Eduardo Espina. Festivas formas. Poesía peruana contemporánea. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2009. 254 pp.
Desde 1970 en adelante (el corte histórico puede ser arbitrario pero a los efectos de este libro resulta necesario), la literatura peruana y sus literatos han estado inmersos en un proceso caracterizado por la violencia (guerrilla y terrorismo de Estado), las desigualdades sociales y las continuas asimetrías económicas. En ese proceso de tambaleante estabilidad, con tantos cambiantes vaivenes, la palabra literaria ha conocido una variedad de opciones para representar los acontecimientos y desplazamientos históricos que se suceden en la realidad y en los libros. Las ofertas de significación han sido múltiples y en su diversidad de propuestas formales se aceptan la contradicción, el rechazo del canon y hasta la repetición (con vestidura retórica varia) de lo ya dicho. En el caso específico de la poesía, sin duda el género más renovador de la literatura peruana de este ya extenso período, la aventura de la palabra muestra una coincidencia aleatoria de ruptura y reciclaje. La tradición es puesta en tela de juicio.
Tal como resulta previsible, porque ya ha ocurrido y seguirá pasando, los relojes de la historia y los del lenguaje nunca acatan idéntica sincronía. La poesía en todo caso (y no solo el fenómeno poético sino el acto mismo de escribir poemas) alcanza su mayor precisión temporal en el ejercicio de su especificidad; en la alternativa de poder representar la historia, pero a la vez en la posibilidad de articular una negación de esta. En ese existir dentro y fuera de los paradigmas de la realidad, la palabra poética ha confirmado una vez más las variadas maneras que tiene a disposición para alcanzar su identidad, ya sea como certidumbre causal, o bien ejercida como prueba arbitraria de la imaginación en actividad. En el caso de la lírica peruana, este movimiento de sístole y diástole entre lo real y lo imaginario, o, todavía mejor, entre lo probable y lo impredecible, se remonta a los orígenes de la poesía moderna del país. Un breve repaso de lo acontecido permite demostrar la regularidad de esa oscilación.
A riesgo de caer en observaciones complementarias de la exégesis, podría argumentarse que la poesía peruana moderna se inicia con el poemario de José María Eguren, Simbólicas, de 1911, bautizo de una intensidad decidida a no hacer concesiones a su filiación inaugural. Si la vanguardia hispanoamericana (la única en ese momento en idioma español) la inaugura en 1907 el uruguayo Julio Herrera y Reissig con su deslumbrante La torre de las esfinges (insólito salto creativo al vacío del sentido), Eguren es el primero en el Perú en corregir los desgastes sentimentales de Rubén Darío & compañía y en evitar la repetición de tópicos modernistas que para esa altura, como todo el estilo epilogal de la época, cantaban su pomposa agonía.
José Santos Chocano, posiblemente el poeta peruano más famoso de su tiempo (fue propuesto varias veces para el Premio Nobel), no dejaba de caer en el ridículo y en la cursilería con ínfulas de trascendencia (la peor de todas), algo que los políticos y los centros del poder cultural de su tiempo (como pasa siempre) celebraban efusivamente. Por su parte, el primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros (1918), carecía del desenfado y de la subversión idiomática que la naciente modernidad, tan auspiciante de la disidencia, estaba exigiendo. Más bien parecía un tardío ejemplo de Romanticismo (por su tristeza, por su melancolía, todavía lo es) antes que una puesta al día del signo poético surgido tras el reajuste retórico y la traumática transición prosódica y sintáctica dejada en el aire de la época por el Modernismo.
Ya antes Eguren había ido más lejos, al confirmar en sus poemas en prosa que la verdadera actualización de la poesía comenzaba con un cuestionamiento de la imagen y no con la repetición de un yo poético diezmado por los acontecimientos de la historia inmediata. Al darse este salto cualitativo, el idioma quedaba otra vez a solas ante el espejo de sus exigencias. Por lo tanto, podía empezar a decir de nuevo: lo que viniera y fuera novedad, al menos en el espejo de la página. En ese aspecto, la coincidencia de los poetas peruanos de la década de 1920 con los poetas europeos del mismo período se establece en más de un sentido, principalmente en el retorno a los usos desusados de la palabra, vista esta como eje central del acontecer poético. Es decir, quedó en evidencia de una vez por todas que la poesía se hace con palabras y que a ellas regresa inquisitoria. Vallejo entendió esto a la perfección en Trilce (1922), en donde el lenguaje impone su soliloquio. Ya no es actor de reparto. Las palabras hablan a su antojo de sí mismas (nadie sabe mejor su historia que ellas) y al escribirse hacen como que se entienden.
Por esa misma época se alternan las experiencias de unicidad y búsqueda audio-sintáctica de César Moro, Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen y Carlos Oquendo de Amat, sin olvidar a Xavier Abril ni a Juan Parra del Riego, que se fueron a vivir definitivamente al Uruguay, en donde están enterrados, y por eso y por otras razones se hace difícil llamarlos peruanos o uruguayos, pues su verdadero país fue el idioma español, querencia portátil. La tradición de contemporaneidad poética, que incluye el sedentarismo y la trasterritorialización (el mundo global comenzó primero en la poesía), la ruptura y la asimilación al mismo tiempo, se iniciaba en el Perú con rareza y lujo de estrategias y resultados. Su modernidad quedaba confirmada por sentidos adversos a lo previsible, que daban un adelanto de la amplitud de su fulgurante repertorio. Con la excepción de la poesía argentina, ninguna otra poesía en Hispanoamérica tuvo como la peruana de la década de 1920 tanta variedad de tendencias de estilo y propuestas formales.
Establecidas pues las bases imaginarias, el diálogo, casi siempre conflictivo entre el discurso de la historia y el discurso del lenguaje, sería desde entonces frecuente entre los poetas peruanos. Entre 1931 y 1945, exhibiendo nuevamente la presencia de ese movimiento de sístole y diástole, de aceptación y negación del pasado a la misma vez, la poesía comenzó a desdeñar las piruetas vanguardistas ejercidas durante la década de 1920 para regresar a una escritura de mayor mesura, acotada en sus recursos sintácticos y caracterizada por la recuperación de la lírica de procedencia oral (cuyas influencias vendrían más de Inglaterra y Estados Unidos que de Francia), y por una actitud romántica y un interés por lo nativo (por cierto, algo similar pasaría en Uruguay, Argentina y México). Enrique Peña Barrenechea puede verse como el ejemplo más afín a estas apetencias estéticas.
No obstante, entre 1945 y 1960 hay un retorno a la experimentación pero, de otra manera; el acceso a la misma no se concierta por la desmesura retórica sino por la depuración y el control racional de cualquier disparate o asonancia verbal. A la poesía de ese período Ricardo González Vigil la llamó “posvanguardismo social”1. Salvo las excepciones de Carlos Germán Belli, Washington Delgado (quienes luego serían poetas tan diferentes) y Sebastián Salazar Bondy, la pureza de expresión (o por lo menos la búsqueda de esta) y la protesta de tono socio-político no coincidían en el mismo texto. El río podría ser único, pero las orillas no se tocaban: de un lado estaban Javier Sologuren, Blanca Várela y Jorge Eduardo Eielson; del otro, Alejandro Romualdo y Gustavo Valcárcel.
Algo parecido, salvadas las diferencias temporales y textuales, se repetirá entre 1960 y 1975, observándose nuevamente la influencia de la poesía británica y norteamericana (W. H. Auden y William Carlos Williams son referentes nada velados, además de los beatniks), con textos que apuestan al coloquialismo y al monólogo informativo como instrumento desestabilizante de la supuesta rigidez de la dicción lírica, en tanto otros, los menos, recurren a la experiencia del deseo y a la intensificación de la intimidad somática. Convendrá pues detenerse en ese período de larga década y media para sacar algunas conclusiones que tal vez permitan entender la poesía peruana escrita a posteriori2.
Después de mediados de la década de 1960, los nombres de Javier Heraud, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza y Luis Hernández, son ya un trademark dentro y fuera del Perú. Una manera de producir discurso y de representar la realidad de la historia se pone en boga rápidamente, quizás demasiado rápido. Los premios internacionales de unos (Hinostroza y Cisneros) y las trágicas muertes de los otros dos (Heraud y Hernández) harán todavía más notoria la presencia de una poesía peruana que desde la época de Vallejo no era tan conocida fuera de fronteras. De una forma o de varias, la poesía de Hinostroza y Cisneros será referente al alcance para la lírica que se escribirá posteriormente.
Sus influencias, aunque pasibles de cuestionamiento, no pueden ser sin embargo desdeñadas. Las mismas, a la luz de una relectura minuciosa cuarenta años después, permiten constatar que ambos difieren de manera radical, no solo en la temática visitada, sino principalmente en la retórica poética accedida. La obra de Cisneros (Lima, 1942), que en la década de 1960 fue considerada faro de un posible mini boom de la poesía hispanoamericana, hoy resulta en muchos aspectos repetitiva, condenada a la previsibilidad por sus propias decisiones formales. Si los signos se gastan, tal como creía Robert Lowell, el caso de Cisneros es prueba elocuente al respecto. En lugar de intentar abrir las compuertas del lenguaje que permanecían cerradas y exigían ese intento augural, apostó a la inmediatez circunstancial de la historia y, como tal, como suele comportarse, esta fue traicionera y efímera:
Ah el viejo Karl moliendo y derritiendo en la marmita
los diversos metales
mientras sus hijos saltaban de las torres de Spiegel a las islas de
Times
y su mujer hervía las cebollas y la cosa no iba y después sí y
entonces
vino lo de la Plaza Vendome y eso de Lenin y el montón de
revueltas y entonces
las damas temieron algo más que una mano en las nalgas
y los caballeros pudieron sospechar
que la locomotora a vapor ya no era más el rostro de la
felicidad universal.
