Fabián Soberón nació el 18 de junio de 1973
en la ciudad de Juan Bautista Alberdi, provincia de Tucumán, República
Argentina, y reside en la ciudad de Yerba Buena, en el aglomerado urbano San
Miguel de Tucumán. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en Sonorización por
la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán. Se desempeña como
Profesor en Teoría y Estética del Cine en la Escuela Universitaria de Cine y
como Profesor en Comunicación Audiovisual y Comunicación Visual Gráfica en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en la que ha sido Profesor de
Historia de la Música. En 2014 obtuvo la Beca Nacional de Creación otorgada por
el Fondo Nacional de las Artes. Colaboraciones suyas se difunden en
publicaciones nacionales e internacionales. Integra las antologías “Poesía joven
del Noroeste Argentino” (compilada por Santiago Sylvester, 2008), “Narradores de Tucumán” (compilada por
Jorge Estrella, 2015) y “Nuestra última
Navidad” (compilada por Cristina Civale, 2017), así como el diccionario
monográfico “La Cultura en el Tucumán del
Bicentenario” de Roberto Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al
portugués, al francés y al inglés. Presentó algunos de sus libros en
universidades y otros espacios de Puerto Rico, Estados Unidos, España, Francia,
Alemania y Suecia. Libros publicados: la novela “La conferencia de Einstein”
(1ª edición en 2006; 2ª edición en 2013); en el género relatos: “Vidas
breves” (2007) y “El instante” (2011); en el género crónicas: “Mamá.
Vida breve de Soledad H. Rodríguez” (2013), “Ciudades escritas. Crónicas
desde EEUU” (2015) y “Cosmópolis. Retratos de Nueva York” (2017); y
el volumen “30 entrevistas” (2017).
1 —
¿Comenzamos transcribiendo algún breve tramo de tu libro “Mamá…”?
FS — “Qué es la infancia, me pregunto sentado frente a los árboles helados y
raquíticos del jardín de la madurez.
La
infancia se parece a una calle por la que pasé y que ahora no está, a una
vereda en la que me detuve y que ahora está borrada, a un árbol que me dio
cobijo y que ahora es una sombra de ramas, a una cara que alguna vez miré y que
ahora no encuentro.”
2 — Tu infancia, entonces. Tus recuerdos.
FS — Nací en
junio del 73. Mi hermano José en febrero de 1978. Nos llevamos 4 años y un poco
más. Yo viví mis primeros años en la calle polvorienta a tres cuadras del
centro de Juan Bautista Alberdi. Mi hermano nació en una casa del barrio
Escaba, al lado de la ruta que lleva al Badén y a los imborrables cerros que
lindan con La Cocha.
No tengo recuerdos
nítidos de la casa en la calle de tierra. Mis primeros recuerdos claros son de
la casa del barrio. La bicicleta roja y diminuta, las caídas repetidas, las
corridas, los juguetes: todo eso es una moneda esplendorosa que se enciende en
el barrio Escaba.
Mi mamá nos cuidaba con
mucho esmero, con enorme dedicación. Mi papá trabajaba mucho y a veces no paraba
de noche en la casa.
Tengo conmigo,
ahora, el Citroën estacionado en el garaje estrecho. Yo me paraba en la puerta
y contemplaba sus curiosas curvas, sus faros pequeños como insectos de vidrio,
su blanca chapa inmaculada. El Citroën era un símbolo inseparable de mi padre,
de sus horas afuera, de sus partidas repentinas e inesperadas. El auto estaba
unas pocas horas en el garaje, parado, y al poco tiempo mi padre partía de
nuevo. Después supe que trabajaba en doble turno y que el rumbo de su vida
estaba marcado por los ingenios.
Ya sea por el
esfuerzo de mi padre o por la abnegación de mi mamá, nunca nos faltó nada. La
heladera estaba repleta, desbordante, llena de fiambres, quesos, frutas y
alimentos. Las fetas de queso se salían de la puerta y el kilo de dulce de
batata resplandecía con la luz penumbrosa de la heladera.
Mi mamá ya había
alcanzado una muy buena relación con mis tías Marta y Amalia. De modo que las
visitas a la casa de mis abuelos eran auspiciosas y frecuentes.
Cuando yo iba al
cuarto grado en la escuela Normal de J. B. Alberdi, mi mamá y mis tías (ellas
participaban mucho en los asuntos educativos) eligieron enviarme a un colegio
privado de Concepción. Esa medida significó un cambio importante para todos.
Algunos padres los criticaron por mandarme a una escuela ubicada lejos de casa.
Pero pronto se vio que la medida había sido acertada. No sólo trajo una mejoría
en mi rendimiento escolar sino que también me obligó a viajar solo y a
vincularme con otras personas. Para un niño de diez años fue un cambio drástico
y creo que, de alguna manera, significó un paso adelante en el crecimiento.
Mi mamá pasaba
sola muchas horas en casa. Mi hermano era muy pequeño y la única compañía
“mayor” era yo. Mi mamá tenía, por esos años, unas pocas amigas. Sus horas
estaban dedicadas, en su mayor parte, al trabajo y a la crianza de los hijos.
Eventualmente, tomaba cursos y asistía a la iglesia evangélica que estaba cerca
de casa.
El barrio Escaba
era enorme. Al menos lo era para los ojos de un niño. Tenía una plaza central y
unas pocas calles pavimentadas. En la plazoleta los chicos habían instalado una
improvisada cancha de fútbol. También había un canal que solía llenarse de agua
y barro con las lluvias de verano. Al frente de mi cuadra había un baldío.
Allí, en otoño, solíamos remontar barriletes. Mi mamá hacía las veces de
esmerada secretaria: cuando el viento arreciaba tomaba los hilos y conducía el
barrilete para evitar que se lo llevara al infinito.
Por las siestas
mi mamá iba a su trabajo en la Escuela de Manualidades. Mi papá, ya dije, casi
no estaba.
No sé en qué
momento la relación entre ellos se arruinó. No puedo identificar el instante.
Supongo que no hubo un instante preciso. Las relaciones entre las personas se
construyen en el tiempo y la vida es un río caudaloso cuyo centro se mantiene
oculto.
Mis padres
empezaron a llevarse mal. Pero de eso nos enteramos mucho después mi hermano y
yo. Lo supimos casi al mismo tiempo que llegó la separación. Supongo que el
malestar fue como un río subterráneo que absorbió sus vidas sin que ellos
fueran conscientes del todo.
