Parte I
Hace alrededor de un año, debido a circunstancias que no viene al caso mencionar, comencé a explorar las relaciones existentes entre la fotografía y el fetichismo. ¿Por qué nos gustan tanto las fotografías? Las observamos compulsivamente, queremos tocarlas si se puede, hacerlas desfilar ante nosotros –veinticuatro por segundo–, mostrárselas a los demás. Inclusive llegamos a encontrar placer en destruirlas.
Existe una resistencia a admitir que objetualizamos a las fotografías arrastrados por un impulso fetichista, a pesar de que ya en 1985 Christian Metz, a través de un artículo publicado en la revista October, había explorado este camino, siguiendo una ruta insinuada por Roland Barthes en Camera lucida. Curiosamente, en su artículo Metz establece que dicha relación pasa por la conexión que ambos, fotografía y fetiche, tienen con la muerte. El fetiche, escribe Metz, ayuda al ego a lidiar con una pérdida, sustituyendo al objeto del deseo, que ha desaparecido; la fotografía, por su parte, sustituye un fragmento perdido de la realidad. A fin de cuentas ambos comparten la característica de ser objetos a los que el sujeto otorga características extraordinarias, y con los cuales se establece una relación libidinal, erotizada.
Los seres humanos entablamos relaciones amorosas con los objetos que nosotros mismos fabricamos. Aunque las exploraciones etimológicas suelen ser ociosas, resulta interesante considerar que la palabra fetiche proviene del portugués feitico, el cual a su vez se deriva del latín facticious, que significa fabricado, manufacturado. Es decir, la palabra fetiche, desde sus orígenes, ata dos conceptos aparentemente contradictorios: la creación humana de objetos artificiales, a través del trabajo, la técnica y el arte, por un lado, y la creencia de que ciertos objetos tienen vida propia, poseen una cualidad mágica y un poder que los hace únicos y que proviene de ellos mismos, por el otro. Es por esta razón que Marx emplea el término fetichismo para designar la fascinación capitalista por las mercancías: en las sociedades capitalistas, el intercambio y la persecución de objetos manufacturados parece cobrar vida propia –en los centros comerciales, en la bolsa de valores, en las tiendas departamentales–, ser independiente de los seres humanos, y oculta, por ello, el hecho de que estos objetos sólo poseen valor en tanto que hay trabajo humano detrás de su producción. Es más sencillo amar objetos que personas.
Ahora bien, no todos los objetos son amados por igual. Las fotografías, como he dicho, son particularmente susceptibles de convertirse en fetiches poderosos; los vasos de vidrio, en cambio, parecen tener menos importancia. Otros objetos producidos por la tecnología moderna, como las computadoras, pueden llegar a ser objeto del amor humano más obsesivo.
Una de las más recientes fantasías al respecto de la vida de los objetos es la de la singularidad tecnológica. Se conoce como singularidad tecnológica a un evento apocalíptico caracterizado por la aparición de máquinas dotadas, por fin, de inteligencia; este evento es anhelado ansiosamente en algunos círculos transhumanistas. ¿Pero quiénes son los transhumanistas? El término transhumanismo ha venido a designar las ideas de ciertos intelectuales, científicos, académicos y aficionados que están convencidos de que, como dijera Nietzsche, el hombre es algo que debe ser superado. Los transhumanistas enfatizan la importancia que tiene el papel de la tecnología en esta tarea de superar al hombre. Según ellos, nuevos avances tecnológicos permitirán a los humanos expandir sus potencialidades mediante el uso de prótesis diversas, así como la aplicación de adelantos en materia de nanotecnología y biotecnología al mejoramiento del cuerpo humano. Estas aplicaciones generarán, según algunos, individuos con mayor memoria, capacidad de cálculo, fuerza física, etcétera: el sueño del cyborg llevado hasta sus últimas consecuencias.
Además de anticipar esta transformación de la especie humana, algunos transhumanistas han vaticinado que, en fechas próximas, los humanos seremos capaces de desarrollar inteligencia artificial, máquinas cuya capacidad intelectual superará a la de sus creadores y que serán, a su vez, capaces de construir nuevas máquinas aún más inteligentes. Este fenómeno, llamado singularidad tecnológica, transformará, dicen, de manera radical nuestro mundo, trayendo consigo una nueva era. Finalmente los objetos manufacturados por el ser humano tendrán vida propia: la magia del fetiche ya no será una fantasía, una perversión alienada, sino que será una realidad. El ser humano –o, mejor dicho, los seres posthumanos– habrán encontrado un interlocutor en el universo, una especie nueva, creada por ellos mismos a su imagen y semejanza, con la cual entablar, finalmente, una relación amorosa que sea correspondida. Como he dicho antes, es más sencillo amar objetos que personas; un objeto pensante, dotado de deseo, no es completamente una persona. No cabe en él la posibilidad del vacío, de la pérdida que acompaña todas nuestras relaciones con otros humanos. Los objetos no nos abandonan. Los objetos tienen, en cambio, la potencialidad de no morir.
Volveré a mi pregunta inicial. ¿Por qué nos gustan tanto las fotografías? No sólo existe detrás de este fenómeno un impulso por amar a los objetos; también hay un poco de narcisismo involucrado en ello. Queremos máquinas pensantes, pero las queremos antropomorfas. Las fotografías son, en ese sentido, algo especial: se trata de objetos que son producto de nuestro trabajo, hechos con nuestras máquinas, y que nos devuelve una imagen muy parecida a la de nosotros. Las fotografías llevan la huella de los humanos que las toman. Por otro lado, al ser fotografiados nos convertimos en cosas. Barthes afirmó que tomar una fotografía de alguien es un modo de transformarlo, al menos parcialmente, en un objeto. Al ser fotografiados nos convertimos en una imagen, y en forma de imagen podemos quedarnos inmóviles y resistir el paso del tiempo. Podemos ser objetos, y por ende entablar relaciones eróticas con otros objetos, alcanzar una conexión trascendental. ¿No es ése uno de los deseos secretos de todos los amantes, fundirse con el ser amado? Ya los egipcios sabían muy bien que algo místico ocurre cuando un cuerpo humano es transformado en un objeto. Ese algo tiene que ver, como he intentado decir en estas líneas, con el amor y con la muerte.
Salvador Olguín nació en Monterrey, México, en 1979. Ha publicado textos en las revistas Tierra adentro, Parteaguas, la Revista de literatura mexicana contemporánea de la universidad de El Paso, Texas, y el journal Anamesa, de la New York University, entre otras. Participó con un ensayo en el libro José Gorostiza. La palabra infinita, (editorial Tierra Adentro, México). Es autor de Siete días, pieza de teatro experimental basada en el poema Muerte sin fin de José Gorostiza, la cual ha sido representada en diversos espacios de la ciudad de Monterrey, México. Actualmente se encuentra realizando estudios de posgrado en la New York University, donde examina las interacciones entre la fotografía, la literatura y las prótesis mecánicas desde una perspectiva posthumana.
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