La bicicleta del
panadero
Calambur. Poesía,
131. Madrid, 2012, 480 páginas. 25 euros. ISBN: 978-84-8359-238-0.
Cuadernos
hispanoamericanos, nº 748, octubre de
2012
Eduardo Moga
La denuncia y el
amor
La poesía de Juan
Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo,
1957) se ha caracterizado siempre por su derroche imaginativo, por la
fuera —la violencia, incluso— con la que su fabulación prende en la página.
Tras La casa roja, Premio Nacional de Poesía en 2009, en el que parecía
culminar un proceso de transmutación metafórica del mundo, iniciado con el ya
remoto Siete poemas escritos junto a la lluvia —para hacerlo, paradójicamente,
más real: más mundo—, su nueva entrega, La bicicleta del panadero, demuestra que no hay palabra
que alcance su fin: la palabra siempre puede radicalizarse. En los 298 poemas
de este libro, Mestre lo aúna todo, lo alea todo, con un propósito existencial,
humilde y feroz a la vez: " si lo has imaginado, eso mismo has vivido",
afirma en "Puerta del perdón". La imaginación conduce a más vida:
acrece el latido. Los versos —y, en su interior, los sintagmas— se engarzan,
promiscuos, tumultuosos, sin otra relación que la que se desprende de su
abrupta adyacencia —pero relación inimpugnable desde su mismo alumbramiento,
evidente en su redondo e infrangible ser—, formando retahílas de imágenes que
se disponen como largos convoyes ferroviarios: "miércoles dentro de los
paños verdes del hospital de los incurables y en los nidos del mal agüero cuya
invención ejecutan los boquiabiertos en la despedida de las grandes bandadas de
pájaros", escribe Mestre en un solo versículo de "Semana sin
fin". Uno de los méritos no menores de este procedimiento acumulativo es
que se lleve a cabo sin disminuir el ritmo de la invención, sin que desfallezca
la capacidad de ensartar cuentas tan distantes. A veces, el delirio es
absoluto: en "Áspera elegía", "un trotskista sueco [es]
perseguido en Málaga por un piolet", "los pastores protestantes
adoctrinan al oso hormiguero" y "ni el extintor pelirrojo ni la
lencería de leopardo de los poemas [se merecen] chantilly royal". Pero los
temas, que siempre se identifican tras el ensamblaje metafórico, y ciertas
incisiones en la realidad, en el manto reconocible de lo existente, sostienen
los poemas, y las anáforas y enumeraciones, vueltas estructura, los vertebran.
Una feraz intertextualidad -bíblica, literaria, pictórica, histórica,
filosófica, mitológica-, aunque trastocada por la alquimia permanente de la
analogía, contribuye al trenzado de los hechos y las ensoñaciones, a la
urdimbre de lo imaginado y lo real. Tres poemas consecutivos, "Primera
página", "Federico García Lorca" y "Poema Doce",
ilustran estos mecanismos fabriles: al dato, en ocasiones desnudo, que nos
introduce con naturalidad en lo comprensible, sigue el hachazo de lo
inesperado, que nos enreda en lo incomprensible, y, por ende, en lo poético.
Así empieza el segundo poema mencionado: "En el Broadway de los años
cuarenta las cosas se estaban poniendo feas para Salvador Dalí, aunque el
Retrato de la abuela Ana cosiendo ya le había cambiado la vida a más de un
vendedor de seguros. (...) Las langostas hablaban por teléfono con su hermano
muerto...". En la poesía de Juan Carlos Mestre, en su inclinación a la epopeya
y su irracionalismo impetuoso, pero también en su materialidad desesperada, se
aprecian los modos de un neovanguardismo vívido y la fecunda impregnación de la
mejor poesía chilena contemporánea, desde el creacionismo de Vicente Huidobro
hasta el orfismo de Rosamel del Valle, y algunas voces y acontecimientos del
pasado chileno del poeta se asoman a los poemas, como en "La hija del
dueño de la dulcería Schubert" —precedido por una larga cita de Violeta
Parra, hermana de Nicanor Parra—, donde se menciona a los
"chanchos" la protagonista del
poema les grita "cafiches a los carabineros".
