Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, fundadores de Hora zero
Mucho se ha hablado de la presencia, en la poesía peruana de los años 70, de un par de ingredientes característicos: el lenguaje popular y el coloquialismo exacerbado, claves para entender algunas de las diferencias de la poesía surgida en esos años con respecto a la consagrada de las promociones inmediatamente anteriores. Y el apunte es cierto en la medida en que destaca una evidencia, pero frustante al no hacer hincapié en un tema que ahora quiero subrayar: el de la continuidad de ese recurso poético desde la escritura en el siglo XIX y de la coherencia que eso supone para la renovación de la institución literaria (entendida en términos de circuito escrito y publicado, de autoría individual y de consumo también individual) hasta nuestros días.
Pongámonos, entonces, de acuerdo: cuando un poeta joven como Jorge Pimentel a principios de los 70 escribe "Neruda tengo la pinga, y deja que el río corra", lo que está haciendo es solamente confirmar una tendencia ya anunciada desde hacía muchos años en la poesía peruana: la de incorporar discursos provenientes de sujetos sociales que sólo lentamente habían ido ganando terreno para obtener legitimidad literaria (en tanto productores de discurso) en la institución literaria tradicional. El problema es bastante más complejo de lo que parece, pues requiere de una urgente formulación con respecto a términos como formaciones discursivas dominantes y dominadas, en correspondencia con términos derivados del estudio lingüístico, como norma "culta" y norma "popular" dentro del castellano peruano, sin soñar por ahora en incluir como parte de la otredad discursiva la que proviene de las lenguas no europeas (quechua, aymara, shipibo, machiguenga, etc., etc., etc.) que siguen siendo parte de la identidad de los grupos sociales marginales, y por lo tanto, dominados, de la nación peruana.
La historia, si se trata de trazarla, podría remontarse en términos concretos y provisionales a las Baladas peruanas, de Manuel González Prada, libro en que nuestro célebre incendiario echa mano de una serie de recursos coloquiales en boca de personajes de origen andino, y en el que en un alarde de intento integrador incluye términos como "ñusta", "zupay", "curaca", "chasqui", así como diálogos entre conquistadores e indígenas, sólo para mostrar la raigambre de la conocida e inverosímil situación del pueblo andino en el momento en que González Prada fusilaba de un plumazo a las formaciones sociales dominantes de la sociedad peruana a fines del XIX. Esta tímida aparición mediante quechuismos y giros coloquiales del castellano popular puede vincularse, por supuesto, a cierto ideario de origen costumbrista, pero, sobre todo, a la actitud misma de González Prada con respecto a todas las instituciones dominantes (y entre ellas la literatura) de la vida peruana. Desgraciadamente, una sola golondrina no hace verano, y el novomundismo de Chocano, con el privilegio implícito de un castellano "culto", anuló cualquier esperanza de construir lo que Mariátegui reclamaría más tarde como una literatura "nacional".
Sin embargo, y ya que de fundaciones hablamos, nada mejor que Vallejo para continuar con el anhelado proyecto de incorporar al otro (vale decir a las formaciones sociales dominadas) como texto y materia verbal dentro de una institución de origen y función principalmente dominantes. Ya desde la aparición de Los heraldos negros (en 1919), poetas como el mismísimo José María Eguren expresarían su rechazo por la presencia de un castellano popular en un lenguaje supuestamente "literario" como él entendía que debía ser el de la poesía. Ciro Alegría, que entrevistó al poeta de Simbólicas algunos años después de la aparición de Vallejo como poeta, cita a Eguren diciendo:
- Vallejo es un hombre de gran sensibilidad [...], pero no traduce esa sensibilidad de manera poética. Cuando yo leo versos suyos en los que dice "poto de chicha" o algo por el estilo, me desconcierto. Eso no es poesía. Es difícil imaginar nada menos poético. ¡"Poto de chicha"!, ¡"poto de chicha"! Suena vulgar e inclusive es antipoético. Si no siempre dice cosas como "poto de chicha", por ahí van las otras. La verdad es que no entiendo a Vallejo (Eguren: 1974, 436).