Ejemplos como el precedente destacan el desgaste de una poética que cuarenta años atrás encandiló a unos cuantos, demasiados, y que hoy resulta monótona por insistir en el mismo procedimiento, carente además de la necesaria sorpresa y de los desafíos de inteligibilidad que toda lírica contra la corriente (y el tiempo) debe tener. El oso hormiguero fue demasiado ceremonial. Quién sabe. La narratividad se queda en lo que cuenta (y que además explica demasiado). Lo autobiográfico, cruzado en sus intermitencias por lo histórico inmediato, no va más allá de lo meramente circunstancial y oportunista; ni documento metafórico ni testimonio alucinado, apenas la obviedad de lo cotidiano: la información al día, el dato siempre dependiente del referente. Poesía con complejo de denotación, con fecha de caducidad. De esta manera, lo anecdótico y lo conversacional terminan agotando hasta al propio hablante lírico, saturado por el lugar común y el fácil tic ideológico. Ha dicho Eduardo Milán sobre esta poética testimonial:
Cisneros siempre ha dado una muestra —a veces cierta, a veces equivocada, pero eso no es demasiado importante en poesía— del tiempo que le ha tocado vivir. No ha querido ponerse en cuestión a sí mismo como poeta. Los hechos que relata han pasado a esa historia que tanto amó. Lo que no ha pasado a la Historia y todavía se manifiesta en forma estridente es el conflicto de la poesía con la poesía, del poeta con el poeta. Esas luchas son una ausencia en su escritura3.
En el otro polo del lenguaje se encuentra la poesía de Rodolfo Hinostroza (Lima, 1941). Por intensidad y afanes de riesgo, esta lírica, culminación de lo incidental, aún resulta punto de referencia para entender el desarrollo del panorama poético hispanoamericano de las últimas cuatro décadas. A la espera de un estudio crítico riguroso y detallado, la escritura de Hinostroza, neobarroca en sus mejores momentos, se apoya en las pulsiones itinerantes del deseo, donde la voz encuentra su tono desestabilizante. Escritura de la piel, escisión de lo imaginario. Apuesta a la materialidad del lenguaje y a la tarea fundamental de la poesía: interrogar lo indecible, cuestionar el propio acto de escribir, desde y contra el cuerpo. No es otra cosa que una epistemología del habla mientras está ocurriendo.
En vez de atar el sentido, lo despedaza. Se cortan las ataduras del lenguaje con la historia; la palabra enfrenta al poeta consigo mismo y de ese conflicto desparejo emerge una actualidad escrituraria conmovida por su propio actuar desasosegado en la página: las frases irradian desafíos de interpretación, atenían contra lo identificable para hundirse en las aguas de un deseo en trance que se disfraza de lenguaje y termina siendo su máscara, su arropamiento inaudito. Lo explicativo (y con ello el caudal ideológico de la historia) queda pulverizado. El poema es la simulación del acto de seguir deseando en el lenguaje. Salida de la página en estampida, la palabra roza, palpa y sigue de largo. Es una ficción itinerante que hace del poema el lugar propicio donde el deseo puede ser reconfigurado:
Oh César
no me sueltes a tus perros de presa
la otra margen quizás no he de alcanzar
quizás me turbe
la contemplación de la belleza
y quede detenido otra vez detenido por un cuerpo
sensible a la virtud de un río
qué fueron sino rocío de los prados
qué fueron sino verdura de las eras
y pasaron miserablemente sus días en la tierra.
La poesía de Hinostroza, al igual que la de Mirko Lauer (Zatec, ex Checoslovaquia, 1947), otra voz ineludible de la época, continúa la línea genealógica fundacional en nuestro idioma, donde las figuras ancestrales (de imperdurable vigencia) de Julio Herrera y Reissig, Oliverio Girando y José Lezama Lima aparecen como trazas de un origen actualizado por sus desvíos. El desacato del significante, el espasmódico uso de la imagen y la irreverente expansión sintáctica, encontrarían, a partir de Contra Natura, una continuación de futuridad. De todas maneras, dadas las circunstancias históricas en escena (el populismo nacionalista de la primera fase del gobierno militar peruano, de 1968 a 1975), la obra de Cisneros fue la que tuvo mayor repercusión en las generaciones inmediatamente siguientes, de manera especial la del setenta. Su efecto de encandilamiento fue casi instantáneo.
Para muchos poetas fue difícil desprenderse de las influencias del autor de Comentarios reales. Incluso poetas como Enrique Verástegui (Lima, 1950) tuvieron en sus comienzos una predisposición a la influencia cisneriana. El primer libro de Verástegui es un ejemplo al respecto. Vino de donde salió. Es que en la década de 1970 la poesía de Cisneros tuvo un efecto de imán; fue el centro gravitacional alrededor del cual se fueron ordenando poéticas similares, algunas de las cuales debieron padecer la reescritura y sentir el paso del tiempo para encontrar recién, después, su identidad definitoria. La presencia de Cisneros en la obra de Verástegui (aunque por momentos disimulada por la voz propia que luego, una vez librada de sus lastres, se dejaría oír bastante mejor), puede percibirse primeramente en la reconsideración de lo coloquial y en el arsenal de figuras históricas exhumadas como apoyatura de la tensión representacional en juego. Una cepa rancia. Los escasos instantes de rigor lírico no se intensifican y son desplazados por una agobiante retórica que hace al lenguaje permeable a los arrebatos ideológicos tan comunes a la lírica hispanoamericana de la época:
Ya dije: toda diferencia entre Garcilaso y Guamán
Poma es una absurda pérdida
de energía en hombres dedicados a nuestro pasado:
tuvieron una estrategia
—toda esa mitología en el trasfondo de la memoria—
y su acción
que no tenía por qué ser un libro de Rousseau en
manos de Robespierre, pero sí
un libro de Marx blandido por Fidel Castro,
se llamó Taki Onqoy: Vilcabamba y su proyección
comunista a toda
la tierra: Macchu Pichu, ciudad bella de los Inkas,
fue la fortaleza donde aún podemos encontrar un
poco de paz.
Verástegui fue miembro fundador del entonces influyente Movimiento Hora Cero, el cual, según Julio Ortega, destaca por su “saludable iconoclasia”4. No obstante, en el primer libro del poeta, En los extramuros del mundo (1971), dicha "iconoclasia" queda apabullada por la vacua retórica ideológica, que en ningún momento logra convencer, y menos sorprender. De todas maneras, incluso hoy, a la luz de las relecturas, Verástegui puede considerarse la voz poética peruana más reconocida de la década de 1970. Su inclusión en varias antologías y la concesión de la beca Guggenheim descartan su condición de "marginal", como se ha pretendido en vano clasificarlo. La lírica inicial de Verástegui está caracterizada, antes que nada, por su mestizaje: sus poemas presentan de manera indiscriminada imágenes surrealistas, referencias a la historia inmediata, comentarios de procedencia marxista de irremediable obviedad, referencias (más bien veladas) a la poesía de Eliot, y rastros de la lírica conversacional de Ezra Pound. Los libros posteriores de Verástegui, sin embargo, confirman un salto cualitativo notorio. Hay una voz para ser atendida. A partir de Ángelus Novus I y II, y principalmente Monte de goce, el poeta, tal como afirma el dicho popular, ha mejorado para bien. Su madurez llegó a través del despojamiento de varios de los artificios innecesarios. Monte de goce muestra el encuentro del poeta con su voz definitiva. Mejor dicho, con la más suya. La poesía interroga al deseo de las palabras que no es otro que el deseo del poeta interrogando su identidad; el Verástegui original está aquí.
Las otras tres voces de mayor resonancia en la poesía peruana de la década de 1970, aunque nacidos antes de 1950, son José Watanabe (Trujillo, 1945-Lima, 2007), Carmen Ollé (Lima, 1947) y Abelardo Sánchez León (Lima, 1947). Como integrante del Movimiento Hora Cero, Ollé comenzó a publicar en la década de 1970, aunque su primer libro, Noches de adrenalina, recién entró a imprenta en 1981. Posiblemente ninguna otra mujer desde Blanca Várela había logrado hasta entonces tanto reconocimiento en la poesía del Perú como ella:
Hoy se pierde un diente mañana un ovario
hoy no ha de durar más que hoy
o mañana a lo sumo un mes.
Hoy ocupa su puesto la porcelana o el oro
y el estomatólogo a cambio recibirá su recompensa.
Con ese tono entre melancólico y memorialista, donde se presiente la necesidad de la poeta de conversar consigo misma para entenderse, si es que hay algo para entender, la palabra alcanza una intensidad autobiográfica (habla de sí misma y del cuerpo) cuyo más cercano referente puede verse en la poesía de la argentina Alejandra Pizarnik. El desvelo del cuerpo lleva a un intento por representar el vacío prematuro de la existencia, al fortuito encuentro de la totalidad en el fragmento. Esa ansiedad, librada de imposturas y verificada tanto en el ritmo como en la combinatoria de imágenes, otorga a la lírica de Ollé su identidad. La representación somática halla su estado de libertad en los extremos antípodas del lenguaje, donde la incursión lingüística sucede como significante reconociendo su inusualidad: todo sentido es ficticio, cualquier acatamiento a un orden de prerrequisitos resulta prescindible. La aventura retórico-erótica que Delmira Agustini inició tan bien, si Ollé no la culmina al menos la intensifica:
Toda la soledad la hilaridad el vértigo de los detalles
de recordar me aburre y me seduce
siento como si abrazara algo ambiguo
como delinquir por exceso de lujuria
en un baile de creyentes
la solidaridad con el pasado.
Aunque Abelardo Sánchez León consiguió reconocimiento inmediato con su primer libro, Poemas y ventanas cerradas, publicado en 1969, su lírica puede situarse entre lo más significativo escrito en el Perú en la década de 1970. Sus marcas distintivas están otorgadas por los sesgos de su dicción: la desesperación ante la incomunicación lleva, valga la paradoja, al hallazgo de formas alternativas de comunicación. La voz autoral se topa con su mejor registro en lo específicamente "poético"; en el mestizaje de un lenguaje sin clasificar que prácticamente recurre a todo, especialmente a la defensa de una oralidad monológica y a la precisión arquitectónica de una retórica que interroga a la realidad circundante para intentar encontrar allí las respuestas a su propia condición enajenada.
Quizás la principal diferencia de Sánchez León con respecto a otros poetas peruanos en similar vena estética, es el empleo de una discursividad expositora donde el lenguaje habla para contar cuestionando, pero sin caer en la redundancia narrativa ni en la obviedad anecdótica que recorrían a la poesía de ese entonces. El hablante auto conversa en voz alta, y en ese monólogo de admonición todos los lenguajes le quedan permitidos. El poeta asume la voz del mundo, pues la poesía, aceptada su radical singularidad, interroga lo universal aunque ilógico, allí, en la pluralidad donde cabe también explicitado lo intransferible del yo buscando preguntas para su respuesta:
Y nos miraba de ojo a ojo, nos volvía a dar la mano
jalándonos a su lado, a su maldita soledad.