Nunca los escuché
discutir. No recuerdo ninguna voz alterada, ningún grito. No hubo en los años
de mi niñez ninguna reyerta, ningún encono.
No participé
jamás en sus conversaciones.
3 — José, tu hermano. Tu hermano y vos.
FS — Pasé por
sucesivas escuelas primarias. La última fue el Instituto Vocacional Concepción,
un módico y esmerado colegio burgués, ubicado a treinta kilómetros de mi
pueblo, en Concepción, una ciudad pequeña con pretensiones de grandeza. Después
de un año de viajar solo a Concepción, mi hermano ingresó a la escuela
primaria. Y lo mandaron al mismo Instituto. Entonces, él también empezó a
viajar. A partir de ese momento yo no vi solo las vacas, los autos chocados,
los vendedores ambulantes y las motos peligrosas. A partir de ese día, las vi
con la feliz compañía de mi hermano José.
Caminábamos por
la ruta hasta la parada del ómnibus. Esperábamos unos quince minutos
conversando con los ocasionales pasajeros y nos subíamos al expreso directo a
la Perla del sur. La mayor parte de las veces, nuestro viaje era tranquilo y yo
me sentía el custodio de mi pequeño hermano. En ese entonces él tenía sólo 6
años y yo 11.
Desde mis
primeros años de vida, me gustó inventar artificios con el lenguaje. Imaginaba
palabras y solía colocar motes extraños a las cosas. Esos juegos eran azarosos
e inconscientes. No había nada premeditado. Cuando él empezó a viajar conmigo,
por amor, por un cariño inusual, solía inventar palabras para que él se riera.
Un día, le inventé un apodo. Se me ocurrió un sonido, algo que asociaba con su
sonrisa o con su pequeña nariz blanca. Esa palabra fue Guirú.
No encuentro una
razón para ese apodo. No sé cuál fue su origen. Sólo lo dije y a partir de ese
momento quedó como una seña entre nosotros.
Durante los
primeros meses de colegio, mi hermano no entendía las palabras escritas. A mí
se me ocurrió leer en voz alta, delante de él, las palabras de la miríada de
carteles que había en el camino. Era una forma de entretenimiento. Cada vez que
pasábamos frente a una palabra escrita con letras enormes yo le decía que ese
cartel decía Guirú. Al principio, mi hermano me creyó.
Cuando el año
promediaba y él aprendía los rudimentos de la lectura, empezó a desconfiar. Aún
hoy recuerdo el momento en que se dio la vuelta, me miró extrañado y me dijo
que era un mentiroso. Era evidente: él había empezado a entender el sentido de
las palabras.
A partir de ese
día, tuve que inventar otras palabras y tuve que dedicarme a otros juegos.
Olvidé el truco con los carteles y me dediqué a hacerle cosquillas debajo de
las sábanas como si fuera un tiburón hambriento que rozaba sus costillas en el
fondo del mar.
4 —
Concepción, Alberdi, esas ciudades-pueblo de tu provincia norteña. Y en ellas
tu adolescencia. Es en una revista electrónica donde te han publicado un texto
sobre esa etapa. ¿Lo reproducimos?...
FS — “Concepción
no es una ciudad. Es el orbe mínimo y precioso del pasado que guarda una parte
de eso que se esfuma para siempre. El pasado siempre deja de ser. Es una bruma
lenta que se pierde y que deja la estela difusa de algo que alguna vez vivimos.
Y Concepción, la ciudad, es una parte del pasado y es un cofre que guarda los
olores de eso que tiende a desaparecer. Yo mismo me ocupo de que ese orden
parezca real y cierto. La memoria insiste con algo irrecuperable. Por eso
inventa: para tener cerca el oasis de lo que ya no está.
Hay escenarios
insoslayables: el terraplén, el boliche Madrás, el colegio Nuestra Señora de la
Consolación, la plaza principal, el patio amplio y alto de la Escuela Técnica,
la vieja terminal de ómnibus. Todos los espacios contienen fantasmas tímidos,
evocan y crean personajes que ya no existen en su materialidad pero que
fulguran como pelusas o caricias, profusas nubes que vuelan en el ayer.
Los lugares que
mencioné contienen formas de la invención. Pienso en la terminal de ómnibus:
ese lugar mínimo implicaba para mí la llegada a la ciudad pero también la
partida. Era el terreno de la expectativa, de la ansiedad manifiesta. Ahí bajaba,
a veces, para ir a la Escuela Técnica. Ahí vi, por primera vez, un disco de
Yes, en la disquería que estaba al lado de la terminal. Y fue el inicio de una
pasión y de un deseo. Yo quería ser disc jockey. Y ese deseo sólo existía en mi
imaginación. Pero ahora que los años han pasado, ese deseo ha quedado adosado a
un lugar que ya no existe. La terminal guarda una forma del deseo y de la
decepción: eso que alguna vez quise ser y que ya no soy y que no seré. Y esa
luz tenue hoy sólo existe como recuerdo, como una pura evocación. Sin embargo,
esa es la única forma de que exista el pasado.
Cuando subía al
ómnibus para regresar a Alberdi, mi pueblo de nacimiento, esperaba con mucha
ansiedad que subiera el vendedor de facturas. Era Daniel. El aroma dulce y la
crema dorada de las facturas significaban una entrada al breve paraíso del
sabor.
Estas nubes como
recuerdos ayudan a conformar ese orbe huidizo que es el pasado. Y el pasado
como orden creado arma el laberinto de la vida. Todos le contamos la vida a
alguien y nos la contamos a nosotros mismos.
¿Cuántas veces
habré cruzado la plaza principal? ¿Cuántas veces habré sentido que el mundo no
tiene sentido? Albert Camus dice que el verdadero problema filosófico es saber
si la vida tiene o no tiene sentido de ser vivida. El que fui sintió la náusea,
esa desazón estéril, pero sin saber que había un problema filosófico detrás. Yo
crucé cientos de veces la plaza y miré cientos de veces los altos árboles y las
veredas ásperas y nunca supe que lo que sentía era un sentimiento similar al
que motivó a Camus a pensar El mito de Sísifo. La mera plaza no era solo
un rectángulo de piedra con sus árboles, sus pasadizos personales y sus bancos
insaciables. La plaza esconde, para mí, la larga noche de la desolación
filosófica. Yo no sabía en esos días que la plaza contenía, subrepticia, mis
estudios de filosofía. Eso tienen de maravilloso el pasado y los lugares del
pasado: nadie sabe lo que vendrá.