Cabe anotar que la imagen a la que Eguren aludía ni siquiera estaba bien citada. Probablemente se refería el poeta barranquino a una de las estrofas del primer soneto de "Nostalgias imperiales" de Los heraldos negros: "Un poyo con tres potos, es retablo / en que acaban de alzar labios en coro / la eucaristía de una chicha de oro" (Vallejo: 1974, 47). Y no es esta la única oportunidad en la que Vallejo dispone a su antojo de peruanismos y fórmulas coloquiales populares para conformar lo que sería el acta de defunción del esplendor novomundista. En Los heraldos negros hay numerosas apariciones de este tipo, y en Trilce muchas más, cuyos únicos estudios aproximados han sido hechos hasta el momento por César Angeles Caballero (Los quechuismos en la poesía de Vallejo: 1964) y Marco Martos y Elsa Villanueva (Las palabras de Trilce: 1990), sin llegar, sin embargo, a una definición de la presencia de los distintos tipos de formaciones discursivas dominadas que llevarían a Eguren y a otros a reacciones como la citada.
En fin, esta línea filológica subterránea en la poesía peruana se revitaliza cuando Carlos Germán Belli, desde los años 50, organiza un discurso heteroglósico (para usar la jerga bajtiniana) mezclando elementos del castellano del XVII con la replana limeña, en un sustancioso trabajo que deriva en su característico y particularísimo estilo. Desde el prólogo de Sextinas y otros poemas (1970) Julio Ortega señala esta presencia de las "voces del habla popular limeña", y no quiero, por ello, detenerme más en este autor, sino pasar directamente a dos de los poetas que sirven como antecedentes inmediatos de la explosión coloquialista de los del 70: me refiero a Luis Hernández y Manuel Morales, usualmente clasificados como parte de los poetas del 60, al lado de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos y otros, pero que nunca tuvieron el protagonismo de estos últimos. En realidad, con la introducción del llamado "británico modo" en la poesía oficial peruana lo que se ha visto usualmente es la reformulación de la falaz dicotomía entre poesía "pura" y poesía "social", tan típica de la llamada Generación del 50, para la construcción de un discurso que incorpora el coloquialismo como parte de una estrategia general de incorporación del montaje y de privilegio de la imagen visual, bajo el influjo, por supuesto, de los focos culturales de referencia más inmediata en el momento: la Europa anglosajona y la metrópoli norteamericana. Este fenómeno, por eso mismo, aunque no sólo por eso mismo, no es exclusivo de la poesía peruana de los años 60. Ya desde la aparición de la antipoesía de Nicanor Parra, el exteriorismo de Cardenal y el conversacionalismo de muchos poetas jóvenes de otros países de la región, lo que se puede notar es un intento de modernización literaria ávido por superar los viejos focos de influencia españoles y franceses, hijos tardíos del surrealismo y el postsimbolismo, tan característicos de buena parte de la poesía, en el caso del Perú, de los años 50. Pero con Luis Hernández y Manuel Morales el proyecto de aparición de un sujeto social dominado dentro de la institución literaria se refuerza por la abundancia con que utilizan la norma lingüística popular del castellano peruano. El emblemático adagio de Parra "Los poetas bajaron del Olimpo" tiene una realización más radical en Hernández y Morales que en ninguno de los otros poetas del 60. En Hernández, por ejemplo, basta recordar desde Las constelaciones (1965) el célebre poema a Ezra Pound ("Ezra: / Sé que si llegaras a mi barrio / Los muchachos dirían en la esquina: / Qué tal viejo, che' su madre"), y por qué no muchos otros versos (en el poema dedicado al dios "Apolo Azul", por ejemplo: "Te asemejas a algunos poetas / Siempre cercano al cielo, / O, si se quiere, a los techos, / Como Claudel. Y algo ligeramente cabro / Como Rimbaud [...] Cuando danzas seguido por las musas / Esas nueve pamperas"; o en el poema "Twiggy, la malpapeada": "El muchacho practica por un cine / La mostaza"; o en el poema "Abel": "Abel, Abel, qué hiciste de tu hermano, / Di, qué hiciste, / Con el tallo de tu cuerpo siempre pito / Las sandalias lustradas y tus veintes", y más adelante: "Sin embargo / Yo he visto a tu hermano y lo conozco / persiguiendo la cólera entre vainas"). En fin, son más de cuarenta las apariciones de la norma popular coloquial en la poesía édita de Hernández, mientras que en la de Morales, en el único libro que tiene publicado, Poemas de entrecasa, del 69, construcciones de flagrante léxico popular y personajes de las formaciones sociales dominadas aparecen en todos los poemas. Aquí unos bocaditos: "Seguro estoy de no ser un pobre huevastriste. / A los bacanes