¿Y este infeliz no pudo por su culpa acaso ser un hombre sin la manía
de recolectar centavos de amistad en las madrugadas?
¿Para quién ladran los perros a medianoche?
¡Fuera! y lo arrojamos con los últimos sorbos,
desabotonado, y salimos a empujones.
La voz de Sánchez León, igual que la de Watanabe (quien alcanzó su primer punto culminante en Álbum de familia, 1971), es la de un solitario remando contra la corriente. En la época predominaban los programas grupales contaminados de apetencias panfletarias (todavía sesenteras) que no iban más allá de la réplica informacional y reiterativa, y de la reconstrucción de tramas. Por esos años, varios eran los grupos literarios que con inquietudes distintas (es más conveniente hablar de "inquietudes" que de programas estéticos) alternaban principalmente en la capital peruana. Tal como se indicó, el Movimiento Hora Cero, iniciado en 1970, tuvo en la figura de Verástegui a su representante más notorio. Para muchos, este grupo fue el más influyente en el Perú desde el Indigenismo de la década de 1920, observación que hoy resulta a las claras discutible. En su primera etapa (1970-1973) lo integraron, además de Verástegui, Jorge Pimentel, Jorge Ramírez Ruiz, José Carlos Rodríguez, José Cerna y Jorge Nájar.
En 1977 el grupo tuvo un revival con los aportes de Carmen Ollé, Dalmacia Ruiz Rosas, Eloy Jáuregui y Sergio Castillo. A esa misma época pertenecen las intervenciones de Gleba (Jorge Ovidio Vega, Ricardo Falla, Manuel Morales, otros) y de Estación Reunida, grupo integrado por José Rosas Ribeyro, Elqui Burgos, Ana María Mur, Tulio Mora y Óscar Málaga. También destacada para la época, sobre todo en lo que tuvo que ver con la parte editorial, fue la actividad del grupo La Sagrada Familia (1977-79), en el cual participaron Edgar O'Hara, Enrique Sánchez Hernani, Luis Alberto Castillo, Carlos López Degregori y Luis Rebaza.
Desde 1970 en adelante (el corte histórico puede ser arbitrario pero a los efectos de este libro resulta necesario), la literatura peruana y sus literatos han estado inmersos en un proceso caracterizado por la violencia (guerrilla y terrorismo de Estado), las desigualdades sociales y las continuas asimetrías económicas. En ese proceso de tambaleante estabilidad, con tantos cambiantes vaivenes, la palabra literaria ha conocido una variedad de opciones para representar los acontecimientos y desplazamientos históricos que se suceden en la realidad y en los libros. Las ofertas de significación han sido múltiples y en su diversidad de propuestas formales se aceptan la contradicción, el rechazo del canon y hasta la repetición (con vestidura retórica varia) de lo ya dicho. En el caso específico de la poesía, sin duda el género más renovador de la literatura peruana de este ya extenso período, la aventura de la palabra muestra una coincidencia aleatoria de ruptura y reciclaje. La tradición es puesta en tela de juicio.
Tal como resulta previsible, porque ya ha ocurrido y seguirá pasando, los relojes de la historia y los del lenguaje nunca acatan idéntica sincronía. La poesía en todo caso (y no solo el fenómeno poético sino el acto mismo de escribir poemas) alcanza su mayor precisión temporal en el ejercicio de su especificidad; en la alternativa de poder representar la historia, pero a la vez en la posibilidad de articular una negación de esta. En ese existir dentro y fuera de los paradigmas de la realidad, la palabra poética ha confirmado una vez más las variadas maneras que tiene a disposición para alcanzar su identidad, ya sea como certidumbre causal, o bien ejercida como prueba arbitraria de la imaginación en actividad. En el caso de la lírica peruana, este movimiento de sístole y diástole entre lo real y lo imaginario, o, todavía mejor, entre lo probable y lo impredecible, se remonta a los orígenes de la poesía moderna del país. Un breve repaso de lo acontecido permite demostrar la regularidad de esa oscilación.
A riesgo de caer en observaciones complementarias de la exégesis, podría argumentarse que la poesía peruana moderna se inicia con el poemario de José María Eguren, Simbólicas, de 1911, bautizo de una intensidad decidida a no hacer concesiones a su filiación inaugural. Si la vanguardia hispanoamericana (la única en ese momento en idioma español) la inaugura en 1907 el uruguayo Julio Herrera y Reissig con su deslumbrante La torre de las esfinges (insólito salto creativo al vacío del sentido), Eguren es el primero en el Perú en corregir los desgastes sentimentales de Rubén Darío & compañía y en evitar la repetición de tópicos modernistas que para esa altura, como todo el estilo epilogal de la época, cantaban su pomposa agonía.
José Santos Chocano, posiblemente el poeta peruano más famoso de su tiempo (fue propuesto varias veces para el Premio Nobel), no dejaba de caer en el ridículo y en la cursilería con ínfulas de trascendencia (la peor de todas), algo que los políticos y los centros del poder cultural de su tiempo (como pasa siempre) celebraban efusivamente. Por su parte, el primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros (1918), carecía del desenfado y de la subversión idiomática que la naciente modernidad, tan auspiciante de la disidencia, estaba exigiendo. Más bien parecía un tardío ejemplo de Romanticismo (por su tristeza, por su melancolía, todavía lo es) antes que una puesta al día del signo poético surgido tras el reajuste retórico y la traumática transición prosódica y sintáctica dejada en el aire de la época por el Modernismo.
Ya antes Eguren había ido más lejos, al confirmar en sus poemas en prosa que la verdadera actualización de la poesía comenzaba con un cuestionamiento de la imagen y no con la repetición de un yo poético diezmado por los acontecimientos de la historia inmediata. Al darse este salto cualitativo, el idioma quedaba otra vez a solas ante el espejo de sus exigencias. Por lo tanto, podía empezar a decir de nuevo: lo que viniera y fuera novedad, al menos en el espejo de la página. En ese aspecto, la coincidencia de los poetas peruanos de la década de 1920 con los poetas europeos del mismo período se establece en más de un sentido, principalmente en el retorno a los usos desusados de la palabra, vista esta como eje central del acontecer poético. Es decir, quedó en evidencia de una vez por todas que la poesía se hace con palabras y que a ellas regresa inquisitoria. Vallejo entendió esto a la perfección en Trilce (1922), en donde el lenguaje impone su soliloquio. Ya no es actor de reparto. Las palabras hablan a su antojo de sí mismas (nadie sabe mejor su historia que ellas) y al escribirse hacen como que se entienden.
Por esa misma época se alternan las experiencias de unicidad y búsqueda audio-sintáctica de César Moro, Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen y Carlos Oquendo de Amat, sin olvidar a Xavier Abril ni a Juan Parra del Riego, que se fueron a vivir definitivamente al Uruguay, en donde están enterrados, y por eso y por otras razones se hace difícil llamarlos peruanos o uruguayos, pues su verdadero país fue el idioma español, querencia portátil. La tradición de contemporaneidad poética, que incluye el sedentarismo y la trasterritorialización (el mundo global comenzó primero en la poesía), la ruptura y la asimilación al mismo tiempo, se iniciaba en el Perú con rareza y lujo de estrategias y resultados. Su modernidad quedaba confirmada por sentidos adversos a lo previsible, que daban un adelanto de la amplitud de su fulgurante repertorio. Con la excepción de la poesía argentina, ninguna otra poesía en Hispanoamérica tuvo como la peruana de la década de 1920 tanta variedad de tendencias de estilo y propuestas formales.
Establecidas pues las bases imaginarias, el diálogo, casi siempre conflictivo entre el discurso de la historia y el discurso del lenguaje, sería desde entonces frecuente entre los poetas peruanos. Entre 1931 y 1945, exhibiendo nuevamente la presencia de ese movimiento de sístole y diástole, de aceptación y negación del pasado a la misma vez, la poesía comenzó a desdeñar las piruetas vanguardistas ejercidas durante la década de 1920 para regresar a una escritura de mayor mesura, acotada en sus recursos sintácticos y caracterizada por la recuperación de la lírica de procedencia oral (cuyas influencias vendrían más de Inglaterra y Estados Unidos que de Francia), y por una actitud romántica y un interés por lo nativo (por cierto, algo similar pasaría en Uruguay, Argentina y México). Enrique Peña Barrenechea puede verse como el ejemplo más afín a estas apetencias estéticas.
No obstante, entre 1945 y 1960 hay un retorno a la experimentación pero, de otra manera; el acceso a la misma no se concierta por la desmesura retórica sino por la depuración y el control racional de cualquier disparate o asonancia verbal. A la poesía de ese período Ricardo González Vigil la llamó “posvanguardismo social”1. Salvo las excepciones de Carlos Germán Belli, Washington Delgado (quienes luego serían poetas tan diferentes) y Sebastián Salazar Bondy, la pureza de expresión (o por lo menos la búsqueda de esta) y la protesta de tono socio-político no coincidían en el mismo texto. El río podría ser único, pero las orillas no se tocaban: de un lado estaban Javier Sologuren, Blanca Várela y Jorge Eduardo Eielson; del otro, Alejandro Romualdo y Gustavo Valcárcel.
Algo parecido, salvadas las diferencias temporales y textuales, se repetirá entre 1960 y 1975, observándose nuevamente la influencia de la poesía británica y norteamericana (W. H. Auden y William Carlos Williams son referentes nada velados, además de los beatniks), con textos que apuestan al coloquialismo y al monólogo informativo como instrumento desestabilizante de la supuesta rigidez de la dicción lírica, en tanto otros, los menos, recurren a la experiencia del deseo y a la intensificación de la intimidad somática. Convendrá pues detenerse en ese período de larga década y media para sacar algunas conclusiones que tal vez permitan entender la poesía peruana escrita a posteriori2.