Sin embargo, la
radicalización que supone La bicicleta del panadero respecto a la obra anterior
de Juan Carlos Mestre no es gratuita. Una causa biográfica, la pérdida reciente
del padre —cuya figura aparece ya, oblicuamente, en el título del poemario—,
justifica los numeroso poemas rememorativos y elegíacos, así como el
sentimiento de melancolía que impregna numerosos pasajes del libro. Pero ese
padre pobre, honrado y muerto es símbolo, a su vez, de todos los hombres que
trabajan y sufren, de todos cuantos soportan la opresión de los poderosos. Un
aire de indignación preside La bicicleta del panadero, al que contribuye la
dolorosa desaparición de alguien a quien se ha amado, pero también la evidencia
del latrocinio, el clamor por la injusticia y la irritación por la manipulación
dolosa del lenguaje. El libro, con su palabra desconcertante, casi dadaísta,
renueva la poesía social, lo que no es hazaña pequeña: Mestre reivindica a las
víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los
callados frente a los que mienten. y una larga panoplia de menesterosos es
representada a menudo por figuras arquetípicas, como la del judía, destinatario
de todas las ignominias, presente en muchas composiciones, al igual que el
verdugo, el nazi. El poeta particulariza la alegoría mediante el recuerdo de la
represión franquista y nazi de sus propios antepasados, como en "La hija
del sastre", donde "en abril del 41 Antonio Abella, vecino de
Paradaseca, muere en Mauthausen / Y José Mestre desaparece el primero de
febrero del 42 en el campo de exterminio de Gusen". La figura de la
víctima por antonomasia se prolonga en una sostenida consideración de lo
hebraico, y no es desdeñable la influencia estilística que la Biblia y la
tradición talmúdica han ejercido en esa poesía: el uso del versículo
("versículos como venas henchidas", escribe en "La
sastrería"), las fórmulas retóricas, las repeticiones, la coordinación
sintáctica. En La bicicleta del panadero, Mestre se revela antinacionalista,
anticapitalista, antirreligioso, anticlerical y partidario de la rebelión,
tanto poética como política, a la que llama en uno de los fragmentos de
"Las tabas de la hechicera": "Se prohíbe no escribir poesía
(...) / Súmate a la revuelta malgasta tu sueño en la reivindicación del
mundo". No obstante, su enfado no hace hirsuto al libro: la indignación
aparece contrapesada por la ironía, o trasmutada en humor, que es una de las
formas más saludables de sobrellevar la ira, un humor grotesco a veces, o
sutilmente disuelto en las escenas del poema, con personajes y situaciones que
recuerdan a las comedias del cine mudo; un humor que cuaja en décimas
paradójicas, como "Motel Mar", donde recrea cómicamente las coplas de
Jorge Manrique, o recae en el propio autor, como en "Los viernes de la
cacharrería", donde no ofrece un retrato amable de los poetas: "Se
odian todo lo que es posible, se quitan / los premios, se desean el
escorbuto". Pero no solo las ideas expresadas, o el tono empleado,
acreditan las opciones éticas de Mestre: también su discurso resulta coherente
con ellas, y con la íntima y anterior convicción del poeta de que todo el
diccionario es poesía, y de que toda la
realidad, aun la más sórdida, lo es. Así, los vulgarismos y las frases hechas,
que se mezclan con las metáforas más elevadas, reflejan ese mundo poblado por
el vulgo. En "De memoria", donde propugna una poesía en combate con
la tradición, antimimética, afirma, con sucesión de aliteraciones, no escribir
"para echarle afrecho a los chanchos de domingo de guzmán encaramado en
los retablos de Berruguete", y, a continuación, puntualiza: "Cuando
oigo debatir acerca de las poéticas del silencio, me descojono de risa. Andan
enredadas unas y otras con el asunto de lo claridoso y la fosforescencia,
intentando venderles la moto a los mutilados de la pretensión...". Con
este propósito chaplinesco, contrario a toda etereidad —y a toda
grandilocuencia—, Mestre también mezcla algunas figuras reverenciales d ela
literatura, como Cervantes, con otras de la cultura popular, como Mortadelo y
Filemón. Su afán es intrahistórico, reivindicativo de la nobleza privada. Un
afrán que conviene a este libro aluvial, colérico, hiperbólico, pero también
íntimo, cuya denuncia se formula sin mengua de la delicadeza, sin sustraer
amor.
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A toda página. El
diario montañés, 28/12/2012
Javier Menéndez
Llamazares
La bicicleta del
panadero, de Juan Carlos Mestre
Aristóteles en
Villafranca del Bierzo
Cuando llega a
mis manos la última entrega poética de Mestre me sorprenden sus casi quinientas
páginas, una extensión inusitada para un libro de versos, más dados, como el
velocista, a la corta distancia. Sin embargo, ese medio millar lejos de llamar
al pánico auguran un prolongado estado de gracia, como si viviéramos de nuevo
en campaña electoral y las ideas fueras brillantes y voladizas y las palabras
pudieran cambiar el mundo.
