La
desaparición de más de treinta mil personas durante la dictadura militar
argentina es el hecho que subyace en el poema “Hay cadáveres” de Néstor
Perlongher (1949 – 1992). Pero más que un poema sobre los desaparecidos, “Hay
cadáveres” es un poema que asume su desaparición. Es un texto agujerado,
horadado, raído
En un principio el
poema se presenta como una larga enumeración. Su lenguaje se irá enrareciendo a
medida que avanza a través de épocas, geografías y hablas. Otros momentos
históricos, otros lenguajes, otras masacres. Se trata de un listado dispar dividido
en estrofas de extensión irregular pero rematadas, invariablemente, por el
verso “Hay Cadáveres” que se repite a lo largo de todo el poema a manera de
estribillo. La aparente rigidez de la estructura resulta extraña en un poema
inscrito dentro de la órbita del neobarroso -como Perlongher tan atinadamente
rebautizó con aguas lodosas al neobarroco rioplatense- que se distingue, más
bien, por la proliferación y el desbordamiento verbal. El orden impuesto por la
tiranía del estribillo al “libertinaje” neobarroso remite, entonces, a la
opresión, y, particularmente en este caso, a la opresión de un régimen militar.
“Hay Cadáveres”: tal es lo que dice el estribillo porque el orden que instaura
es, literalmente, un orden basado en el terror.
Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres
En la trilla de un tren
que nunca se detiene
En la estela de un
barco que naufraga
En una olilla, que se
desvanece
En los muelles los
apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres
Parecería, no obstante,
que por momentos el estribillo trastoca el mismo orden que instaura al
denunciar su mecanismo criminal y su insistente repetición supondría, entonces,
un gesto de resistencia. Esto puede ser cierto en un sentido, pero también
puede ser cierto todo lo contrario. No es raro: la ambigüedad de sentido se
anuncia desde el primer verso (“Bajo las matas”). Por una parte, el estribillo
delata un país de muertos donde el asesino es el rey; por otro lado, afirmar
que “Hay Cadáveres” es negar un hecho brutal: los desaparecidos. Los
desaparecidos que son, precisamente, la negación de los cadáveres. Más que de
ambigüedad, tendríamos que hablar, entonces, de paradoja: como los cadáveres no
están en ninguna parte, están en todas partes. Por todas partes “Hay
Cadáveres”.
El poema casi no habla
“sobre” los desaparecidos. Realmente, el poema habla sobre cualquier otra cosa.
O mejor dicho: en el poema hablan. Porque Perlongher trama su poema hilando sus
versos con frases de otros, voces escuchadas al pasar, fragmentos de
conversaciones. El texto como un tejido social. En “Hay cadáveres” más que un
yo lírico, habla una colectividad. Voces que en el poema hablan sobre cualquier
otra cosa: tales son las conversaciones entre quienes se saben vigilados,
observados, escuchados del otro lado de la pared. Perlongher escucha:
Era: "No le digas
que lo viste conmigo porque capaz que se dan cuenta"
O: "No le vayas a
contar que lo vimos porque a ver si se lo toma a pecho"
Acaso: "No te
conviene que lo sepa porque te amputan una teta"
Aún: "Hoy
asaltaron a una vaca"
"Cuando lo veas
hacé de cuenta que no te diste cuenta de nada
...y listo"
Hay Cadáveres
Perlongher escucha: ¿De
qué lado de la pared está? Quienes se saben vigilados no pueden hablar sobre
los desaparecidos. Más aún: simplemente no pueden hablar. Entonces fingen
hablar. Y, también, fingen escuchar. Fingen conversar sobre cualquier otra cosa.
Sobre el clima. O hablan en clave. Porque, como en las películas de espías, hay
pájaros en el alambre: líneas –telefónicas- intervenidas, cables cruzados en el
Régimen del Terror. Alambres: no en balde, Alambres (1987) es el título del
libro donde aparece “Hay cadáveres”. Cables, líneas, alambres: hilos de metal,
conductores de energía, que pueden concluir en púas amenazantes, pero hilos a
fin de cuentas. Hilos de metal que se entretejen con hilos de voz en una tela
monstruosa: un tejido social en proceso de descomposición. Tela que ya se
deshilacha pues treinta mil hilos le han sido arrancados. Tela de ausencias.
Tela raída que alberga agujeros en su entramado: ciertamente red.