En el rectángulo
imposible de la plaza pensé por primera vez que quería dedicarme a hacer radio.
Y allí, entonces, surgió la idea de escribir un guión. En la plaza está
escondido, de alguna manera, mi destino de escritor.
El terraplén es
un atalaya, un punto fijo desde el que se configura una visión móvil de la
realidad. Desde ahí podía ver la ciudad pero desde otro punto de vista. La
ciudad es otra y la misma desde el terraplén. También significaba el límite de
la ciudad de Concepción: desde ahí podía ver los campos sembrados: el retorno
al mundo rural. Yo venía del campo. Alberdi era, sobre todo, la puesta en
escena del campo. Es cierto que tiene su plaza vieja, sus barrios perdidos, su
plaza lustrosa con la gruesa cabeza de Alberdi, esa pesada bola de mármol. Pero
en aquel entonces el pueblo era para mí el conjunto lento y melancólico de esa
infancia que quería dejar lo más rápido posible.
Cuando era
adolescente, cuando cursaba en la Escuela Técnica, yo quería abandonar la
infancia: quería olvidarla. Ahora, a los cuarenta, quisiera volver a los años
irrecuperables, como si la infancia fuese la verdadera estancia, la única
posible, de un breve paraíso. Aún suenan las corridas en las calles de tierra,
las vueltas en la bicicleta, antes de las muchas muertes de la familia, esas corridas
que ignoraban las tragedias venideras, y esos instantes clavados en un punto
fijo del recuerdo. Esos instantes son la imagen inmóvil de un paraíso. Y si
nada se mueve, el retorno es imposible.
Yo quería ser
dibujante en un estudio de cine de animación, como los dibujantes que hicieron
Metegol, la película de Campanella. No había una escuela así en Alberdi.
Entonces entré a la Escuela Técnica. La Escuela es el amplio patio rojo, las
corridas en los recreos, el bullicio interminable, el techo alto, inalcanzable.
La Técnica es el taller largo, cerrado, ruidoso, las palabras de los
profesores, la alegría insípida de los compañeros, las primeras conversaciones
sobre sexo.
Cuando tocaban el
timbre salíamos al recreo. Y algunos compañeros eran humildes y no tenían para
el sándwich. Yo sentía pena por ellos. Yo no provenía de una familia adinerada;
sin embargo, tenía para el refrigerio. En los días de la adolescencia, las
diferencias de dinero se acentúan y son marcas en los cuerpos. Salíamos al
pasillo que lleva al bar y corríamos a comprar un sándwich. Yo compraba dos.
Uno para mí y otro para que se repartieran entre los compañeros. Había algunos
que escupían su sándwich para evitar que los otros le pidieran. Era un gesto
típico.
Yo devoraba el
sándwich de salame y me perdía en algún rincón del patio a comer solo. Después
aparecía Uruaga o Zelaya y hablábamos de dibujo artístico, de los comics que él
leía. Zelaya siempre tenía alguna novedad musical. Un día vimos por primera vez
la tapa del primer disco de Pink Floyd, ese disco con Syd Barrett, el músico
que se perdió en la locura.
Syd Barrett nos
seducía porque había fundado “la banda” y después la había abandonado. Creo que
sigue siendo un enigma para mí: un personaje que funda un grupo hermético y que
después se va, antes del eclipse, antes de la luz ciega que lo haría brillar.
Syd renuncia al éxito, uno de los mitos de la sociedad contemporánea. A la vez,
en él reverberan las capas mutantes del artista romántico: es el perdido por la
droga, el excéntrico que abandona la luna y elige la noche.
Nos pasábamos
horas repitiendo los ruidos de los discos. Los recreos funcionaban como un
laboratorio de lo que queríamos hacer.
Syd Barrett es la
cifra de una época, es el símbolo de una idea del rock y de las cosas. Antes
del heavy metal y del futuro, estuvo Syd Barrett, como una especie de
anticipación rockera de dos íconos: Artaud y Rimbaud. A ellos los abandoné
después.
Pero esa es otra
historia.”
F.S. con Beatriz Cruz Sotomayor, Ana Teresa Toro y Edgardo Rodríguez Julíá (Puerto Rico, 2015) |
5 — Entiendo —por un extenso texto que me has proporcionado— que estás
en proceso de escritura de un volumen autobiográfico. ¿Qué tal si damos a
conocer lo que fuiste sondeando a propósito de tu ingreso a la cuarta década…?
FB — “En junio de 2013, cumplo cuarenta años. No entro en una
crisis. Pero sí reconozco que veo las cosas (o empiezo a verlas) de otra
manera. No sé si esto tiene que ver con los cuarenta. Tal vez, no. Hace unos
años, cuando leía Habla, memoria, de Nabokov, me molestaba que Nabokov
hubiera narrado su “vida” hasta los cuarenta, más o menos. Tenía ganas de
seguir leyendo el pasado. Hoy, después de muchos años de lectura de ese libro,
creo que ha sido acertado. Hasta los cuarenta (o cincuenta o treinta y cinco,
no sé) se cumple una etapa. Hay algo que se perfila diferente en el futuro,
algo se modifica en la perspectiva de ver el pasado. Quizás no tenga que ver
con la edad, específicamente. Tal vez tenga relación, en mi caso, con que tengo
dos hijos, una casa que mantener, algunos libros escritos, un trabajo
sistemático. Las pretensiones ingenuas, tibias de experimentalismo y
vanguardismo han quedado atrás. Siguen presentes (y creo que seguirán) mi idea
de una búsqueda estética permanente, una exploración estética imparable. Pero
cierta idea ingenua, estrafalaria y decadente de la primera juventud ha quedado
atrás. Pero no por capricho o fea mirada burguesa sino por una imposibilidad
material, experiencial. Ya no puedo salir de noche todos los días. Ni quedarme
hasta las seis de la madrugada hablando de Shakespeare o de Borges con los
muchachos aprendices de poetas. Pero sí puedo seguir leyendo a Nabokov, Ford,
Carver, Chejov, y a cualquiera, en el rojo sillón de mi casa. Mi idea de la
confrontación estética, de la ruptura, no la comparto en el fogón de la esquina
sino que la elaboro en el amplio silencio del living, después de que mis hijos
se han dormido. En este sentido, hay un pasado irrecuperable. O mejor, ese
pasado ya puede convertirse en literatura, ya es inmediata posibilidad de
escritura.