de la pesca los saludo. / Saludo a los pájaros que malogran el arado / A las doncellas de nalgas somnolientas / A mi vecino que ronca como un cerdo / Y a su mujer que lo atrasa con un negro" (del poema "Saludo"). Y por qué no citar el emblemático y siempre antologado "poema descriptivo" "Al amigo napolitano entre botellas van y botellas vienen": "Dijo ser napolitano. / Poseer dos queridas y un reloj. Y un apodo (por supuesto). / Pero reconocía al Callao como su más cruel amigo. / Disparó media docena de cebadas. / Y puso dos discos. / Luego habló de hembras calientes y recitó un soneto. / Una rata rubia salía de sus labios. / Y sus ojos eran transparentes como un celofán. / Claro está, embriagaba su presencia, era / Como encontrarse de pronto en una playa extranjera. / Y narró su soledad casi de costa a costa. Y sacó una carta. / Carta horadada por los años; donde las letras, más que leerlas, / Era menester adivinarlas. Después lloró como un napolitano. / Recordó a su padre ametrallado por los Nazis. ¿Quién no recuerda / Al viejo, sobre todo cuando bebe, y no es más el tiempo ayer? / De su madre dijo dos o tres cosas simples. Y calló. / Declaró no tener hermanos. Pero adujo -con orgullo napolitano- / Que su padre fue el Campeón Mundial de la cama. Las 83 / Mujeres que tuvo así lo confirman. / Esta vez yo pedí una docena. Y cigarrillos. Y puse discos / De Celina y Reutilio. Y celebramos ese acontecimiento. / Un perro ladró porque alguien le pisó la cola. Sonrió, y dijo: / 'Por el perro, ¡salud! Siempre es grato brindar por un perro'. Hizo un ademán como si recordara y prosiguió: 'Se llamaba Cacciatore / Y me salvó la vida en un incendio. Fue por el año 40, / Cuando Italia no era Italia y el país estaba hasta su huaino'. / El mosaico advirtió que cerraban y trajo la cuenta. / Pagamos mitad a mitad. Y salimos. / Nos despedimos. Y se fue hacia Santa Marina. / Yo lo recuerdo, simplemente, como un napolitano que chupó conmigo".
Pues bien, el libro, Poemas de entrecasa, había recibido un premio importante en el 68, año previo a su publicación, y la presencia del personaje popular como voz emisora del discurso era un recurso ya para el momento ampliamente aceptado. ¿Cómo se articulan, entonces, los primeros libros del grupo de poetas que hoy nos ocupa con esta tradición tan sucintamente descrita? Antes de entrar en detalles, es bueno aclarar que la pertenencia a alguno de los grupos poéticos formados en el momento (Hora Zero, Estación Reunida, entre otros) no es necesariamente un rasgo que explique en sí mismo el populismo verbal de la mayoría de los poetas aparecidos alrededor del 70. Muchos de los autores a los que aludiré no tienen filiación grupal, y eso no es óbice para que hagan un uso extensivo de las formaciones discursivas populares a lo largo de su producción. Resulta difícil trazar un panorama completo de los poetas del 70, y la edad no es precisamente el mejor criterio de selección. Un autor como Jorge Pimentel, reconocido unánimemente como cabecilla de Hora Zero, ha nacido en el 44, y por lo tanto, es tres años mayor que Mirko Lauer, considerado como integrante de la Generación del 60, según la antología Los nuevos (1967). Autores como Ricardo Silva Santisteban y César Toro Montalvo, ubicables según muchos entre los del 70, no tienen ninguna relación estilística con la mayoría de sus congéneres. Sin embargo, sí es posible coincidir en que el grueso de lo que se conoce hoy como Generación del 70 (y abro un paréntesis para aclarar que aunque el término "generación" siempre resulta exagerado lo utilizo aquí sólo por comodidad operativa) está designado en el grupo de poetas que aparecieron en la antología Estos 13, de José Miguel Oviedo, el año 73.
Dentro de ese conjunto de trece autores y un ausente me interesa destacar al ausente y a uno de los otros: Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, que lideraron Hora Zero desde sus inicios, en enero del 70, hasta 1973, en que se dio la primera separación. De ellos quiero tan sólo mencionar algunos breves ejemplos que revelan un manejo del castellano peruano muy al uso con la retórica oficial del discurso velasquista de esos mismos años. Versos como "Y muero por momentos, por minutos que los hago más prolongados" o "Pero no se preocupen. Ya los tengo entre manos a los nazis de Oxapampa" (de Kenacort y Valium 10, primer libro de Pimentel en 1970) son muestra de la aparición desenfadada no sólo de lo que habíamos venido destacando como el uso del léxico y el personaje populares, sino de marcas verbales muy propias del castellano peruano, como el pronombre redundante de objeto directo. Ejemplos como éste son ubicables en cada página de los tres primeros libros de este autor.
