jueves, 11 de diciembre de 2014

OCHO POEMAS DE JULIO NELSON



YAWAR MAYU



I


Cuando duermes, sin que lo sepas me asomo
a verte, me acerco y miro tus mejillas oscuras
y rosadas, tus cabellos negros y castaños
y veo tus arterias del cuello palpitando
e imagino: brilla allí tu sangre
como los ríos densos del verano en los valles
profundos de los Andes, ¡yawar mayu!, entre las peñas
los molles y las lambras. Yawar mayu la sangre
de tu corazón, hija mía. No como mi sangre
sino la sangre de las inabarcables montañas,
de los límpidos cielos, de las cálidas tierras
del maíz dulce, del pacae de corazón
suave: ¡la sangre de tu madre, hija mía!

II

Cuando seas mayor y en la gravedad
de los años con orgullo te preguntes
porqué viste la luz
en esta aldea
de señoras que hablan en la lengua pura
de los gentiles, y los hombres
en el castellano de Guamán Poma; adonde
los altos dignatarios del Estado rehúsan llegar;
sabe que fue porque un día
tu padre llegó “siguiendo la vereda del venado
y la estela del halcón”, con el pecho
henchido en busca de su patria ¡oh hija mía!



CORDILLERA DEL HUAYHUASH (II)


Cordillera del Huayhuash, en el amanecer tus cumbres
resplandecen, y en el ocaso aparecen aún más níveas.
Así desde millones de años. De millones de años tus nieves
están incólumes. ¿Qué edad tiene el tarugo que bebe
de tus aguas, qué edad el cóndor que te sobrevuela?
Millares de tus hijos fueron extinguidos
         aquellos que educaron tus valles.
Cordillera del Huayhuash, las tormentas a menudo
te envuelven, pero no mellan tu esplendor y poderío.
Yo recuerdo en la diáfana mañana de mayo a Exaltación
Huaynacanqui y Severiano Ocrospuma descendiendo tus cerros
a la asamblea de la Federación
y a los comuneros agitando los brazos en la pampa.



EPITAFIO PARA EZRA POUND


“La enorme tragedia del sueño sobre las doblegadas espaldas
del campesino”

Así cantaba Loomis, poeta
de los mares de Occidente.
Con un gastado laúd, con ritmo
provenzal, compuso algunos aires según
las ideas de los cremadores de hombres.

“Teme a Dios y a la estupidez de la plebe”, entonaba.

Ahora sus cenizas han vuelto a la tierra. Duerme
junto al Duce. Sus cantos y sus sueños recorren
el mundo. Inspiran a poetas y emperadores. Buscan
vanamente arraigar donde sólo puede crecer la libertad.
Desconfiad de quienes evocan sus aires o su metro.
Ninguno que odie a Auschwitz o My Lai exhalará
un suspiro. Ninguno que sufre, ninguno que espera.
Nadie que anhele un mundo mejor.



CUESTIÓN DE TALENTO


“Lector, tú, eximio intelectual, no desdeñes
al gran Cicerón. Míralo con piedad y no
con reproche. Si aspiras, también tú
—como te es lícito— al Poder y la gloria
no sólo brillo sino también veleidad necesitas”.
Estas palabras laten, se insinúan en los prólogos
el admirable orador, retórico insuperado, político
hábil. Y si la edición es moderna y del Perú
entre líneas dirá: “Duro es luchar contra lo establecido.
¿Vale la pena empeñar talento en sindicatos,
aldeas o barrios marginales sin que de ti
comente la gran prensa, ni de ti sepan cultas
y encantadoras damas, ni de ti se hable en los cafés
más eruditos? Mira: parte del talento es comprender
que también desde una cátedra o un buffet puedes
bregar por los oprimidos. ¿Qué de malo hay en reprobar
la miseria y morar cerca de El Olivar, pasear
de tarde en tarde por avenidas con aromas de Long Island,
explorar almacenes? Fuerza es reconocer que Marx,
por su excesivo genio, carecía de cierto sentido
de la realidad, de la elegancia, de las proporciones”.



OH VIAJEROS


En Provenza hay una ciudad de piedra, Les Baux,
derruida sobre un acantilado; los hugonotes
allí se parapetaron; Luis XIII la demolió para rendirlos.
El viento del mar ulula y brama en las desiertas torres.
Y también en esa región de poesía, en las ciénagas
del sur, hay una breve urbe amurallada
donde se juntaban los cruzados para abordar las naves.
Cree uno oír la algazara, maldiciones, murmullo
de oraciones y ruido de sables, Más al norte está Verdún,
entre colinas; la hondonada de Douamont
todavía hiede a muerte —es un amasijo de cráneos,
fusiles y botas claveteadas. Unas máquinas escarbando
debajo de cascos y morteros allí desenterraron
broncíneos escudos, lanzas, unos versos en piedra:
“Soy la lanza victoriosa que combate
Soy el viento en el océano
Soy el halcón en lo alto de la roca”
Y de haber proseguido las máquinas su labor
exhumaban osamentas mezcladas a mazas, puntas
de hueso y sílex, renegrida tierra, sin
término, hasta el cansancio.
Las hondonadas, las depresiones de los campos
de Europa fueron cavadas por obuses (la hierba
lo disimula); sus monumentos, puentes y edificios
están punteados de metralla, aún sus cementerios:
las lozas y los muros del Pere Lachaise.
   Hablo de Europa y Francia
al acaso; un país, una región cualquiera.
Bien puede ser las mesetas del Pleiku, el valle de Urubamba.
Por doquier es igual
         como una ley
(En la sierra de Ancash hay un risco
con restos de guerreros Willkas e infantes
andaluces —unas macanas, una cabellera castaña,
una honda de color lana, girones de una braga
bombacha—. En una honda grieta de la montaña
agolpadas yacen carcazas de montoneros. Al borde
contra Gamarra. Y allí mismo, escudado en las troneras,
repelió Cáceres un asalto por retaguardia.
A orillas del río hay cuatro tumbas anónimas
de comuneros y una inscripción en una peña:
“Caieron por su pueblo”.)
Por doquier ahora, en cualquier punto
de la tierra, bate el picor de la pólvora,
se agolpan los muertos en grietas y tumbas anónimas.
No nos lamentamos
         (Ellos no se lamentaron)
Es la ley. Pero una ley
distinta a esa que rige la colisión
inexorable de los cuerpos en el espacio sideral,
diversa a esa que dice que la muerte
palpita en nuestros corazones.
En el mundo de los hombres
tal parece que mayor es el bramido del viento
y el rugido del trueno, conforme avanzamos a la cima
de paz de la gran montaña.
Por eso el grito del comandante cuando exhortó
a su haraposa columna al avecinarse el combate:
     “¡Adelante, oh viajeros!”.