Cuando tenía veinte años, no tenía pasado. Hoy tengo pasado. Es decir, tengo el
pasado como material irrenunciable para la escritura. Y en ese sentido, los
cuarenta no abren una crisis sino una perspectiva diferente. Tal vez por eso
escribí la crónica de mi mamá. Tal vez por eso escribí mi velada
autobiografía.”
6 — Estás a dos materias de obtener el título de Licenciado en
Filosofía. Y el tema de tu tesis es “Kafka y los rostros del poder”.
FS
— La filosofía es una disciplina que atraviesa mis escritos. No es una
materia que dependa del avatar académico. En todo caso, me parece que las
lecturas de filósofos han sido una cuestión vital para mí. Supongo que estoy en
la larga lista de los que se dedican a la reflexión y al pensamiento. Uno de
los primeros libros que leí y que decidieron mi interés por la escritura y el
pensamiento fue “Más allá del bien y del mal”, de Friedrich Nietzsche,
junto con un libro de Jean Piaget. Nietzsche me atrapaba por su capacidad para
compactar la reflexión, por su devoción por la tempestad. Yo busqué, desde mis
primeros textos antojadizos y malogrados, la síntesis y el rayo de Nietzsche.
En todo caso, empecé con Nietzsche mi lectura de la historia de la filosofía, y
esa fue una forma de invertir a Platón y de subvertir la tradición de lecturas.
En Nietzsche, y en Emil Cioran, en Marco Aurelio, en Epicuro, en Pascal, en
Michel de Montaigne, también, en Heráclito, en Voltaire, me interesaban la
combinación de forma y sentido, argumento y concentración, concepto y precisión
de la palabra. De modo que desde ese inicio a los tropiezos, como un
autodidacta juvenil, estaba la búsqueda dual, polícroma de los diversos
intereses, la polifonía del sonido y el sentido. Aunque Nietzsche puede
considerarse un poeta menor, es un poeta filósofo, como Dante, como Lucrecio,
como Jorge Luis Borges. Y con ellos se abrió, en mi caso, una mínima tradición
para explorar y para seguir. De esa forma, pude después enfrentarme a ellos,
lidiar con estos poetas para poder desembarazarme de ellos. Es necesario matar
a los padres para convertirse en escritor.
Por otra parte, he retomado la escritura estrictamente filosófica con la
creación de un heterónimo. Desde hace casi un año se publica en una revista de
Nueva York una columna semanal con los textos de este heterónimo, cuyo nombre
no puedo revelar. Si lo hiciera, se perdería la fuerza de la heteronomía. En la
creación de un heterónimo encuentro la posibilidad de ser otro y de quitarme el
peso de la identidad, aunque sea por un momento. Es un placer poder ser otro.
La identidad puede ser una cárcel, puede ser Dinamarca.
F.S. con Claudia Aboaf, Débora Mundani, Luis Chitarroni y Mariana Travacio |
7 — Rememoraste algo de tus clases de dibujo
artístico. Añado que llegaste a participar en una exposición colectiva de
pintura. ¿Volverás a pintar? ¿Qué pintores no podrían estar ausentes en tu
podio?
FB
— He vuelto a dibujar en estancias cortas e intermitentes. El dibujo es
clave. Y también la pintura al óleo. Soy devoto de Rembrandt, de William Turner
y de Johannes Vermeer, entre muchos otros. Cada pintor me interesa por razones
distintas. Voy a citar en extenso al filósofo Arturo Serna. Dice Serna: “En la pintura “La bañista”, Rembrandt se ha demorado en cada
uno de los rasgos de la cara, el pelo, el vestido, el agua turbia, las manos.
Pero hay ciertos aspectos de las cosas y de la piel que se distinguen no por su
transparencia sino por el alto grado de opacidad: más concretamente, esas cosas
entre las cosas están pintadas con un anticipatorio nivel de abstracción que
extraña. Rembrandt ha creado la pintura de la mancha antes del arte abstracto
ruso o norteamericano. En los pliegues blancos del vestido y en el agua turbia,
el pintor despliega un arte de la mancha, de la textura. Si recortamos el
cuadro, si nos acercamos a las partes del vestido y el agua, vemos que esas
formas han sido tratadas como focos independientes, como figuras geométricas.
Rembrandt tiene un ojo avizor,
el microscopio de alguien que se anticipa a una mirada del porvenir. En los
centros geométricos de la bañista, el cuadro es anticipatorio y antirrealista,
abstracto: la “bañista” desmorona la idea del espejo. El encuadre no selecciona
la realidad sino que habilita un centro de invención pura. Para Rembrandt, un
cuadro no es una ventana sino un artificio pictórico, un lugar para el solaz
experimental de la mirada.” Concuerdo con el filósofo
en lo sustancial. Siento que los pintores me convocan por sus hallazgos pero
también por sus torpezas o por sus intervenciones involuntarias. Estoy seguro
de que Rembrandt no quiso inventar el arte de la mancha. Sin embargo, lo hizo.
Hay ahí una invención involuntaria. De esas situaciones me nutro para mi
escritura y para mi propia utópica pintura.
Vermeer me
interesa por su relación con la cultura flamenca. La estudiosa Svetlana Alpers
(discípula de Ernst Gombrich) sostiene que la característica central de la
pintura holandesa es su carácter descriptivo. La finalidad descriptiva surgió
en una fuerte cultura visual arraigada en una tradición de técnica y
conocimiento experimental —en oposición a la cultura humanística italiana que privilegia
la matemática como método para entender la naturaleza— relacionada con el
interés espontáneo por la observación, la cultura de viajes y de mapas, el
estudio de la geografía, las plantas, los cristales, los microscopios y los
telescopios. No es casual que el primer hombre que estudió los microscopios sea
el holandés Anton van Leeuwenhoek. Esta dedicación a los saberes y a las
ciencias ligadas a la vista y a la óptica, sientan las bases de un arte
descriptivo. Vermeer es una especie de centro que cristaliza los elementos de
esta tradición. Y resulta fascinante “releer” esos rasgos en sus pinturas.
Alguna vez, un lector me dijo que en mis textos podían leerse pinturas. Esa
opinión me dejó un poco más tranquilo.
F.S. con Claudia Ainchil |
8 — Fuiste guionista y director de dos filmes
documentales breves: “Hugo Foguet, el latido de una ausencia” (escritor) y
“Ezequiel Linares” (pintor). ¿Prevés otras incursiones? ¿Qué documentalistas
admirás y por qué?
