martes, 2 de octubre de 2012

“Humor a quemarropa”: Edgardo Nieves Mieles, POR Dinorah Cortés Vélez

Entre los versos de A quemarropa (Espejitos de Papel Editores, 2010, 2da. reimpresión), del narrador y poeta puertorriqueño Edgardo Nieves Mieles, se encuentra una hermosa “Oda a la cordura”, dedicada a Virginia Woolf y a Vincent van Gogh, “divinos y lúcidos locos”, como indica el epígrafe. Los versos de esta oda exaltan la cordura como:

…bellísima y delicada flor,
ésa que azotada por la cruel ventisca
y a merced de la lluvia que no cesa
persiste en su impasible y eterna vigilia
justo en la boca del abismo. (p. 100)

Se trata de versos que bien pudieran aplicársele a la poética de Nieves Mieles en este libro, compuesto de un ensayo crítico titulado “El sabor de una nueva generación” y de una nutrida colección de poemas. A lo largo de A quemarropa se entrevé una conciencia del oficio poético que resulta ser precisamente como esa “bellísima y delicada flor” de la cordura, amenazada por los embates de un humano quehacer –“la cruel ventisca” y “la lluvia que no cesa”– marcado por nuestra habilidad como especie para la crueldad, el egoísmo y el desamor. A quemarropa, empero, no es un texto pesimista, sino que, por el contrario, exhibe un idealismo, si bien mordaz e incisivo, enraizado en la más sólida tradición satírica.

El tiro de A quemarropa parte del punto cero del ensayo “El sabor de una nueva generación” para aventurarse hacia las “Cavilaciones de un aura tiñosa y otras cápsulas de hilaridad para espantar la estulticia”, “Para leer como quien pela una mandarina al borde un volcán” y terminar deteniéndose en las “Erratas de fe para leer como quien corta en rodajas una cebolla”. Entre las cuatro secciones, se distingue la tercera, “Para leer como quien pela una mandarina al borde un volcán”, por ser un largo poema de tono sentencioso, bajo el título “Enseñanzas de un discípulo de Diógenes a un fanático de Lennon”. La implacable anáfora “Simón dice” asemeja una letanía (se repite ¡227 veces!), en un poema que revela su agudeza dicharachera y que concluye juguetonamente, con un guiño: “Simón dice que Ud. ha obtenido un número que está fuera de servicio; por favor consulte su guía y trate de nuevo” (p. 67).

En el ensayo “El sabor de una nueva generación”, Nieves Mieles se adentra, con garra y donaire, en el debate sobre las generaciones o promociones literarias en Puerto Rico. Su argumento exalta la necesidad y dignidad del oficio de la escritura por parte de los representantes de las llamadas “emergentes generaciones”, pero lo hace con la sabiduría de quien reconoce que sería “un acto de rotundo egoísmo y de soberbia insensibilidad el negarnos a disfrutar de la amable y frondosa sombra que nos proveen nuestros hermosos árboles mayores y mejores” (p. 15). Ello no obsta el lente de fina ironía con que se mira la renuencia de ciertos representantes de generaciones literarias ya establecidas a reconocer lo que hay de valía en los noveles, como se ve en el epígrafe, de Antonio Machado, en la sección 0 a la que pertenece el ensayo:

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la Luna.
a distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

En tanto que gesto de restitución que busca corregir el menosprecio de los emergentes por parte de algunos de sus más afamados ancestros literarios en el panorama de las letras puertorriqueñas, “El sabor de una nueva generación” supone una valiosa aportación a la conversación acerca de lo que el mexicano Octavio Paz denomina certeramente como “tradición de la ruptura”. Asimismo, resulta punto de partida idóneo para extender la conversación hacia un necesario cuestionamiento del concepto mismo de “generación literaria”.

La poesía de A quemarropa, en las restantes tres secciones del libro, se urde a partir de un rico entramado intertextual que se revela, en parte, pero que no se limita a sus epígrafes. Hay una página con siete epígrafes que antecede el ensayo y los poemas en la colección y que sirve como portal a la propuesta poética de Nieves Mieles. Con epígrafes que van desde Jorge A. Morales Santo Domingo, pasando por Jean Franco, Aldous Huxley, Juan José Arreola, Juan Ramón Saravia y Mark Twain, hasta llegar a Olga Nolla, A quemarropa ofrece al lector un mapa para entender la propuesta del humor como arma de sobrevivencia. En este tenor, el tono del libro oscila entre la risa desenfadada, la burla caústica y el buen humor y la ternura de una voz poética que sin empacho reconoce “el hermoso poder de escribir un poema” (p. 35, “De oficio, Poeta”).

