José, tu conociste a Mario Santiago, a Roberto Bolaño, de hecho fuiste parte de ese grupo que emergió a mediados de los setentas en las ciudad de México.
Fue algo increíble. No hace mucho que había llegado a México a encontrarse conmigo mi compañera de entonces, la escultora Margarita Caballero, cuando regresó un día a casa trayendo una hoja en la que se invitaba a una serie de lecturas de “nueva poesía latinoamericana” en la Casa del Lago. Resulta que la siguiente lectura programada era de poesía peruana. Marga y yo fuimos, pues, a la lectura y descubrimos en una tarima, sentados detrás de una larga mesa, a dos jóvenes melenudos como yo que no paraban de fumar, hablaban apasionadamente y leían con brío poemas de algunos amigos de Lima. De repente escuché en la voz de uno de ellos un texto mío y me quedé más asombrado aún de lo que ya estaba. Al final de la lectura había una conversación con el público y yo desde la sala le agradecí a los dos melenudos por haberme incluido en su selección. Me preguntaron quién era yo, les dije mi nombre, nos dimos un abrazo y se identificaron: eran Mario Santiago y Roberto Bolaño. Desde ese día fuimos amigos y para fijar el encuentro en la memoria nos hicimos una foto al borde del lago. Aún la tengo: estamos los cuatro y Rubén Medina, de quien después no supe más. Mario me dijo una vez que se había ido a Estados Unidos.
¿Qué recuerdos sobreviven de esos años?
Muchos, y con ellos voy a construir parte de mi próximo libro que se llamará Un mundo al revés. Recuerdo la vez en que una amiga muy querida, Dina García, se apareció por la Casa del Lago llevando unos patines en el bolso. Se los prestó a Roberto Bolaño y éste se puso a patinar dando vueltas como Chaplin en Tiempos modernos. Yo, que ya por esa época tomaba fotos, disparé varias veces mi cámara y tengo, pues, en mi poder una serie de fotos hasta ahora inéditas en las que Roberto patina feliz de la vida. Otro recuerdo: estamos en el café La Habana cuatro o cinco de los infrarrealistas cuando irrumpe en el local Darío Galicia. A través de movimientos femeninos muy violentos su cuerpo transmite indignación, la cual se impone aún más en el ambiente por sus gritos que hacen referencia al asesinato de Pasolini. ¿Quién es?, pregunto yo que no lo conozco. Y Roberto me responde al oído: uno de los más importantes poetas mexicanos. Y así podría seguir con los recuerdos: las visitas a Efraín Huerta en su casa, los encuentros cantineros con Jorge Sabines, las conversaciones amistosas con Miguel Donoso Pareja, las películas de Fassbinder en el auditorio del Instituto de Antropología e Historia, las irrupciones infrarrealistas en mi oficina para raptarme y llevarme a una cantina, las caminatas por Tepito, los bares del centro, los dancings de malamuerte con ficheras, los libros que uno le prestaba a Mario Santiago y que él devolvía repletos de versos suyos en cada espacio blanco... Pero tal vez el recuerdo más infrarrealista de todos sea el escándalo que se produjo cuando participamos en una fiesta en casa de Álvaro Uribe, un escritor niño bien que había ganado un premio de cuento. Como Bolaño había sido premiado en poesía lo habían invitado, y llegó con nosotros, unos cuatro, creo. Para beber donde Uribe sólo proponían refrescos, nada de alcohol, así que nos procuramos por nuestra cuenta unos rones o tequilas o mezcales. En un momento dado Marga, que era mi compañera en aquel tiempo, se puso a bailar de manera muy erótica con una alemana que era la novia del hijo de la orquesta sinfónica de México. Y eso para Uribe y sus iguales fue algo insoportable. Nos terminaron echando fuera y nos fuimos contentos mientras Mario gritaba: “¡chinguen a su madre pinches culeros!
¿Quiénes formaban parte del infrarrealismo en aquellos años?
