1: Al neobarroco el eros -se diría- le es
consustancial. Como atiende al cierre y a la suntuosidad de la superficie, un
juego perverso estaría ahí a sus bajas y a sus anchas. Pero se necesita, para
que el eros se cumpla en ese su ser derivante -contagioso, diría Bataille, el afán de
permanecer o por lo menos continuarse en el cuerpo del otro- hilos conductores
de esa fuerza bruta. Ese virus de vida que es lo erótico corre paralelo a la
concepción de lenguaje como virus, acepción cara a William Burrouhgs. Pero
salvo en la acepción cubana -y pienso en Severo Sarduy y en el primer Reynaldo
Arenas, en quien lo erótico se volvía una panadería en la selva de tan pan selvático
que el eros era- y aún ahí: en Severo es necesario mucho humor para decantar el
furor tanático de ese universo, hay que ponerle decorado, geografía, toda la
fruta del mundo. Lo demás lo hace el calor. O en La guaracha del macho Camacho. Cuando el neobarroco se declina en
neobarroso por gracia de Perlongher es necesario también un enorme humor
paródico para contrarrestar el espacio de ahogo que el mundo femenino ostrado,
enclaustrado y finalmente desvelado por Perlongher genera: sólo la risa se le
resiste. Un mundo en el que planea un fantasma rodeado de setenta gatos que
anuncia el triunfo universal de la histeria es jalado hacia abajo por una de
las dictaduras más sangrientas de América Latina. Me refiero a Cadáveres. Lo que emparenta y hace
posible ese muestrario imposible del eros en el neobarroco/barroso es
precisamente una erótica precisa: la del lenguaje, no en el tono apocalíptico
de Burroughs. Las metáforas aquí levantan vuelo: la paronomasia sería lo
propiamente erótico de las palabras, actúan por roce significante, un cachondeo
entre ballena y cachalote antes de la victoria irreversible del ballenato y de
todos los piratas del Caribe. Se ve que había que volver del Río de la Plata al
Caribe para que la erótica barroca funcionara bien. Es lo que veo en los textos
de León Félix Batista, devolver paronomasia al Caribe para que la cosa funcione
en serio. Sus textos son verdaderas correspondencias no entre cuerpo y
lenguaje: entre gestualidad del cuerpo y lenguaje. Dentro de la constelación
paronomástica -o erotomanía lingüística- los concretos de Sao Paulo -Augusto,
Décio y Haroldo- ocupan primerísimo lugar histórico. Salvo Décio Pignatari, los
hermanos de Campos son paronomastas -gimnastas del movimiento lento del cuerpo-
fríos, aunque Augusto es un gran lírico. Pero es muy difícil encontrar en la
segunda mitad del siglo XX hasta acá una lírica caliente. Galaxias de Haroldo está escrito en varios lugares pero su
temperatura es templada. Tanto en Prosa
del que está en la esfera como en Delirium
semen, dos libros de León Félix Batista que no dudaría en rozar con una
cierta estética neobarroca y neobarrosa, la tematización intrínseca del eros en
esta poética funciona inmejorablemente. De algún modo explican todo el juego.
¿Qué hay detrás del neobarroco que no sea un derramamiento de cuerpo? El deseo
de un relato que delate lo oculto en el gesto. Ahí va una mirada. Hay que ligar
esta aventura con el devenir poético general e incluso dominante de los últimos
trechos temporales.
2: La forma antes que nada: la forma en el poema
responde a una percepción fenoménica antes de que a un acto de lectura o de
escucha. Caducidad se sitúa: se trata
de un libro concebido como cuerpo aparte del uso tradicional de la forma desde
el pique. No hay versificación, las líneas tienden a un “lleno” de la página
que se fractura por la brevedad de esa masa escrita. Dialoga con otros ejemplos
que desbordan la linealidad. Los experimentos de las vanguardias históricas,
ecos y resonancias, crean grupo para este tipo de formalización. Son los
“desbordados” del común, los salidos de la carretera. Aunque la escritura de Caducidad no habilita ningún margen,
hace margen con sus compañeros desbordados. Así un libro no está solo: aunque
desfonde la forma crea guía, remite, traza lo que un caracol traza.
3. Las poéticas divergentes que heredaron las
vanguardias estético-históricas plantearon, a través del siglo XX, su siglo,
una cuestión axial: la crisis del relato. La estética del fragmento, recogida
por la poesía de ciertas escrituras filosóficas alemanas vinculadas al
idealismo (Friedrich Schlegel, Novalis), en abierta contradicción a su visión
integral mítica, fue un modo de escritura recurrente para dar un presente en
dispersión. Lo cierto es que al romanticismo y al idealismo alemanes no les
importó la forma del discurso poético en relación a su vocación de totalidad.
