martes, 15 de octubre de 2013

Para no dejar de leer a José-Miguel Ullán, por Julio Ortega

(En Las voces inestables. Sobre la poesía de José-Miguel Ullán. Ed. de Miguel Casado. Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2011).
La poesía de José-Miguel Ullán es un acto de reinscripción radical del lenguaje, cuyas funciones de representación y comunicación pone al servicio de la materialidad aleatoria de los signos, de su caracter sensorial y lúdico. La poesía rehace al lenguaje al descubrir y explorar su potencialidad permutativa: el habla ya no dice al mundo, lo re-enuncia; su nueva función poética es la de reformular la lectura para liberar al lector. Se trata de una verdadera acción poética que en estos 40 años ha demostrado extraordinara fé en nosotros al recomenzar, en cada libro, la vida nueva de éste lenguaje otro, hecho de inteligencia, magia y deslumbramiento. Releyendo a Ullán hemos aprendido una nueva definición de la libertad, la que empieza con las palabras remontando en nosotros.
Me complace haberle dicho, a propósito de su poesía reunida, que uno comparte la ocurrencia deleitosa del poema como si hubiese sido apenas escrito. Es un poema sin edad, como el futuro.
Esta hipótesis de una nueva lectura poética postulada por la actividad del poema, empieza por poner a prueba al alfabeto mismo, verificando tanto su condición material como su calidad aleatoria. Lo primero concierne a la grafía, sometida a la suerte de precipitado químico de un operativo poético que la explora en su varia ocurrencia, entre el dibujo, el collage, y el montaje. Lo segundo concierne a la elision, al juego libérrimo de cortes y espacialización que liberan a la palabra de su peso literal, esa pesadumbre cultural de la lengua. El grafismo cuenta con la tachadura, con su propia substración. Su inscripción descontextualiza a la palabra para segmentarla en las nuevas unidades del poema imantado, hecho por las sílabas de otra lectura. Pero si la escritura promueve, en su grafismo, el evento sin causa ni consecuencia del acto mismo del corte y la inscripción, la lectura requiere de la sintaxis.
¿Qué leemos cuando nos interrogan estos poemas gráficos? La amplia seccion “Funeral mal” (1972-82) consigna varias estrategias gráficas, que ponen en tensión la lógica sintáctica, esa guardia civil del buen uso. Consideremos una vez más el entusiasmo con que un personaje de Godard en “Weekend”(1967) anuncia: “¡Es el fin de la era gramatical!,” lo que equivale a proclamar el fin del francés, o sea, del orden preclaro del mundo. No sé si por azar, Ullán había llegado el año anterior a París; y, al parecer, la película se inspiró en “La autopista del sur,” el cuento de Julio Cortázar (escrito en 1966) en el que la lógica de la velocidad, esa gramática de lo moderno, limita con el atasco de coches, cuyos nombres de marca designan a los personajes sin nombre. Ullán vivió diez en años en París, sospechamos que preparando su asalto a la era gramatical del español, esa autopista sureña atascada por la prolijidad de la prosa castellana.
En cualquier caso, aun si no hay otra forma de leer sino desde un modelo de articulación; es justamente contra ese dictámen del lenguaje, que actúa Ullán desarticulando el operativo decodificador, e instaurando un corte, una segmentación, en los rigores de la sintaxis; lo que equivale a decir que subvierte el orden del mundo en la página. En ese Laboratorio lo podemos ver como un mago lúdico del siglo XVIII, reinventando la imprenta en el sentido inverso, como una máquina conspirativa que desimprime la proliferación del mundo en la escritura. Pues lo que aprendemos a leer con Ullán es la diversidad en la repetición y la simetría en lo diverso (contrapuntos desestabilizadores); la oposición de términos similares y la similaridad de términos opuestos (antítesis y analogía); el desarrollo de un algoritmo gráfico, que suma signos en proceso de resignificación; y, en fin, el substrato del arte del papel grabado o impreso, que la plástica de los años 70, desde el pop art y el abstraccionismo post-geométrico, basada en la voluta y la espiral de la serie gráfica, exploró en un arte menos dramático que urbano, más impersonal que lírico, lejos del museo y más cerca de los medios y la gráfica. Esta parte de la obra fecunda de Ullán se deja leer, por ello, en el impulso de sus intervenciones marcadas. Pero el hecho de que el lenguaje esté ausente, tachado o intervenido, sugiere que lo operativo no oculta sino relieva la crítica del lenguaje mismo, y no únicamente del literario, que aparece descontado del ejercicio de leer. En unas declaraciones a Carlos Ortega (Babelia, El País, 10-6-2000, p.11) Ullán alude a la desazón de escribir: “…la vedad es que me agobio mucho cada vez que me entra la sospecha de que voy a ponerme a escribir. Ahí está la solemne comicidad; ‘ponerse a escribir’. Me parece un gesto idolátrico y monstruoso.” Y cuando por fin empieza a escribir, dice: “a partir de ese instante, dejan de molestarme los ruidos de la calle o de la vecindad; al contrario, cuento con ellos. Y, encima, pongo música. Y luego me dedico a emborronar papeles sin ton ni son: signos dudosos, monigotes, rayajos. En realidad, sólo escribo entre manchas.” Lo que equivale, digo yo, a hacer un tintero de La Mancha. Aprender a leer, nos enseña Ullán, es leer a pesar de las palabras.
