sábado, 10 de febrero de 2018

Generación Cochebomba de Martín Roldán Ruiz, por Paul Guillén


Entre los narradores peruanos últimos, sin duda, Martín Roldán Ruiz (Lima, 1970) puede considerarse como un autor con una considerable legión de seguidores, su novela Generación Cochebomba, publicada por primera vez en el 2007, a la fecha ya cuenta con seis ediciones (la primera fue autoeditada, la segunda, tercera y cuarta con Colmena editores, la quinta con la española Pepitas de Calabaza y la sexta con Seix Barral). Roldán Ruiz es, además, autor de dos libros de cuentos: Este amor no es para cobardes (Norma, 2009. Reeditado en Argentina en 2015 con Piloto de Tormenta) y Podemos ser héroes (Estruendo mudo, 2014).

Generación Cochebomba es una novela que transita por varios temas: la movida subterránea, la violencia política y la violencia de Estado. Respecto al primer tópico su propuesta se hermana con otras novelas similares como Nuestros años salvajes de Carlos Torres Rotondo, Incendiar la ciudad de Julio Durán o Lima subte de Ernesto Carlín, y acorde con los motivos de la violencia, la lista sería larguísima de enumerar. Generación Cochebomba se basa en la reconstrucción de una escena contracultural: se detallan las primeras apariciones de grupos como Narcosis, Leuzemia, Guerrilla Urbana, Zcuela Crrada, Autopsia y Eutanasia, grupos que fueron englobados dentro del rock subterráneo y que proclamaban como su máxima consigna a la anarquía.       

La novela de Martín Roldán Ruiz es la historia de cuatro muchachos marginales —Adrián R, Pocho Treblinka, Carlos Desperdicio y el Innombrable— que escuchan música punk y hardcore, asisten a conciertos de grupos subterráneos, viven para drogarse y libar licores de dudosa procedencia. De esa manera sus existencias van a ser marcadas por un clima político y social que los asfixia.

En la novela hay momentos que puedo llamar “espectrales”, pues son los que organizan la trama acorde al ambiente de podredumbre en el cual se insertan los personajes. Una de esas primeras apariciones es cuando se detalla la historia de los pirañitas —muchachos y muchachas de poca edad que han huido de sus casas por la violencia y la pobreza y se dedican al hurto e inhalan terokal—, y en especial, el conocido caso de Petiso, aunque, claro, puesto en otro contexto por la pluma del novelista: “Hasta mañana, pensó y sintió calor. Pero ya no se movió, ni supo por qué, pues no se enteró en qué momento regresó la energía eléctrica a la ciudad ante la alegría de millones de limeños, quienes reanudaban celebraciones y cumpleaños, encendiendo tocadiscos y luces de discotecas; y el apagón ya pasaba a ser historia y los atentados y los muertos y los desaparecidos. Raúl siguió ahí, acurrucadito, pero ya no se acomodaría el polón, ni sonreiría, ni pasaría hambre, ni frío, ni maltratos, nunca más y mañana sería noticia sensacionalista en primera plana: Había recibido una descarga fulminante de uno de los cables que habían servido para la conexión de los reflectores, muriendo instantáneamente” (199). Este caso le sirve para dar una pincelada a la marginalidad y para unir los vectores por lo que transitan Adrián R y Olga, quien es la muchacha subte que frecuenta este personaje. Esta historia también sirve para dar un gran fresco de la inocencia / no inocencia de los personajes niños y los subtes, revisar las relaciones entre la pobreza, la marginalidad y la solidaridad, puesto que a pesar que Adrián R nunca tiene dinero trata de ayudar a Raúl, incluso, lo lleva a casa de Olga y ella le da ropa nueva y alimentos, lo que queda flotando es que sí hay compasión en estos personajes.

Otro caso importante es una de las acciones del grupo terrorista Sendero Luminoso, que se detalla de esta manera: “Al amanecer del siguiente día, en las principales calles de Lima, cientos de perros muertos aparecieron colgados de los postes. Amparados por la oscuridad de la noche, manos rojas de sangre los habían colocado allí. Llevaban carteles rojos que decían: “Deng Xiao Ping hijo de perra”. El hedor que despidieron fue sentido, visto, tocado por todos sin distinción, ya no eran solamente los niños... pero nadie comprendió” (228). Este fragmento le sirve a Roldán Ruiz para recrear poderosamente un hecho tan terrible cómo el que se detalla, pero si este “hedor” es solo sentido por los niños, quienes parecen ser más receptivos a este suceder, luego se hará patente para toda la ciudad. Se trata de una gran metáfora del hedor de la violencia que impregna la ciudad, puesto que se aprovecha esta matanza de perros para trabajar el sentido del olfato (olor / hedor), al parecer en Lima solo los niños, jóvenes y adolescentes pueden percibir el “hedor”, porque los adultos están acostumbrados a ello.

Luego también surge la historia del sangriento motín en el Penal de El Sexto: “lo que más los asombró fue ver por dentro el penal. “Parecía un colegio, dijo Adrián R, es más, estaba pintado igual que el nuestro”. “Los colegios y las cárceles, dijo el Innombrable, son iguales” (257), este párrafo le vale a la narración para hacer un flashback y retroceder a la época de colegio de Adrián R y esta circunstancia da para que compare a los Aparatos Ideológicos del Estado —escuela, cárcel— como similares, puesto que son sitios, donde se ejerce el Poder y la manipulación.