Hay en los alemanes una libertad que va más allá de lo que debe entenderse por
coherencia: si el mito es un relato hegemónico -y cómo lo era, con un dios
embutido mezcla de Cristo y Dionisos resucitado- todo indicaba que demandaría
una linealidad escritural, una obra no en construcción sino consumada. No fue
así: la ironía, el gran recurso que Schlegel hereda a Walter Benjamin, basta
para desacralizar el nivel aurático de la obra. Una obra que revele sus
mecanismos de constitución no importa qué forma tenga. O mejor: la forma ya es
el mecanismo. Esta lógica aceptada por todomundo
(aquel que siempre está enterado pero que no sabe de dónde vienen las cosas) se
filtra por las vanguardias pero dejando su sustancia conflictiva en Mallarmé
(1897), unos diez años antes. El Coup de
dés es la conciencia poética en acto revelando que por forma de obra ya no
se entiende lo que se entendía: obra y forma -en tanto que formalización,
estabilidad, identidad, trascendencia y mausoleo- ya no operan. Lo que opera es
lo que se desplaza orgánicamente y, en ese movimiento, se va haciendo lo que el
organismo indique. Cae así -por un rato, no muy largo- una noción fundamental
del arte en Occidente: el arte como, el arte a la manera de, el arte parecido
a, el arte que sigue a: el arte mimético. La mímesis requiere estabilidad, cosa
quieta; la norma requiere estabilidad. Nada copia el movimiento porque su poder
es aniquilador de la imagen. La imagen-movimiento del cine es reconstrucción de
imagen. La imagen es todo eso que se está perdiendo siempre. De manera que la
única mirada radical al arte poético (Novalis hablaba de una “poesía dilatada”
(ver Miguel Casado) -parecería decir siempre Friedrich Schlegel- es la mirada a
esa revelación (no religiosa, aunque para los idealistas románticos alemanes
también pero con otra mitología distinta): la revelación de los mecanismos
constitutivos del hacer.
Lo que -adelanto- capta León Félix es esa doble
articulación: la de que el relato no es incompatible con la revelación del
mecanismo. Su poesía es un movimiento contagioso de revelaciones que, en un
efecto de superficie notable, distrae al lector -lo engaña- retardando un final
que no existe, desplazando ese punto de detención última. Todo parece conducir
a algo. Pero no conduce a nada. El sentido no es la meta de esta aventura: el
sentido es lo que retarda la meta en la medida en que la pierde de vista. León
Félix parece haber descubierto que si hay un programa disolutivo para el cual se
organiza un estado de cosas del mundo y esa disolución no se cumple, el mundo
restante, el no disuelto, se vuelve una estampida de haces. El futuro no
cumplido no se re-pliega, estalla o tiende hacia el costado. Uno imagina al
dinosaurio encorvado por su peso rumbo al futuro y, topando con el muro contra
el cual no puede, cayendo exactamente hacia atrás con esos coletazos fatales de
pura simetría imaginada. ¿Es posible eso? No. El dinosaurio del futuro se
derrumba hacia el costado sobre una multiplicidad de escarabajos. No como Pedro
Páramo sobre sí mismo o cualquier estatua de sal: hacia el costado,
lateralmente, tangencial.
No sé qué quedará del neobarroco -al cual se vincula
a León Félix-. Mauricio Medo trata de afirmar que el neobarroco vuelve por sus
fueros como si fuera El jinete pálido o La máscara de la muerte roja. En
cualquier caso, lo que para mí constituyó el neobarroco no puede volver: el
neobarroco fue una emergencia de escritura. Y las emergencias no vuelven. Y si
vuelven es porque ya no son emergencias. Lo que puede plantearse nuevamente ya
no como algo triunfal o vengativo o cabizbajo, esa frente marchita del tango
“Volver”, es la habilitación de estados de cosas que precipitan emergencias.
Entonces sí, acuérdate del neobarroco. Pero en la lógica de León Félix
cualquier retorno -aunque fuera el retorno de la dispersión legitimada por una
forma eterna del fondo de un naufragio- irrumpiría en el curso hipnótico de esa
especie de días inventados de Caducidad.
Tal vez la hipnosis sea lo que señala la trampa del sueño o la visión del sueño
como una trampa. Sea como sea, uno entra a esos días de Caducidad y siente que no puede salir de ahí. Cayó en la madeja de
la emergencia donde se está construyendo el contradía,
lo imprevisible que va a actuar exactamente ahí donde se reconoce el principio de
rutina, en la pura reiteración. La caducidad entonces ya no es la caducidad del
cuerpo sino la caducidad de lo que el humano crea para conjurar el tiempo y
posibilitar un cierto orden de vida, una cierta esperanza que, una vez seguida
de otra, arme un tejido que le sirva para concebir lo más parecido a un
sentido. Lo que aquí precisamente, por hipersaturación secuencial, se
desmantela y salta en sus ejes sucesivos.
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