Cosa semejante puede decirse de Juan Ramírez Ruiz, quien en Un par de vueltas por la realidad, su primer libro, en el 71, se explaya en ejemplos de norma coloquial popular al querer presentar las distintas voces del sujeto social dominado en los términos, precisamente, más cercanos a la realidad: "Y es las 5 de la mañana. Y yo y tú mi mariposa en el Puerto / del Callao y un hombre: Chucha de tu madre, sapo podrido, marinero hijo de borracho sarnoso. Y otro: Cómete la lengua hijo de perra sifilítica / parido en sangre. Y una mujer con hijo: polilla lávate el tarro o parirás un sapo", y así por el estilo, donde la violencia verbal pretende subrayar una actitud de violencia por conquistar un espacio de oficialidad expresiva que ya había sido de alguna manera abierto por la larga tradición, todavía no suficientemente estudiada, de la presencia de las formaciones discursivas populares en la poesía peruana del circuito oficial.
Pimentel y Ramírez Ruiz representan sólo dos de los casos de una poética que merece una reflexión final, poética que desde la aparición de los autores del 80 ha caído en desuso y hasta en objeto de rechazo manifiesto. Me refiero específicamente al proceso en que la institución literaria peruana ha ido reforzándose gracias a una serie de contradicciones internas y de intentos parricidas y populistas que a la larga sólo tienen como efecto dar validez a una forma de representación y de modelamiento de sujeto social desde una perspectiva de dominación, como en términos tradicionales le ha correspondido a la institución literaria.
Es posible concordar en que la línea de escritura que incorpora la voz de los sujetos sociales dominados, línea que como hemos visto tiene sus lejanas raíces en el siglo XIX y quién sabe antes, significa la creación de un espacio discursivo que modifica el espacio en el que sólo cabían los discursos de los sujetos sociales dominantes de la sociedad peruana. Resulta muy difícil por ahora aventurar a partir de ello algún juicio con respecto a la formación de una literatura "nacional" sólo por la incorporación textual hecha del otro en el circuito del uno. Si aceptamos que el conjunto de la nación peruana puede ser caracterizado en términos tentativos como un enorme sujeto social descentrado, pues las marcas de la identidad nacional en realidad están muy dispersas para corresponder a una entidad nominalizable como sujeto único que corresponda a todas las formaciones sociales, dominantes y dominadas; si aceptamos, decía, a este sujeto social descentrado como tal, tenemos que aceptar también que la discursividad de aquellos sujetos sociales específicos, ajenos al circuito escrito de autoría y consumo individual (al que la "poesía peruana" pertenece), no ha sido incorporada, sino muy superficialmente y con adaptaciones al formato poético occidental, a una institución que se reclama a sí misma como parte representativa de la "nacionalidad" en su conjunto.
Pero no quiero parecer pesimista ni condenatorio. Las palabras anteriores sólo han pretendido resaltar algo por demás obvio pero siempre necesario cuando se trata de ubicar en un contexto el estudio específico de autores como los que esta tarde vamos a estudiar. Es siempre interesante y hasta placentero recordar que, pese a todo, hay una "cultura de la poesía", como la llama Rodolfo Hinostroza, en el Perú, dentro de la que las promociones que se suceden vertiginosamente cultivan aspectos específicos de la discursividad, según sus intereses sociales y el aire político del momento. El rasgo de la poesía del 70 que he querido subrayar, sobre todo en el aspecto de una filiación que proviene muy de antes, no es tal vez absolutamente válido para todos los autores del 70, pero sí me atrevería a decir que resulta, más de veinte años después de aparecidos, uno de los aspectos más interesantes y reveladores de una continuidad, antes que de una ruptura, como muchos de ellos mismos creyeron en su momento realizar.
Falta por el momento un estudio serio y abarcador de aquellas marcas correspondientes a las formaciones discursivas dominantes y dominadas o, si se quiere, norma culta y norma popular, en el castellano peruano, y por lo mismo, el estudio de las marcas textuales dentro la poesía peruana es todavía una tarea a la que le esperan largos años de camino, sobre todo al irse perfeccionando la terminología y la metodología para acercarse al fenómeno de la discursividad literaria desde una perspectiva más amplia que la de la crítica literaria canónica. Al romper los marcos de entendimiento de la "poesía peruana" para acercar a ésta al fenómeno más amplio del cruce cultural podremos evaluar con cierta distancia, precisamente la distancia que da el acelerado y cautivante proceso político y social actual del Perú, a este importante sector de nuestras letras latinoamericanas.