Son los años del asalto al casticismo emprendido por Juan Goytisolo, del barroco mixturado de Severo Sarduy, de la aparición de Blanco (1967) de Octavio Paz. Y no es casual que Ullán concitara la complicidad de Tapies, Chillida, Saura, Arroyo y Rojo, entre otros artistas plásticos de lenguaje post-gramatical; tampoco lo es el que abriera un espacio gozoso y feraz de lenguajes entrecruzados, unos de ida, otros de vuelta, que a su modo exploraron luego Julián Ríos y Frederic Amat, cuyos extraordinarios recorridos del bosque de signos es de la misma estirpe; tal como en nuevas artes y artificios lo es la reciente novela española de invención. Más que para proponerse una deconstrucción crítica, su poesía regresa al alfabeto para rehacer el camino del lenguaje en una sintaxis abierta pero no abstrusa, barroquizante pero liviana, y capaz siempre de humor y asombro.
Por lo demás, cada libro suyo (cuaderno, album, catálogo, libro-objeto, caja, collage: el mismo soporte requiere ser reformulado) forma parte de esta constelación imaginada como otro museo de la creatividad más libre, la gratuita. No escribió dos páginas iguales porque escribía de nuevo cada vez, en el presente sucesivo y pródigo donde nos citaba para recomenzar el gran juego de re-des-nombrar. Aunque no era un poeta programático, ni mucho menos normativo, nos ha curado en salud de la plaga actual de poesía y biografía sentimental que indulge en efusiones y desafectos, como si la emoción se pudiese representar sin intermediaciones. No en vano llamó “agrafismos” a sus imágenes de varia combinatorial; el agrafismo sería la escritura de lo que no tiene escritura, o el rodeo gráfico sin grafía. Es también la gracia, y las gracias, de lo que él llamó “la gratitud no rentable.” Se entiende, así, que huyera de “la configuración de un estilo inconfundible, redondo y terminal,” como declaró a Carlos Ortega. Pero el hecho de que lo indiferenciado se niegue a ser diferenciado por el estilo, no hace menos in-confundible al acto poético puesto en abismo por esta poesía.
Fue, por eso, un poeta impecablemente libre, que en lugar de una biografía tiene una cronología que es una bibliografía. La vivacidad de su lenguaje y la calidad de su inventiva están en todo lo que escribió, desde los poemas recuperados del lenguaje público hasta los grafismos ganados al lenguaje impreso, desde los juegos formales con la tradición hasta los diálogos con sus pares latinoamerianos. Lo que empieza como grafismo prosigue como suma lexical compacta, notación desglosada, prosa de ironía lujosa, glosas y parodias de humor benévolo; y sagas de rara resonancia lírica, donde la poesía súbita y deslumbrante se debe a las pocas palabras que en el acto de sustituirse se encienden.
“Mas las palabras del cantor quien no las cree no las entiende,” escribió. El poema es esa dicción de lo entrevisto. Por lo mismo, sus sumas barrocas están hechas de restas lúcidas.
Si Baudelaire confiaba en lectores a los que la poesía pone en dificultades, la poesía de Ullán sigue creyendo que la mayor dificultad que tienen los lectores es ejercer su libertad.

