jueves, 16 de febrero de 2023

Desengaños del mago (1961) de Manuel Scorza

 


A Manuel Scorza se le recuerda por su gran ciclo novelístico, además de algunos poemas de corte amoroso y social como "Serenata"o "Epístola a los poetas que vendrán", pero aquí queremos rescatar su producción más estrictamente ligada al para-surrealismo en su libro Desengaños del mago de 1961. Nótese también que Scorza dedicó al sobrino de César Moro y poeta surrealista Fernando Quíspez Asín Roca el Réquiem para un gentilhombre en 1962. Compartimos dos de las tres secciones de Desengaños del mago.


Desengaños del mago


A Jorge Zalamea

in memoriam


I 


Antaño yo vivía en una torre que custodiaban tardes

de susurrantes collares.


Yo acechaba a las caravanas que, al caer

los crepúsculos, entraban en los patios

polvorientas de azul.


Yo jamás dormí.


Tal vez dormí, tal vez soñé que un ruiseñor sediento

secaba los mares.


Tortugas sospechosas empezaron a seguirme.


Yo en las tardes miraba flotar en los estanques

ciudades de ojos magnéticos.


Cada noche la marea depositaba en los árboles

islas dormidas.


En bosques de miel esperé a Lucy, la niña de cuernos

relucientes.


Lucy sollozaba por los elefantes enredados en mi barba.

Lucy era una gaviota.

Yo era un cangrejo, un lirio, un árbol relampagueante.



II


Déborah: si alguna vez desciendes de los tejados,

si alguna vez emerges de los cementerios donde

vives, y cruzas (ave o demonio) por la Plaza del Oso,

me verás bajo la lluvia esperándote. Porque amé tu

calavera de conejo, amé hasta enloquecer tu rostro

dañino.


Déborah y yo cabalgamos sobre un escarabajo

de ojos penetrantes y en días de tristeza recorrimos

espejos, uniformados de azur.


Déborah se mataba las pulgas mientras yo recitaba

mis grandes cantos.


Sólo una vez me permitió besarla. Fue en los jardines: la

primavera silbaba su tonadilla. Ella movía la cola,

azorada.


Pero tan pronto la besé, sacudió el polen de su falda,

aulló a la luna y huyó por los desfiladeros.


Yo felizmente era un topo, dichosamente excavé

un túnel.


Yo estaba solo amancebado con la luna.

Bien lo sabes, Déborah, mi araña incomparable.


¡Oh mi alondra!


¡Oh mi cítara enlutada!



III


Antaño fui un mago melancólico, panteras

invulnerables me seguían arropadas en sus sedas.


Poblé los cielos de bondadosos monstruos.


Yo tenía veinte años: el año empezaba.


La abominable tripulación puso proa al paraíso.


¡Proa al paraíso, charcos de maldad!


(«¡Nunca te traicionaré! ¡No me rendiré mientras

chapoteen las sirenas! -mentíale a mi musa»).


Remonté ríos de erizados dientes.


Era el tiempo humeante de mi generación.


Todavía escucho gritar a los unicornios pisados

por la multitud.


El gentío himpla para que abdique.


Pero yo no cambio de plumaje: me niego a iluminar

con mi canto los fétidos establos de la noche.


No más embustes:

que el Poeta se quite el antifaz y muestre su pico afilado.


Rabiosos ejércitos nos buscan.


Mas yo vuelo hacia el futuro, yo anido en el pasado.


Os prometo: una brisa de alondras refrescará

el infierno.



IV


Y llegó el tiempo del murciélago.


En los caminos colgaron a los elfos.


Pintarrajearon a las hadas antes de forzarlas.


Fracasaron mis magias.


Vagué por llanuras de trapo.


Me hinché de moscas como un verano gordo.


Estuve en Samarcanda, la de cabeza sumergida.


Sólo insectos poblaban tu urbe, desesperación.

¡Oh desolado, sólo tu pueblo ciego te miró envejecer

ante las murallas!