De Caminos de la Montaña




EL OTRO UNIVERSO


J’ai l’envie d’ habitar chez vous
S.J. Perse

Se avecinaban las lluvias. Con mi carga de remoto dolor
y de esperanza —puras como el agua de nieve fundida—
tomé el sendero que dejaba la ciudad. En la más lejana
montaña —más allá de la cual se presiente otro universo—
serenas yacían la nieve y las sementeras. Mis esperanzas
quemaban como el fuego de los valles profundos. Llegué
sudoroso y dije: “Tengo el deseo de vivir entre vosotros”
Las sonrisas no fueron menos cálidas que los sueños.
Y se precipitó la primera lluvia de la temporada.



LAS CAPIRONAS


Me tendí una tarde de vacaciones
a orillas del vasto río, entre los gramalotes.
Era tiempo de lluvias. Crecido, turbio y sombrío
bajaba el Marañón, cargado de espuma y animales muertos.
En medio de las aguas un islote resplandecía
bajo la luz estival, con sus miles de lozanas capironas.
Pero el gran río lamía obsesivamente sus bordes;
olas coronadas de espuma lo azotaban.
En el aire blancas aves zancudas piaban agitadas.
Mas la selva estaba extrañamente callada.
Con mis apenas siete años yo presentí
algo grave y también callé, sobrecogido.
De pronto un estruendo estremeció la soleada tarde:
el Marañón desbarataba el islote
       devorándolo implacable.
Las enhiestas capironas sucumbían estoicas,
y ya muertas, con sus tallos robustos,
sus lozanas hojas y sus flores, eran arrastradas
resplandeciendo en la luz.
El piar de las aves se había vuelto chillidos
impotentes por sus nidos en las capironas,
que como muertos venerables flotaban en las turbias aguas
entre animales pútridos, la espuma y
el grito de los pájaros.
El vasto río fluía raudo hacia el mar.



LA INSONDABLE NOCHE


Me preguntan por qué habito la verde montaña.
Sonriente, me callo, tranquilo el corazón.
Cuando las flores caigan, cuando el agua pase,
mi universo ya no será el de los hombres
Li Po


Algunos amigos urbanos (“varones áticos, elocuentes
y urbanos”) se consternan de que yo haya vivido
tantos años en una remota aldea. Y me inquieren.
Pero es imposible expresar la dicha de manejar el azadón
entre doscientos braceros en una faena comunal.
El brío del universo en tu cuerpo húmedo.
Las bromas cristalinas del almuerzo bajo el azur
y el aroma de los montes en la gélida brisa.
Nuevamente el fuego del cosmos con el azadón en tus manos.
Y más tarde el retorno en el sosiego del ocaso
(en la intensa y dolorosa paz que precede a la noche
en una aldea). La insondable noche
bajo las estrellas y la vigilia de los montes.
Y los sueños con los montes de antaño.
Por eso yo no respondo a esos amigos; sonrío,
me hago el desentendido y les hablo de los mares,
los puertos, los navíos.


De El otro universo




Julio Nelson Montero (Iquitos, 1943) hizo estudios de Literatura en Lima, Múnich y París, allí lee a José María Arguedas y a los indigenistas, es por eso que, cuando retorna al Perú en 1970, maravillado por la naturaleza y la humanidad que encuentra en los relatos de estos escritores, decide vivir en la cordillera de los Andes del departamento de Ancash, donde forma familia. En 1980 se traslada a Lima. Cuando era estudiante en la Universidad de San Marcos publicó, en 1964, sus primeros poemas en las revistas Haraui y Piélago. Cuatro años más tarde la prestigiosa revista Amaru publicó otros de sus poemas. Su primer poemario integral Caminos de la Montaña (Lima: Editorial La Escena Contemporánea, 1982), está conformado por poemas escritos durante su estadía en los Andes, y otros escritos en Lima, pero siempre inspirados en el mundo andino. Estos poemas comprenden el lapso 1965-1981. La crítica especializada lo señaló como la más brillante poetización del universo andino. Luego publica su segundo poemario El otro universo (Lima: Arteidea Editores, 1994), y reúne su obra poética integral en Summa poética (Lima: Arteidea Editores, 2002). También cultiva el cuento y ha publicado el volumen La tierra del sol (1998). Juan Ojeda le dedica su poema «Elogio de la infancia».

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