domingo, 30 de marzo de 2008

PARA TENERLOS BAJO LLAVE DE CARLOS CARRILLO: LA VIEJA CARNE POR HERNÁN MIGOYA

“No haga cosas malas, señor”
Para tenerlos bajo llave, de Carlos Carrillo

Me encuentro ante la tesitura de comentar un único libro desde dos perspectivas: una, desde la perspectiva literaria, la única que cuenta; dos, desde la perspectiva moral, criterio cuando menos irónico si tenemos en cuenta que el libro en cuestión supuestamente propone y abraza la inmoralidad absoluta. Se trata de “Para tenerlos bajo llave”, un libro de cuentos de terror cuya descripción más afinada y agradecida la proporcionó una librera limeña al catalogarlo como “pornográfico, satánico y pedófilo”. ¿Cabe mejor elogio para un libro de este género?

1 – Perspectiva moral

Su autor, el perturbador en su apacibilidad Carlos Carrillo, también conocido como El Pitufo Sodomita, se quejó a finales del año pasado de que su libro, editado por el pequeño sello Bizarro Ediciones, había sido aceptado para a los pocos días ver rechazada su venta por parte de una librería de Lima, bajo las arriba mencionadas acusaciones. La encargada de la librería (librería bautizada por cierto con el nombre de un prostíbulo de ficción, el que titula mi novela favorita de Vargas Llosa), adujo básicamente que en su establecimiento ella tenía derecho a vender lo que quisiera: y -se sobreentiende- que encontraba el contenido del libro excesivamente repugnante para venderlo allí.

Lejos de mi ánimo está el de entrometerme donde no me llaman, pero no me ha dejado de sorprender la rapidez con que, en la escena literaria “local”, se formaron dos bandos humanos antagónicos: uno, el ofendido, el indignado, el humillado, presto a defender la libertad de venta y difusión de “Para tenerlos bajo llave” y a sacarle el partido promocional que requiriera o no el caso; dos, el de los que se declararon a favor del derecho de la librera a vender o no lo que le viniese en gana y, al mismo tiempo, negaron que tal actitud revistiera ningún asomo de censura.

Nada me obliga a pronunciarme respecto de este asunto, excepto cierto sentido de la responsabilidad proveniente exclusivamente de mi propio pasado literario. En cualquier caso, y sin sacar un hecho anecdótico de madre (pero ya fue sacado hace tiempo por mucha otra gente, a la que en el fondo le beneficia sacarlo, a favor o en contra) creo que una librería no tiene derecho a rechazar la venta de un libro aduciendo esas razones ni ningunas otras; a no ser que dicha librería en concreto esté especializada en el ‘criterio’ mediante el cual ha marginado un libro como el que nos ocupa.

¿Desde cuándo el gusto –o peor: el disgusto- personal del librero rige el contenido de una librería? Desde luego, es la primera noticia que tengo al respecto. Como libre consumidor, cuando acudo a un establecimiento espero encontrar lo mejor de la materia que ese establecimiento venda; así como si voy a un videoclub, mi intención es descubrir un catálogo lo más completo posible de las películas que se producen hoy día y, a ser posible, también de las antológicas: a no ser que vaya prevenido porque el videoclub se publicita especializado tan sólo en películas clásicas, o películas deportivas, o películas pornográficas; pero si entro en ese videoclub y pregunto por una comedia de adolescentes descerebrados (uno de mis géneros favoritos) y el propietario me contesta que no vende ni alquila comedias de adolescentes descerebrados porque no le gustan, evidentemente, como posible cliente, me cabreo y me parece injusto: sobre todo por no haberme advertido antes, desde la misma entrada. Yo entro a una tienda con mi criterio como rasero para juzgar qué quiero o no quiero adquirir, y si necesito del criterio del dependiente, le consulto; pero lo que no estoy dispuesto a aceptar, lo que no debería jamás admitir, es que el dependiente me diga qué puedo o no comprar. A no ser, repito, que el dependiente anuncie su establecimiento como “Videoclub sin sección de comedias de adolescentes descerebrados”. Entonces me parecería más razonable, porque no existe fraude de expectativas por medio; y puedo decidir si entro o no, con conocimiento de causa (en este caso, obviamente, jamás entraría a un videoclub así).