FS
— Mi relación con el cine es diversa. Leo con frecuencia libros sobre
historia del cine, documental, cine de ficción, crítica, análisis estético,
etc. Trabajo como profesor en la Escuela de Cine de la UNT y ahí doy clases de
Estética del cine y de Crítica de cine. Como realizador he producido dos
documentales y estamos escribiendo un guión con dos jóvenes realizadores. Entre
los directores que admiro podría mencionar a Orson Welles, por su capacidad
única de fabulación. Orson Welles cumple el dictamen de Fernando Pessoa: todo
“director” es un fingidor, podríamos decir. También visito y revisito la
filmografía de Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Yasujiro Ozu, Brian De Palma,
Martin Scorsese, Quentin Tarantino y el húngaro Béla Tarr, entre otros. No
adhiero a una monótona corriente estética. En todo caso, me interesan los
efectos contradictorios que generan las relaciones entre estéticas opuestas:
veo con fruición el cine de Andréi Tarkovski, quien produce un rechazo acérrimo
de parte de los cultores del cine de acción. Y también disfruto muchísimo el
cine de Tarantino, por ejemplo, quien es rechazado por el sector más snob de
los cinéfilos.
En
cuanto a los documentalistas, admiro sobremanera a Patricio Guzmán y a Andrés
Di Tella. Me interesan las piezas audiovisuales de Di Tella (“La televisión y yo”, “Fotografías”,
“Macedonio Fernández”, por ejemplo) pero también me interesa su vocación
iconoclasta o su afán por subvertir los parámetros establecidos. Una vez me
dijo que se sentía un escritor fracasado. Creo que el fracaso lo hizo mejor
documentalista. Como cineasta es un escritor fracasado. Habría que estudiar qué
rasgos del escritor aparecen en sus documentales, qué destellos del fracaso se
cuelan en sus piezas audiovisuales. En el caso de Patricio Guzmán, hay un afán
pictórico que deslumbra y que convierte a sus piezas políticas en más logradas
precisamente porque se salen del objetivo didáctico. Su relación con el
encuadre y con la luz resulta fascinante. Por ejemplo, en “Nostalgia de la luz”. Antes que un
documental, podría pensarse como el eco de una pintura de Caravaggio o como una
tela de William Turner. Hay en esa película un cuidado de la luz y del color
que abisma.
F.S. con (?), Juan Sasturain, Fabián Masucci |
9 — En tres de tus libros (“Vidas breves”, “Ciudades
escritas. Crónicas desde EEUU” y “Cosmópolis. Retratos de Nueva York”) he accedido a
poemas de tu autoría. ¿Sólo quedarán en ellos o los incluirás en un poemario?
FS — Por el momento, no entrarán en un poemario. Sí he
escrito libros de poemas que aún están inéditos. Mi relación con la poesía es
prístina. Está en mi primera lectura de Nietzsche, Borges y Octavio Paz, y en
mis primerizos esbozos rudimentarios. La poesía no devela verdades ni me
conecta con la divinidad. No persigo esa metafísica de la poesía. Como la
filosofía, la poesía propone preguntas antes que respuestas. La poesía que leo
me ofrece formas indirectas de inquirir en cuestiones cruciales. En ese
sentido, la poesía me permite enfrentar los enigmas. Por su condición de enigma
un enigma es irresoluble. La poesía verbaliza y piensa los enigmas y ofrece
nuevas preguntas. Esta es una manera de enfrentarlos, de rodearlos, de
pensarlos y de sentirlos. La poesía es la forma literaria de la filosofía. Así
como la filosofía es la forma literaria de ciertas exploraciones científicas. Y
las ciencias, con excepción de las matemáticas y de una zona de la física,
componen las formas filosóficas del saber.
También he inventado dos
heterónimos que escriben poesía. El primero escribe poemas bíblicos, textos
breves que siguen las historias del Nuevo Testamento. Son textos evocativos o
cuasi narrativos, en algunos casos poemas conjeturales que toman la voz de Cristo
o de Juan o de Mateo. El segundo heterónimo escribe sonetos. En la forma
rígida, preestablecida, este poeta inventado encuentra la felicidad de la
estética clásica. La medida lo libera del problema moderno de la forma y lo
ayuda a pensar ciertos temas, lo lleva a buscar cómo acomodar los dilemas
metafísicos en el orden preestablecido de los versos medidos. Los sonetos
encaran la relación de la luz con la oscuridad o el sentido o sinsentido de la
vida.
10
— Una obra tuya titulada “Atalaya” obtuvo una mención en el Premio de
Novela Breve de Córdoba, con un jurado integrado por Tununa Mercado, Perla Suez
y Angélica Gorodischer. Probablemente artículos, crónicas, ensayos, microficciones,
relatos, cuentos… estarán esperando su oportunidad.
FS — Uno de mis
mayores defectos es la relación placentera con la lectura múltiple, con la
escritura múltiple. Leo con idéntico placer e interés divulgación científica,
historia de la música, biografías, ensayo filosófico, novelas, poemas, historia
de los griegos, Herodoto, Dante, Shakespeare, Pessoa, etc. De un modo más pobre
pero igual de obsesivo, escribo varios libros a la vez y con interés
intermitente y saltando como el conejo de Alicia. Están en el cajón ensayos de
mi primer heterónimo, sonetos del mismo, un libro de poemas bíblicos de otro
heterónimo, libros de cuentos, dos novelitas en curso, crónicas, ensayos,
relatos, entrevistas, novelas inéditas. El único problema es que nadie sabe
cuál es el valor de todo lo guardado. Si al menos una línea de lo que he
escrito escapara del océano arrollador del olvido, la escritura tendría
sentido.
F.S. con Martín Kohan y Marcelo Damiani |
11 — Entrevistas. Treinta realizadas por vos
conformaron un volumen editado el año pasado por la UNT. Citemos a algunos de
los protagonistas: Juan Martini, Lucía Puenzo, Richard Ford, Adrián Caetano,
Claudia Piñeiro, Tobías Wolff, Luis Chitarroni, Ana María Shua, Philippe
Claudel, Adrián Di Tella, Amelie Nothomb, Ricardo Piglia, Delphine de Vigan.