Y es que, quien
le ha leído lo sabe, Mestre es un auténtico prestidigitador, capaz de trocar
las frases en asombro y detener los relojes durante el instante preciso para el
trance. Aún más: quien le conoce, no puede sino amarlo.
Recuerdos
Cuando quien
suscribe tenía apenas diecinueve años, el mundo era una biblioteca con nombres
dorados en los lomos de cada tomo. Gamoneda, Ángel González, Bretón o
Maiakovski llenaban los días; las noches eran para la vieja máquina de
escribir, que transcribía versos que evidenciaban lecturas y filias, además de
falta de pericia. En el verano de 1992, por recomendación de Alejandro
Valderas, fui invitado a la fiesta de la literatura leonesa, el acto de ‘Poesía
para vencejos’ que cada año se celebra en el castillo medieval de Palacios de
la Valduerna, donde vive el profesor Felipe Pérez Pollán.
Recuerdo que
aquella tarde de agosto pasé los peores nervios de mi vida, a pesar de la
mirada generosa de Antonio Colinas, cuyos libros llevaba en mi cartera, para
que me los dedicase. Antes que yo se acercó al micrófono un poeta de rizos
rubios rebeldes, con la media sonrisa calada. Vestía entero de azul petróleo, y
sus lentes redondos brillaban bajo el sol de media tarde. Con su ritmo pausado
y una dicción que no encajaba con el origen berciano que acaba de anunciar el
presentador, el joven declamó ‘Elogio de la palabra’. Mis ojos se abrieron
cuando dijo: «Esta palabra y la sombra de esta palabra…». Luego, con ‘El arca
de los dones’ ya no hubo quién me sacara de mi asombro. Más tarde, durante la
cena, no paré hasta conseguir sentarme junto a aquel hombre que era capaz de
dar vida a las palabras más elementales. Aquella noche empezamos a conversar, y
todavía no hemos terminado. Era Juan Carlos Mestre.
Impreso
Cuando abro mi
ejemplar de ‘La bicicleta del panadero’ lo hago, debo admitirlo, con cierta
precaución. Desde hace meses los libreros lo despachan a sus clientes
preferidos, que luego repasan cada verso. Yo he querido demorar ese momento;
muchos de sus poemas ya me resultaban familiares, pues el poeta gusta de
adelantar pequeñas pinceladas de su obra, desperdigándolas aquí y allá, siempre
generoso con aquellos, tantos, que le piden un texto para su revista, una tarde
en su tertulia o un guiño en su blog. Y así va sembrando el poeta plaquettes,
lecturas o libros de artista, en un irresoluble puzzle que sólo de cuando en
cuando se completa con una obra mayor, que hace las veces de pequeña antología –o
inmensa, como en este caso–.
La precaución se
debe a que Mestre no es sólo su poesía, sino su propia actitud ante ella.
Cuando le has visto arrancar el desgarro a su pequeño acordeón, jugar con sus
timbres de bicicleta o simplemente elevar la mirada mientras recita, como si
buscara en los cielos respuestas imposibles, cuando has escuchado su poesía
siempre temes que la letra impresa sea demasiado poco. Tal vez por eso lees sus
versos como si los estuvieras escuchando, imaginando mentalmente el tono del
poeta, y su acento con leves cicatrices de sus años chilenos.
El artista total
Claro que Mestre
ya no es un poeta, o no sólo. Es un hombre orquesta y es también un museo
ambulante; sus dedicatorias a la acuarela hacen que sus files aguarden con
paciencia en largas filas en cada una de sus firmas de libros. Maneja el
tórculo con la misma soltura con que se quita el sombrero, y hasta se permite
tener un amigo que le lleve la página web y esas cosas para las que ya no tiene
tiempo, mientras él vive en una sinrazón de estaciones y últimos avisos.
Pero sin saber
cómo siguen brotando los versos, esa pasión encendida con la que busca la
felicidad y combate toda tiranía. En su último libro, hay insumisión y dulzura.
Los pensamientos bailan ante nosotros, con guiños a Marcuse y a Girondo y a
todos los escritores combativos, los que más admira. Pero también hay recuerdos
para Gilberto Ursinos, para su pequeño Valle del Bierzo y para el hijo del
panadero, que no es sino una versión más joven de sí mismo. Como este libro,
que parece una continuación natural de ‘La poesía ha caído en desgracia’, como
si por Mestre no hubieran pasado los años y los premios. Claro que también hay
saltos terrenales y de precisa contemporaneidad, porque ¿quién iba a sospechar
que le gustase Nick Cave?
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