lunes, 21 de marzo de 2022

Cinco poemas de Olga Orozco

 

Aquí están tus recuerdos...


Aquí están tus recuerdos:

este leve polvillo de violetas

cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;

tu nombre,

el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;

el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;

mi infancia, tan cercana,

en el mismo jardín donde la hierba canta todavía

y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,

entre los matorrales de la sombra.

 

Todo siempre es igual.

Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:

todo siempre es igual.

Aquí están tus dominios, pálido adolescente:

la húmeda llanura para tus pies furtivos,

la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,

las antiguas leyendas,

la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.

 

-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!

¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!

Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho

y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo

tan deslumbrante y claro.

 

¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,

por algún paisaje que he querido?

¿Recuerdas todavía la nevada?

 

¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,

tu morada de hierros y de flores!

Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,

extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,

tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos pétalos

después de haber mirado pasar,   ¡tanto tiempo!,

la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.

 

Espera, espera, corazón mío:

no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.

Otra vez, otra vez, corazón mío:

el roce inconfundible de la arena en la verja,

el grito de la abuela,

la misma soledad, la no mentida,

y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.

 

 

 

Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer...

 

Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer

y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca, déjame en el aire la sonrisa.

Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos

y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada noche del adiós:

un ojo en Achernar, el otro en Sirio,

las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,

tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución, en su Jordán de estrellas.

Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,

algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.

Pero déjame en el aire la sonrisa:

la leve vibración que azogue un trozo de este cristal de ausencia,

la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,

una tierna señal que horade una por una las hojas de este duro calendario de nieve.

Déjame tu sonrisa a manera de perpetua guardiana, Berenice.

 

 

 

El retoque final

 

Es este aquel que amabas.

A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,

a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,

a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su  ganancia,

consagraste los años del pesar y de la espera.

Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:

corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,

por las sucesivas efigies del error;

desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,

cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante

en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,

mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.

Él estaba en lo alto de cualquier escalera,

él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,

él te llamaba por tu verdadero nombre.

Construcciones en vilo,

sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,

por esas vibraciones con que vuelve un adiós;

cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.

Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,

una palabra fría como la lija y la sospecha,

y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,

se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.

Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.

Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,

romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,

el inútil y pérfido disfraz para mañana.

O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,

no haber visto jamás al que no fue.

Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,

habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,

la inevitable cinta de toda tu existencia.

Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;

él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,

con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.

 

 

 

En el final era el verbo

 

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,

humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,

así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.

Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;

fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.

Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,

nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?

Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación

o que fundaba mundos de visiones sin fondo

para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.

¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?

¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?

Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,

cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,

pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo

y a prescindir de mí hasta el último nudo.

Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,

urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante de los dioses,

reversos donde el misterio se desnuda,

donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos nombres,

sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.

Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera escarchada,

traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,

bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o el de las hormigas.

Miraba las palabras al trasluz.

Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.

Quería descubrir a Dios por transparencia.

 

 

 

Entre perro y lobo

 

Me clausuran en mí.

Me dividen en dos.

Me engendran cada día en la paciencia

y en un negro organismo que ruge como el mar.

Me recortan después con las tijeras de la pesadilla

y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:

una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la

     furia a solas,

y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.

 

No consigo saber quién es el amo aquí.

Cambio bajo mi piel de perro a lobo.

Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas

las planicies del porvenir y del pasado;

yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños

     muertos entre celestes pastizales.

Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,

o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la

     invasión del enemigo.

 

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,

y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.

Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,

y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres

un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.

He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:

he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,

y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.

Pero ¿quién vence en mí?

¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?

¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

 

 



Olga Orozco: Poeta argentina nacida Toay, La Pampa, en 1920. Su infancia transcurrió en Bahía Blanca hasta los dieciséis años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires donde inició su carrera literaria. Trabajó en el periodismo empleando varios seudónimos, dirigió algunas publicaciones literarias, hizo parte de la generación «Tercera Vanguardia» de marcada tendencia surrealista, y basó  su producción poética en la influencia que en ella ejercieran Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke.

Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida con los siguientes premios: «Primer Premio Municipal de Poesía», «Premio de Honor de la Fundación Argentina» 1971, «Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes», «Premio Esteban Echeverría», «Gran Premio de Honor» de la SADE, «Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita» en 1972, «Premio Nacional de Poesía» en 1988, «Láurea de Poesía de la Universidad de Turín», «Premio Gabriela Mistral»   otorgado por la OEA, «Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo» 1998.

De su obra merecen destacarse las siguientes publicaciones:  «Las muertes» en 1951, «Los juegos peligrosos» en 1962, «Cantos a Berenice» en 1977 y «Con esta boca, en este mundo» en 1994.  Falleció en 1999.

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