
Juan Ramírez ya vivía en los últimos años una crisis económica, fiel al sino de los grandes poetas universales, un abandono moral y casi, entre los que no sabían de su inmenso poder con la palabra. Todo el mundo literario lambayecano, especialmente la gente del 60, 70, 80 y 90, conocedor de su obra lo vio retornar a su natal Chiclayo en el 2004 casi para morir aquí. Con el rostro adusto y cansado, con su mirada perdida y en un hermetismo casi místico, se sentaba al final, en las lecturas y miraba a las nuevas horneadas casi oblicuamente. Vestido muy oscuramente barruntaba su crisis existencial. Casi nadie logró conversar más de dos minutos de tiempo con él. Respondía con monosílabos, pero en él una sola palabra valía semiótica y significativamente por toda una parrafada de los cansados verborreicos que a veces suelen dejarse escuchar en la Plazuela Elías Aguirre los viernes por las noches después de las 10.00 p.m. estimulados por calientito con yonque baratito de a sol.
Juan Ramírez Ruiz debe haber muerto en Trujillo sólo y gris, ebrio y silencioso. Todo su poder conceptual y creador de los 70 y 80 se simplificaron en un rostro alegóricamente triste y desolado, casi una mirada palidicente, quijotesca, adornaba sepulcralmente su aura de poeta extravagante y raro. Siempre, desde que lo conocí personalmente en una impactante noche del 2004 en el INC-Lambayeque, vi en sus ojos el brillo clásico de los poetas locos y trascendentales. No me dijo nada con palabras, pero con sus ojos ensopados en triste mirar cerúleo me decía todo. Después de la primera noche sin palabras, lo hice en otros viernes más acalorado y cual paladín afloraron sus conceptuosas palabras que tanto marcaron esa generación de trashumantes de Hora Zero. Le dije “Juan, disculpa que no te invite un ron como podría haberlo leído”. “Un café y un sánguche está bien, por ahora”, resolvió, con un mal reciente afeitado. Desde ese momento se dejó retratar por mi afanosa cámara digital –y para decir en verdad, tengo registrado en mi archivo personal unas 70 fotografías en Chiclayo en los días finales del autor de Un par de vueltas por al realidad (1971) que las conservaré en una memoria personal y reverencialmente de respeto. Paradójicamente Juan vino y quiso morir en Chiclayo, lugar que quizá por la nostalgia retornó, pero fue en Trujillo, la tierra de Vallejo, otro grande, la que fue testigo el sol que lo alumbró por última vez.
Yo haría un pedido muy especial a tirios y troyanos: que lo homenajeen sus verdaderos amigos y compañeros de la palabra es un acto justo y digno; pero que alguna institución del Estado o privada lo haga, a estas alturas de los hechos, sería la más hipócrita actitud. Vimos vivir y morir a Juan Ramírez Ruiz, como un poeta auténtico: sólo, abandonado y en silencio, al compás de sus palabras impresas y sus versos amartillados en el yunque de la rebeldía y en la innovación de las metáforas. Por favor no gasten velas ni comilonas en sus aniversarios de muerte, alguna vez, (1944-2007), sería una tremenda afrenta ha alguien que en sus últimos días caminaba por las calles de Chiclayo con el estómago vacío y en la más absoluta indiferencia de todos; y, ninguna institución en vida, ni Beneficencia Pública, ni Municipalidad, ni INC-Lambayeque, ni nadie lo ayudó. Me revuelve toda la bilis cuando alguna institución, asociaciones o personas que nunca ayudaron ni valoraron en vida a algún intelectual o creador, tengan que, por figurar, gastar ríos de tinta, palabras, comida y alcohol, para recordar al que murió hambrientamente olvidado.
Lambayeque, enero 13 de 2008
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