El
poeta aparece a menudo frente a nosotros como un ser del cual se deplora la
formación de su propia identidad. Por tanto, el trabajo de todo verdadero poeta
consistirá en sobreponerse siempre a esta percepción insuficiente. Nuestros
semejantes no pueden verlo y escucharlo, porque todavía
no han sido elegidos por él para entrar en la existencia. Cuando el poeta
decide ser poeta, esto es cuando decide ir al encuentro de los nombres
presentidos; todas las realidades existentes se ven expuestas necesariamente a
un proceso de extinción, pues carecen de las fuerzas suficientes para abolir
por sí mismas su merecida servidumbre y retornar a una boca decidida a
restaurarles el nombre original. Toda conversación con nuestro semejante, el
nacimiento deseable de todo diálogo en el mundo depende radicalmente de este
trabajo de restauración establecido por el poeta. Sin embargo, sucede a veces
que llega hacia nosotros la voz de un poeta que quiere presentarnos una cierta
imposibilidad del poeta para ser poeta, del poema para ser poema. Y entonces,
nuestra humana aspiración infinita por el diálogo, nuestra vocación
constitutiva por la conversación se ve extrañamente detenida por la presencia
de una palabra que no desea ser palabra. El poeta Edgar Saavedra quiere dar un
testimonio de esta experiencia in-deseable. Incluso, su mismo testimonio
depende de la apariencia de un lenguaje fragmentado, entrecortado y expirante
que no obstante deviene legible, como si su alma viviese y escribiese entre la
afirmación y la negación de un algo inmenso innombrable todavía. De modo tal
que se torna inevitable para el lector la emergencia de diversas lecturas donde
a veces no se sabe a ciencia cierta el comienzo o el final de una frase
memorable. Pero esta evidente libertad es para nosotros la prueba misma de una
voluntaria ausencia de diálogo, el signo de una fatiga o de un estupor sentimental ante el mundo, ante el lenguaje, ante el
poema. Saavedra desea y no desea un lector. Cada vez que lo desea, fragmentando
el lenguaje, le ofrece distintos sentidos o caminos o esperanzas para enseñarle
los movimientos de su alma. Empero, cada vez que lo niega, incita casi
imperceptiblemente al lector a sumirse en una espiral de sentidos donde el
riesgo de formar un laberinto se encuentra a cada paso.
II
¿De dónde procede esta voluntad de fragmentación concebida y realizada por el poeta? De dónde surge esta pasión por la ambivalencia evidente en el poema? Yo siento que esta abierta voluntad del poeta representa una fase difícil en la formación de su sensible identidad. Una fase susceptible de ser vivida por todo poeta en el curso de sus infinitos avatares. Sin embargo, no todos los poetas deciden ofrecer a sus semejantes las huellas tangibles de esta dolorosa formación, no todos perciben la necesidad de darle a un lector la historia de una de sus facciones. Es como si el mármol que ha de formar la estatua final demandase a cada instante una consumación, como si las fases de una obra reclamasen durante su existencia el derecho a una epifanía. Cada poeta determina qué rostros de su obra han de ser públicos o privados. Edgar Saavedra ejerce una libertad sobre su palabra para completar una fase de su propia existencia como poeta. Por momentos, existe en su poema un sentimiento creciente de estar en una especie de limbo casi inadvertido en la corriente contenida de narración que el poeta elige presentar. El poeta nos invita a flotar o a suspendernos en el borde de un sentido que no alcanza a completarse. Y nosotros aceptamos en silencio este llamado apacible, esta voz de versículo que sabe detenerse tal vez por pudor a mostrar alguna herida inexplicable. Tal vez porque aún no ha podido alcanzar una palabra donde la herida misma se transforme en la conquista de una sabiduría inevitable. ¿Creen todavía los poetas de nuestro siglo que existe la posibilidad de conquistar cierta sabiduría en el poema? Tengo la impresión de que Saavedra vive y muere amablemente en esta posibilidad cuando dice: "Nada puede desaparecer ni siquiera lo que no existe/ Si hasta he pasado 3 veces por un puente/ que jamás he visto". Estos versos constituyen para mí la última defensa de la poesía que ha llegado hacia mi alma. Cómo no hacer su apología si en ellos se revela una conciencia de la esencia misma de la poesía: la imaginación sobreponiéndose a su vergüenza y a su crisis permanente para levantar sobre las ruinas de lo efímero una eternidad sin duda voluntaria. ¿Habrá advertido Saavedra la gravedad primordial de su afirmación? Qué saben los poetas de aquello que conquistan frente a la muerte?
III
Pero parece que Saavedra sí conoce el destino de sus frases. Pues hay otro momento en el devenir del poema donde leemos: "Desde la colina contemplo además / la imaginación que luchando sigue / comprendo sin esfuerzo mi naturaleza / una mano descansa entre muslos bellos y dormidos". La imaginación no cesará de luchar jamás mientras exista el poeta concibiendo en un dolor fluido su poema. Esa "imposibilidad de coherencia" que el poeta se propuso como impulso y destino de su poema, es derrotada algunas veces por la presencia de un saber sobre sí mismo que le permite estar en su mundo más allá de cualquier mundo. Son momentos en los cuales la tiranía de cierto escepticismo es sobrepasada por la posesión de una verdad que nosotros podemos cifrarla en una sola frase: El poeta es poeta porque funda aquello que no existe. Y sobre lo que existe, funda sin demora aquello que debe ser. Ahora bien, entre las tantas existencias que el poeta respira, crea o completa, existe una ante la cual demuestra una docilidad recurrente quizás porque suscita en su alma ese estupor sentimental que ya hemos predicado: esta existencia es la Naturaleza: ""Pienso en los insectos que volvíamos a matar/ en la meseta de moras." O: "entonces reconocemos nuestros minerales/ empezamos otra vida/ de ciervo piedra ángel / siempre insecto/ palmera genital (...). Cada encuentro con la naturaleza es un instante transparente donde el poeta es dominado por un deseo de retorno, por un deseo de re-integración. La naturaleza nos llama siempre porque solo en ella existe ese reposo que necesitamos para subsistir. Sin embargo, la Palabra, es decir, nuestra libertad, es una segunda llamada que nosotros escuchamos alternativamente; una llamada que también necesitamos para subsistir. La lucha de todo hombre consiste en alcanzar cierto equilibrio entre estas terribles fuerzas. Pero, la lucha del poeta consiste en ir un poco más allá: Ser poeta consiste en imaginar siempre que este equilibrio es y debe ser permanente.
IV
¿Volverá a creer Saavedra en la capacidad de re-integración de la Palabra? Tengo la sospecha de que su fe volverá a incrementarse. Un atisbo de este incremento lo podemos constatar al principio de su tercera estancia, titulada "Lengua negra de colores": "Un sonido despierta la lengua / para no desperdiciar su color / también otra sensación / que desconozco de memoria / olvido al pronunciarla." He aquí una escena donde el lenguaje, solazándose, hace evidente su facultad de volver a un Todo, de volverse un Todo. El poeta entra y sale de la naturaleza como si la naturaleza fuese un órgano manipulable de su existencia. A decir verdad, el poeta le debe todo a la naturaleza, allí donde la naturaleza no le debe nada al poeta. Este es el sentido justo que predicaba el maestro Schiller en sus meditaciones sobre la poesía moderna: somos sentimentales cada vez que buscamos retornar a la naturaleza, cada vez que la sentimos como una infinita carencia, como una infinita necesidad.