En las redes de los
pescadores
En el tropiezo de los
cangrejales
En la del pelo que se
toma
Con un prendedorcito
descolgado
Hay Cadáveres
En lo preciso de esta
ausencia
En lo que raya esa
palabra
En su divina presencia
Comandante, en su raya
Hay Cadáveres
Red de pelos, rayas,
alambres, hilos de voz y ausencias. Más que escribir, Perlongher teje un poema:
texto en sentido amplio, tejido. Versos como estambres conformados a su vez por
varios hilos que el autor toma de aquí y de allá. Entre esos hilos pueden
distinguirse los cabellos. A lo largo de su obra Perlongher insiste en el cabello.
El peine grasiento colmado del pelo púbico de un muchacho, el “jopo”
engominado, las tías que peinan al sobrino, asuntos que pueblan otros poemas y
que en “Hay cadáveres” reaparecen: “La tía, volviéndose loca por unos peines
encurvados”. Pero, sobre todo, el rodete de la reina muerta: el hilo de oro: el
cabello de Evita. “La despeinada, cuyo rodete se ha raído / por culpa de tanto
“rayito de sol”, tanto “clarito””, escribe Perlongher en “Hay cadáveres”
retomando el hilo de otro poema suyo, “Cadáver de una nación” donde apunta:
“Nadie más que yo compuso sus peinados”. Evita: el cuerpo secuestrado, el
cadáver embalsamado pero desaparecido y que aquí vuelve a aparecer aunque con
el peinado deshecho.
Sucede que a los
muertos les sigue creciendo el pelo. ¿Es el pelo de los muertos el hilo de la
conversación? ¿Es el hilo negro? Ese mechón que asoma por debajo de la puerta
delata al esqueleto oculto en el armario. Por debajo de la puerta: donde el
verso se agrieta. Porque entre un verso y otro, en los blancos, en el silencio,
hay cadáveres. Y su cabello crece, sigue creciendo, se abre paso entre las
palabras que intentan ocultarlos. Los cadáveres que son, precisamente, el hilo
conductor del texto: el estribillo que entreteje unas estrofas con otras. El
pelo de los cadáveres ha sido trenzado con el pelo de los vivos en una red de
terror y complicidades. La muerte, que es aquí la herramienta ordenadora
ejercida por el poder, forma parte indisoluble de la trama del texto-tejido
social. E incluso las tejedoras -aquellas por las que la tela se reproduce y
perpetúa- se deshilachan sin piedad para terminar enredadas, entramadas,
entrampadas, entre esos hilos horribles:
La matrona casada, que
le hizo el favor a la muchacha pasándole
un buen punto;
la tejedora que no cánsase,
que se cansó buscando el punto bien
discreto que no
mostrara nada
– y al mismo tiempo
diera a entender lo que pasase –;
la dueña de la fábrica,
que vio las venas de sus obreras urdirse
táctilmente en los
telares -y daba esa textura acompasada...
lila...
La lianera, que procuró
enroscarse en los hilambres, las púas
Hay Cadáveres
El zurcido de la
matrona: la reconstrucción del himen de la muchacha. Ambas mujeres quedan
hilvanadas en una misma complicidad. Dentro, en la matriz, hay cadáveres. O no
los hay: dentro, en la matriz, hay una ausencia. Hay miedo. En cualquier caso,
la herida debe cerrarse como una tumba. Soy una tumba, dicen quienes prometen
guardar el secreto. Echarle tierra al asunto: tal es lo que supone el zurcido
de una falsa virginidad. Decir: aquí no ha pasado nada. Aunque se esté preñada
de muerte. Pero a estas alturas del poema, ya ni la mentira salva. La muerte,
que se manifiesta por la ausencia de lo que antes estaba y ya no, forma parte
de la trama del texto-tejido social y lo deshilvana. Y la tela se corrompe, se
abre, se agujera a pesar de los vanos esfuerzos de las costureras por
remendarla: “La amiga, cosiendo sin parar el desgarrón de una “calada””.
A medida que avanza el
poema, el lenguaje y las imágenes se tornan cada vez más violentos y
revulsivos. El texto se va desgarrando: la sintaxis se quiebra, el discurso se
vuelve aún más fragmentario y algunas palabras se desintegran. Faltan letras a
la usanza de la censura: “le abren el c... para sacarle el chico”. El texto
censurado: el párrafo tachado, la hoja cercenada, el libro quemado: el texto
torturado y el texto desaparecido. La censura, y de un modo más refinado la
autocensura, supone la intervención opresiva de un régimen ajeno a la escritura
en la escritura. Un poder que se impone en el cuerpo verbal en contra de la
voluntad del texto. Una especie de violación: al abrirle “el c...”, le abren,
literalmente, un agujero a la palabra. Más agujeros: “en esa c... que, cómo se
escribía? c... de qué?” “C” tal vez de concha o coño o culo: orificios, heridas
abiertas, desgarraduras que las matronas no alcanzan ya a suturar. Les falta
hilo. Les faltan letras. Pero más aún: faltan palabras. De pronto faltan las
palabras y las frases quedan truncas como vidas sajadas de golpe:
Yo soy aquél que ayer
nomás...
