domingo, 21 de octubre de 2012

Lengua negra de colores de Edgar Saavedra por Luis Millones



Si echo una mirada a la poesía que vi construir a fines de la década de 1950, los temas visibles reposaban en la construcción de un futuro literario o social, en los que el arte y el compromiso tenían fronteras borrosas. El yo del poeta podía estar enganchado en el fluir de una esperanza que lo arrastrase inevitablemente, como el fluir de un río, a un mundo diferente, al que se soñaba como superior a lo cotidiano.

O también podía construir un lenguaje que resumía sus muchas lecturas, llevado por un impulso ajeno al eruditismo, más bien en busca de un lenguaje propio que lo apartase de los temas comunes que lo asfixiaban. Esta exploración no era otra cosa que parte de su existencia misma, donde su cuerpo probaba todo, de la forma en que su escritura mezclaba idiomas y ritmos para avanzar hacia lo desconocido.

Estas dos urgencias han sido abandonadas, quizá porque el camino de la redención social tomó vías más directas que el quehacer literario, o porque la postura dionisíaca, esquivó el camino de la ilustración y prefirió la bohemia. Sea como fuere, hoy la pulsión poética tiene otras vías. Basta mirar en la primera página del poemario de Edgar la frase “no estoy seguro de que se pueda saber, sino a través de uno mismo” y se podrá apreciar el recogimiento del poeta hacia un mundo interior, escapando de las bibliotecas para partir de la meditación que lo llevará al conocimiento. Desde esta perspectiva, la poesía es un medio para alcanzar este otro proceso: “sentiremos lo que apenas sospechamos, y la palabra desaparece en el trance”.

Esta percepción de sí mismo no es necesariamente optimista, el futuro que tanto preocupó a mi generación se desvanece ante la fragilidad de la existencia: “la vida era la construcción de una imagen, que inexorablemente se deteriora”.

La imagen de la vida que surge del poema no es inmaterial, todo lo contrario, la carne y sus fluidos surgen a cada paso en los poemas de Saavedra: “llevo días buscando mi cuerpo, solo encuentro esqueletos de revólveres”, nos habla también del “olor tutelar”, de sangre ofrecida a “la tierra que nos miraba hambrienta”, o bien la “lengua negra de colores flor menstruante natural, leche vegetal de pechos animales”. Los ejemplos rebosan en el libro, aunque no puedo dejar de agregar “me ahogaba con mi sangre y no sé si estaba herido”.

En la última parte del poemario, se acentúa una fibra bélica que también lo cruza  de un extremo a otro, palabras como “revólveres”, “prisioneros”, “jueces” y “asesinos” se tropiezan con reptiles e insectos que multiplican su presencia. Como si la exploración del cuerpo lo llevase a un rincón oscuro de su reflexión sobre sí mismo. El color de la palabra que nos entrega el poeta, nos saca, al final, su lengua negra.

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