En calidad de exclusiva publicamos el prólogo que escribió Carlos Yushimito para la novela TIEMPO AL TIEMPO de Isaac Goldemberg, la cual será presentada el jueves 14 de abril 7pm en la Librería del Fondo de Cultura Económica (Calle Esperanza, 275, Miraflores). Comentarios de Enrique Sánchez Hernani y Paul Guillén.
Desde la publicación de La vida a plazos de don Jacobo Lerner en
1978, la obra de Isaac Goldemberg (Chepén, 1945) no solo ha contribuido a la
inauguración de un nuevo espacio étnico de reflexión cultural en el Perú –el de
la diáspora judía y su descendencia–, sino también a la ampliación de una
práctica discursiva que interpela las nociones sobre las que habitualmente
hemos imaginado esa huidiza y muchas veces contradictoria construcción afectiva
que conocemos como peruanidad.
Exiliado desde muy
temprano en la ciudad de Nueva York, adonde llegó con apenas diecinueve años,
no es insólito que Goldemberg se haya mostrado siempre interesado por los
matices conflictivos de los desarraigos, y, en particular, por aquellas
condiciones híbridas tan propias de las mezclas y de las encrucijadas, y de los
traumas que, inevitablemente, acarrean estas últimas. Remediados en gran parte
gracias a ese humor vital que emerge de la intimidad y la nostalgia –virtud
poco estimada por nuestra tradición, tan siempre dada a lo enfático o a lo
solemne–, su trabajo literario ha vuelto con obstinación, una y otra vez, sobre
dichas zonas incómodas de la pertenencia social. Gracias a él es hoy más
mestizo nuestro collage de representaciones, más diverso y plural y
contradictorio ese Perú narrado por José María Arguedas, pero también por
Gregorio Martínez o por Augusto Higa, entregados todos ellos, al igual que
nuestro autor, a la imposible tarea de reunir en una misma tradición las
diferentes texturas de lo propio.
Si Goldemberg iniciaba su
precoz viaje de regreso al hogar perdido con La vida a plazos de don Jacobo Lerner, una novela vigorosa,
múltiple y envidiablemente imaginativa, Tiempo
al tiempo (1984) proponía, lúdicamente, su clausura. La melancolía que la
acechaba era entonces incluso más rebelde, aun cuando volvía sobre las mismas
coordenadas autobiográficas ya exploradas antes: la relación con el progenitor,
la integración conflictiva del hijo mestizo e ilegítimo, la mirada crítica a la
comunidad judía peruana, etc. Afirmaba, además, el tono sarcástico de sus
tribulaciones comunitarias, esa comicidad aleccionadora y una penetrante
indagación sobre el ser nacional o, mejor dicho, sobre la obligatoriedad que
ese deber-ser nacional contagia institucionalmente a la índole de los
individuos. Más atrevida o más iconoclasta, Tiempo
al tiempo hacía de una forma sardónica de encontrar medios expresivos su
lenguaje natural para narrar un país disgregado en voces, efemérides domésticas
y rituales lúdicos; y encontraba maneras de esconder, detrás de su aparente
trivialidad, modos de interpelarnos como testigos involuntarios.
El relato de la vida de
Marcos Karuchansky, protagonista de la novela, así como la interrogación de su
lugar liminar en la sociedad limeña de los años sesenta, adquiría la forma de
una narración futbolística, intercalando entre las ensoñaciones deportivas que
alegorizaban sus eventos biográficos, las voces de sus compañeros del León
Pinelo y del Leoncio Prado, que eran, a su vez, el testimonio exterior de una
penosa educación sentimental y de unos primeros y definitivos desencuentros
sociales. El documento que los exhibía constituía, por lo pronto, la suma de
voces acumuladas y entretejidas, revueltas en una heterogénea totalidad testimonial,
que intentaba aprehender la esquiva reminiscencia del protagonista.
Entre la
institucionalización del juego –revertida paródicamente en esa “batalla”
internacional representada en el campo de fútbol– y el juego de la institución
–con las reglas sociales transmitidas por los rituales educativos–, los
espacios disciplinarios, las voces que interceptaban el relato de toda esa vida
y la cronología arbitraria de la historia, trazaban un mapa fragmentado de lo
que de otro modo no era sino una comunidad paralela e inoperante, dividida por
el prejuicio mutuo. Marcos Karuchansky nunca hablará, pero su existencia
testimonia mudamente su paso por esa frontera artificial, mediador privilegiado
y a la vez sancionado en el espectáculo de su breve vida por la escisión de sus
lealtades y afectos.