II

Pero el trabajo poético de Ullán no se limita a explorar el lenguaje, desbasar los sustentos de la poesía, y graficar un habla que ocurre en su propio espacio, despojado de referencias consoladoras y abierto a la operatividad de la lectura.
Leyendo estos poemas, uno sigue el proceso de su traza fluida que, no sin el humor de la complicidad, recorre la exposición fortuita de lo diverso intangible. El arrebato lírico parte de los signos elementales, nos retrotraen al orígen del lenguaje y remiten a su fin. Esa epifanía ocurre, demoradamente, al comienzo y al fin del poema, antes de que se configure y después de su interrupción; en ese entreacto permutativo, el poeta para escribir unas lineas requiere tachar el todo del lenguaje, retenerlo en una palabra y contenerlo en una grafía; como si la poesía tuviera que hacerse, ya lo temió Vallejo, en contra de y a pesar de un lenguaje recargado de su propia historia, agobiado de definiciones equivalentes, y dado al trabajo jornalero de levantar un mapa redundante del mundo.
De lo que se trata, entonces, es de lo intratable: un golpe de sílabas que consagrará el azar. Sobrevalorada categoría ésta del azar homológico, que Mallarmé creyó dibujar gracias a la tipografía en el deplegado de la página, equivalente a la constelación sostenida por la atracción de los astros en la noche estrellada; como si el universo, en efecto, sólo declarara su existir en el poema. Ullán, con recóndita celebración irónica de los maestros de la puesta en página, hace no de la variación su método sino de las íntimas simetrías: el poema orgánicamente simétrico es el que corresponde a la celebración del mundo, contra el espectáculo ha vaciado de motivación al lenguaje, en una época en que las palabras ya no dicen el mundo ni lo representan sino que lo sustituyen infinitamente porque el lenguaje ha perdido la memoria y los nombres son mascarada de las cosas.
Más cerca parece Ullán de la otra tradición del graphos, la de Apollinaire y Huidobro. Es cierto que ambos se debieron a la calidad lúdica del lenguaje, cuyas entonaciones urbanas requieren de la nostalgia y el mito, de lo que va del poeta caminante al poeta en pleno vuelo sideral. Hoy vemos con ternura esa música de la época, que pronto el modernismo internacional convertirá en lo que Pound llamó “la épica del ego,” y que Eliot concibió como la fragmentación de los mitos. Queda por ver qué es lo que entre las vanguardias y el Modernismo internacional asumió José-Miguel Ullán como su linaje, liberado de la historia literaria y solitario al final de una gran familia. Tuvo Ullán entre el gran modernismo de Pound y Eliot y la vanguardia heroica de Tzara y Picabia, tiempo para voltear página y descubrir que era una página en blanco. No la de Mallarmé, que es espejo del Absoluto, sino la de los maestros catalanes, que van de Miró a Tapies, que hacen por el lenguaje la labor quizá más importante del arte español: despojarlo de su carga milenaria de referencialidad incólume. El discurso que late en un cuadro de Tapies es más intrínsico al lenguaje que la obra completa de cualquiera de nuestros filósofos dicharacheros.
¿Quién habla cuando habla Ullán? El problema es que a veces no habla, grafica. Y luego, des-grafica, como si tachara el diccionario que aguarda en la celda de definiciones a las palabras. Ya Cortázar había dicho que cada palabra tiene su tumba en el diccionario. Y Vallejo escribió Trilce en contra de la economía del diccionario, forjando su propio léxico, al punto que se nombra “Trilce” porque es una palabra que no está en el diccionario. El graphos habita en la Enciclopedia, determinando las disciplinas: geo-grafía, tele-grafía, mono-grafía, bio-grafía… Pero los dos términos de esas metáforas no remiten a una tercera, sino a una violencia, la del graphos como causa del objeto imaginado. De modo que el mundo se multiplica derivativamente en esa indulgencia del nombrar figurado. El lenguaje, sustentado como certidumbre por una mediación autorizada, se convierte en mapa literal del mundo y éste le da razón formulándose como fuente reiterada y común. El mundo es el diccionario del lenguaje, se diría, y las palabras sólo sirven para dar cuenta de nuestro lugar en su espesura y repetición. La historia de la censura, que es la madre de las disciplinas en español, empezando por la traducción, es la de una supresión del lenguaje para reducir lo real. La realidad, inevitablemente, se hizo doméstica, municipal, cachonda, descreída…Esto es, una representación de la muerte.