Muchas gracias.
José Antonio Mazzotti
Lexington, Kentucky, 27 de abril de 1991.
Pongámonos, entonces, de acuerdo: cuando un poeta joven como Jorge Pimentel a principios de los 70 escribe "Neruda tengo la pinga, y deja que el río corra", lo que está haciendo es solamente confirmar una tendencia ya anunciada desde hacía muchos años en la poesía peruana: la de incorporar discursos provenientes de sujetos sociales que sólo lentamente habían ido ganando terreno para obtener legitimidad literaria (en tanto productores de discurso) en la institución literaria tradicional. El problema es bastante más complejo de lo que parece, pues requiere de una urgente formulación con respecto a términos como formaciones discursivas dominantes y dominadas, en correspondencia con términos derivados del estudio lingüístico, como norma "culta" y norma "popular" dentro del castellano peruano, sin soñar por ahora en incluir como parte de la otredad discursiva la que proviene de las lenguas no europeas (quechua, aymara, shipibo, machiguenga, etc., etc., etc.) que siguen siendo parte de la identidad de los grupos sociales marginales, y por lo tanto, dominados, de la nación peruana.
La historia, si se trata de trazarla, podría remontarse en términos concretos y provisionales a las Baladas peruanas, de Manuel González Prada, libro en que nuestro célebre incendiario echa mano de una serie de recursos coloquiales en boca de personajes de origen andino, y en el que en un alarde de intento integrador incluye términos como "ñusta", "zupay", "curaca", "chasqui", así como diálogos entre conquistadores e indígenas, sólo para mostrar la raigambre de la conocida e inverosímil situación del pueblo andino en el momento en que González Prada fusilaba de un plumazo a las formaciones sociales dominantes de la sociedad peruana a fines del XIX. Esta tímida aparición mediante quechuismos y giros coloquiales del castellano popular puede vincularse, por supuesto, a cierto ideario de origen costumbrista, pero, sobre todo, a la actitud misma de González Prada con respecto a todas las instituciones dominantes (y entre ellas la literatura) de la vida peruana. Desgraciadamente, una sola golondrina no hace verano, y el novomundismo de Chocano, con el privilegio implícito de un castellano "culto", anuló cualquier esperanza de construir lo que Mariátegui reclamaría más tarde como una literatura "nacional".
Sin embargo, y ya que de fundaciones hablamos, nada mejor que Vallejo para continuar con el anhelado proyecto de incorporar al otro (vale decir a las formaciones sociales dominadas) como texto y materia verbal dentro de una institución de origen y función principalmente dominantes. Ya desde la aparición de Los heraldos negros (en 1919), poetas como el mismísimo José María Eguren expresarían su rechazo por la presencia de un castellano popular en un lenguaje supuestamente "literario" como él entendía que debía ser el de la poesía. Ciro Alegría, que entrevistó al poeta de Simbólicas algunos años después de la aparición de Vallejo como poeta, cita a Eguren diciendo:
- Vallejo es un hombre de gran sensibilidad [...], pero no traduce esa sensibilidad de manera poética. Cuando yo leo versos suyos en los que dice "poto de chicha" o algo por el estilo, me desconcierto. Eso no es poesía. Es difícil imaginar nada menos poético. ¡"Poto de chicha"!, ¡"poto de chicha"! Suena vulgar e inclusive es antipoético. Si no siempre dice cosas como "poto de chicha", por ahí van las otras. La verdad es que no entiendo a Vallejo (Eguren: 1974, 436).
Cabe anotar que la imagen a la que Eguren aludía ni siquiera estaba bien citada. Probablemente se refería el poeta barranquino a una de las estrofas del primer soneto de "Nostalgias imperiales" de Los heraldos negros: "Un poyo con tres potos, es retablo / en que acaban de alzar labios en coro / la eucaristía de una chicha de oro" (Vallejo: 1974, 47). Y no es esta la única oportunidad en la que Vallejo dispone a su antojo de peruanismos y fórmulas coloquiales populares para conformar lo que sería el acta de defunción del esplendor novomundista. En Los heraldos negros hay numerosas apariciones de este tipo, y en Trilce muchas más, cuyos únicos estudios aproximados han sido hechos hasta el momento por César Angeles Caballero (Los quechuismos en la poesía de Vallejo: 1964) y Marco Martos y Elsa Villanueva (Las palabras de Trilce: 1990), sin llegar, sin embargo, a una definición de la presencia de los distintos tipos de formaciones discursivas dominadas que llevarían a Eguren y a otros a reacciones como la citada.