Después de mediados de la década de 1960, los nombres de Javier Heraud, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza y Luis Hernández, son ya un trademark dentro y fuera del Perú. Una manera de producir discurso y de representar la realidad de la historia se pone en boga rápidamente, quizás demasiado rápido. Los premios internacionales de unos (Hinostroza y Cisneros) y las trágicas muertes de los otros dos (Heraud y Hernández) harán todavía más notoria la presencia de una poesía peruana que desde la época de Vallejo no era tan conocida fuera de fronteras. De una forma o de varias, la poesía de Hinostroza y Cisneros será referente al alcance para la lírica que se escribirá posteriormente.
Sus influencias, aunque pasibles de cuestionamiento, no pueden ser sin embargo desdeñadas. Las mismas, a la luz de una relectura minuciosa cuarenta años después, permiten constatar que ambos difieren de manera radical, no solo en la temática visitada, sino principalmente en la retórica poética accedida. La obra de Cisneros (Lima, 1942), que en la década de 1960 fue considerada faro de un posible mini boom de la poesía hispanoamericana, hoy resulta en muchos aspectos repetitiva, condenada a la previsibilidad por sus propias decisiones formales. Si los signos se gastan, tal como creía Robert Lowell, el caso de Cisneros es prueba elocuente al respecto. En lugar de intentar abrir las compuertas del lenguaje que permanecían cerradas y exigían ese intento augural, apostó a la inmediatez circunstancial de la historia y, como tal, como suele comportarse, esta fue traicionera y efímera:
Ah el viejo Karl moliendo y derritiendo en la marmita
los diversos metales
mientras sus hijos saltaban de las torres de Spiegel a las islas de
Times
y su mujer hervía las cebollas y la cosa no iba y después sí y
entonces
vino lo de la Plaza Vendome y eso de Lenin y el montón de
revueltas y entonces
las damas temieron algo más que una mano en las nalgas
y los caballeros pudieron sospechar
que la locomotora a vapor ya no era más el rostro de la
felicidad universal.
Ejemplos como el precedente destacan el desgaste de una poética que cuarenta años atrás encandiló a unos cuantos, demasiados, y que hoy resulta monótona por insistir en el mismo procedimiento, carente además de la necesaria sorpresa y de los desafíos de inteligibilidad que toda lírica contra la corriente (y el tiempo) debe tener. El oso hormiguero fue demasiado ceremonial. Quién sabe. La narratividad se queda en lo que cuenta (y que además explica demasiado). Lo autobiográfico, cruzado en sus intermitencias por lo histórico inmediato, no va más allá de lo meramente circunstancial y oportunista; ni documento metafórico ni testimonio alucinado, apenas la obviedad de lo cotidiano: la información al día, el dato siempre dependiente del referente. Poesía con complejo de denotación, con fecha de caducidad. De esta manera, lo anecdótico y lo conversacional terminan agotando hasta al propio hablante lírico, saturado por el lugar común y el fácil tic ideológico. Ha dicho Eduardo Milán sobre esta poética testimonial:
Cisneros siempre ha dado una muestra —a veces cierta, a veces equivocada, pero eso no es demasiado importante en poesía— del tiempo que le ha tocado vivir. No ha querido ponerse en cuestión a sí mismo como poeta. Los hechos que relata han pasado a esa historia que tanto amó. Lo que no ha pasado a la Historia y todavía se manifiesta en forma estridente es el conflicto de la poesía con la poesía, del poeta con el poeta. Esas luchas son una ausencia en su escritura3.
En el otro polo del lenguaje se encuentra la poesía de Rodolfo Hinostroza (Lima, 1941). Por intensidad y afanes de riesgo, esta lírica, culminación de lo incidental, aún resulta punto de referencia para entender el desarrollo del panorama poético hispanoamericano de las últimas cuatro décadas. A la espera de un estudio crítico riguroso y detallado, la escritura de Hinostroza, neobarroca en sus mejores momentos, se apoya en las pulsiones itinerantes del deseo, donde la voz encuentra su tono desestabilizante. Escritura de la piel, escisión de lo imaginario. Apuesta a la materialidad del lenguaje y a la tarea fundamental de la poesía: interrogar lo indecible, cuestionar el propio acto de escribir, desde y contra el cuerpo. No es otra cosa que una epistemología del habla mientras está ocurriendo.
En vez de atar el sentido, lo despedaza. Se cortan las ataduras del lenguaje con la historia; la palabra enfrenta al poeta consigo mismo y de ese conflicto desparejo emerge una actualidad escrituraria conmovida por su propio actuar desasosegado en la página: las frases irradian desafíos de interpretación, atenían contra lo identificable para hundirse en las aguas de un deseo en trance que se disfraza de lenguaje y termina siendo su máscara, su arropamiento inaudito. Lo explicativo (y con ello el caudal ideológico de la historia) queda pulverizado. El poema es la simulación del acto de seguir deseando en el lenguaje. Salida de la página en estampida, la palabra roza, palpa y sigue de largo. Es una ficción itinerante que hace del poema el lugar propicio donde el deseo puede ser reconfigurado:
Oh César
no me sueltes a tus perros de presa
la otra margen quizás no he de alcanzar
quizás me turbe
la contemplación de la belleza
y quede detenido otra vez detenido por un cuerpo
sensible a la virtud de un río
qué fueron sino rocío de los prados
qué fueron sino verdura de las eras
y pasaron miserablemente sus días en la tierra.
La poesía de Hinostroza, al igual que la de Mirko Lauer (Zatec, ex Checoslovaquia, 1947), otra voz ineludible de la época, continúa la línea genealógica fundacional en nuestro idioma, donde las figuras ancestrales (de imperdurable vigencia) de Julio Herrera y Reissig, Oliverio Girando y José Lezama Lima aparecen como trazas de un origen actualizado por sus desvíos. El desacato del significante, el espasmódico uso de la imagen y la irreverente expansión sintáctica, encontrarían, a partir de Contra Natura, una continuación de futuridad. De todas maneras, dadas las circunstancias históricas en escena (el populismo nacionalista de la primera fase del gobierno militar peruano, de 1968 a 1975), la obra de Cisneros fue la que tuvo mayor repercusión en las generaciones inmediatamente siguientes, de manera especial la del setenta. Su efecto de encandilamiento fue casi instantáneo.
Para muchos poetas fue difícil desprenderse de las influencias del autor de Comentarios reales. Incluso poetas como Enrique Verástegui (Lima, 1950) tuvieron en sus comienzos una predisposición a la influencia cisneriana. El primer libro de Verástegui es un ejemplo al respecto. Vino de donde salió. Es que en la década de 1970 la poesía de Cisneros tuvo un efecto de imán; fue el centro gravitacional alrededor del cual se fueron ordenando poéticas similares, algunas de las cuales debieron padecer la reescritura y sentir el paso del tiempo para encontrar recién, después, su identidad definitoria. La presencia de Cisneros en la obra de Verástegui (aunque por momentos disimulada por la voz propia que luego, una vez librada de sus lastres, se dejaría oír bastante mejor), puede percibirse primeramente en la reconsideración de lo coloquial y en el arsenal de figuras históricas exhumadas como apoyatura de la tensión representacional en juego. Una cepa rancia. Los escasos instantes de rigor lírico no se intensifican y son desplazados por una agobiante retórica que hace al lenguaje permeable a los arrebatos ideológicos tan comunes a la lírica hispanoamericana de la época:
Ya dije: toda diferencia entre Garcilaso y Guamán
Poma es una absurda pérdida
de energía en hombres dedicados a nuestro pasado:
tuvieron una estrategia
—toda esa mitología en el trasfondo de la memoria—
y su acción
que no tenía por qué ser un libro de Rousseau en
manos de Robespierre, pero sí
un libro de Marx blandido por Fidel Castro,
se llamó Taki Onqoy: Vilcabamba y su proyección
comunista a toda
la tierra: Macchu Pichu, ciudad bella de los Inkas,
fue la fortaleza donde aún podemos encontrar un
poco de paz.
Verástegui fue miembro fundador del entonces influyente Movimiento Hora Cero, el cual, según Julio Ortega, destaca por su “saludable iconoclasia”4. No obstante, en el primer libro del poeta, En los extramuros del mundo (1971), dicha "iconoclasia" queda apabullada por la vacua retórica ideológica, que en ningún momento logra convencer, y menos sorprender. De todas maneras, incluso hoy, a la luz de las relecturas, Verástegui puede considerarse la voz poética peruana más reconocida de la década de 1970. Su inclusión en varias antologías y la concesión de la beca Guggenheim descartan su condición de "marginal", como se ha pretendido en vano clasificarlo. La lírica inicial de Verástegui está caracterizada, antes que nada, por su mestizaje: sus poemas presentan de manera indiscriminada imágenes surrealistas, referencias a la historia inmediata, comentarios de procedencia marxista de irremediable obviedad, referencias (más bien veladas) a la poesía de Eliot, y rastros de la lírica conversacional de Ezra Pound. Los libros posteriores de Verástegui, sin embargo, confirman un salto cualitativo notorio. Hay una voz para ser atendida. A partir de Ángelus Novus I y II, y principalmente Monte de goce, el poeta, tal como afirma el dicho popular, ha mejorado para bien. Su madurez llegó a través del despojamiento de varios de los artificios innecesarios. Monte de goce muestra el encuentro del poeta con su voz definitiva. Mejor dicho, con la más suya. La poesía interroga al deseo de las palabras que no es otro que el deseo del poeta interrogando su identidad; el Verástegui original está aquí.
Las otras tres voces de mayor resonancia en la poesía peruana de la década de 1970, aunque nacidos antes de 1950, son José Watanabe (Trujillo, 1945-Lima, 2007), Carmen Ollé (Lima, 1947) y Abelardo Sánchez León (Lima, 1947). Como integrante del Movimiento Hora Cero, Ollé comenzó a publicar en la década de 1970, aunque su primer libro, Noches de adrenalina, recién entró a imprenta en 1981. Posiblemente ninguna otra mujer desde Blanca Várela había logrado hasta entonces tanto reconocimiento en la poesía del Perú como ella:
Hoy se pierde un diente mañana un ovario
hoy no ha de durar más que hoy
o mañana a lo sumo un mes.
Hoy ocupa su puesto la porcelana o el oro
y el estomatólogo a cambio recibirá su recompensa.
