz
Sino perdidizo no sé tu eco
Si no es tu eco será el rocío
El ocio minucioso del minúsculo
trastorno intercambiar en carne
propia la pulpa recién despierta
Postrimerías de la jugosa noche
Pronto albor no abolirás la máquina
de filtrar este parloteo de gotas
Ser el gotero el recipiente pendiente
de tu lóbulo ola del ardor la bocamaga
No sé mirarte ni confiarte estas secretas
Adonde cicatrizan dibujos más que ajustar
Dama de lotos del códice pasajero me inclino
en la veranda del vermut donde se junan lobos
Sin espaldas en lodo cada recodo de bobera triza
el ocular globo oculta ahúma suma confitura al recoveco
Cada eco que inclínase hace nacer al abismo
Transparencia don de la estrella
Al remontar a Venus por el lomo
Pendiente de tu hombro de cruda
RJ con Carlos Ellif, León Félix Batista, Rafael Cipollini y Lorenzo García Vega |
Traductor
a
La transparencia del estrato.
Deja que suceda. Deja que duela.
Oh inflorescencia del junar,
la perpetua cacatúa te apronta
y de punta los velos dispone,
a punto de lugar fugaz.
Los guijarros lunares. Maquinar,
máscara de atormentarse maravilla.
La luciérnaga áurea, prismática,
traslúcida minera de esa gotícula
en su prisión primera de palabras,
párpado gótico de diosajes
que jamás escuchan o no atienden
todavía. Y cuando llamas mucho más.
RJ con Silvia Guerra, 2018 |
b
La cuarta persona ni plural ni singular
se atenía a las consecuencias de una
putrescencia
u omniforma: astro en amnios y sin
centro,
con la misma comisura de pregunta hacia
la boca
presunta del desmadre
en desarmaderos del silencio. Llevaba
por destino cierta cola y en cuatro
en su pura ley de disolvencia, se le
mezclaron
las edades con las metas y a punto del
desafuero
se encontraron consigo las demás
personas. “Me
volvería margen a imagen de su neta
energía si emergiera, mera, todavía…”
RJ y otras personas en Haidakhan, India, 1997 |
c
La espesura natal se desbroza
en una algarazara de alborotos
que rasgan el vestido de luces
bajo el apronte del Ápeiron,
con los hormigueantes
montículos del minuto.
Plus ultra de los bichos
que supimos hacernos
consagrar, tatuajes del filo
reúnen tal deseo con su muesca,
a medida que desmadran impelidos
de furor los sanguíneos velocísimos,
infusos en supina podre,
los élitros en modo fasma,
a través del aún caliente movimiento
que nos junta de cuajo en el diamante
recién escapado larva de su abertura. Y
acuso recibo todavía del escarpe
despiadado.
*
Entrevista realizada a
través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Reynaldo
Jiménez y Rolando Revagliatti, mayo 2018.