La polifonía narrativa que
intenta aprehenderlo no solo es un síntoma de la ciudad bulliciosa que absorbe
al joven provinciano, criado lejos y posteriormente recuperado por la
culpabilidad paterna, sino también de la incapacidad de esta última para poder
contarlo. Primero la escuela judía, y, más tarde, el colegio militar, funcionan
ambos como espacios disciplinarios donde se modela la conducta y la ideología
de los sujetos. Allí también se generan las narrativas que permiten articular
el relato de una comunidad solo en apariencia homogénea, y en el que la
experiencia transcultural adquiere una vaga forma de reconocimiento, ese rumor
apenas digno del extrañamiento o de la vacilación en las miradas, y donde, como
ya se ve, narrar en igualdad resulta terriblemente ineficiente.
La deuda que la novela
mantiene estructuralmente con Los
cachorros (1967) de Mario Vargas Llosa se hará notoria gracias al
virtuosismo heredado de su oralidad polifónica y a la destreza técnica con la
que este último entramado se construye. Sin embargo, a un nivel simbólico, Tiempo al tiempo hace mucho más compleja
la alegoría de la amputación del protagonista, desviando lo que tiene aquella
de accidental en lo trágico –esa mutilación fortuita, que es también
irreversible– hacia lo que esta posee de rito y, por lo tanto, de imposición.
Irreversible, no a causa del desgarramiento del miembro sexual, sino de un
desgarramiento social, Karuchansky no será un tipo sin sexo, sino uno sin
identidad. En otras palabras, un individuo incapaz de reproducirse o, lo que es
lo mismo, de formar comunidad. La circuncisión con la que se inaugura la novela
no es, por lo tanto, tan solo una intervención cultural sobre el cuerpo, sino
también la primera inscripción de una preceptiva nerviosa que, paradójicamente,
nunca terminará de definirlo.
El partido de fútbol
imaginará el sometimiento de Marquitos Karuchansky a un ritual semejante
durante su vida juvenil –recordemos que para Johan Huizinga el juego no dejaba
de tener nunca una lógica propia ni una seriedad próxima a lo sagrado–,
transformándola en un espectáculo hiperestimulado por la competitividad y la
apremiante perentoriedad del tiempo. Estos rasgos acentúan, metaforizados tras
los símbolos y la retórica futbolística, el rol de las instituciones como
implacables aparatos de homogenización. Ceremonias, al fin y al cabo, las
lealtades que modelan el deseo de pertenecer se infligen a través de esa misma
solidaridad en la derrota deportiva, en la fugacidad del goce doméstico, en las
marcas y los hábitos que se invitan a consumir, y que en el ensoñamiento de
ciertos rituales comunitarios, acaso fabulan instancias de representación en
las que se nos intenta convencer de que esa uniformidad es artificialmente
posible.
Que el lenguaje de
Goldemberg sea voluptuosamente sonoro y vibrátil; que añore en cada fraseo una
peruanidad melancólica, no solo semántica sino también temporal, es la prueba
final de que la fortuna de Marquitos es esencialmente trágica. Nada en la
novela será más “peruano” que ese toque coloquial con el que circula su
lenguaje, sonoramente adjetivo, sensual y ricamente imitativo. Esquiva y a la
vez nostálgica, también puede decirse de la vida de Marquitos Karuchansky lo
mismo que afirmara Julio Ortega, años atrás, sobre el propio Isaac Goldemberg:
que su relato es paradójico porque es el resultado de “una improbable síntesis
de raigambre regional y exilio perpetuo.”
A esa condición paradójica hay que añadirle la de
cierta injusticia, la de cierta ineptitud, pues hemos debido esperar treinta y
dos años para que esta novela, luego de tantas lecturas y viajes afortunados
por el mundo, fuera reeditada aquí, el lugar donde quizá, con la resonancia
propia de la paciencia del tiempo, nunca será mejor entendida.
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