Con ese tono entre melancólico y memorialista, donde se presiente la necesidad de la poeta de conversar consigo misma para entenderse, si es que hay algo para entender, la palabra alcanza una intensidad autobiográfica (habla de sí misma y del cuerpo) cuyo más cercano referente puede verse en la poesía de la argentina Alejandra Pizarnik. El desvelo del cuerpo lleva a un intento por representar el vacío prematuro de la existencia, al fortuito encuentro de la totalidad en el fragmento. Esa ansiedad, librada de imposturas y verificada tanto en el ritmo como en la combinatoria de imágenes, otorga a la lírica de Ollé su identidad. La representación somática halla su estado de libertad en los extremos antípodas del lenguaje, donde la incursión lingüística sucede como significante reconociendo su inusualidad: todo sentido es ficticio, cualquier acatamiento a un orden de prerrequisitos resulta prescindible. La aventura retórico-erótica que Delmira Agustini inició tan bien, si Ollé no la culmina al menos la intensifica:
Toda la soledad la hilaridad el vértigo de los detalles
de recordar me aburre y me seduce
siento como si abrazara algo ambiguo
como delinquir por exceso de lujuria
en un baile de creyentes
la solidaridad con el pasado.
Aunque Abelardo Sánchez León consiguió reconocimiento inmediato con su primer libro, Poemas y ventanas cerradas, publicado en 1969, su lírica puede situarse entre lo más significativo escrito en el Perú en la década de 1970. Sus marcas distintivas están otorgadas por los sesgos de su dicción: la desesperación ante la incomunicación lleva, valga la paradoja, al hallazgo de formas alternativas de comunicación. La voz autoral se topa con su mejor registro en lo específicamente "poético"; en el mestizaje de un lenguaje sin clasificar que prácticamente recurre a todo, especialmente a la defensa de una oralidad monológica y a la precisión arquitectónica de una retórica que interroga a la realidad circundante para intentar encontrar allí las respuestas a su propia condición enajenada.
Quizás la principal diferencia de Sánchez León con respecto a otros poetas peruanos en similar vena estética, es el empleo de una discursividad expositora donde el lenguaje habla para contar cuestionando, pero sin caer en la redundancia narrativa ni en la obviedad anecdótica que recorrían a la poesía de ese entonces. El hablante auto conversa en voz alta, y en ese monólogo de admonición todos los lenguajes le quedan permitidos. El poeta asume la voz del mundo, pues la poesía, aceptada su radical singularidad, interroga lo universal aunque ilógico, allí, en la pluralidad donde cabe también explicitado lo intransferible del yo buscando preguntas para su respuesta:
Y nos miraba de ojo a ojo, nos volvía a dar la mano
jalándonos a su lado, a su maldita soledad.
¿Y este infeliz no pudo por su culpa acaso ser un hombre sin la manía
de recolectar centavos de amistad en las madrugadas?
¿Para quién ladran los perros a medianoche?
¡Fuera! y lo arrojamos con los últimos sorbos,
desabotonado, y salimos a empujones.
La voz de Sánchez León, igual que la de Watanabe (quien alcanzó su primer punto culminante en Álbum de familia, 1971), es la de un solitario remando contra la corriente. En la época predominaban los programas grupales contaminados de apetencias panfletarias (todavía sesenteras) que no iban más allá de la réplica informacional y reiterativa, y de la reconstrucción de tramas. Por esos años, varios eran los grupos literarios que con inquietudes distintas (es más conveniente hablar de "inquietudes" que de programas estéticos) alternaban principalmente en la capital peruana. Tal como se indicó, el Movimiento Hora Cero, iniciado en 1970, tuvo en la figura de Verástegui a su representante más notorio. Para muchos, este grupo fue el más influyente en el Perú desde el Indigenismo de la década de 1920, observación que hoy resulta a las claras discutible. En su primera etapa (1970-1973) lo integraron, además de Verástegui, Jorge Pimentel, Jorge Ramírez Ruiz, José Carlos Rodríguez, José Cerna y Jorge Nájar.
En 1977 el grupo tuvo un revival con los aportes de Carmen Ollé, Dalmacia Ruiz Rosas, Eloy Jáuregui y Sergio Castillo. A esa misma época pertenecen las intervenciones de Gleba (Jorge Ovidio Vega, Ricardo Falla, Manuel Morales, otros) y de Estación Reunida, grupo integrado por José Rosas Ribeyro, Elqui Burgos, Ana María Mur, Tulio Mora y Óscar Málaga. También destacada para la época, sobre todo en lo que tuvo que ver con la parte editorial, fue la actividad del grupo La Sagrada Familia (1977-79), en el cual participaron Edgar O'Hara, Enrique Sánchez Hernani, Luis Alberto Castillo, Carlos López Degregori y Luis Rebaza.
Mientras que la poética horaceriana privilegiaba una propuesta limitada por los fáciles artificios del coloquialismo, y La Sagrada Familia confirmaba, tal como señaló Mazzotti en alguna parte, un "compromiso voluntarista", es decir, una lírica intencionalmente explícita, algunas voces, actuando al margen de lo colectivo, comenzaban a radicalizar esa etapa de transición de una década a otra, con todo lo que el cambio de cifras traía implícito. Entre esas voces se destaca la de Mario Montalbetti con su primer libro, Perro negro, de 1978.
La salida hacia una lírica neosocial, postpolítica, o, dicho incluso mejor, hacia una escritura del lenguaje que intensificara las combinaciones rítmicas y sintácticas, sería la característica principal de la poesía que se escribiría y leería una vez terminado el frenesí grupal de la década de 1970. La distancia autoimpuesta con los "sonidos de la calle" resultaría evidente y la poesía se convertiría otra vez en una actividad de trincheras, en un regreso a la soledad oracular del poeta (y a la de sus palabras). Por eso, la poesía peruana de tales años, los mutantes ochenta, resulta mucho más interesante en términos de asedios innovadores que la de las dos décadas anteriores (y lo mismo sucedía en otras partes de Hispanoamérica).
La trasgresión de los convencionalismos y el despojamiento de toda atadura exógena al texto convierten a la escritura poética en elemento de transformación de su propia actividad; una constante reconsideración de su especificidad. Claro está, resulta peligroso, y no siempre preciso, intentar establecer los posibles límites formales existentes entre una década y otra, pues, tal como se ha señalado, algunos poetas comenzaron a publicar sus primeros poemas en la década de 1970 (a fines) y dieron a conocer sus libros recién en la década siguiente (como son los casos de Ollé, Sánchez Hernani y Roger Santiváñez).
Por lo tanto, la transición no resulta delimitable en forma inmediata ni tampoco puede argumentarse que al final de los años setenta concluya algo ya definido, y a principios de los ochenta comience otra cosa, una etapa ruptural acontecida por generación espontánea. Más bien lo que se presencia es una especie de "simultaneísmo", tanto de tiempos como de textos, de opciones lingüísticas como de preferencias temáticas. A esto hay que agregarle las derivaciones estéticas ocurridas en la obra de algunos poetas, que pasan de una identidad formal a otra, sino distinta, al menos más preferible y propio, como es el caso ya indicado de Enrique Verástegui.
En líneas generales, la lírica peruana de la década de 1980 plantea una redefinición del propio acto de escribir poesía, de actualizar una discursividad que, si no busca una manera transgresora de pensar, intenta al menos llevar el pensamiento a las palabras. Al aniquilarse parte de los fantasmas ideológicos y concretarse la definitiva caída del muro de las ilusiones ortodoxas, la apoyatura del lenguaje deja de ser una certidumbre manifiesta para afirmar la diferencia de lo inusitado: privilegia la infancia de las frases, la autobiografía de lo no dicho. La poesía cuestiona su proceder, articula una insumisión caníbal de los signos.
Es el canto del cisne (cisne/riano en todo caso) del coloquialismo. La palabra rompe la dependencia con lo cotidiano, asumiendo su identidad convulsiva en el desafío lingüístico y no con la complicidad del collage ideológico, tal cual habían insistido en hacerlo los poetas de las dos décadas precedentes. La crítica del presente de la historia se apoya ahora en la historicidad del lenguaje y no en los requisitos de la realidad. La poesía deviene contradictorio museo de intimidades: reciclaje y rechazo del pasado. La simetría dramática de la historia, tenida hasta entonces como un hecho, es cuestionada, desapareciendo cualquier réplica representacional de lo inmediato. La insurrección acontece mediante un acto lingüístico fisural: al cuestionarse la validez estética del contexto histórico, el lenguaje pasa a ser la única realidad atendible.
Más que el tránsito aritmético de una década a la siguiente, debe hablarse de una emigración (o retorno) de lo real a lo imaginario (si es que ambos en algún momento se dan por separado), la cual se gesta como resistencia a lo meramente informativo. Hay un desplazamiento hacia una decibilidad cuestionante de la materialidad del lenguaje: el ojo del texto prueba su existencia sin atenuar, pero no la de la realidad; no se acecha el transcurrir de la historia, sino su duración en la escritura. La memoria de lo imaginario exhuma los hechos que todavía están por suceder, al tiempo que llena el vacío de la ausencia (aunque esta quede indefinible y carezca de nombre) con las posibilidades expresivas de una palabra omnipresente y a su vez auto referente.
Entre las voces más personales de este período surgen (o confirman su actualidad), José Morales Saravia, Eduardo Chirinos, Mario Montalbetti, Enrique Sánchez Hernani, Carlos López Degregori,^ Magdalena Chocano, Miguel Ángel Zapata, Reynaldo Jiménez y José Antonio Mazzotti. También resalta la actividad del Movimiento Cloaca (1982-1985) y en él, la lírica de Roger Santiváñez. Lo particular (paradójico a los efectos históricos) de este período, es que la intensificación de la violencia política y el comienzo del descalabro del aparato institucional del país es correspondida por un recogimiento de la inteligencia en él lenguaje. La palabra deviene instrumento liberador; la poesía, actividad compensatoria. El poeta regresa a su solitario bunker: el poema.
En la otredad de la poesía se recompone la perdida unidad del ser y queda autentificada la fragmentaria relación del hombre con el lenguaje. Esta discursividad autotélica puesta en práctica por la palabra poética (y que encuentra su historicidad saliendo de la historia), es quizás el sesgo más renovante de la lírica peruana desde la década de 1980 hasta el presente. Mazzotti considera esta línea de trabajo como "la del quiebre de la lógica del discurso denotativo para explotar formas de expresión cercanas al discurso esquizoide y a una suerte de neovanguardismo cuyos nexos pueden ser rastreados en el ya lejano pero aún influyente Trilce de Vallejo"5.