En fin, esta línea filológica subterránea en la poesía peruana se revitaliza cuando Carlos Germán Belli, desde los años 50, organiza un discurso heteroglósico (para usar la jerga bajtiniana) mezclando elementos del castellano del XVII con la replana limeña, en un sustancioso trabajo que deriva en su característico y particularísimo estilo. Desde el prólogo de Sextinas y otros poemas (1970) Julio Ortega señala esta presencia de las "voces del habla popular limeña", y no quiero, por ello, detenerme más en este autor, sino pasar directamente a dos de los poetas que sirven como antecedentes inmediatos de la explosión coloquialista de los del 70: me refiero a Luis Hernández y Manuel Morales, usualmente clasificados como parte de los poetas del 60, al lado de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos y otros, pero que nunca tuvieron el protagonismo de estos últimos. En realidad, con la introducción del llamado "británico modo" en la poesía oficial peruana lo que se ha visto usualmente es la reformulación de la falaz dicotomía entre poesía "pura" y poesía "social", tan típica de la llamada Generación del 50, para la construcción de un discurso que incorpora el coloquialismo como parte de una estrategia general de incorporación del montaje y de privilegio de la imagen visual, bajo el influjo, por supuesto, de los focos culturales de referencia más inmediata en el momento: la Europa anglosajona y la metrópoli norteamericana. Este fenómeno, por eso mismo, aunque no sólo por eso mismo, no es exclusivo de la poesía peruana de los años 60. Ya desde la aparición de la antipoesía de Nicanor Parra, el exteriorismo de Cardenal y el conversacionalismo de muchos poetas jóvenes de otros países de la región, lo que se puede notar es un intento de modernización literaria ávido por superar los viejos focos de influencia españoles y franceses, hijos tardíos del surrealismo y el postsimbolismo, tan característicos de buena parte de la poesía, en el caso del Perú, de los años 50. Pero con Luis Hernández y Manuel Morales el proyecto de aparición de un sujeto social dominado dentro de la institución literaria se refuerza por la abundancia con que utilizan la norma lingüística popular del castellano peruano. El emblemático adagio de Parra "Los poetas bajaron del Olimpo" tiene una realización más radical en Hernández y Morales que en ninguno de los otros poetas del 60. En Hernández, por ejemplo, basta recordar desde Las constelaciones (1965) el célebre poema a Ezra Pound ("Ezra: / Sé que si llegaras a mi barrio / Los muchachos dirían en la esquina: / Qué tal viejo, che' su madre"), y por qué no muchos otros versos (en el poema dedicado al dios "Apolo Azul", por ejemplo: "Te asemejas a algunos poetas / Siempre cercano al cielo, / O, si se quiere, a los techos, / Como Claudel. Y algo ligeramente cabro / Como Rimbaud [...] Cuando danzas seguido por las musas / Esas nueve pamperas"; o en el poema "Twiggy, la malpapeada": "El muchacho practica por un cine / La mostaza"; o en el poema "Abel": "Abel, Abel, qué hiciste de tu hermano, / Di, qué hiciste, / Con el tallo de tu cuerpo siempre pito / Las sandalias lustradas y tus veintes", y más adelante: "Sin embargo / Yo he visto a tu hermano y lo conozco / persiguiendo la cólera entre vainas"). En fin, son más de cuarenta las apariciones de la norma popular coloquial en la poesía édita de Hernández, mientras que en la de Morales, en el único libro que tiene publicado, Poemas de entrecasa, del 69, construcciones de flagrante léxico popular y personajes de las formaciones sociales dominadas aparecen en todos los poemas. Aquí unos bocaditos: "Seguro estoy de no ser un pobre huevastriste. / A los bacanes de la pesca los saludo. / Saludo a los pájaros que malogran el arado / A las doncellas de nalgas somnolientas / A mi vecino que ronca como un cerdo / Y a su mujer que lo atrasa con un negro" (del poema "Saludo"). Y por qué no citar el emblemático y siempre antologado "poema descriptivo" "Al amigo napolitano entre botellas van y botellas vienen": "Dijo ser napolitano. / Poseer dos queridas y un reloj. Y un apodo (por supuesto). / Pero reconocía al Callao como su más cruel amigo. / Disparó media docena de