Decía Haroldo de Campos, es hora de traerlo a cuento, que los poetas escriben en otro idioma, en el chino que habla la poesía. Precisamente Haroldo y Augusto de Campos y los concretistas brasileños, herederos del gran Modernismo de la “Antropofagia”, habían hecho camino al desandar el Modernismo internacional y reconducir el letrismo y la grafía, la composición por bloques, que decía Haroldo al querer decir que el poema era una intensidad no por depuración sino por acumulación del bosque escritural en el blanco de la lectura, ese espacio epifánico que el pensamiento poético de María Zambrano, José Bergamín, José Angel Valente y Juan Goytisolo habían desbrazado para recomenzar desde un lenguaje pensado sin amarras en un mundo imaginado como libre. Pero más que de una genealogía que nos remonta a los místicos, que lo tenían todo por dicho, habría que considerar el proceso de un linaje, de un desencadenamiento, que se proyecta en el devenir. Por eso, la poesía de Octavio Paz hizo los trabajos de acarreo, buscando reconstruir el paisaje donde lo Nuevo aparece entrevisto como una escena del futuro, allí donde una poética de la lectura nos hace interlocutores y operadores de su varia actualidad. Por eso, leyendo a Ullán de pronto uno cree estar adelantado en varios libros, leyendo en un futuro bienvenido.
De modo que el dispositivo que Ullán introduce es el de una escritura que viene de todas partes pero no tiene origen, casi no tiene pasado, y se proyecta a un porvenir que no tiene traducción; esto es, ocupa el instante del presente en que fluye, en el puro ocurrir de su actualidad, sin nada que demostrar ni probar, como evento suficiente. Esa suficiencia es la audacia y la carencia del poema, su delicada aparición en la escena de la lectura, después de la saturación discursiva y antes del nihilismo. Pero no creo que la suya sea una poética del silencio o de la concentración extrema, sino una del poema sin remisiones, sin gramática histórica, cuya presencia es la forma de otra escritura, de una poesía material, visual y tangible, una poesía –como había propuesto Vallejo –que no se puede escribir discursivamente, a favor del lenguaje, sino a pesar del mismo y a veces, incluso en contra del mismo, en tanto evento enunciado, graficado, diseñado como trance y en tránsito: leve, sin énfasis, sin nostalgia ni protesta, como la verificación asombrada y antidramática de que el lenguaje es la materia de que estamos hechos pero cuya ocurrencia nos excede, abisma, y embarga. Leer es, entonces, contemplar, palpar y decir las palabras otras, las otras figuraciones, que remiten a la poesía, a la revelación de que en el lenguaje hay más de nosotros mismos de lo que sabemos.
Por eso, gracias a la intimidad de esa lucidez, a la belleza de esa fe, y al rigor de su demanda, es posible postular que la poética de José-Miguel Ullán no pasa por renovar o revificar el discurso poético. Su empresa es más radical. ¿Qué nos queda cuando perdemos el habla?, parece preguntarnos. Y nuestra respuesta, inevitablemente, es: Nos queda el lenguaje. Esto es, nos queda el idioma español.
Leyendo la impecable economía y elegante prosodia y versatilidad gráfica de Ullán, uno sospecha que su obra es una vasta refutación de la historia de la lengua española. Esta es una lengua, nos sugiere, que habría que expulsar del habla para acceder al lenguaje. Después de todo, su historia cultural sobrelleva las cargas de la ideología arcaica, la tradición reaccionaria, la pesadumbre absolutista, el antiliberalismo congénito, la formación ultramontana, la domesticidad redundante, la banalidad de las dictaduras y la perversidad de las censuras, el trauma del atraso, del tribalismo antimoderno, las heridas de la honra, el casticismo, el orgullo, y el ultraindividualismo. Sobre nuestro idioma se abaten las pestes del machismo, el racismo y la xenofobia. Y ésta es una lengua que ha padecido la sociopatología del misantropismo, que hace de la enemistad y el desprecio un modelo de vida. Escribir poesía demandrá expulsar a esa lengua española del lenguaje. Y sólo es posible hacerlo restando y tachando, volviendo a la traza y la grafía, previas a la voz inhumana. Dejando de hablarlo, sustituyéndolo por otros sistemas de signos, rehaciendo la comunicación como una hipótesis de fe, libertad y crítica. “Chillen, putas,” dijo Paz a las palabras, conjurando su abyección. Ullán se pregunta, en “Escuelas de lenguas”: “¿Darles utilidad equivaldría /a aumentar su aptitud para engordarlas?” (894).