Por la misma razón (y pese a la escasa aplicabilidad del ejemplo ilustrativo escogido, dado que en Perú no existen los videoclubs… al menos los legales), no me parece de recibo que una librera declare que ella vende los libros que le da la gana: entonces, insisto, que lo incluya como característica definitoria en el perfil de su establecimiento. Mientras no informe públicamente de que en su Librería no se vende material pornográfico, satánico y pedófilo, no concibo en qué manera (salvo que se pruebe judicialmente que el material prohibido es pedófilo, que yo sepa la única cualidad etiquetada de ilegal en estos y aquellos pagos) tenga derecho a rechazar la venta de un producto cuando días antes había aceptado venderlo. Además, si yo entro a una librería como la que viene al caso buscando un libro como el de Carlos Carrillo y me marcho sin encontrarlo –y sin saber que no lo he encontrado porque en la entrada de la librería no se explicita, vuelvo a insistir: “Librería especializada en libros no pornográficos, ni satánicos ni pedófilos”-, me voy a cabrear mucho si luego me entero del doble rasero injustificado que imparte el/la profesional responsable de la tienda y del que no me ha informado previamente: me voy a sentir estafado como cliente, y con motivo.

Otra cuestión, naturalmente, sería si al autor y al editor les ha venido o no de perlas este asuntillo, más que de censura de discriminación injustificada (estamos hablando de literatura, no de textos educativos), para desproporcionarlo y convertirse en Víctimas por un Día del corrillo mediático vecinal. En todo caso, dos aspectos sorprenden: la rabia indisimulada que siempre produce en los colegas de profesión el que un autor se publicite gracias a un suceso que él no ha propiciado; y el hecho de que casi nadie resalte la injusticia de dicho suceso como primer y único aspecto éticamente determinante del tema. Que el autor saque o no provecho promocional a costa de una desgracia propia causada por manos ajenas, debería ser una cuestión baladí.

Al menos, mientras no se plantee el muchísimo mayor provecho promocional, casi nunca cuestionado por la prensa, que acaparan ciertas figuras culturales (?) y multimillonarias con sus donaciones benéficas, sus nombramientos como embajadores de Naciones Unidas y sus fotos con negritos necesitados del Tercer Mundo.

Eso sí que es provecho promocional a costa de la desgracia… ajena.
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2- Perspectiva literaria

Esa rabia aludida por mí poco antes, esa especie de envidia malsana que siempre despierta en el gremio literario y periodístico el destaque de un autor por motivos de marginación o censura probadas, suele provocar también un desmesurado y cruento ataque masivo contra las calidades literarias del propio autor: el mismo texto que en muchas ocasiones se ganaría el beneplácito de los cuatro modestos columnistas que se dignan reseñar libros de ámbito minoritario, se merece de repente el descuartizamiento más despiadado por parte de muchos más columnistas que jamás habían dicho ni pío al respecto. ¿Qué ha hecho ese mismo texto para merecer tales diferentes reacciones, separadas quizá tan sólo por un día de noticias? Probablemente, cometer el “pecado” de destacar por razones extra literarias. O, simplemente, ponerse de moda. Ser el centro de la atención. Pues bien: si tanta inquina provoca el pecado del éxito, los detentadores de tal animadversión deberían hacer lo mismo que yo hago desde que soy periodista profesional cuando no quiero otorgar publicidad gratuita a una obra o autor que detesto: no hablo ni escribo públicamente sobre ellos. Y santas pascuas.

Pero basta de zarandajas y vayamos al meollo. ¿Qué es “Para tenerlos bajo llave”?

Para mí, la mayor virtud de este libro de cuentos de terror radica precisamente en su propia definición: que se trata de un libro de cuentos de terror. Hoy es tan difícil hallar un volumen digno de tal nombre que no deja de ser reconfortante comprobar la decisión con la que Carrillo se ha lanzado a cumplir las expectativas del género.

Bajo una deliciosa fotografía de portada, de exquisitas idea y factura (obra de Cynthia Zegarra Pavlatos: una rubia de senos aniñados nos mira, los ojos rojos de demoníaca lubricidad, mientras asoma en su boca una llave discreta, digna de pene japonés), se agazapan once relatos de horror, en su acepción más clásica: cultos demoníacos, retratos que toman vida, sexo contranatura y drogas como parte indisociable de crímenes abominables, psicopatías y patologías paidofílicas.
Antes que de Baudelaire, del Marqués de Sade o del pobre Nabokov (los ennoblecidos referentes que siempre salen a la luz cuando se arma una gorda en el circo mediático y que, ventajas de estar muerto y ser extranjero, siempre salen ganando en los agravios comparativos), yo veo en la literatura de Carlos Carrillo la influencia de Poe, de las películas de la Hammer y de los cómics de la EC. Más de un cuento, especialmente el casi anglosajón “El coleccionista”, podría formar parte de una serie de terror televisiva como “Night Gallery”, con un canceroso Rod Serling bocinando el terror que nos aguarda to be continued: la prueba está en que hoy el libro en cuestión se vende con un DVD recogiendo varias adaptaciones de los relatos a cortometrajes.

