Algunos savant no pueden atarse los cordones, aún si recuerdan cada fecha de cada almanaque que hayan visto. Es sencillamente humilde hacer poesía según el arte poética de este savant: encontrar, como en una biblioteca de registros akáshicos, los poemas. No hay que crear nada, solo hay que encontrar y disponer. Esto es engañoso: porque hay que crear la búsqueda de ese orden que ya existe, y esa búsqueda estará, seguramente, ya escrita dentro de la misma biblioteca; habría, entonces, que buscar esa búsqueda, ya escrita a su vez, y así hasta el infinito. La lógica tiende sus redes, como la dulce Aracné, y hace sudar lágrimas de esfuerzo a la frente de Atenea, que es más sabia que lógica. La aventura de este ser poeta no está en la concreción del poema, que existe en ese éter como una ordinalidad a la que solamente hay que llegar, como se llega sencillamente desde la puerta de nuestra casa hasta nuestra cama. Lo terrible del círculo es que es imposible y, sin embargo, está aquí y es evidente. Savant no es un libro centrado en los poemas que descubre (hay muchos de esos libros, y los seguirá habiendo, y están llenos de milagros hasta que los terminas de leer), sino un recorrido desde la puerta de casa, tras girar una llave alfanumérica en la cerradura gastada por la lluvia, al volver ya cansados de la casi infinita información de la existencia y las redes que tiende el trabajo, el esfuerzo de no esforzarse más, hasta sentir la concreción milagrosa de la cama. La mente es el savant que mejor conocemos, no olvida nunca y urde, hilando el texto de su cuerpo con hilos onirógenos y anfibios, sus atroces y hermosísimos poemas, y también sus mesurados y sabios poemas, y siempre soñará con que es mejor que Lope, mejor que Cervantes, mejor que Dios, y hasta mejor poeta que uno mismo. Y puede que lo sea: concedámosle que lo sea (después de todo, amamos la poesía, y nos encanta que existan los mejores poetas). Pero también hemos de decir alguna vez, sin mayores luces, “constructor de la casa: te he visto”, como quien mira a su abuelo albañil, agotado, sosteniendo su vaso de cerveza con las manos resecas por el cemento vivo. Y queda, entre lo mejor de la experiencia de este libro, que él también nos ve, como cuando no se piensa en nada aunque se tenga todo en qué pensar, y como quien, estando solo en casa, no ve a nadie y mira, sencillamente, porque abre los ojos.
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