En su magnífico Prólogo a Ondulaciones (Poesía reunida, 1968-2007), edición que debemos a Nicanor Vélez, como tantos libros que no acabaremos de agradecerle, escribe Miguel Casado: “Debate del lenguaje consigo mismo, extrema autoconciencia del texto, esa poesía acaba mostrándose como forma muy peculiar de poesía meditativa. Lo indeterminado e interior de la reflexión elude cualquier límite y el texto atraviesa la vida o la poética, la ética o la condición existencial, la política y las manifiestaciones de la crítica social, reconociéndolos como un solo espacio, cuerpo de las palabras. Los poemas indagan, piensan, descartan la emoción como punto de vista…y la reencuentran como intensidad de los materiales verbales”(36-37). Dicho de otro modo, su poesía estaba llena de mundo. Ya el emblema que eligió para su poesía reunida, Ondulaciones, remite a la gran tradición poetica del español, la de la Onda, que da forma y abunda en la noción de la Abundancia. Sólo en este gesto, que es una reinscripción característica del valor de los nombres que ésta poesía recupera, vemos la capacidad de Ullán para implicar al lenguaje en su validación mayor, la de recuperar toda su ocurrencia: desde la onda hasta el pliegue; o sea, del Humanismo al Barroco, de Petrarca y Garcilaso (“ondas claras”, etc.) a Góngora (¨las ondas y la fruta¨) y Lezama Lima (“las ondas dilatorias de un sofrito”). José-Miguel Ullán debe haber sido el primer poeta español contemporáneo plenamente trastlántico: su lenguaje estaba hecho de las virtudes de la materialidad gongorina y de la hipérbole lezamiana; esto es, de la inmanencia como centro de lo real y de su regusto como apetito verbal.
Esta postulación de la poesía de Ullán por el archivo barroco (archivo en el sentido de Derrida: matriz discursiva que produce nuevos discursos) se organiza, sin embargo, no como una resolución (en el senido lezamiano: como una imagen capaz de abrir un espacio cognoscente), sino como una schemata (una figura rotante) que se propone nombrar lo que está afuera, que no accede aún al lenguaje, y sólo existe cuando se lo nombra. Se trata de reinscribir la presencia material, sensorial, no como local sino como trama de orillas y tiempos distintos, con lo cual la inmanencia no es una evidencia del mundo sino una convocación del discurso, un arraigo desarraigado, se diría, una pertenencia sin raíces. Por tanto, este es un Barroco menos discursivo y asociativo, menos debido al gabinete pródigo y nominal que a las figuras tensas de la antítesis, la analogía, la elipsis y la elision. Toda la poesía de Ulllán está recortada del discurso para hacer espacio a su lenguaje, y reconstuir la escritura como un mundo que siendo parte de éste (y es parte apasionada), sea también la refutación minuciosa de su capacidad monstruosa de convertir el mundo en desecho y al lenguaje en residuo. De modo que el esquema barroco (los operativos de corte, resta, discontinuidad, y paralelismos varios) sostiene al mundo referencial en el nuevo lenguaje que lo representa al des-representarlo.