Esta influencia de la “baja” cultura, influencia que en cualquiera de los enemigos de Carrillo (porque, no hay duda, Carrillo ya tiene enemigos: nada como la notoriedad para crearlos) sería un argumento para defenestrar su obra, a mí me parece en sentido estricto su elemento redentor: Carrillo ignora olímpicamente los vericuetos del terror contemporáneo, desprecia de un plumazo los efectos de la “nueva carne”, pasa de Cronenberg o Clive Barker o ¡hasta Stephen King! y salta, como Latinoamérica ha saltado del autoritarismo populista a la democracia populista sin la vaselina de la Ilustración, desde Lord Dunsany y Clemente Palma hasta nuestros días, desempolvando los pentagramas, los cánticos de brujas y las orgías (vaya, la librera tenía razón) satánicas, y el tradicional concepto romántico en torno al horror non plus ultra.

Lo que más aprecio en Carlos Carrillo, y lo aprecio muchísimo, es su determinación a ser un escritor que toma el medio literario como medio: no, no se trata de una perogrullada. Al contrario que el cómic o incluso (gracias a Dios… o a Lucifer) el cine en su vertiente industrial, la literatura vive un proceso de aislamiento de la realidad del ciudadano, donde los embebidos escritores están tan desconectados de la cultura popular y lo que realmente arrastra a las masas –y éste es un fenómeno paralelo en Europa y América- que conciben la literatura como un fin en sí mismo. Ya hay pocos escritores que escriban con el objetivo de contar algo. Contrariando a la mayoría de nuestros colegas más recientes, Carrillo se niega a sumarse a esa categoría de escritor enamorado de su escritura: para él, la literatura es un medio, no un fin. Un medio, principalmente, de provocar miedo, terror, asco y excitación a su pesar en el lector o lectora.

Me importa dos rábanos que lo que escribe Carlos sea alta o baja literatura. De hecho, me gusta ese revestimiento de literatura “barata” que envuelve “Para tenerlos bajo llave”. Me gusta esa apariencia de libro prohibido, esa alusión explícita a los tópicos del terror popular, ese aire de exabrupto adolescente que exhala cada página, esa impresión vívida de estar leyendo una antología de cuentos tremendistas, de los de toda la vida, escritos por funcionarios con pseudónimo. Esa aura clandestina no tiene precio.

En cuanto a los cuentos en sí, destacaría la sencillez poético-sádica de “Cristales rojos”; el marasmo de villanía psicodélica, muy gozoso y consecuente, de “Euforia permanente”; y los encomiables intentos por resucitar la literatura gótica tradicional: “La Gorgona en el lienzo” y “Legado de los Carpatos”.

Personalmente, el relato que más me ha sorprendido y agradado es el más aparentemente polémico y, por tanto, el recibido con peor predisposición: “Si a trece le quitas cuatro tienes nueve”. Esta incursión casi gráfica y nada terrorífica en la aventura sexual entre un (nunca mejor dicho) vivalavirgen veinteañero y la hermana pequeña de su amante ocasional, una dulce pero osada niña de nueve años, me parece sobresaliente por su candidez: al contrario de lo que podía esperar, el cuento, pese a su talante pornográfico, no hace hincapié en la explotación de lo supuestamente malsano, enfermizo, abusivo, denigrante o escandaloso que se esperaría en una crónica de la relación íntegramente física entre un adulto y una cría. Antes al contrario: la niña protagonista presenta tales resolución y sabiduría innata en su actitud erótica, que más bien el cuento resalta por su vitalidad cómplice y buena vibración. Otros relatos del mismo volumen describen relaciones sexuales entre adultos mucho más agresivas, aberrantes y desagradables.

Es éste pues un cuento de tono simpático y levemente humorístico, afortunadamente poco “satánico”, y donde uno no identifica a la niña protagonista con una niña real. Eso puede resultar peligroso, afirmarán los guardianes de la moral social, siempre dispuestos a denunciar cualquier conducta nociva, incluso aunque esas conductas nocivas las lleven a cabo personajes de ficción.

Ante tal aserto, yo sólo podría alegar que me siento doblemente afortunado: ni me gustan las niñas ni me considero un guardián de la moral.

Por eso tampoco tengo este libro bajo llave.


Fuente: Club Canalla

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