FS
— La entrevista es una forma de la crítica. La
elección de los entrevistados implica una toma de partido frente al campo
cultural. A su vez, la entrevista es un género que requiere una investigación
sobre la obra del autor, científico, artista o músico. El diálogo puede ayudar
a que el autor reflexione sobre su obra. Asimismo, el crítico piensa su oficio
y el lugar que tiene esa obra en el campo y en la trayectoria del autor
considerado. En este sentido, la entrevista es un género que produce
movimientos, desplazamientos, ya que el crítico se ve obligado a mover las
piezas de su ajedrez literario, musical, científico o artístico. Ya sabemos que
el campo cultural es móvil pero a veces los críticos tienden a momificarlo, a
fijarlo. Estoy convencido de que una de las tareas de la crítica es revisar
permanentemente lo establecido, lo canonizado. ¿Quién escribe el canon? ¿Con
qué fines lo hace? La crítica debe ser escéptica, debe desconfiar de lo consagrado;
algunos críticos canonizan a los amigos, optan por lo fácil, no piensan sino
que solamente estiran su brazo y ponen sobre la mesa lo que tienen más cerca.
Entiendo que el crítico es un sujeto que incomoda, que lucha contra lo fijado,
lo osificado, lo canonizado. El crítico es discípulo de Heráclito. Opta por lo
móvil y lidia con lo que fluye y cambia.
Y la entrevista contribuye o puede contribuir con esa labor. Algunos autores
son conscientes de esto, de la condición bélica de la crítica. Richard Ford,
por ejemplo, es combativo, no es condescendiente. En una de las entrevistas que
le hice, enfrenta mis suposiciones y las discute. Creo que Ford ha visto en la
entrevista un campo de batalla, un espacio de discusión. Polemos es el principio de todas las
cosas. Delphine de Vigan fue muy abierta con su experiencia personal,
con sus anécdotas privadas. Una parte de su confesión ha quedado guardada. Me
parece que, en ocasiones, la entrevista se presta para el confesionario. Y hay
un límite que uno debe cuidar. ¿Dónde empieza la crítica? ¿Dónde se separan la
confesión íntima y el agravio moral?
F.S. con Ricardo Piglia. Foto: Rodrigo Ruiz |
12 — Dirigiste la revista cultural “Mil trescientos
kilómetros”.
FS — La dirigí
tres años. Fue una experiencia de aprendizaje. Coordinar una revista implica
trabajar desde la crítica y desde la investigación del campo cultural. Yo
formaba parte de un grupo de entusiastas que quería difundir la cultura del NOA
[Noroeste Argentino] y reivindicar a los antecesores, aquellos que habían sido
nuestros precursores. No por casualidad elegimos para el dossier del primer
número al escritor Hugo Foguet. En mi caso, hubo, desde el comienzo, una
conexión especial con la novela “Pretérito perfecto”, de Foguet.
Este autor fue, para mí, una especie de Joyce subtropical. Su novela había
logrado lo que yo quería hacer, por ese entonces, como escritor de ficciones.
En ese sentido, la crítica fue, una vez más, una forma de la autobiografía.
Pensar y escribir sobre la obra de Foguet revela de modo indirecto mi búsqueda
como novelista incipiente, como autor de ficciones. Escribir sobre Foguet fue
empezar a escribir mi novela futura.
13 — De la novela “Muerte en el seminario” de P. D. James transcribo: “…una
fascinación por la complejidad de los baluartes intelectuales que los hombres
construían para protegerse de las mareas del escepticismo.” Fascinación, baluartes,
escepticismo… ¿Qué te promueve lo expuesto en el encomillado?
FS — Tengo un corazón escéptico, diría uno de mis personajes. Suscribo, con
prudencia, esta afirmación. Creo que el escepticismo puede ser un método para
conquistar la esperanza. Esta aparente paradoja no resulta de una verdadera contradicción.
La relación entre duda y esperanza es fundamental para poder moverme o pensar.
Se trata del escepticismo como una forma de cobertura frente a los malestares o
conflictos. El individuo es débil frente a los avatares de la existencia. El
único instrumento con el que contamos para defendernos es el pensamiento. Desde
el intelecto podemos auscultar la posibilidad de la caída o del nuevo comienzo.
Ahora bien, el amor o la pasión son los motores de la vida. Pero van más
allá de la lupa de la duda. Están o no están. En ese sentido, no dependen del
pensamiento. Para todo lo demás, es necesario contar con la evaluación de la
reflexión y de la duda. El hombre es el único animal que tiene futuro. Pera ya
sabemos: el futuro es una ilusión. Nos consumimos en el puro presente. El
principal conflicto se relaciona con la expectativa. Por eso mismo es que la
duda, la reflexión, el pensamiento son herramientas para relacionarse con lo
que viene, con el porvenir. Insisto: veo al escepticismo como método para
llegar al futuro.
14 — No (me) parece que hayas incursionado en la dramaturgia. ¿Lo
intentaste?... ¿De qué autor teatral te sentís más cercano?
FS — Cuando era muy joven escribí una obra de teatro en el marco de una
exposición de arte personal. Se trata de un texto que está inédito. Por
entonces escribí otra pieza de teatro, que llegó a ser puesta en escena por una
actriz de la provincia en el marco de un Festival de Teatro. En ese entonces
leía y veía una gran cantidad de obras de teatro. Supongo que la escribí como una
forma de extender mi devoción por Shakespeare. Ya lo dijo Isak Dinesen: “Hágase tu voluntad, William Shakespeare”.
El inglés es un dios, alguien a quien no se puede dejar de admirar. Si uno lo
lee en serio, corre el riesgo de abandonar la escritura. La seducción de su
escritura alarma. He pasado por diferentes etapas con Shakespeare. Debido a su
influencia, estuve a punto de dejar de escribir. Frente a su modelo, todo lo
que uno pueda encarar resulta superfluo, nimio. Felizmente, ese momento ha
pasado. Ya no escribo teniendo como parámetro a Shakespeare. Diría que escribo
a sus espaldas. Cada tanto, siento la sombra del maestro y ese reflejo oscuro
ya me angustia. En el período de la escritura de las piezas teatrales, seguí el
camino de la mera emulación. Y lo seguí como escritor de teatro. En contra de
lo que suponen muchos, Shakespeare no fue un novelista fracasado ni un poeta
que narraba: fue un autor de dramas únicos, alguien que se formó como actor y
como autor. Y no nos olvidemos, como dice Thomas De Quincey, que el oficio de
actor era desdeñado en su tiempo. Shakespeare fue consecuente con su oficio e
hizo lo que aprendió a hacer en el marco de su vida y de su trabajo. A pesar de
la humillación y del oprobio, actuó y escribió más allá de la moda y de los
avatares de su tiempo.