El infrarrealismo no era un grupo organizado ni nada por el estilo. Lo integraban -si se puede decir así-, Mario Santiago y Roberto Bolaño, por supuesto, y alrededor de ellos, Cuauhtémoc y Ramón Méndez, José Peguero, Jorge Hernández (que un día pasaría a llamarse “Piel Divina”, pero esa es una historia muy larga para contarla aquí), los chilenos Bruno Montané y Juan Esteban Harrington... Allí llegué yo y al estar con ellos me convertí en infrarrealista. Había también algunas mujeres: Lupita, la compañera de Peguero, que andaba con nosotros, y otras que eran poetas y también musas invisibles de Mario y Roberto, como Kyra Galván. Entre los que eran y no eran infrarrealistas estaban Orlando Guillén, Rubén Medina, Juan Vicente Anaya y algún otro poeta que ahora olvido. A todos ellos los conocí y compartimos lecturas, pláticas, fumadas y borracheras.
¿Cómo viviste tu relación con Mario y Roberto?
Mario y Roberto eran seres muy diferentes pero complementarios. Ambos tenían una pasión por la literatura y, sobre todo, la poesía, que les llenaba por completo la existencia. Pero la pasión de uno y otro eran también muy diferentes. La de Mario era algo absoluto que lo llevaba a la marginalidad. Mario no aceptaba ningún compromiso, no buscaba la gloria literaria ni hacerse conocido como poeta. Vivía la poesía cada día en cada milímetro de su cuerpo y en cada una de sus neuronas. La de Mario era una de esas pasiones que te consumen rápidamente la vida, todo. Roberto no era así. Roberto sabía que estaba destinado a hacer una “carrera” literaria y pese a su marginalidad en el México de entonces buscaba canales de expresión, editores, contactos. Mientras yo estaba allí salió un primer libro suyo de poesía, en una cuidada edición artesanal, y Roberto estaba loco de contento. A Mario en esa época no se le pasaba por la cabeza publicar, lo que escribía lo perdía sin que eso le importara mucho. Pero ambos eran complementarios ya que uno neutralizaba en el otro algunas de sus tendencias. Roberto neutralizaba en Mario las tendencias más autodestructivas y Mario neutralizaba en Roberto el afán de triunfo literario. Yo anduve mucho con ambos desde una posición intermedia, equidistante.
¿El infrarrealismo tocó de alguna manera tu vida?
Puedo decir que hubo un antes y un después. Y que de esa experiencia casi cotidiana con el furor de la poesía salí transformado. Mario Santiago y Roberto Bolaño fueron amigos entrañables y me hicieron volver a la literatura cuando yo andaba tal vez demasiado metido en la problemática política. Cuando dejé México y me vine a vivir a París no se rompieron los lazos. Al contrario, se mantuvieron incluso de manera a veces extraña. Recuerdo aquella vez en que no sé porqué razón yo regresaba a pie a casa bordeando el Sena y, de repente, como ocurría frecuentemente en México, me encontré con Mario y Roberto. Fue una enorme sorpresa, un azar nada fortuito. Otras veces estuve con Mario en París cuando volvió de Israel medio alucinado y enfermo. Tenía las manos destrozadas por la sarna y nos la transmitió a varios. Lo volví a ver en México, en el café La Habana, como antaño, y sentí de nuevo la duplicidad de nuestra relación: él era demasiado radical en su existencia, iba siempre demasiado lejos y demasiado rápido y era casi imposible seguirlo. Yo me acomodaba más en el mundo aunque el mundo tal cual es nunca me ha gustado. Mario en cierta forma me reprochaba lo primero pero compartía conmigo el descontento ante la vida. Eso deja huellas, marcas que no se borran nunca, y la persona que soy hoy y que escribe, piensa y siente lo que escribo, pienso y siento, no sería la misma si no hubiera vivido el tiempo del infrarrealismo, la complicidad infrarrealista, la urgencia poética infra.
(Fragmentos de una entrevista cibernética con Raúl Silva)
* José Rosas Ribeyro. Poeta y productor radiofónico. Actualmente colabora en Radio Francia Internacional.