cebadas. / Y puso dos discos. / Luego habló de hembras calientes y recitó un soneto. / Una rata rubia salía de sus labios. / Y sus ojos eran transparentes como un celofán. / Claro está, embriagaba su presencia, era / Como encontrarse de pronto en una playa extranjera. / Y narró su soledad casi de costa a costa. Y sacó una carta. / Carta horadada por los años; donde las letras, más que leerlas, / Era menester adivinarlas. Después lloró como un napolitano. / Recordó a su padre ametrallado por los Nazis. ¿Quién no recuerda / Al viejo, sobre todo cuando bebe, y no es más el tiempo ayer? / De su madre dijo dos o tres cosas simples. Y calló. / Declaró no tener hermanos. Pero adujo -con orgullo napolitano- / Que su padre fue el Campeón Mundial de la cama. Las 83 / Mujeres que tuvo así lo confirman. / Esta vez yo pedí una docena. Y cigarrillos. Y puse discos / De Celina y Reutilio. Y celebramos ese acontecimiento. / Un perro ladró porque alguien le pisó la cola. Sonrió, y dijo: / 'Por el perro, ¡salud! Siempre es grato brindar por un perro'. Hizo un ademán como si recordara y prosiguió: 'Se llamaba Cacciatore / Y me salvó la vida en un incendio. Fue por el año 40, / Cuando Italia no era Italia y el país estaba hasta su huaino'. / El mosaico advirtió que cerraban y trajo la cuenta. / Pagamos mitad a mitad. Y salimos. / Nos despedimos. Y se fue hacia Santa Marina. / Yo lo recuerdo, simplemente, como un napolitano que chupó conmigo".
Pues bien, el libro, Poemas de entrecasa, había recibido un premio importante en el 68, año previo a su publicación, y la presencia del personaje popular como voz emisora del discurso era un recurso ya para el momento ampliamente aceptado. ¿Cómo se articulan, entonces, los primeros libros del grupo de poetas que hoy nos ocupa con esta tradición tan sucintamente descrita? Antes de entrar en detalles, es bueno aclarar que la pertenencia a alguno de los grupos poéticos formados en el momento (Hora Zero, Estación Reunida, entre otros) no es necesariamente un rasgo que explique en sí mismo el populismo verbal de la mayoría de los poetas aparecidos alrededor del 70. Muchos de los autores a los que aludiré no tienen filiación grupal, y eso no es óbice para que hagan un uso extensivo de las formaciones discursivas populares a lo largo de su producción. Resulta difícil trazar un panorama completo de los poetas del 70, y la edad no es precisamente el mejor criterio de selección. Un autor como Jorge Pimentel, reconocido unánimemente como cabecilla de Hora Zero, ha nacido en el 44, y por lo tanto, es tres años mayor que Mirko Lauer, considerado como integrante de la Generación del 60, según la antología Los nuevos (1967). Autores como Ricardo Silva Santisteban y César Toro Montalvo, ubicables según muchos entre los del 70, no tienen ninguna relación estilística con la mayoría de sus congéneres. Sin embargo, sí es posible coincidir en que el grueso de lo que se conoce hoy como Generación del 70 (y abro un paréntesis para aclarar que aunque el término "generación" siempre resulta exagerado lo utilizo aquí sólo por comodidad operativa) está designado en el grupo de poetas que aparecieron en la antología Estos 13, de José Miguel Oviedo, el año 73.
Dentro de ese conjunto de trece autores y un ausente me interesa destacar al ausente y a uno de los otros: Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, que lideraron Hora Zero desde sus inicios, en enero del 70, hasta 1973, en que se dio la primera separación. De ellos quiero tan sólo mencionar algunos breves ejemplos que revelan un manejo del castellano peruano muy al uso con la retórica oficial del discurso velasquista de esos mismos años. Versos como "Y muero por momentos, por minutos que los hago más prolongados" o "Pero no se preocupen. Ya los tengo entre manos a los nazis de Oxapampa" (de Kenacort y Valium 10, primer libro de Pimentel en 1970) son muestra de la aparición desenfadada no sólo de lo que habíamos venido destacando como el uso del léxico y el personaje populares, sino de marcas verbales muy propias del castellano peruano, como el pronombre redundante de objeto directo. Ejemplos como éste son ubicables en cada página de los tres primeros libros de este autor.