15 — ¿Mucha
garra, mucha suerte, mucha pasta, mucha muñeca o mucha facha?
FS — El oficio de la escritura está relacionado con el esfuerzo y con el
trabajo. La escritura no es un don divino. Nada es un don divino. En todo caso,
escribir depende menos del talento que del esfuerzo. Si hay algo que llamamos
talento, no depende de nosotros. El talento está o no está. Y es un plus
diferencial. Pero no es la meta. Lo dice Kafka: “Hay una meta pero no un camino. Lo que llamamos camino es vacilación”.
La meta es el texto que lograremos si trabajamos en él. El camino es el
desarrollo de la escritura, de las posibilidades de la escritura. El camino se
vincula, entonces, con las exploraciones, con las búsquedas que, por supuesto,
se relacionan con la duda y con la vacilación. Esfuerzo y vacilación, entonces.
16 — Puerto Rico. Allí participaste en un Festival.
FS — En octubre de 2015 la Universidad del Turabo me invitó a participar del
Festival de la Palabra. Se trata de un Festival internacional organizado por
José Manuel Fajardo y Mayra Santos Febres. Integré un panel sobre la crónica
latinoamericana junto al escritor Edgardo Rodríguez Juliá y a la cronista Ana
Teresa Toro, ambos de Puerto Rico. Durante mi estancia, dialogué con muchos
escritores, especialmente con Rodríguez Juliá, quien, junto al rector de la
Universidad, fueron mis anfitriones. Edgardo no sólo es un gran escritor,
multipremiado, un maestro de cronistas y narradores, sino que además es una
gran persona. Durante mi estadía escribí una serie de crónicas que luego fueron
incluidas en “Cosmópolis”.
El título del libro iba a ser “Islas”. Aludía a las múltiples islas en las que
había estado, incluida la isla de Puerto Rico. El titulo luego fue cambiado. En
ese mismo período fui invitado también al Brooklyn Book Festival, debido a la
gestión de Eduardo Almirantearena, miembro del Consulado de la República
Argentina en Nueva York. En Nueva York presentamos “Ciudades escritas. Crónicas
desde EEUU”.
17 — Así como
tengo la información de que en tu adolescencia condujiste dos programas
radiales (“Cable a tierra” y “Rompecabezas”) en emisoras del sur de tu
provincia, ignoro si integraste algún grupo literario o coordinaste ciclos de
narrativa o poesía.
FS — Junto a un poeta amigo, y luego con un grupo de poetas jóvenes,
organizamos un café literario en el marco de una disquería y cafetería ubicada
en el centro de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Fue una experiencia
importante. Invitamos a narradores, poetas y filósofos de la provincia y de
fuera de la provincia. Fue en el año 2000. El objetivo era principalmente
difundir la obra de escritores jóvenes, desconocidos, y dar voz, en otro ámbito
que no fuera el universitario, a los autores ya reconocidos o con cierto
reconocimiento. El grupo se reunía y debatía sobre los posibles invitados y las
razones para hacerlo. Para mí fue una forma de ejercer la crítica. El proceso
de selección implica ya una toma de partido sobre el estado de la cuestión en
el ámbito de la escritura y del pensamiento. Mientras discutíamos, aparecían las
lecturas de cada uno como armas de batalla y todos argumentábamos a propósito
de la posibilidad de que exista un canon y cómo se podía configurar el orden de
aparición de ciertos libros. Es decir, esas reuniones eran como la antesala de
una reunión en la redacción de una revista. Para mí, y supongo que para el
resto del grupo, era un asunto fundamental, que ocupaba una buena parte de mis
actividades. No era un asunto menor. Si bien fue un ciclo que solo duró tres
meses, creo que allí se sentaron las bases de la revista que luego hicimos y,
de alguna manera, inicié, mínimamente, mi actividad crítica. Al menos, empecé a
ser consciente del lugar clave que tiene la crítica en el ámbito de la escritura.
18 — “Mis remordimientos saben escribir”, afirmó Roberto Bolaño.
¿Los tuyos?...
FS — No escribo desde el remordimiento. Mi escritura es una lucha contra el
olvido. En la eternidad, somos un grano de polvo llevado por el océano
arrollador del olvido. Somos una nada pensante. El mayor problema que tenemos
como especie es la desproporción entre lo minúsculo de nuestra existencia y el
deseo insobornable de querer perseverar en nuestro ser, como pensaba Baruch Spinoza.
Es decir, somos el tiempo que dura un soplo pero aspiramos a la eternidad. En
esa desproporción, como dice el filósofo Saúl Schkolnik, radica nuestro
problema. Mi escritura surge como una lucha vana contra el inevitable olvido.
Si bien se trata de una batalla perdida, me empecino en llevarla adelante.
Diría que mi escritura lleva en su leve cuerpo el peso muerto del resultado
ineluctable de la batalla. Y en ese gesto se consolida como un eco ante la
eternidad. “Mañana en la batalla piensa
en mí”, dice un verso de Shakespeare. Ese deseo atraviesa mi escritura como
un viento que la mece frente a su inminente desaparición.
Fabián Soberón selecciona poemas de su autoría para acompañar esta
entrevista:
STATEN
ISLAND
Dicen que Thoreau vivió en Staten Island
y que tenía un rabioso perro lanudo
que paseaba jubiloso y manso por la quinta avenida.
Dicen que su máquina de fotos
quemaba los rumiantes árboles del Central Park
y que los caballos
raquíticos lloraban por el olor lejano
de la melancólica
manzana glamorosa.
Viejo y olvidado Thoreau
alguna vez viviste entre los arduos parajes de Concord
en la ruinosa y esplendente casa de Emerson
y secaste tus manos de heno en el agua turbia.
Tu blanca voz de hermoso farmer barbudo
batía las verdes hojas matutinas
entre las ranas quejosas del estanque.
No sabías
sí lo sabías
que tu isla estaba al frente de una babel infernal
Viejo y olvidado Thoreau
alguna vez viviste entre los arduos parajes de Concord
en la ruinosa y esplendente casa de Emerson
y secaste tus manos de heno en el agua turbia.
Tu blanca voz de hermoso farmer barbudo
batía las verdes hojas matutinas
entre las ranas quejosas del estanque.