Esta es una poesía en obras, siempre rehaciéndose y nunca acabada de hacer, porque es incompletable (resiste su conversión en serie naturalizada) e inacabable (sólo podría concluir borrándose a sí misma). El barroco del esquema descubre la osatura sutil de este organismo construido a imagen pero no a semejanza del lenguaje, con sus palabras pero sin su lógica discursiva. Descuenta, más bien, la sintaxis del mundo en el poema para desanudar la dinámica creativa de estas figuras de construcción, que en en manos de Vallejo y Juan Ramón Jiménez (y antes, con Quevedo, Villamediana y San Juan de la Cruz) habían forjado la vehemencia del acto poético, convertido en evento paradójico y desasido. Cuando Vallejo dice: “Un libro brotó de su cadáver/ exabrupto,” nos dice que el cuerpo muerto se transfigura en escritura, pero la representación es impensable porque la figura no es causal sino imposible; y, sin embargo, sólo en el poema muere la muerte; y el poema alberga el cuerpo en blanco de ese miliciano, ya ni vivo ni muerto: escrito. La función se ha transpuesto de la representación verosímil a la antítesis. También Paz nos dice que “el presente es perpetuo” porque no es perpetuo. En el barroco, ocurre con mayor fuerza lo que el lenguaje poético desdice y renombra. Esa hipérbole de decir, sin embargo, permite sobre todo, leer:
Para que desminuya
(Era un decir exento de cuchillo)
Lo indecible/
                       El rocío
Siempre a solas conmigo
   (600)
Entre entre decir y no decir, “Lo indecible” (como el “Lomismo” de Vallejo) es una categoría del no saber (por carencia o por exceso) que las palabras asedian y, eventualmente, fecundan. “El rocío siepre a solas conmigo” convoca la aurora, el amanecer del juglar en el lenguaje.

III

Y, sin embargo, ¿cómo ir más allá de la gramaticalidad sin partir de la articulación que habla por nosotros en la prosa del mundo?
Es revelador (inspiración de la lectura, en este caso) que al ordenar su obra bajo la advocación de las “ondulaciones,” José-Miguel Ullán haya optado por empezar desde un homenaje al Borges de “Ficciones” y el modelo del protocolo verbal más lleno, el de la biografía, aquí interrumpida por los accidentes que fracturan la bio de la grafía, y abren el vacío de la muerte. Estos registros asumen, en efecto, la muerte violenta y casual, puramente factual, como evento desnudo, como si la necrología sin adjetivo, en el formato de una crónica improbable, diera cuenta de la vida española en el exilio, la agonía y la cruda violencia. El lenguaje español sería, así, no la suma biográfica sino la resta de la muerte en español. Más que “biografías imaginarias,” estas muertes poseen la economía de lo definitivo, que Edgard Lee Masters había postulado como la biografía de un pueblo contra la retórica periodística del escándalo (“Pertenecí a la Iglesia/Y al partido que aboga por prohibir el alcohol.
/En el pueblo suponen
/Que morí por comer sandías. /La verdad es muy distinta:
Me mató la cirrosis,” habla uno de los muertos en la traducción de José Emilio Pacheco).
Ullán prefiere que el lenguaje lo diga por sí mismo: “Luis García España…descubrió el cadaver de su madre/Margarita España/ de sesenta y dos años/pendiente de una cuerda.” ¿Margarita España? ¿Vendrá ésta Margarita del jardín de Darío? En el epílogo, que el poeta llama “(Testamento)” nos recuerda que “la voz,” la que enuncia la vida y la muerte, hace “añicos las palabras redentoras,” que ejemplifica con epítetos retóricos, para concluir que “no existe aroma nuevo.” O sea, la muerte es la integridad del idioma español. La prosa del mundo, se diría, es vaciada en el poema sin mundo, en el exacto lenguaje (despojado de prosodia) que enuncia el fin (el enunciado) para ejercitar el comienzo (la enunciación). EnÓrganos dispersos (1995-1999), hacia la parte final de su obra, escribe:
¿mas las palabras? ¡nada!
y con nada se excitan
contentándose de paso con poco
(…)
consiguen no dejarnos tranquilos
ni pensativos ni fosforecentes ni eternos
(Agrias las transparencias ideales)
y del abrir                     al cerrar
                     los ojos
Y concluye:
los ojos hablan solos.
Y termina haciéndonos leer de derecha a izquierda:
                                                        nada
                      que no sea engaño
se redondea
Las palabras, así, son equívocas pero nos recobran en el instante en que parpadean, como una mirada suficiente en si misma, porque en ellas mismas la temporalidad las cambia. Es paralelo el procedimiento por el cual en Alarma (1975) utiliza la página no sólo del periódico, que nada significa, sino del lenguaje del día, de ese prosaismo de la actualidad como material sobre el cual “enmarcar,” como lo llama Miguel Casado, una serie de términos que resignificarán en el espacio donde, al azar de su lectura, producen otro lector.
