martes, 18 de noviembre de 2008

Es el interior de flor: Florece de Ludwig Saavedra por Salomón Valderrama

La palabra juega, para sí misma, como juegan en sus juegos las bestias sin palabras. Las palabras sugieren una frontera en el aire, en el papel o en la cosa que se invade para detenerla, para forzar o amar su delicadeza, su forma y su misterio, ese espacio detenido en belleza pura. Todas las fuerzas confluyen y exterminan pero cuando se detienen dan luz sobre tinieblas y brusquedad inimaginable. La poesía es esa delicadeza capaz de destruir toda miseria. La luz del mundo mira ese imposible que una ola eleva monstruosa hacia la vida. Siempre la vida. Su ser gélido llora el fuego que bruscamente nace. Solo el agua prende la materia en el poema como lo demuestra Florece (Paracaídas editores, Lima, 2008) de Ludwig Saavedra (Lima, 1985). El cúmulo hierve y la hora se congela.

Aquello que llamamos el infinito es la cosa abierta en el poema, que fue limbo del esplendor, una vida: todo fatal florece hacia la muerte. Conviene vivir/morir/seguir-en-el-poema, gran puente o arcoiris de lo que somos, tal vez un mayor abstracto, Verde: “pájaros de bruma vuelan lentamente / hojas crujientes alfombran la tierra”, en inocencia para caer y despertar la tempestad absoluta. Desnuda en obscuridad tierna. Descender y nunca subir. En el infinito se esconde la flor abierta. Su brillo de transmundo, hilo obscuro hace, barca de oído, en lo putrefacto todos los pequeños objetos que salvan estos ojos puros de locura drogan al dios dejado. La poesía grita ¡no hay dios! Sino ¡yo! Isla navegante cuyo corazón crea la profundidad en las olas del miedo y del olvido. Algún océano se forma, Negro: “perdido… / la música y la poesía” acompaña su espacio único porque la palabra no debe morir; la voz debe matar. Condenar y rescatar del infinito. La vida, su círculo o frontera enfrenta la cercanía y la posibilidad de hacer o encontrar otro sol en el poeta. Amarillo: “unos cactus / de la desértica costa”. Pero el hombre a veces deja de soñar y se derrumba y con él una forma, quizás la más cercana, la más universal, ya no lo sabremos si no desde el tiempo perdido que no encontraremos jamás. Pero el poeta más que hombre, bebe del origen, confluye hacia él. Todos los elementos y formas (“Oye tú / dibuja con tiza blanca / flores en las ramas de la noche”) hacen su constante estación de peligro que inevitablemente abre y cierra en el infinito. Entonces la palabra se revuelca de memoria, como se revuelcan los que acaban olvidando las palabras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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