Richard
Ford nació en Jackson, Mississippi, en 1944, y es hoy uno de los escritores
vivos más importantes, que continúa en plena y notable producción (en Estados
Unidos acaba de aparecer Canadá, su última novela, aún sin traducir al
castellano). Autor de una generosa obra, debutó en 1976 con Un pedazo de mi
corazón, a la que seguiría cinco años más tarde La última oportunidad. En 1986
publicó El periodista deportivo, el primero de sus grandes títulos y el
comienzo de la trilogía protagonizada por Frank Bascombe, que continuaría luego
con El Día de la Independencia (1995, primera novela premiada simultáneamente
con el Pulitzer y el PEN/Faulkner) y Acción de gracias (2006). Entre tanto, sus
lectores también pudieron acceder a Mi madre (1988, breve volumen autobiográfico),
a la novela corta Incendios (1990) y a los libros de cuentos Rock Springs
(1987), De mujeres con hombres (1997) y Pecados sin cuento (2002). Y si bien
sus dos primeros títulos revelaron acaso demasiadas búsquedas y
experimentaciones –un estilo muchas veces oscuro, abigarrado, dominado por una
violencia que parecía exceder incluso a sus propios protagonistas-, el resto de
su obra es un ejemplo de maestría, de libertad y de responsabilidad frente al
ejercicio de la literatura, de examen y compromiso ante una estética sin
concesiones. Y en su esencia, de todo esto trata Flores en las grietas,
colección de artículos de diversa procedencia, reunidos en libro en edición
castellana y aún sin publicar en tal formato en su idioma original.
Una
conferencia de prensa, cuatro prólogos (a las novelas Revolutionary Road de
Richard Yates, y Años luz de James Salter, a la antología The Essential Tales
of Chekhov, preparada por el propio Ford, y al Granta Book of American Short
Story de 2007, en el que ofrece un exhaustivo análisis del cuento como género
literario), algunas notas de claro carácter evocativo en los que desfilan
recuerdos familiares y su intensa relación con Raymond Carver, y algunos
artículos a propósito del Ford en su intimidad creativa dan forma a un volumen
que nos proporciona una extraña cercanía con el autor, un arte de complicidad
pocas veces logrado entre un escritor en la cumbre de su carrera y sus
eventuales lectores.
El
Chéjov americano
Es casi
previsible que un admirador del minimalismo dé comienzo a la lectura de este
libro por el artículo “El buen Raymond”, aparecido en The New Yorker en octubre
de 1998. Carver y Ford se conocieron en 1977 en un encuentro de escritores
celebrado en la Southern Methodist University of Dallas, cuando el primero
llevaba publicado su libro de cuentos Quieres hacer el favor de callarte, por
favor, y Ford su primera novela, que había pasado por crítica y librerías con
poco éxito.
“Con
honestidad debo decir que en aquel momento”, cuenta Ford, “no sabía quién era
Raymond Carver. Entonces no estaba claro que en los años siguientes todo el
mundo conocería su nombre, que sus relatos serían un modelo formal, ni que
sería elevado a la categoría del ‘Chéjov americano’”. El Carver de aquel
momento, a año y medio de haber dejado de beber con la ayuda de Alcohólicos
Anónimos, aún estaba casado con su primera esposa, la madre de sus dos hijos,
aunque el matrimonio hacía mucho tiempo que estaba condenado y pronto el autor
de Catedral se cruzaría con Tess Gallaguer. Era una persona de mala fama pero
que empezaba a atarse con furia a ciertos parámetros de normalidad en el trato
hacia los demás y, en particular, hacia sí mismo. Ford comenta que invitarlo “a
una fiesta de escritores o a dar clases en tu universidad, prestarle el coche,
encargarle que se ocupara de tu piso en tu ausencia o que sacara a pasear tu
perro podía resultar peligroso”.
“…lo
primero que recuerdo haber oído acerca de Ray aquella semana en Dallas, incluso
antes de prestarle atención, es que había estado mucho tiempo sumergido en la
bebida, que había tratado una y otra vez de dejarla”, continúa Ford, para
agregar luego que “Como es natural, ha habido toda una serie de historias
relativas al ‘Raymond malo’ (su nombre para él, un nombre que le gustaba), historias
relativas a sus días de borracheras en San Francisco, Cupertino, Iowa City otra
vez: ciudadanos aplastados con sillas, un golpe imprudente en una arteria
vulnerable que provocó una carrera por las calles de una ciudad para evitar que
la persona herida muriera desangrada. La bancarrota. Coches remolcados, riñas
con todo el mundo, deudas impagadas, policía, cheques robados, tiempo robado.