La no-linealidad, además de sintáctica, será histórico-ideológica. Este verdadero repensar de la alteridad aplicada a las formas literarias genera espacios de tensión y dificultad donde el yo poético asume como suyo el conflicto del sujeto social, en tanto subjetividad exagerada y no como voluntad informativa o testimonial. Escritura de la periferia, voz del margen; lenguaje que empieza a existir a partir de sus implícitas desavenencias. Por lo tanto, la pregunta sobre el meollo de la actividad lírica no es tanto, ¿cómo escribir poesía?, sino ¿con qué? Sí, con qué.
Las palabras vuelven a salir privilegiadas. La tarea del poeta (como lo viene siendo desde Novalis en adelante) es hacer hablar al lenguaje hasta que se anime y lo diga, establecer un diálogo ininterrumpido con este. Se trata de interrogar el silencio de la escritura (donde mejor habla la historia) y no de prolongar los escándalos y devaneos de la realidad en textos limitados por su mimetismo social. De los poetas mencionados de esta auspiciante década, la de 1980, algunos vuelven a recorrer el intersticio que separa (o une) la tradición de la ruptura, lo que ya fue de aquello que tal vez sería posible. Un comienzo escindido. Matan al padre para venerar al abuelo. En esa depuración familiar caracterizada por un saludable parricidio resurgen Moro, Vallejo y Westphalen. También recobran actualidad Sologuren y Belli. Lo que vincula en plan de intensidades a los poetas peruanos desde la década de 1980 en adelante es la generosa variedad de opciones estéticas y lingüísticas que han sabido instalar en el recinto del poema. Los une la diferencia.
La marabunta de propuestas formales encuentra un punto pivotal en la lírica de Mario Montalbetti (Lima, 1953). Su poesía se inserta en la tenue, casi indistinguible línea donde la realidad queda reducida a lenguaje y allí desaparece. Prevalece la metonimia del instante, la de un momento inaudito que se corta y recomienza siempre inobjetable. La tensa asimilación, tanto de lo leído como de lo vivido (aunque sean a la postre lo mismo), coloca a la traza escrituraria en un confín sin mapa y difusos antecedentes: en ese centro (tan a-céntrico —excéntrico— como el de una tela de araña) donde el habla de lo imaginario, a la vez que desafía a las varias personas del poeta, configura "la miseria de una metáfora útil". No en vano, la poética de Montalbetti consolida sus tácticas en las ambigüedades que esparce, en aquello que no consigue ser condensador "un sueño es un acto de inteligencia". La historia, por lo tanto, como trama de sus dudas y resoluciones, es la materialización de una singularidad: donde se pacta el salvataje del hombre, o bien su propia condena.
Esta parodia de la hipotética sanidad de lo real (y de la imposibilidad de su aprehensión en términos deductivos encuentra otro ejemplo contundente en la obra lírica de Enrique Sánchez Hernani (Lima, 1953). En su caso, el distanciamiento de los referentes de realidad se consigue mediante una desequilibrada anexión unitiva de lo sagrado con lo profano, de lo vulgar con lo refinado, o más bien, de lo escribible con lo no decible. La búsqueda de la huella del origen es siempre espuria; acepta de todo: narratividad, auto parodia, multirreferencialidad y otras variantes técnicas que hacen del poema un paisaje inusual y no clasificable. Desprendida de las limitaciones de la llamada "poesía social" (¿y no toda poesía, por más difícil que sea, lo es?), la lírica de Sánchez Hernani acepta préstamos de vasta procedencia, para encontrar su particularidad en un eclecticismo contradictor de sus antecedentes inmediatos (Hinostroza, Cisneros y Lauer aparecen en su poesía, pero sus registros son transformados en materia poética de una diferencia textual propia).
De igual manera que Montalbetti y Sánchez Hernani, José Morales Saravia (Lima, 1954) comenzó a publicar a fines de la década de 1970. Su lenguaje, en complicidad con una sintaxis reverberante, tiene una fisonomía inmediatamente reconocible. Lo mismo que en la poesía de Carlos Germán Belli, también aquí destaca una minuciosa tarea de construcción lingüística que se remonta a los inicios modernos de un barroco recuperado y actualizado en Hispanoamérica a partir de José Lezama Lima. La búsqueda, o por lo menos presunción, de un espacio perdurable, de una palabra que se lea y entienda por sí misma, encuentra en la poesía de Morales Saravia una dimensión encantadora y una rareza arquitectónica que provoca por todo cuanto esconde.
Aunque las referencias a lecturas y escrituras anteriores resultan detectables (la severidad de diseño de los poetas renacentistas italianos y del Siglo de Oro español, que Belli "tradujo" magníficamente en su lírica, encuentra aquí continuación), a pesar de todo esto, de los secretos "robos" y de las "versiones" furtivas que T. S. Eliot recomendaba a rajatabla y que en última instancia sirven para ampliar un proyecto de magnificencia, la lírica de Morales Saravia inaugura un trayecto espléndido en la poesía de su país. Regresa, tal cual Martin Heidegger lo había sugerido, a la principal tarea que el poeta debe poner en práctica cuando escribe; mirar para saber y sostener una visión epistemológica.
La lírica de Morales Saravia es especular del espectáculo del pensamiento: es una representación asimétrica de la antítesis de lo imaginario y lo anatómico, arropada de un lenguaje poético bien calibrado que se presiente, pero que además se ve. La estrategia escritural se apoya en una gimnasia contemplativa que antecede la llegada de la verdad poética. La palabra responde a la intencionalidad del ojo. La mirada supera lo puramente material para trascender el orden que se le ha querido imponer y devenir minucioso interioramiento del mundo inmediato. Dijo Rene Char sobre ese momento interrogado: "L'eclair me dure" (El relámpago todavía está en mí). No es el sujeto que sale, sino la naturaleza que entra en él. El ojo inventa una mirada propiciadora. Pero Morales Saravia no es el único suscripto a esta veta fenomenológica.
La poesía de Eduardo Chirinos (Lima, 1960) recurre asimismo a los exorcismos de la visualidad. En su lírica, la realidad carece de evidencias; se autoestructura en la actividad de un lenguaje que es su principal expectativa. El yo se apropia de las cosas a disposición: las referencias se oscurecen y pasan a existir como ausencias de un mecanismo de contención. Su inteligibilidad es residual. El lenguaje se ensimisma en sus posibilidades metafóricas, otorgando a todo cuanto no dice la posibilidad de ser. Esta sucedánea pedagogía del ver (o contemplación ontológica) que se repite intencionalmente en la lírica de Chirinos, permite que el acto de la visión sea también autocontemplativo: sólo se ve si se es visto. Las palabras, entonces, ven para que sean leídas. A fin de cuentas, la ausencia de la mirada es el vacío del conocimiento, conciencia del desdén de lo real. El poeta desiste del comportamiento imitativo: “¿No ves nada? / ¿Sigues sin ver?”.
Esta interrogante, sin exigir respuesta, asimismo se formula en la obra de una poeta: Magdalena Chocano (Lima, 1957). A la par de Resella Di Paolo, Dalmacia Ruiz-Rosas, Patricia Alba, Mariela Dreyfus y Rocío Silva-Santisteban, Chocano integra el grupo de poetas peruanas que mediante un tensionar del sitio desde donde se habla sitúa al lenguaje en una problemática de géneros, polarizaciones y comportamientos sociales. Lo de Chocano, sin embargo, menos exteriorista y paisajístico, interesa, pues se integra a esa veta epistemológica que busca recobrar el conocimiento visual como punto de partida de un entendimiento de la realidad y del lenguaje. El sujeto del lenguaje escribe para mirar lo que imagina, y en la visión alcanza el inicio de la autoaceptación, ya como mujer, como intérprete del lenguaje, y como fisgona de lo imaginario desde una perspectiva sin opinión.
La supuesta objetividad de la palabra poética otorga al lenguaje la posibilidad de comunicarse con el sentimiento de las cosas, instaurando una visión despertiva, en tanto la contemplación no es pasiva sino transformacional. La sintaxis atomiza su contigüidad, puesto que las cosas se ven tal como podrían ser (y quizás lo son) en la imaginación, uniendo lo real con lo aparente. La metáfora, cuando tío sustituye al torrente metonímico, se opone tenazmente a la imitación, deteniéndose en lo inverosímil como conciencia de un abandono de lo referencial:
El Universo ha sido escarnecido
por la aciaga imposición de otro universo
y ha fugado hacia el Reverso del espacio
Nadie ha de alcanzarle
allí donde la soledad
es venganza de teoría irrefutable
Junto con Hinostroza y Lauer, Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) es uno de los poetas peruanos incluidos en Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), seguramente la selección antológica más influyente en el mundo hispano desde la Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea de José Olivio Jiménez, en 1971. La obra de Jiménez, Reynaldo, ha sabido mantenerse fiel a su intransigencia. En la misma se constata un abandono de las reglas convencionales de producción del poema. Este elige todas las opciones que pone en práctica y sus idiosincrasias emergen como paisaje escarpado en el cual "pasan" cosas aparte de las que se ven.
Es una poesía que puede ser sobre cualquier cosa pero especialmente sobre un procedimiento que destaca su importancia mientras actúa como continuación de una forma que se reinventa y que establece reglas capaces de todo menos de ser prescriptivas. Sería imposible que lo fueran porque no se sabe de dónde vienen ni quién pretende imponerlas. Porque, ¿quién es el que habla?, ¿quién, y de qué? En el poema hay varias voces que se superponen para dejarse oír por separado. Hay un cambio de persona, y a pedido del pensamiento en acción —no de lo que sabe pues aún no lo sabe totalmente— desencadena una prosodia que es la participante central del proceso por hacer de la escritura vertical lo más idéntico a un poema.
La palabra se desplaza hacia algo que podría ser o no poesía: existe como fracción de ritmo, como sinónimo de aquello que no es sino otra cosa. La lectura de un poema de Jiménez es una invitación a suponer casi todo lo que la palabra podría estar imaginando justo cuando está siendo escrita. La realidad sucede al mismo tiempo en que las frases hacen su entrada a la página. El acontecimiento ocurre durante la escritura, no antes, mientras se observa la inestabilidad de una voz retaceando sus mensajes, si es que los tiene. En ese momento, mientras el significado coincide con su abolición, la escritura se desapropia de la realidad sin que nada, ni siquiera las palabras, lo note. Todo sucede bajo un veloz sigilo, porque así debe ser, y porque el mundo transcurre demasiado rápido como para poder dar cuenta de sus transformaciones.