Atravesé salones enjoyados donde el tigre husmeaba:

tigres gigantescos entre cuyas zarpas pasan ríos

despavoridos.


Huí de aquellas tribus.


Llegué a Nínive, la de ojos sangrantes.


La tarde era un pez de tetas fosfóricas: el río arrastraba

imperios de oro danzante: yo mismo era una serpiente.


Tuve suerte: me amamantó una hembra cuya gordura

a los naturales aniquilaba.


Yo saludo a la que me llevaba muérdago y ratones

frescos a mi cubil, yo celebro a la que lamía mis cabellos.


Oh Nínive vestida con mi dicha.


Nínive de ojos inaccesibles.


Nínive de torres soñolientas.


Nínive donde queda mi corazón ardiendo.


Así empezaron los años de mis inolvidables

desgracias, aquel amor que fue mi ruina.



V


Al salir me derribaron los coletazos del viento

enloquecido por los piojos.


Para vivir compuse canciones: la turba me arrojaba oro

entre los barrotes.


Ya era tarde.


Enfermé.


Agonicé en los bosques. Mi trono era la luna; mi cetro, el aullido del lobo.


Peinábame el sol, adulábanme sus hipócritas vasallos.


Recliné la frente en las catedrales.


Caían las torres envenenadas.


Sangraban los obeliscos.


El mar encaneció, las islas huyeron.





Déborah

a Juan Ríos


I


Bien sé que con tu ojo único —con tu ojo de monstruo acostumbrado al espanto— invisible y alta, lúbrica y negra, me miras, ferozmente, Déborah.

Esta es la hora que en el pavor de tus antros te vistes de novia y subes jadeando a tu torre enana, para contemplarme amorosa.

Esta es la hora en que, al fondo de los mares, los magos soñolientos entreabren sus verdosas conchas y las fatídicas vírgenes hierven en sus ollas mi pasado.

¡Mi pasado!

En ciudades desaparecidas, en desencajados templos, pulso el pestilente laúd cuya música sólo soportan los inmortales: desde las ventanas he visto cojear a los otoños, he visto—con tristeza—a los vientos arrastrar ballenas.

Yo recuerdo el deslumbrante plumaje de los canallas, yo celebro tu infatigable cola, yo lloro porque antaño, a esta hora, te posabas en mi hombro, papagayo tenebroso.

Yo sé bien —bien lo sé, amor mío— que, ahora mismo, te sientas en la profundidad de tu trono y me descubres, bajo el furioso mar, profundamente dormido.



II


Cuando paso bajo tus balcones, cuando atravieso los patios, jadeante bajo el peso precioso de mi caparazón, tú miras la nieve de remotos países.

Yo cruzo humildemente el jardín, pero tú no desciendes a mirarme: absorta estás ante el rosal de curvado pico.

Tal vez es el crepúsculo: arde tu rostro extrañamente.

Voy entonces hacia ti: cruzo polvorientos salones, recorro sumergidos palacios, hasta que miro parpadear tus ojos palúdicos.

Entonces chillas, saltas de rama en rama y huyes graznando como si tuvieras la pata quebrada.



III


Todavía era la noche cuando la Melancolía apareció en lo alto de su torre lívida.

Tú bajaste los ojos.

Peces horrendos surcaron el aire perlados de ira.

Comprendí entonces que ya nunca volverían los días dichosos, las inolvidables tardes idiotas, las felices noches tediosas.

Enloquecido, entreabrí las lujosas cortinas del invierno arruinado.

Bajo la luna, jadeantes caimanes de seda nos seguían.

Envejecidos tigres de latón se asomaban a las ventanas, a mirarte, por última vez, con ojos furibundos.

Como quien atraviesa el pasado atravesé la ciudad dormida: roncaban todavía las torres obesas, ahítas de crepúsculo.

Al alba, prodigiosamente cansado, me detuve entre las actinias: cerré los ojos en tenebrosa paz: desde entonces duermo: es raro que lleguen hasta aquí los peces, muy raro que los pacíficos radiolarios disputen por los ojos de las púdicas holoturias.