Ella es la que…
Veíase el arpa...
En alfombrada sala...
Villegas o
Hay Cadáveres
El hilo de la voz se
quiebra. La conversación se interrumpe. El texto se deshilacha. Pero también es
a través de esos agujeros que aquello que no es poema entra en el poema. ¿La
Historia, el mundo, la realidad? A través de los agujeros acallados, Perlongher
parodia a la censura y la opresión y los transgrede: “Era callar contra todo
silencio”. Perlongher interroga a la poesía horadándola, y desde los agujeros
donde el texto calla, cuestiona lo que no es texto.
Se ven, se los despanza
divisantes flotando en el pantano:
en la colilla de los
pantalones que se enchastran, símilmente;
en el ribete de la cola
del tapado de seda de la novia, que no se casa
porque su novio ha
….........................!
Hay Cadáveres
En esta estrofa un
verso ha desaparecido. No, no es cierto: el verso permanece, albergando la
ausencia de la palabra o las palabras desaparecidas. Cabría preguntarse si la
palabra que ha desaparecido no es, precisamente, la palabra “desaparecido”.
Así: la novia, que no se casa / porque su novio ha / desaparecido. Sin embargo,
decir que la palabra ha desaparecido resulta, al menos, bastante inexacto, pues
es difícil saber si en ese verso alguna vez hubo palabras. Lo que sí puede
afirmarse es que, según la naturaleza verbal del poema, allí, en el verso,
donde uno esperaría que hubiera palabras, no las hay. Uno esperaría: el lector,
como una novia, espera. Después de tantas palabras, el lector espera más
palabras, pero no llegan porque han “........................!” Y la novia se
queda vestida. Lo que en ese verso desaparece es un discurso verbal: una
historia de amor. El agujero textual del novio que estaba en un verso y al
siguiente ya no. El paso de la palabra a la no palabra.
A través de ese verso
Perlongher subraya la ausencia de la palabra, le deja su hueco, respeta el
lugar que no ocupa. El verso está construido a base de puntos, es decir, de
silencios, y termina con una exclamación muda. De silencios: ¿el silencio del
duelo, el silencio del cómplice, el silencio del susto, el silencio de la
censura, el silencio de quien ya no está? En cualquier caso, no se trata de un
silencio neutro. La ausencia de la palabra y el sonido resulta visualmente significativa.
Es la imagen de una desaparición. Como cuando uno jala el hilo medio suelto de
alguna ropa y al extraerlo queda, en la tela, la línea punteada: los puntos
vacíos que alguna vez fueron costura. El verso es, entonces, un dibujo que mudo
exclama por lo que no está: no un retrato, sino la súbita silueta de una de las
ausencias en las que “Hay cadáveres” se va deshilachando.
Como si un agujero
fuera creciendo, una ausencia que todo lo carcome, en la penúltima estrofa
parece que ya no queda nada ni nadie. La estrofa está compuesta por cuatro
líneas punteadas: cuatro versos que trazan la imagen de la desolación. Así como
hay pueblos fantasmas, ésta es una estrofa fantasma que ninguna palabra habita.
Pero hasta allí llega la voz de una mujer que interroga a los fantasmas, a esa
nada y a ese nadie, desde el primero de los dos versos con los que se cierra el
texto. Perlongher abre agujeros como un cuestionamiento del poema que es, en
última instancia, un cuestionamiento del mundo. La pregunta que la mujer formula
es un cuestionamiento de ese cuestionamiento, pero, sobre todo, una negativa a
creer en lo que sus ojos -y los ojos del lector- observan en esa penúltima
estrofa que no por evidente resulta menos insoportable:
..............................................
..............................................
..............................................
..............................................
No hay nadie?, pregunta
la mujer del Paraguay.
Respuesta: No hay cadáveres.
“No hay cadáveres”: la
inesperada aparición del “no” supone la abolición del orden que el estribillo
“Hay cadáveres” había instaurado a lo largo del poema. Su efecto es retroactivo
y todo el texto parece deshilarse en nada. Una estructura se derrumba. A través
de la negación un régimen se derrumba, el orden de la tiranía concluye, pero no
así el terror. El terror continúa. Va en aumento. Crece. Lo abarca todo. “No
hay cadáveres”: más que terminar, el texto desaparece: cadáver negado. Queda
tan sólo una ausencia brutal. No hay palabras.
*
Extraído de
"Leyendo agujeros. Ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no
escritura" de Luis Felipe Fabre. Fondo Editorial Tierra Adentro. México.
2005.
-
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