No sabías
sí lo sabías
que tu isla estaba al frente de una babel infernal
que era el puerto
de insólitos delincuentes
y de judíos perdidos en la nostalgia
y de rubicundos italianos solitarios
y de difíciles poetas incógnitos
y de judíos perdidos en la nostalgia
y de rubicundos italianos solitarios
y de difíciles poetas incógnitos
escondidos en las
arterias invisibles de la desdicha.
(de “Ciudades
escritas. Crónicas desde EEUU”)
*
OCTUBRE
Desde el roce
frenético de la tierra en la fosa fúnebre
veo la mansedumbre
de la calle en el silencio nocturno.
Luces apagadas,
autos rancios, inmunes pájaros de la noche
custodian esta
sutil nostalgia, irrespirable
que no se apaga
porque ningún
fuego se apaga.
Adoradas ciudades
inalcanzables
desde este páramo
de alambre retorcido
y caóticos sueños
de óxido y basura
evoco el rostro
bifronte del centro oscuro y noble
de las casas
capitalistas.
Desde esta fosa
negra
desde el miasma
sonoro y cáustico de la desdicha
canto el ocio
imparable de las ciudades escritas
por la sombra
imborrable de la dicha.
Oh, penumbrosa
Boston
con tus inciertas
calles de luces amargas
llenaste el
corazón de la desesperación
y el viejo chino,
azorado, camina sin rumbo
en un domingo
perdido.
Inolvidable,
incomparable New York
nunca dejaré de
volar en las volutas de las nubes innumerables
en la luz hermosa
y tibia de la babel invertida
en el bullicio
perfecto de las locas avenidas húmedas.
Fue en octubre
cuando el barco se
fue a pique
y las gaviotas
dejaron su huella de agua y viento
y los peones de
García Lorca avanzaron
con su manto de
cenizas,
y el viejo y
hermoso Walt Whitman
caminó por el
verde supermercado
de Ginsberg.
Octubre
joven y dorado
otoño de California
tardía luz inmune
a la sombra
verano gastado y
rojo
que luce su melena
al viento.
Las perdidas ciudades
de octubre
brillan en el
centro violeta de la melancolía
con los suaves
látigos del mar turquesa.
La arena suena de
noche
al lado de la
ventana entreabierta
de los ojos
cerrados de Bruno
pegado a la
sonrisa.
Una noche,
incandescente y oscura
Bruno habló en un
susurro:
vení, papá, me
dijo,
aquí está la
felicidad.
(de
“Ciudades escritas. Crónicas desde EEUU”)
*
HELADO
En la
esquina de Washington Square
un
carrito violeta
vende
helados de tres dólares.
Una chica
morena
con
visera y serena
expende
su mejor sonrisa boricua.
Habla
la lengua de los desahuciados
los
pusilánimes, los expatriados.
No me
mira
cuando
entrega el cono de vainilla.
Sólo
sonríe
con esa
luz en los ojos
de
exportación.
El
viernes le compro
y no
tengo cambio.
Entonces
me
regala el helado
por un
dólar.
En el
último gesto
veo su
cara de derrota.
Más
adelante te lo alcanzo, digo.
Yo
estoy siempre aquí, dice.
Levanto
mi cabeza
hacia
los árboles eternos
y sé
que no la volveré a ver.
(de “Cosmópolis.
Retratos de Nueva York”)
*
THEA VON HARBOU
Parada
en esta nube como palco
veo la
cabellera joven de mi segundo esposo
y
escucho, festiva, las trompetas del régimen
como
una música divina, irreemplazable,
como
ángeles extintos y felices
que
revolotean sumisos en mis oídos.
Fritz
no hubiera hecho nada sin mí.
Solo le
faltó creer en las camisas pardas
en los
febriles discursos del jefe bajo
en el
fervor irrefrenable de las tropas patrias.
No supo
Lang ver la música del pueblo
en las
hordas festivas y locuaces
en las
ovejas tiernas y soñadoras.
Hice
las películas de mi vida
y vi
los rascacielos infinitos en la gran urbe
y
dibujé el futuro en los planos grandes
y
resbalé en una baldosa falsa en la vereda
y morí
solitaria en una sala blanca
alejada
de la gloria pretérita y del gentío
que
vibraba como fiera asesina
ante el
franco ardor del fürer
en el
hermoso suelo teutón.
Yo,
Thea Von Harbou
siempre
recordaré la barba incipiente
y la
voz tronante del judío temeroso
que
huyó de Alemania como un rabino escéptico
y
abandonó la tierra para vender su alma
al
diablo de los tiempos.
Aunque
nadie me quiera
seré la
Thea del cine y del escenario
la fiel
seguidora de las camisas pardas
la
guionista que quiso el cine
tener
entre sus filas.
(de “Cosmópolis.
Retratos de Nueva York”)
*
CEMENTERIO
En un
barrio de Brooklyn
hay una
iglesia blanca y protestante
abandonada
y al
fondo unas lápidas grises
escoltan
las sucias tumbas olvidadas.
El
fragor de las voces y los buses
dan la
espalda
al
silencio tímido y terrible
de los
muertos.
Así
quería tu tía una tumba,
dice mi
mama a la distancia.
Un
árbol y un pájaro a la sombra.
Así me
visitan, la tía anhelaba.
Nunca
cumplimos la promesa
dice
mamá. Mientras miro
las
manchas de Alberto Burri
en el
museo espiralado
creo
que aún nos queda
la
esperanza.
(de
“Cosmópolis. Retratos de Nueva York”)
*
BATALLA
Cómo
explicarle a mis hijos
que
sólo soy un sobreviviente.
Como
todos
he luchado
en vano
he
subido ventanas altas
y
busqué el sentido en las cosas insignificantes.
Acepté
que el mundo es una torre triste
o una
herida absurda
y
brindé con amigos por la reunión
el café
y la risa fuerte y espontánea.
No
puedo explicar por qué
sólo puedo
obtener el mínimo amor
como
padre.
Sólo
soy un vencido.
La
muerte gana todas las batallas.
(“Cosmópolis.
Retratos de Nueva York”)
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Yerba Buena y
Buenos Aires, distantes entre sí unos 1300 kilómetros, Fabián Soberón y Rolando
Revagliatti, 11 de febrero de 2018.
2 comentarios:
Excelente entrevista que deja entrever una ardua tarea de un escritor-investigador creador nuestro.
Very good article, Thank you so much for nice information
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