Esta verdadera pulverización de la linealidad y de la causalidad lógico-deductiva también se constata en la poesía de Roger Santiváñez (Piura, 1956), quien experimenta con las impurezas de un idioma rebosante de líneas de apertura acústicas y sintácticas. En su lírica se entremezcla la voz de la calle (el argot barrial) con una verbalidad pulida a lo Siglo de Oro (Quevedo hablando por el desenfado). El cuestionamiento del, establishment poético (de la forma de escribir poesía) se concreta en un torrente imaginario que evita tanto lo descriptivo como la retórica del pudor gramatical.
La poesía de Santiváñez interesa, pues, sin hacer concesiones a la vacuidad panfletaria tan en boga en todas las épocas, sostiene una corrosión despojada de dogmatismos apriorísticos. Tal cual ocurre en la obra de Jiménez, el descalabro de la linealidad lírica tradicional es sincrónico con el resquebrajamiento de la realidad histórica y la ilusión de seguridad que el entendimiento no consigue concretar. Como casi toda la poesía escrita en Hispanoamérica desde 1980 en adelante, la lírica de Santiváñez reposa en un algoritmo gráfico-visual proveedor de imágenes alucinadas, en la algarabía de un signo insatisfecho que afortunadamente ha dejado de depender de las exigencias de la interpretación para hacerse notorio. Las huellas remanentes de la coloquialidad en crisis, expresando el fracaso de la comunicación inmediata, desvían al hablante hacia ese registro lapsario en donde el lenguaje comienza y no deja de habitar sus aledaños.
Esta salida a la "caza" de una palabra solipsista se observa además en la lírica de otros dos poetas cuyos estilos, si bien no se incluyen mutuamente, tienen puntos en común: Miguel Ángel Zapata (Piura, 1955) y José Antonio Mazzotti (Lima, 1960). Ambos han escrito lo más representativo de sus obras fuera de Perú y los dos residen en Estados Unidos, donde ejercen la docencia universitaria. Por ser partícipes de una transterritorialización de constante ida y vuelta, los registros poéticos de Zapata y Mazzotti resultan difíciles de contextualizar y de reducir a una tradición literaria inmediata. Son artífices de una absorción, y como tales resuelven su ensimismamiento.
El neorromanticismo de Zapata (el poeta como crooner), que para algunos puede parecer anacrónico, es en última instancia su aporte innovador, practicado además dentro del formato poema en prosa o prosa con prosodia poética. Para diversificarse, el hablante recurre a su experiencia cotidiana, la cual se expresa despojada de teatralidad y artificiosa verborrea. La musicalidad exteriorizada del lenguaje conforma una partitura visual que, valga la paradoja, apuesta a la sonoridad de lo contemplable y para ello insiste en conseguir un equilibrio metafórico y narrativo donde la presencia de lo cotidiano evoca un espacio idílico inmediato. En el cruce antagónico de lo ínfimo y lo supernatural, la impostura de simplicidad reconcilia a la imagen con aquello mismo que representa. En esto es donde la lírica del poeta piurano encuentra su eficacia, la cual llega por el lado del ver, de la observación de lo real en estado cataléptico: el ojo anticipa a la mirada o, todavía mejor, ve para imaginar.
Si en la poesía de Zapata se concierta una paradójica oposición entre lo autoconfesional y el borramiento de los rastros biográficos, en la lírica de Mazzotti dicha instancia tensora queda resuelta por la absoluta heterogeneidad de los referentes de sentido. Tras un comienzo tempranero (publicó a los 20 años Poemas no recogidos en libro), Mazzotti impuso un habla distintiva con Castillo de popa (1991), donde el poeta entra en diálogo con sus imágenes no nombradas, pero además con la opacidad esparcida del lenguaje. En esa mélange babélica de discursos disímiles ejerciendo en el poema su libre albedrío, los momentos de originalidad están dados por un crisol de referencias trayendo su información al unísono. Librado de la cotidianeidad impostada de sus primeros poemas, Mazzotti ha establecido, a través de un cóctel temático, una poética enclavada en la tenue línea entre azar y causalidad, donde todo existe para ser escrito como no había sido dicho.
Así pues, la lírica peruana de las últimas tres décadas acepta tener que decirlo todo por primera vez (y tener que repetirlo), porque en ese permanente recomienzo multiplica la heterogeneidad de su dicción. La palabra regresa a la materia fundacional de la poesía: a su cometido, actuando sobre la indecibilidad de lo existente. La función connotativa del lenguaje es enfatizada. La invención a la deriva sale a cotejar las apariencias de la palabra en la realidad y del tono en el habla. La convicción es gestual; la verdad, itinerante. La sintaxis se disloca en tanto acepta la imposibilidad de conocimiento de lo real. El yo se desplaza descentrado (y está bien que sea así); registra la entrada del instante en lo fragmentario. En la escritura, la continuidad se pacta por interrupciones.
Las décadas posteriores, la de 1990 y la presente, han traído una generación (otro dudoso término a desterrar) de poetas caracterizados por el uso de acepciones estéticas y trasiegos retóricos de todo tipo. Quizás las modalidades formales coincidentes con la era cibernética hayan propagado el interés por una poesía menos mediata, protegida por la indiscriminación temática y el escaso control formal (una sintaxis asociada a la improvisación). En un mismo poema coinciden especificidades poéticas en apariencia antagónicas: neobarroco y objetivismo; realismo y metafísica; oralidad y concretismo; lirismo y narratividad; iconografía pop y alta cultura; rigor sintáctico y calambur grafémico; cuestionamiento de la estructura poética y aceptación de las mismas reglas del juego de siempre; intención totalizadora y catarsis episódica; trascendencia connotativa y literatura pulp; exhuberancia rítmica y atonalidad. La poesía canta, y habla. El movimiento de sístole y diástole antes mencionado se repite también ahora. El examen de la temporalidad convierte en tradición lo que antes, no hace mucho, fue ruptura.
La lírica peruana actual, antes como instancia histórica que como coincidencia de propuestas generacionales, se caracteriza por un replanteamiento de la poesía en tanto problema específicamente lingüístico. Es crítica de su proceder en el idioma, y como tal acumula un necesario despilfarro de recursos. La historicidad del poema tiene tanto en cuenta lo que dice como la forma en que lo expresa. La única coartada de trascendencia es retórica. La lírica evita cualquier atisbo de verificación o deuda de referencia con el contexto. Vuelve a ser discurso de su propio discurso. La escritura es la sola circunstancia pormenorizada del acto de escribir. El signo es su inscripción. Las palabras de la tribu, además de purificadas, resaltan actualizadas. Están los casos de Maurizio Medo, Andrés Xavier Echarri, Jorge Ensancho, Lorenzo Helguero, Martín Rodríguez-Gaona, Miguel Ildefonso, Paul Guillén, Jerónimo Pimentel, Cecilia Podestá y Andrea Cabel para confirmar la diversidad de hipótesis planteadas como certezas6.
En todos ellos, la cuestión palpitante, ¿qué hacer, cómo, para que lo nuevo mantenga vigencia?, deviene dilema al ponerse en práctica sentidos alternativos carentes de un único sentido. La mezcla de lenguajes de variada procedencia posibilita el acomodamiento en el mismo texto de un amplio registro de métodos sucedáneos, los cuales no eluden ni cancelan a los ya preexistentes. En esa recombinación de tradiciones y apropiaciones, la intersubjetividad no acontece por coincidencia ni la experimentación sistematiza procedimientos. La simulada espontaneidad, no exenta de ironía y parodia, rescata a la realidad de su tiempo manifiesto y permite que en su afán de inverosimilitud el poema incluya todo. Sin embargo, la crítica del lenguaje no llega como existencia separada de aquello que dice.
Por el contrario, el lenguaje es testigo de una simultaneidad de propósitos y sus ejemplos están concentrados en la observación del poema como tema de sí mismo. Son, pues, las más recientes, poéticas que no implementan una persistencia de tópicos. La ilusión de verosimilitud desaparece y el estilo se desprende definitivamente de la mimesis. Para que esto tenga mayor resonancia, la artificialidad del habla es puesta como ejemplo de una dicción cuyos principios fundacionales varían de acuerdo con la escritura del poema. Pero nada, que conste, es completamente arbitrario ni llega mediante la apropiación de fuentes textuales ajenas al poeta. Por el contrario, los resultados de la entonación surgen tras haber dinamitado la cesura como táctica eficaz para alterar los registros de regularidad prosódica.
Ricardo González Vigil señala que "en el caso de la poesía peruana lo que existe son deseos generacionales y no verdaderas generaciones que realicen cabalmente su proyecto creador".7 Esto queda ejemplificado por las prácticas poéticas constatadas en el Perú a partir de la década de 1980. Mientras que la mayoría de los poetas que tuvieron renombre en los años setenta cayeron con reiteración en la trampa de un coloquialismo falsificado y en la representación homológica de la realidad, los poetas posteriores orientaron su escritura, individualista y atenta a sus distracciones, hacia la minuciosidad lingüística, mediante la cual, la poesía, antes que una disolución del orden, resulta un desafío de desenfadada rigurosidad que atenta contra los estatutos de la interpretación.
Esos "deseos generacionales", en su atomismo y subjetividad admonitoria, difieren radicalmente y a la vez permiten su integración en el paradigma. La poesía peruana de las tres últimas décadas emerge en su abanico de resoluciones como práctica de precisión espontánea (la espontaneidad es otro de los simulacros), más cercana a la métrica clásica que al torrente discursivo, ya sea de apariencia surrealista como neoideológica (la cual parece ser la definitiva, es decir, la última, el fin o canto del cisne de la ideología). La apariencia de libertad plena que presenta el poema se logra por un trabajo de metódica elaboración. Relojería retórica, pedagogía del esfuerzo. Los atajos no sirven.