Se trata de una práctica del poema como intervención en el lenguaje afincado, referencial y excesivo. Por eso, uno no puede ver un muro sin leer en su materia los signos que Tapies grabó en sus obras como la huella del tiempo que lo hiere. Yo todavía creo ver en cualquier río una gota del tintero que en el Tiber vació Jorge Eduardo Eielson en una de sus intervenciones anónimas. Cuando me tocó editar sus poemas, Eielson me pidió terminar el libro con unos poemas que deberían ser quemaduras en la página, como el alfiler que horada una página de Ullán (Órganos dispersos). Y cuando colaboré con Haroldo de Campos en la traducción al portugés de los poemas más difíciles de Trilce, vi o creí ver, la sustitución del lenguaje por un verso. Por eso, después de leer la poesía de Ullán ya no se puede leer el periódico. El modelo de lectura que nos ha inculcado es una demanda para desleer, y sólo cabe sacar tijeras de circo y brocha de afeitar para recortar y resignificar. Y mucho menos puede uno abocarse a la poesía que pasa por poesía, celebrada por los premios municipales antes de la siesta deportiva. Porque esta poesía tocada por la gratitud gratuita de su riesgo y gracia, no se acaba de leer, y se lee para siempre. “Lo demás es literatura o sobredosis de sentido común. Y de eso ya tenemos lo nuestro,” dijo Ullán. Lo cual nos remonta a la lección cervantina por excelencia: el sentido común, esa sabiduría prosaísta, ese mundanidad domestica, es la matriz discursiva que habla a través de Sancho Panza, no demostrando, como se ha creído literalmente, que la sabiduría popular se expresa en el refrán, sino sugiriendo, con humor humanista de filólogo deleitoso, que el sentido común es, más bien, la osatura ideológica que estructura el saber popular. Más aún, el lector virtual del Quijote sólo puede ser Sancho Panza, quien aprende a leer a lo largo de la novela, lo que demuestra cuando lee, en la Insula Barataria, cada caso como si leyera una novela italiana, como una historia moral resuelta con juicio humanista. Por no seguir esa lección cervantina de poner en duda la literalidad como redundancia y paráfrasis, como espesura del mundo en el lenguaje, es que la narración española fue a la saga de la inglesa, que sí hizo suya las mediaciones irónicas, mientras que nuestras novelas caminaban peñas arriba o se las tragaba la selva.
Tuvo los lectores fieles que su obra merecía, y trabajos críticos fundamentales como el de Julián Jiménez Hefferman “No hay más cera que la que arde: José-Miguél Ullán” (Los papeles rotos, Abada, 2004) y la introducción de Miguel Casado a su edición de Ardicia (Cátedra, 1994). Y su ejemplo radical es visible en la breve y brillante obra de Ignacio Prat, así como en el brío sostenido de Vicente Luis Mora, quien definió a Ullán como “uno de los escasos poetas españoles a los que le cabía ese escogido adjetivo, único.”
En uno de esos libros suyos inclasificables, espacios abiertos en el lenguaje, como definió Badiou a la verdad, que esTapies, ostinato (2000), hermosamente diseñado por Manuel Ferro como un Manifiesto de un arte sin nombre (libro, además, que pertece a la Aurora, que ya sospechábamos es una Colección de libros), Ullán recogió de una conversación con el artista catalán su declaración de principios (o de finales), que reza así:
“Un artista puede denunciar las injusticias de su tiempo y solidarizarse con quienes luchan contra ellas. Y puede hacerlo no sólo de palabra, sino también desde el interior de su obra. Pero no puede quedarse ahí, limitándose a ser notario fiel de la realidad de una época. Ha de ir mucho más lejos. Tiene el deber de dialogar con la realidad que se esfumó y, a la vez, con la venidera. De hecho, el arte suele ser la primera señal de que una nueva realidad se acerca para, con su presencia, modificar aquello que hasta entonces imaginábamos definitivo, estable.”
Que un pintor sueñe el porvenir a través de un poeta es paralelo al sueño no descifrado sino reconocido, que María Zambrano anunciaba; y que José-Miguel Ullán entrevió como una imagen del porvenir que celebramos ahora como la lectura por hacerse.

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