Esta figura del “Poeta” reaparece a lo largo del poemario ya sea reflexionando sobre la naturaleza del amor (p. 45), ya como recipiente de la urgente admonición, “Sálvate, Poeta” (p. 72), o saliéndole al paso a la sabiduría “a las 7:58 a.m., un jueves 6 de agosto de 2001” (p. 75), o ya, en fin, como “El Elegido” (p. 101), hacia el final del libro. El “Poeta” de A quemarropa es heredero de la tradición del poeta-profeta modernista, y como tal, invita a sus lectores a considerar la cuestión de su propia vigencia como tropo susceptible a la erosión.

Pero, con chispa y garbo, Nieves Mieles lo rescata y recrea para sus lectores. El siguiente planteamiento del crítico puertorriqueño Rubén Ríos Ávila, en su artículo “Hipócrita lector”, arroja luz sobre lo que, en última instancia, se revela como la validez y actualidad de dicha figura:
Los artistas, los poetas, los revolucionarios, los santos, los héroes. ¿Valdrá la pena rescatar esas categorías tan desgastadas, tan ultrajadas por los idearios sexistas, machistas, mercantilistas, publicistas, beatistas y fundamentalistas del momento? ¿No son acaso ellos los especialistas en escuchar voces? No las voces que vienen del cielo que se inventó Hollywood para Ben Hur y Los diez mandamientos, sino la voz que vibra en la luz de la parada 18, las que suenan fuera del vidrio de un carro en movimiento.

El “Poeta” de A quemarropa se revela precisamente como “especialista en escuchar voces”, que, a su vez, hace vibrar la suya propia en medio de “la ciudad [que] aún duerme” (p. 101). “[O]bsedido por la urticante pasión de llamar/ las cosas por su nombre” (p. 105), habita ese “Pequeño espacio de la dicha llamado POEMA” (p. 101), siendo el poema que lleva este título uno de los más hermosos de toda la colección.

A quemarropa hace gala de una inteligencia versificadora con nervio y fibra. Ello se evidencia en una fuerte vena satírica en clave barroca a lo largo del poemario. Por ejemplo, en “Epitafio para un poeta anacrónico” hay una burla de corte quevediano contra un poeta anacrónico, al que se le declara la muerte con los siguientes versos:
 
Inconfundible pájaro de lujo,
éste cuyo único defecto
fue no haber nacido
en el siglo anterior. (p.34)

La vena satírico-conceptuosa se trasmuta de continuo con juegos de ingenio que abarcan desde el dicho agudo y socarrón hasta el doble entendido, como se ve, por ejemplo, en el poema titulado “Homenaje a Ortega y Gasset”, en donde se establece un juego entre las voces de “circunstancia” y “circuncisión”:
 
Yo soy
yo y mi
circuncisión. (p. 29)

A quemarropa extiende dicha vena satírico-conceptuosa al comentario político, como se pone de manifiesto en un sujeto poético que se auto-revela como “obrero de un país considerado tercermundista” y que, en consecuencia, resiente “la globalización nuestra de cada día”:
 
Todos los días agonizo
comprando en el mercado
el producto de mi explotación. (p. 98)

Dedicado a Filiberto Ojeda, el poema con el que concluye la colección no solo recuerda los ejercicios de poesía visual de un Octavio Paz, sino que aúna con virtuosismo el sentido de triste tragedia en la muerte violenta del líder nacionalista con una dura acusación a los culpables de dicha atrocidad.
A quemarropa se asienta en un dominio del lenguaje que asume variadas máscaras y que transita, con toda comodidad, a lo largo de una amplia gama de registros que pueden ir del pastiche ingenioso que torna “los sueños de la razón” de Goya, con sus monstruos, en “monstruos de la razón [que] producen sueño” (p. 92), hasta la luminosidad hiriente de una brevísima “Pausa para el desamor”:
 
Después de todo, uno no puede ir por ahí
gastando su pólvora en pequeños infiernos. (p. 77)

Concebido en una edición muy pulcra y cuidada, A quemarropa despunta, en última instancia, por los golpes de prestidigitación de un ejercicio poético que sabe desdoblarse en “un variado surtido de espejitos”, como reza el post scriptum del poemario.

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