Los viejos tiempos.”
Tres
barcos pesqueros
En esa
época Ford vivía en Princeton con su esposa Kristina, donde daba clases y,
gracias a un dinero que había ganado en Hollywood, se había comprado una bonita
casa, tenía un coche francés y una vida tranquila. Todo ello admiraba Carver y
así lo repetía una y otra vez en sus primeras visitas, cuando comenzaba a
emprender una serie de trabajos universitarios y preparaba sus siguientes
volúmenes de cuentos. Y Ford agradece con énfasis el carácter bonachón de su
amigo, su generosidad (“Habló bien de mí a mis espaldas: a editores de
Inglaterra y de Francia; a su amigo y editor Gary Fisketjon, que luego fue
amigo mío; a periodistas que nunca habían oído hablar de mí o de lo que había
escrito…”), su franqueza a la hora de intercambiar y de solicitar opiniones
acerca de trabajos manuscritos, su deseo de salir adelante simultáneo al deseo
de suerte para sus amigos.
Desde
entonces, y durante los diez años siguientes en que Carver estuvo vivo, se
volvieron a ver muchas veces, compartiendo la tarea de dar a conocer sus
escritos en diversas ciudades. En ese sentido, el artículo “Amistad”, que
Carver publicó en el volumen La vida de mi padre, y que narra un viaje a
Londres que hizo junto a Ford y a Tobías Wolff, es sin lugar a dudas uno de los
relatos más conmovedores a propósito del vínculo afectivo que supieron
compartir.
Una
primera parte de la vida de Carver cargada de penurias dio paso a una avidez
incontenible una vez que el éxito llamó a sus puertas: “Ray quería un barco
pesquero, así que compró tres barcos pesqueros. Quería una casa nueva en Port
Angeles, así que compró dos casas nuevas. Quería un bonito coche nuevo, así que
compró un Jeep Cherokee rojo y un día apareció en Missoula conduciendo un
Mercedes 300D nuevo plateado cuyos asientos, como pude observar, eran de
plástico, no de cuero. ‘Por Dios’, dijo enfadadísimo, ‘ya me ocuparé de eso.
Verás como la próxima vez que me veas llevo asientos de cuero u otro coche.
Eso, por descontado. Pagué por asientos de cuero. Y los quiero’”. Y la segunda
parte, sin dudas despiadadamente corta, sirvió sin embargo para dejar una
huella indeleble en la narrativa de nuestro tiempo, pero también, siempre según
las palabras de Ford, para marcar a fuego a todo su entorno: “En esos años,
estuve durante un período de tiempo prolongado a la sombra de Ray, bajo su
protección (si es que no lo estoy todavía o si alguna vez dejaré de estarlo). Y
aunque yo seguramente deseaba el bien para mí, siempre me gustaba que cayera a
mi alrededor. Comprobar de cerca cómo Ray se hacía famoso era instructivo. Me
gustaba verle aferrado a su humildad ante las alabanzas clamorosas, ver crecer
su confianza en sus elecciones, pero no cejar en su empeño de que la nueva
selección de cuentos fuera mejor que la anterior”.
Un
padre en bicicleta
Cuando
Richard Ford entraba apenas a la adolescencia, su padre, un viajante de comercio,
enfermó del corazón, y el muchacho fue enviado a vivir con su abuelo, quien
gerenciaba un gran hotel en Little Rock, Arkansas. Allí, según nos cuenta en
“El hotel”, aparecido en Harper’s Magazine en 1998, el incipiente escritor
escuchó e imaginó sus primeras historias, historias de hombres y mujeres
viviendo en una lujosa tierra de nadie, un lugar de paso donde se hospedaban
políticos que llegaban a una convención partidaria, algunos famosos como Jack
Dempsey, Harry Truman y Ricky Nelson, y vendedores que luchaban contra la
soledad de las carreteras. “Oigo el tintineo de unas llaves, una puerta que se
cierra nuevamente, luego pasos sobre el corredor alfombrado. Después la
fragancia de un perfume suave en mi habitación, un olor a orquídea a mi
alrededor, donde estoy solo, acostado e inmóvil…”
El
abuelo, Ben Shelley, había sido boxeador, camarero y proveedor de hostales, y
era un hombre locuaz y gordo que introdujo al nieto en un deporte en el que no
brillaría pero que le serviría para otorgarle un oficio al protagonista de
Incendios: el golf. Y uno de sus primeros recuerdos al respecto es la paciencia
de Chester, el jefe de botones del hotel, un negro que dedicaba sus vacaciones
a practicar golf y que algunos fines de semana, casi obligado por Shelley, llevaba
al muchacho a un campo público en Fort Roots, donde le ofreció sus primeras e
infructuosas instrucciones driver en mano.