Fue algo increíble. No hace mucho que había llegado a México a encontrarse conmigo mi compañera de entonces, la escultora Margarita Caballero, cuando regresó un día a casa trayendo una hoja en la que se invitaba a una serie de lecturas de “nueva poesía latinoamericana” en la Casa del Lago. Resulta que la siguiente lectura programada era de poesía peruana. Marga y yo fuimos, pues, a la lectura y descubrimos en una tarima, sentados detrás de una larga mesa, a dos jóvenes melenudos como yo que no paraban de fumar, hablaban apasionadamente y leían con brío poemas de algunos amigos de Lima. De repente escuché en la voz de uno de ellos un texto mío y me quedé más asombrado aún de lo que ya estaba. Al final de la lectura había una conversación con el público y yo desde la sala le agradecí a los dos melenudos por haberme incluido en su selección. Me preguntaron quién era yo, les dije mi nombre, nos dimos un abrazo y se identificaron: eran Mario Santiago y Roberto Bolaño. Desde ese día fuimos amigos y para fijar el encuentro en la memoria nos hicimos una foto al borde del lago. Aún la tengo: estamos los cuatro y Rubén Medina, de quien después no supe más. Mario me dijo una vez que se había ido a Estados Unidos.
¿Qué recuerdos sobreviven de esos años?
Muchos, y con ellos voy a construir parte de mi próximo libro que se llamará Un mundo al revés. Recuerdo la vez en que una amiga muy querida, Dina García, se apareció por la Casa del Lago llevando unos patines en el bolso. Se los prestó a Roberto Bolaño y éste se puso a patinar dando vueltas como Chaplin en Tiempos modernos. Yo, que ya por esa época tomaba fotos, disparé varias veces mi cámara y tengo, pues, en mi poder una serie de fotos hasta ahora inéditas en las que Roberto patina feliz de la vida. Otro recuerdo: estamos en el café La Habana cuatro o cinco de los infrarrealistas cuando irrumpe en el local Darío Galicia. A través de movimientos femeninos muy violentos su cuerpo transmite indignación, la cual se impone aún más en el ambiente por sus gritos que hacen referencia al asesinato de Pasolini. ¿Quién es?, pregunto yo que no lo conozco. Y Roberto me responde al oído: uno de los más importantes poetas mexicanos. Y así podría seguir con los recuerdos: las visitas a Efraín Huerta en su casa, los encuentros cantineros con Jorge Sabines, las conversaciones amistosas con Miguel Donoso Pareja, las películas de Fassbinder en el auditorio del Instituto de Antropología e Historia, las irrupciones infrarrealistas en mi oficina para raptarme y llevarme a una cantina, las caminatas por Tepito, los bares del centro, los dancings de malamuerte con ficheras, los libros que uno le prestaba a Mario Santiago y que él devolvía repletos de versos suyos en cada espacio blanco... Pero tal vez el recuerdo más infrarrealista de todos sea el escándalo que se produjo cuando participamos en una fiesta en casa de Álvaro Uribe, un escritor niño bien que había ganado un premio de cuento. Como Bolaño había sido premiado en poesía lo habían invitado, y llegó con nosotros, unos cuatro, creo. Para beber donde Uribe sólo proponían refrescos, nada de alcohol, así que nos procuramos por nuestra cuenta unos rones o tequilas o mezcales. En un momento dado Marga, que era mi compañera en aquel tiempo, se puso a bailar de manera muy erótica con una alemana que era la novia del hijo de la orquesta sinfónica de México. Y eso para Uribe y sus iguales fue algo insoportable. Nos terminaron echando fuera y nos fuimos contentos mientras Mario gritaba: “¡chinguen a su madre pinches culeros!
¿Quiénes formaban parte del infrarrealismo en aquellos años?
El infrarrealismo no era un grupo organizado ni nada por el estilo. Lo integraban -si se puede decir así-, Mario Santiago y Roberto Bolaño, por supuesto, y alrededor de ellos, Cuauhtémoc y Ramón Méndez, José Peguero, Jorge Hernández (que un día pasaría a llamarse “Piel Divina”, pero esa es una historia muy larga para contarla aquí), los chilenos Bruno Montané y Juan Esteban Harrington... Allí llegué yo y al estar con ellos me convertí en infrarrealista. Había también algunas mujeres: Lupita, la compañera de Peguero, que andaba con nosotros, y otras que eran poetas y también musas invisibles de Mario y Roberto, como Kyra Galván. Entre los que eran y no eran infrarrealistas estaban Orlando Guillén, Rubén Medina, Juan Vicente Anaya y algún otro poeta que ahora olvido. A todos ellos los conocí y compartimos lecturas, pláticas, fumadas y borracheras.
¿Cómo viviste tu relación con Mario y Roberto?