Según lo establecido, los poetas peruanos actuales alcanzan su novedad en el eclecticismo, con respecto a otros y a sí mismos. Salvan su escritura en el flujo operacional de la tradición con la novedad. Son samplers de una banda sonora en sintonía con su eficacia polifónica. Lo "nuevo", sin falsos pudores, estampa su marca de originalidad mediante un plan de reescritura de toda la literatura ya hecha, pues, siguiendo el consejo que Ernest Fenollosa le dio a Pound, la poesía no puede ser anterior a nada, ya que de por sí es historia recién iniciada, figuración alegórica del acontecer del hombre. La poesía es una práctica de revelación y furtividad que puede llegar a destiempo, tanto al fin como al comienzo: la sincronía con la historia no le compete. Y en esa posibilidad de estar fuera del tiempo (para poder así representarlo mejor) radica su novedad. Todo sirve, nada es descartable, ni siquiera el bochorno de la erudición.
De esta manera, la lírica peruana actual evita el furor informativo y las efímeras acotaciones de la historia para concentrarse en los vaticinios de una palabra que se nombra y celebra a sí misma. La realidad inmediata no se revela en los fulgores de sus excedencias, sino en sus silencios, en aquello que habla interrogando a sus razones de ser. Escritura donde el valor del signo está suspendido sin estar supeditado a nada: en su interregno se prioriza la significancia antes que la significación, pues la cantidad fascinada de la matriz lingüística apuesta a la sensualidad de un signo plurivalente y no a una interpretación integradora de procedencia racional y neopositiva. El poema, casa de una imagen como ninguna otra: allí, donde las cosas no hablan, es donde mejor pueden verse.
Cómplice de una reflexión en voz alta, el lenguaje, una vez sacado de quicio, más que representar al mundo consagra su identidad en el límite del sentido. Las distintas performances que lo caracterizan, en tanto materialidad acústica, son tanto fusiónales como depurativas. Ya no caben los mecanismos deterministas. La página, que previamente fuera cedazo de decisiones, termina transformándose en espacio de desenmascaramiento, no del poeta (pues este desaparece en su habla), sino del signo donde afloran los sentimientos de la inteligencia. Hace alarde de sus prosodias. El poema asume sus derechos, adopta distintos puntos de vista. La palabra, para no sentirse menospreciada, se regodea en un haz atípico de heteroglosa, en una lingüística caleidoscópica. Mira a lo lejos, pero hacia dentro. Y en la distancia otea su intimidad.
Tenidos en cuenta pues los resultados, las tres últimas décadas encuentran a la poesía peruana disfrutando, a través de las sucesivas crisis socioeconómicas y políticas que la han acompañado, de una saludable futuridad. Hay más de lo que sigue. Otra nouvelle vague en puerta. Poesía que acepta y descarta, que escribe y borra la palabra originaria a partir de las propias circunstancias socioculturales desde donde ha sido producida. Poesía que coincide con el idioma y con el único tiempo histórico —el presente perpetuo del poema— que circunscribe la validez de las propuestas y las sitúa en similar contexto de referencia, dado este ya por su complementariedad estética como por la época que las hace coincidir sin otro plan a cambio. Y esa coincidencia trasluce la misma estrategia metapoética que engloba en similares diseños y programas estéticos a todos los poetas de los años ochenta en adelante: la poesía sale de la urgencia y de la inmediatez de la historia para mirar, a través de las rendijas de la significación, no otra cosa ni otra cara que su misma imagen reflejada en el agua intraducibie de las palabras.
Por fin, tras tantos cantos ceremoniales, los poetas aquí reunidos parecen tener en claro que la historicidad de la poesía reside en el lenguaje y no en las cosas o acontecimientos que ocurran fuera de él. El poema, como el ser, "es ello mismo". Y esta prevaleciente meta poética, cuya tarea es tanto de integración como de rechazo de lo ya acontecido, devuelve la escritura lírica al lugar añorado por toda la modernidad posterior a Isidore Ducasse: al espacio menos baldío donde queda validada la autocomplacencia del signo.
NOTAS
1 Ricardo González Vigil, Poesía peruana. Antología general. De Vallejo a nuestros días. Lima, Edubanco, 1984.
2 Sobre las décadas de 1970 y 1980 pueden consultarse los libros: José Miguel Oviedo, Estos 13, Lima, Mosca Azul, 1974; José Antonio Mazzotti, Roger Santiváñez y Rafael Dávila-Franco, La última cena, poesía peruana actual, Lima, Asaltoalcielo, 1987; Marco Marios y Roland Porgues, La escritura, un acto de amor, Grenoble, Ediciones del Tignahus, 1989.
3 Eduardo Milán, "Crónica de poesía". Vuelta, N°. 161, México, abril, 1990, p. 38.
4 Julio Ortega, Antología de la poesía hispanoamericana actual, México, Siglo XX, 1987, p. 472.
5 Ver al respecto el artículo de José Antonio Mazzotti, "El proceso de la poesía peruana del 80 a cuatro voces" (En Perú en su cultura, ed. Daniel Castillo Durango y Borka Sattler, Ottawa, University of Ottawa, 2001, p. 111-158), como asimismo su libro Poéticas del flujo. Migración y violencia verbales en el Perú de los 80, Lima, Fondo Editorial del Congreso de la República, 2002.
6 Varias antologías y muestras más o menos recientes permiten tener una vista panorámica de las transacciones de la poesía peruana publicada desde 1970 hasta la fecha. La lista es extensa, y en vías de desarrollo. En la misma figuran, además de las ya mencionadas, los volúmenes Novísimos en la poesía peruana (1991), El bosque de los huesos (1995), La letra en que nació la pena (2004), Una piedra que suena como un tambor. Novísimos de la poesía peruana (2004), La mitad del cuerpo sonríe. Antología de la poesía peruana contemporánea (2005) e Intersecciones. Doce poetas peruanos del ahora (2008).
7 Ricardo González Vigil, op. cit., p. 9.
* Todas las muestras antológicas de poesía suelen ser incompletas por naturaleza. Esta es otra excepción que prueba la regla. Por lo tanto, un volumen de Poesía peruana contemporánea 2, continuación y complementación del presente, estaría plenamente justificado. Mientras tanto, el libro que el lector tiene ahora en sus manos sirve como referente de las preferencias estéticas del antologador, aunque esto en verdad no pretende ser una antología ni tampoco una muestra con afán canónico, sino apenas una selección. Es una reunión de voces afines que dan cuenta de un momento específico en la historia de la literatura peruana. Los poetas incluidos nacieron a partir de 1950 y están asociados con la poesía publicada luego de la década de 1970. Los propios autores seleccionados han elegido sus poemas preferidos, a los cuales anteceden con una poética o reflexión en plan de síntesis sobre el acto de escribir poesía.
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Eduardo Espina. Autor de los libros de poesía Valores Personales 1982; La caza nupcial, 1993, 1997; El oro y la liviandad del brillo, 1994; Coto de casa, 1995; Lee un poco más despacio, 1999; Mínimo de mundo visible, 2003; y El cutis patrio, 2006, 2009. También es autor de los libros de ensayo El disfraz de la modernidad, 1992; Las ruinas de lo imaginario, 1996; La condición Milli Vanilli. Ensayos de dos siglos, 2003; e Historia Universal del Uruguay, 2008, estos dos últimos publicados por Editorial Planeta. En Uruguay ganó dos veces el Premio Nacional de Ensayo por los libros Las ruinas de lo imaginario, (1996) y Un plan de indicios (2000). Sobre su obra poética se han escrito tesis doctorales, y la misma fue traducida al inglés, francés, italiano, portugués, alemán, albanés y croata. Está incluido en más de treinta antologías de poesía. En 1980 fue el primer escritor uruguayo invitado al prestigioso International Writing Program de la Universidad de Iowa. Desde entonces radica en Estados Unidos. En el 2007 obtuvo el Latino Literary Award, otorgado por el Instituto de Escritores Latinoamericanos, por el libro El cutis patrio.
Para comprar el libro ir a este link:
http://www.udea.edu.co/portal/page/portal/BibliotecaPortal/DetalleNoticia/Editorial_?bookid=2-15-1-734-1
1 comentario:
Tulio Mora dijo...
Es lamentable que no tenga un espacio público para responder a Eduardo Espino, de mediocridad e ignorancia reconocida. Otra vez la mafia de los llamados "poetas de la palabra" hace de las suyas. Se trata de la nueva máscara con que se disfraza la "poesía pura" de quienes viven cómodamente en los EEUU como profesores de universidades y en esa condición no quieren complicaciones de tipo reflexivo, crítico o ideológico. Y la coartada es la "palabra", "el silencio","lo neobarroco" es decir pura y llanamente la posición reaccionaria que no ve no escucha no huele la guerra de Iraq, el derrumbe de los mercados en EEUU, las guerras malditas de Medio Oriente, Africa y Europa Oriental. No, eso no corresponde a la poesía porque se ha vuelto cobarde y como tal mafiosa.
Espino es tan ignorante y contradictorio que por un lado ataca a HZ y por otro incluye a tres de sus integrantes (Verástegui, Santiváñez y Guillén). Y llega a la temeridad de decir que reconoce huellas de Cisneros entre nosotros. Me gustaría que demuestre al poeta con "fecha de caducidad" (lo único notable que hay que reconocerle a Espino, al referirse a Cisneros) en "Un par de vueltas por la realidad" (Ramírez Ruiz), en "Ave Soul" (Jorge Pimentel), en "En los extramuros del mundo" (Verástegui), en "Mitología" (Mora) o en "Noches de adrenalina" (Ollé).
Pero más irrosorio que eso es incluir en una antología de la palabra a Enrique Sánchez Hernani, amigo y buen poeta, visiblemente exteriorista y efectivamente hijo de Cisneros, pero también de Adoum y de Fernández Retamar, o sea de poetas que Espino rechaza abierta y reaccionariamente.
Hay otras cosas tan inconsistentes en esa introducción que merecerían el premio y la gloria de lo ridículo, pero prefiero cerrar este comentario con una sospecha ya confirmada. Vuelve la mafia a usar la poesía peruana como una franquicia mercantil que se caracteriza por estos cortes arbitrarios de tiempo (¿qué significa haber nacido en 1950?, ¡qué cojudez más grande!, para incluir, en la mayoría de casos, a tipos ("pulgas", como los llamó Blanca Varela) de una infame calidad poética que pretenden legitimarse colocando prologuistas como Espino. Antes ya lo habían hecho con Zurita y otros autores que aparecen en las notas bibliográficas del uruguayo (¡qué tal inocencia para delatarse!).
Tulio Mora
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