También se detalla la matanza de Barrios Altos, en que el grupo paramilitar Colina asesina a unos heladeros en una “pollada”: “–Putamare... ¡No! –el Moquillo cerró los ojos, pero igual se imaginó lo que pasaba al fondo del callejón, ¡pac! Como en las películas de guerra. A cada uno un disparo en la nuca. Uno quiso levantarse, salir corriendo en un desesperado intento de supervivencia: le destrozaron la cabeza con la culata, y después, ¡pac!, para asegurarlo. Los niños, no; los ancianos, no; adiós pueblo de Ayacucho, no nos maten, no hemos hecho nada, ¡pac!, ¡pac! ¡Conchesumadre! Los sesos derramados por el piso y la sangre pintando las paredes de muerte y cobardía, perlas chayay. Un llanto, ¡pac!,¡pac! Y el cuerpo desparramándose sobre el del marido que ya no miraba su pobreza, ni a ella ni a sus hijos, adiós pueblo de Ayacucho, ¡pac!, ¡pac!, perlas chayay. Y los gritos sonaban más fuertes que el huayno arrojado por los parlantes y otra cabeza era destrozada a culatazos y ya nadie gritaba y las balas, ¡pac!, ¡pac!, marcaban el ritmo de la pollada pro fondos, pro miseria, pro vida, pro muerte. Y después de eso salieron corriendo ordenadamente; todo milimetrado, todo planeado, subieron a sus camionetas y huyeron; nuestro bautizo se dijeron, se abrazaron, se felicitaron, somos buenos, pensaron, hasta quemar el último cartucho, pensaron, sin dudas ni murmuraciones, pensaron. Minutos antes, la comisaría de Barrios Altos había recibido orden de inamovilidad y de no intervenir ante cualquier llamada de emergencia, estaba a una cuadra del hecho–. ¡Putamadre! ¿Por qué los mataron? ¿Por qué, putamadre, por qué?” (333). Esto también nos sirve para darnos cuenta que los personajes de esta novela funcionan como testigos, pues en sus vidas no encuentran una finalidad, es decir, no son partícipes de nada, no poseen agencia, y claro si no encuentran una teleología en sus vidas es por el desmoronamiento que se produce a todo nivel en el Perú en las décadas del 80 y 90.

Si vengo detallando estos hechos fantasmales es para dar cuenta del ambiente opresivo en el cual se mueven estos personajes: los niños pirañitas, los terroristas, los presos, los ambulantes, como casi toda la población, no tienen una salida frente a la debacle del país, la única salida es la muerte. En concordancia con esto, también puedo mencionar que se produce un enfrentamiento entre los subtes y los manifestantes de un mitin político, estos últimos son caracterizados como blancos y “pitucos”, de lo cual resulta que aflora la violencia, igual cuando se narra la pelea del cantante del grupo punk Eutanasia con El Omiso y luego la turba va a apedrear la discoteca miraflorina Nirvana, aquí también se ve como máxima la ley del “No hay futuro” y solo es el canto de la violencia en las gargantas de todos.

Por otra parte, en Generación Cochebomba hay un momento, donde se relata el tema del homoerotismo, tocado de refilón, que tal vez debió dársele más páginas:  “Carlos Desperdicio aprovechó un descuido y fue a buscar al Innombrable que aún no bajaba del segundo piso (…) El Desperdicio lo tomó con furia y lo besó con pasión, lengua a lengua, enredándose como víboras y absorbiendo el aliento a trago, mientras unos dedos prestos se encargaban de desenvainar un alfanje filudo que se hacía más de piedra, para que el Innombrable se cayera de boca en un felattio violento. Más tarde, el Innombrable embriagado de placer le prometía que pronto todo sería distinto para ambos, que todo estaba planeado, sólo había que tener decisión y algo de suerte” (326), aunque los personajes el Innombrable y Carlos Desperdicio saben de su deseo, lo reprimen frente a los otros, solo se tocan la mano intempestivamente cuando van a robar una joyería, que dicho sea de paso, es la escena final de la novela, donde se produce una especie de diálogo telescópico entre el robo y la otra escena que es cuando Olga lleva a Adrián R a un lugar secreto y sospechoso. Otro afloramiento del discurso homoerótico se da así: “La música de Front 242 retumbaba. La gente seguía sus compases agresivos; otros, los más ebrios, ensayaban un pogo suave, delicado, como los gestos de los gays que bailaban solos o entre ellos o con alguna amiga de confianza. De aquí para allá y, de casualidad o a propósito, metían una palmeteada en la nalga al zopilote de al lado; o una sobada con el trasero en la pierna del subte ebrio que iba hacia el baño; o de espalda con espalda al moverse con su amiga que antes se llamaba Miguel y que por fin se llamaba Vanesa y que se colocaba harto rouge en los labios y se delineaba los ojos y se asqueaba de ver al Fredy Nada metiendo letra a una chata tetona recontra bagre. “Por eso me gustan los hombres” (360), esta disquisición es expresada por el Innombrable, me doy cuenta que él piensa desde una posición casi condenatoria, pero no tiene la suficiente agencia para decir o pensar eso en un ambiente machista como son los espacios dentro de los cuales se mueven los cuatro amigos subtes, si no que estas ideas son pensadas en una discoteca dark, donde el paradigma de la masculinidad se ve claramente socavado por gays encubiertos y transexuales.

He mencionado estos momentos “espectrales” para dar un contexto a la novela, que no es solo el canto del rock subterráneo, sino la decadencia de una sociedad que no tiene salida. Martín Roldán Ruiz nos ha entregado una novela de culto, que cumple con todos los requisitos de perdurabilidad y memoria. Pero quizás la única pregunta que nos queda al finalizar esta novela es: ¿Cómo pudimos sobrevivir a esta catástrofe?      

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