Cosa semejante puede decirse de Juan Ramírez Ruiz, quien en Un par de vueltas por la realidad, su primer libro, en el 71, se explaya en ejemplos de norma coloquial popular al querer presentar las distintas voces del sujeto social dominado en los términos, precisamente, más cercanos a la realidad: "Y es las 5 de la mañana. Y yo y tú mi mariposa en el Puerto / del Callao y un hombre: Chucha de tu madre, sapo podrido, marinero hijo de borracho sarnoso. Y otro: Cómete la lengua hijo de perra sifilítica / parido en sangre. Y una mujer con hijo: polilla lávate el tarro o parirás un sapo", y así por el estilo, donde la violencia verbal pretende subrayar una actitud de violencia por conquistar un espacio de oficialidad expresiva que ya había sido de alguna manera abierto por la larga tradición, todavía no suficientemente estudiada, de la presencia de las formaciones discursivas populares en la poesía peruana del circuito oficial.
Pimentel y Ramírez Ruiz representan sólo dos de los casos de una poética que merece una reflexión final, poética que desde la aparición de los autores del 80 ha caído en desuso y hasta en objeto de rechazo manifiesto. Me refiero específicamente al proceso en que la institución literaria peruana ha ido reforzándose gracias a una serie de contradicciones internas y de intentos parricidas y populistas que a la larga sólo tienen como efecto dar validez a una forma de representación y de modelamiento de sujeto social desde una perspectiva de dominación, como en términos tradicionales le ha correspondido a la institución literaria.
Es posible concordar en que la línea de escritura que incorpora la voz de los sujetos sociales dominados, línea que como hemos visto tiene sus lejanas raíces en el siglo XIX y quién sabe antes, significa la creación de un espacio discursivo que modifica el espacio en el que sólo cabían los discursos de los sujetos sociales dominantes de la sociedad peruana. Resulta muy difícil por ahora aventurar a partir de ello algún juicio con respecto a la formación de una literatura "nacional" sólo por la incorporación textual hecha del otro en el circuito del uno. Si aceptamos que el conjunto de la nación peruana puede ser caracterizado en términos tentativos como un enorme sujeto social descentrado, pues las marcas de la identidad nacional en realidad están muy dispersas para corresponder a una entidad nominalizable como sujeto único que corresponda a todas las formaciones sociales, dominantes y dominadas; si aceptamos, decía, a este sujeto social descentrado como tal, tenemos que aceptar también que la discursividad de aquellos sujetos sociales específicos, ajenos al circuito escrito de autoría y consumo individual (al que la "poesía peruana" pertenece), no ha sido incorporada, sino muy superficialmente y con adaptaciones al formato poético occidental, a una institución que se reclama a sí misma como parte representativa de la "nacionalidad" en su conjunto.
Pero no quiero parecer pesimista ni condenatorio. Las palabras anteriores sólo han pretendido resaltar algo por demás obvio pero siempre necesario cuando se trata de ubicar en un contexto el estudio específico de autores como los que esta tarde vamos a estudiar. Es siempre interesante y hasta placentero recordar que, pese a todo, hay una "cultura de la poesía", como la llama Rodolfo Hinostroza, en el Perú, dentro de la que las promociones que se suceden vertiginosamente cultivan aspectos específicos de la discursividad, según sus intereses sociales y el aire político del momento. El rasgo de la poesía del 70 que he querido subrayar, sobre todo en el aspecto de una filiación que proviene muy de antes, no es tal vez absolutamente válido para todos los autores del 70, pero sí me atrevería a decir que resulta, más de veinte años después de aparecidos, uno de los aspectos más interesantes y reveladores de una continuidad, antes que de una ruptura, como muchos de ellos mismos creyeron en su momento realizar.
Falta por el momento un estudio serio y abarcador de aquellas marcas correspondientes a las formaciones discursivas dominantes y dominadas o, si se quiere, norma culta y norma popular, en el castellano peruano, y por lo mismo, el estudio de las marcas textuales dentro la poesía peruana es todavía una tarea a la que le esperan largos años de camino, sobre todo al irse perfeccionando la terminología y la metodología para acercarse al fenómeno de la discursividad literaria desde una perspectiva más amplia que la de la crítica literaria canónica. Al romper los marcos de entendimiento de la "poesía peruana" para acercar a ésta al fenómeno más amplio del cruce cultural podremos evaluar con cierta distancia, precisamente la distancia que da el acelerado y cautivante proceso político y social actual del Perú, a este importante sector de nuestras letras latinoamericanas.
Muchas gracias.
José Antonio Mazzotti
Lexington, Kentucky, 27 de abril de 1991.
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