Es un sábado gris de junio, tres de la tarde. La Molina es, como siempre, un territorio sesgado, tranquilo y remoto. Bajamos en el cruce de las avenidas Constructores e Ingenieros. Mientras nos acercamos a la casa del poeta la calma decrece. Marvin Lara se impacienta. «Es acá», nos sugiere. Imaginamos una casa muy grande; propicia para la inspiración sosegada de un poeta, pensamos. Llegamos a la dirección indicada. La casa no es muy grande; tampoco pequeña. Tiene dos pisos y un patio espacioso plagado de tiestos con helechos. Jorge Vergara se aproxima al enrejado y toca el timbre. Pasan algunos segundos que parecen eternos. Hasta que al fin aparece tras la puerta la inquieta figura del poeta. Mantiene una expresión apacible y traslúcida; su sonrisa parece perenne, como si siempre estuviese contento. «Hola», nos dice al llegar a la entrada, «¿cómo están? Enrique Verástegui, mucho gusto». Cada uno de nosotros se presenta. Nos invita a pasar. Cruzamos el patio e ingresamos a la casa. La sala es un ambiente muy pulcro, piso parquet, paredes blancas. «Mi madre mantiene todo esto muy limpio», nos dice. Hay algo de niño en este hombre, pensamos, que perdurará hasta sus últimos días. Nos apostamos cómodamente en los amplios sofás. «Hemos traído un vino para brindar, don Enrique». El poeta asiente, mientras se acomoda las gafas. Entonces, se aproxima al cuarto contiguo y vuelve al minuto con cinco copas, un sacacorchos y un cenizero. Se sienta con nosotros, servimos el vino, prendemos algunos cigarros e iniciamos la conversación. «¿Cómo están, muchachos?», nos dice, «es un honor tenerlos aquí». Muy timoratos, tanteamos ciertas preguntas, repasando algunos temas menores antes de intentar penetrar en su universo. Este hombre, sabemos, ha leído más de mil libros. «¡Qué mil libros!», nos dice, «¡Cien mil libros en toda mi vida!». Por ello, confiesa, con mucha modestia, que se considera un erudito. «Yo puedo hablar de todos los temas, ustedes propónganlos que yo converso». De manera que esto resulta una ayuda muy útil para abordar los temas que nos interesan. Inevitablemente nos inclinamos por hablar de su generación y el movimiento Hora Zero. «Yo he sido un offsider», nos cuenta, «poéticamente me formé muy aparte de ellos, aunque los frecuenté siempre y fuimos grandes amigos, con ideales compartidos».
En determinado momento, nuestro afán se centra en definir sus influencias. Pero: «es tanto lo que leído», nos dice, «que les mentiría diciéndoles que estoy influenciado por unos pocos; todos, absolutamente todos, han dejado en mí su huella». Surgen, entonces, preguntas diversas: París, Barcelona, Oquendo de Amat, Kristeva... «Jamás conocí a Julia», responde. Su sinceridad nos sorprende. «Pero sí conocí a Ginsberg, a Paz, a Bolaño, a Ribeyro, etc».
Enrique Verástegui rodeado de Armando Alzamora, César Copacondori y Marvin Lara, integrantes de Otras voces
¿Y qué tan cierta es la leyenda maldita de Verástegui? Él afirma: «Yo no soy tan bohemio como la gente cree. Me tomo un vino tranquilo en mi casa pero sin molestar a nadie. Nunca probé droga alguna». No nos centramos en un sólo tema, pasamos, indistintamente, de la dialéctica a sus experiencias, del socialismo a la ecología, de las matemáticas a la poesía. Es, sin duda, un ser diferente. Su curiosidad radica en su enajenación. Verástegui parece vivir para adentro. No nos incita al silencio ni al estruendo. Nos aísla en nuestra singularidad común. Nos hace entender de qué lado está cada uno. Pero es algo que no se comprende en ese instante, sino días después. Aquél universo propio en el que vive ha sido siempre inexpugnable. Y si para él, como dice, la locura es mundana y no forma parte de su vida, para nosotros, en cambio, parece habérselo llevado a «los extramuros del mundo», mas no alejándolo del todo, sino refugiándolo en una costa cercana desde donde contempla, con vital alegría, y vital desazón, la existencia y los años que van de la mano.
No es verdad que la tarde se haya acabado. Sin embargo, llega la hora de partir. El poeta accede, amablemente, a tomarse las fotos. Nos pide que se las enviemos. «Así será, don Enrique». Nos ponemos de pie y nos acompaña a la puerta. «¿Están felices?», nos dice. En realidad parecemos confundidos, pero sí, la alegría es distinta y no distante. «Llámenme cuando gusten, muchachos, yo estaré encantado de recibirlos». «Así será, don Enrique». Nos despedimos. Un apretón de manos. Un abrazo. «Hasta pronto»
Nos alejamos pensando, cada quien por su lado, que algo extraño ha pasado esta tarde, que hemos libado un buen vino con un bardo y que a pesar de ello todo ha sido fugaz y lejano. ¿En qué momento acabó? Hurgamos respuestas que no existen y nos proponemos, ciegamente, a seguir el camino. La poesía quizás nos depare rumbos disímiles o, como los de Verástegui, curiosos y enloquecedores.
Tomado de http://www.revistaotrasvoces.blogspot.com
2 comentarios:
Muy bien chavos, interesante y los felicito hacen un buen equipo, quien como ustedes la verdad a mi me encantaria conocer y conversar con una persona como VERÁSTEGUI.
Armando :)felicidades , claro que me gustó el artículo.
Te aprecio, admiro, etc...
atte: Gaby Ayala :)
Conversar con Verástegui es ceñirse transitoriamente a la locura...
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