Mario y Roberto eran seres muy diferentes pero complementarios. Ambos tenían una pasión por la literatura y, sobre todo, la poesía, que les llenaba por completo la existencia. Pero la pasión de uno y otro eran también muy diferentes. La de Mario era algo absoluto que lo llevaba a la marginalidad. Mario no aceptaba ningún compromiso, no buscaba la gloria literaria ni hacerse conocido como poeta. Vivía la poesía cada día en cada milímetro de su cuerpo y en cada una de sus neuronas. La de Mario era una de esas pasiones que te consumen rápidamente la vida, todo. Roberto no era así. Roberto sabía que estaba destinado a hacer una “carrera” literaria y pese a su marginalidad en el México de entonces buscaba canales de expresión, editores, contactos. Mientras yo estaba allí salió un primer libro suyo de poesía, en una cuidada edición artesanal, y Roberto estaba loco de contento. A Mario en esa época no se le pasaba por la cabeza publicar, lo que escribía lo perdía sin que eso le importara mucho. Pero ambos eran complementarios ya que uno neutralizaba en el otro algunas de sus tendencias. Roberto neutralizaba en Mario las tendencias más autodestructivas y Mario neutralizaba en Roberto el afán de triunfo literario. Yo anduve mucho con ambos desde una posición intermedia, equidistante.
¿El infrarrealismo tocó de alguna manera tu vida?
Puedo decir que hubo un antes y un después. Y que de esa experiencia casi cotidiana con el furor de la poesía salí transformado. Mario Santiago y Roberto Bolaño fueron amigos entrañables y me hicieron volver a la literatura cuando yo andaba tal vez demasiado metido en la problemática política. Cuando dejé México y me vine a vivir a París no se rompieron los lazos. Al contrario, se mantuvieron incluso de manera a veces extraña. Recuerdo aquella vez en que no sé porqué razón yo regresaba a pie a casa bordeando el Sena y, de repente, como ocurría frecuentemente en México, me encontré con Mario y Roberto. Fue una enorme sorpresa, un azar nada fortuito. Otras veces estuve con Mario en París cuando volvió de Israel medio alucinado y enfermo. Tenía las manos destrozadas por la sarna y nos la transmitió a varios. Lo volví a ver en México, en el café La Habana, como antaño, y sentí de nuevo la duplicidad de nuestra relación: él era demasiado radical en su existencia, iba siempre demasiado lejos y demasiado rápido y era casi imposible seguirlo. Yo me acomodaba más en el mundo aunque el mundo tal cual es nunca me ha gustado. Mario en cierta forma me reprochaba lo primero pero compartía conmigo el descontento ante la vida. Eso deja huellas, marcas que no se borran nunca, y la persona que soy hoy y que escribe, piensa y siente lo que escribo, pienso y siento, no sería la misma si no hubiera vivido el tiempo del infrarrealismo, la complicidad infrarrealista, la urgencia poética infra.
(Fragmentos de una entrevista cibernética con Raúl Silva)
* José Rosas Ribeyro. Poeta y productor radiofónico. Actualmente colabora en Radio Francia Internacional.
2 comentarios:
los detectives salvajes y la decima musa juntos!!!!
La utilidad de la poesía se ve sobajada en sus formas minimás y escatológicas en la voz aguardentosa y mano atrabiliaria y pobre de este infrasubgénero de los infrarealistas con todo y su Gurú que ni a nombre le alcanzó a dar su propia genesis teniendo que escudarse como los cobardes en otro nombre por que al "niño" no le gustó su identidad tan infima que le tocó por destino aqui se le engrandece por palabras que tiró al viento en una erucción beoda de peda tras peda y el señor Peruano que lo ensalza con ese espacio de suicidas en potencia y nunca de una identidad literaria que quiso copiar de los estridentistas un fallo absoluto.
Pero no crean que esta fuerte critica es nada mas para los desarraigados y pobres pues tambien para los oficialistas hay la Estrella de Jesús Garma que si escribe poesía y que estudia poesia y que está premiada por ser poeta ¿o poetisa? tampoco cumple con ser útil su poesia es una biografia de elogios hacia su ser entonces la utilidad de la poesía se pierde en vanidades mutºuas sociedad anonima en eso se parece a Jose Alfredo Méndez alias el Sol Negro.
¿Poetas? Ahi está Miguel Hernández o José Martí.
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