IV


Ya no son verdes las plumas de los dinosaurios, ni las hienas se cubren de frutos cuando llega la primavera amable; ya el pulpo no sacude su deslumbrante pico en los castillos del estío.

Yo también estoy solo, rodeado de melancólicas islas y recorro envidioso los patios azules del mar hasta que el gran pez de la angustia quiebra con sus coletazos la cristalería del arco iris.

No soy hermoso, ni ágil como el saltamontes: me escondo entre las hierbas y debo esperar a que chille el mochuelo para emerger entre las grietas.

Muchas veces gira la odiosa luna antes que te contemplen mis ojos húmedos.

Pero esta noche has venido envuelta en una belleza que no es de este mundo y me has mirado tristemente.

¡Has acariciado mi lomo tembloroso y se te han llenado los ojos de carnívoras aguas!



V


He estado sumergido largos inviernos, he dormido ferozmente bajo los atrios, delante de mi faz los mendigos celebraron sus misas.

El viento derriba invisibles torreones, el invierno hojea su viejo libro y yo recuerdo a Déborah.

¡Oh gentiles espumas, tímidos mares enanos, en vuestros sagrados pechos recliné mi cornamenta de oro cuando Déborah me amaba!

Era en los desvanes del treceavo mes, era cuando mi corazón pastaba en las praderas infantiles del mar.

En sueños, escarchado de rabia, miré que el cielo enfermaba y las estrellas tosían y el sol se cubría de moscas venidas de Oriente.

Oh Déborah: cuando desperté la corrompida Diosa de Marfil sollozaba; ante los templos, bajo el sol subterráneo, tu calavera sonreía.



VI


Si algún día, en tu barbuda torre, en tu país baldado, oyes jadear las herrumbrosas hélices del odio, comprenderás que no he mentido.

Porque amé tu rostro azul, idolatré tus ojos viciosos, tu barriga hinchada de hongos mortales.

No reniego haberte visto entre los cánticos de seda de los lunáticos, anunciando de la peste los reinos deslumbrantes.

¿Qué amor, qué amor pudiste sentir por mí, lívido grajo?

Era verano cuando te descolgaste de los campanarios —era un escamoso día de verano— cuando emergiste entre las algas gritando: “¡Voy a perderte!”

Yo chillé de alegría porque hacía muchos meses que me negabas tus besos: ebrio de gloria arrastré de los cabellos a la pobre tarde.

En aquella gruta fuimos felices y los paseantes palidecieron cuando Déborah y yo, dulcemente abrazados, cruzamos las islas seguidos por las bandadas que llevaban a cuestas nuestros mantos.

Déborah: tuve que partir.

La tempestad tiene ojos centelleantes: mi corazón padece en aquella isla blanca.

Déborah: yo sé que me oyes, yo sé que en tu guarida escuchas el silbido amarillo de nuestra inolvidable cobra y luego sollozas y después el olvido. 



Manuel Scorza (Lima, 1928-Madrid, 1983). Poesía: Las imprecaciones (México DF: El Viento del Pueblo, 1955); Los adioses (Lima: Organización Continental de los Festivales del Libro, 1959. 2ª edición. Lima: Colección El Centauro. Festivales del Libro, 1960); Desengaños del mago (Lima: Organización Festivales del Libro, 1961); Réquiem para un gentilhombre (Lima: El Neblí, 1962); Poesía amorosa (Antología. Lima: Populibros peruanos, 1963); El vals de los reptiles (México: UNAM, 1970); Poesía incompleta (Reúne todos los poemarios anteriores. Prólogo de Rubén Bonifaz Nuño. México: uUNAM, 1976); Poesía (Antología. Lima: Municipalidad de Lima Metropolitana, 1986); Obra poética (Lima: PEISA, 1990) y Relámpago perpetuo, selección de once poemas (Lima: Lluvia Editores, 2000).

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