Si echo una mirada a la poesía que vi
construir a fines de la década de 1950, los temas visibles reposaban en la
construcción de un futuro literario o social, en los que el arte y el
compromiso tenían fronteras borrosas. El yo del poeta podía estar enganchado en
el fluir de una esperanza que lo arrastrase inevitablemente, como el fluir de
un río, a un mundo diferente, al que se soñaba como superior a lo cotidiano.
O también podía construir un lenguaje que
resumía sus muchas lecturas, llevado por un impulso ajeno al eruditismo, más
bien en busca de un lenguaje propio que lo apartase de los temas comunes que lo
asfixiaban. Esta exploración no era otra cosa que parte de su existencia misma,
donde su cuerpo probaba todo, de la forma en que su escritura mezclaba idiomas
y ritmos para avanzar hacia lo desconocido.
Estas dos urgencias han sido abandonadas,
quizá porque el camino de la redención social tomó vías más directas que el
quehacer literario, o porque la postura dionisíaca, esquivó el camino de la
ilustración y prefirió la bohemia. Sea como fuere, hoy la pulsión poética tiene
otras vías. Basta mirar en la primera página del poemario de Edgar la frase “no
estoy seguro de que se pueda saber, sino a través de uno mismo” y se podrá
apreciar el recogimiento del poeta hacia un mundo interior, escapando de las
bibliotecas para partir de la meditación que lo llevará al conocimiento. Desde
esta perspectiva, la poesía es un medio para alcanzar este otro proceso:
“sentiremos lo que apenas sospechamos, y la palabra desaparece en el trance”.
Esta percepción de sí mismo no es
necesariamente optimista, el futuro que tanto preocupó a mi generación se
desvanece ante la fragilidad de la existencia: “la vida era la construcción de
una imagen, que inexorablemente se deteriora”.
La imagen de la vida que surge del poema no
es inmaterial, todo lo contrario, la carne y sus fluidos surgen a cada paso en
los poemas de Saavedra: “llevo días buscando mi cuerpo, solo encuentro
esqueletos de revólveres”, nos habla también del “olor tutelar”, de sangre
ofrecida a “la tierra que nos miraba hambrienta”, o bien la “lengua negra de
colores flor menstruante natural, leche vegetal de pechos animales”. Los
ejemplos rebosan en el libro, aunque no puedo dejar de agregar “me ahogaba con
mi sangre y no sé si estaba herido”.
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