Y en
ese mismo plano evocativo de algunos de los artículos del libro, destaca y
emociona el breve “Un padre y una bicicleta” (The New Yorker, 2002), en el que
Ford recuerda algunas de las fiestas de fin de año pasadas en compañía de sus
padres, y una en particular, cuando él tenía diez años y ellos le regalaron una
bicicleta. “Cuando terminé mi primera vuelta en bicicleta por la parte de atrás
de la casa, mi padre la montó a su vez, con su traje de trabajo, su sombrero y
un par de gruesos zapatos marrones que usaba en la calle. Dio una vuelta, y
otra y otra –un hombre voluminoso, de cincuenta años, nacido en 1904, montando
una bicicleta de niño-, hasta que mi madre, refiriéndose a él, dijo que pensaba
que nunca me permitiría volver a montarla, tanto era el placer que parecía
extraer de aquel momento (o que le parecía a ella, quien, de todas manera,
también lo amaba).”
El
propósito de la literatura
En “Qué
escribimos, por qué lo escribimos y a quién le importa” (conferencia publicada
en Michigan Quarterly, 1992), “La lectura” (Anateus 59, 1998), “¿De dónde viene
la escritura?” (Granta 62, 1998) y “Holgazanear mientras la Musa recarga pilas”
(The New Yorker, 1999), además de en los prólogos ya citados, Ford habla del
acto y del oficio de escribir. Algunas de las primeras corroboraciones que se
desprenden de esos textos giran alrededor del estatus social y académico que la
literatura ha adquirido en Estados Unidos, algo que también va de la mano con
la postura del escritor ante sus lectores y ante el propio acto de creación.
Sus
planteos van de lo simplemente anecdótico –sus estrategias a la hora de
culminar un trabajo y comenzar otro, sus períodos de ocio, las posibilidades
laborales que los distintos centros universitarios ofrecen a un escritor y cómo
estas influyen a la hora de convertir un ejercicio más o menos solitario en una
verdadera profesión- a lo agudamente conceptual, y en todos ellos brilla y se
transmite una manera de entender la literatura como un fenómeno de una
complejidad y una responsabilidad absolutas. Adentrarse en el desarrollo que
Ford ofrece con perseverancia y honestidad provoca una inocultable envidia.
Estos artículos están escritos por un individuo que pertenece a un mundo donde
su oficio ha adquirido un relieve de primera línea, donde la enseñanza de lo
que los yanquis llaman “escritura creativa” se ha transformado en una
generalizada opción curricular, y donde el escritor no solo puede tener a su
alcance los medios necesarios para abrazarse a una carrera sino que también
cuenta con el respeto de todos los estamentos sociales. La escritura, según
estos textos, es entendida como un fin en sí mismo, y no como un mero preámbulo
para ocupar algún cargo administrativo o de gobierno.
Y ello
libera al escritor de la muy extendida condena de formular un mundo de
personajes y épicas políticamente correctos. “Creo, y probablemente vosotros
también, al menos en principio”, asevera en su conferencia, “que a veces el
propósito de la literatura es insultar, ofender, conmocionar, reprender y crear
incomodidad en los lectores…”. Y un par de páginas más tarde sostiene que “La
Libertad y el Arte no son instituciones, y a nosotros, los escritores –lo mismo
que a los cineastas, los fotógrafos o los pintores- nadie tiene nada que
reclamarnos. No empleamos a nadie, no otorgamos ningún cargo, no tenemos
clientes ni relaciones fiduciarias; no estamos sometidos a la supervisión de
nadie, salvo por decisión personal. A los escritores no se les pide que sean
democráticos.” Y de inmediato agrega: “Y nuestra obligación no es halagar al
lector ni crear modelos positivos, sino intentar por encima de todo, contar al
lector algo que no sabía acerca de un tema que le interesa, y que una vez que
lo conoce, se vuelve esencial”.
Flores
en las grietas. Autobiografía y literatura, de Richard Ford, Editorial
Anagrama, Panorama de narrativas, Barcelona, 2012, 222 páginas
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