LA TIERRA QUE NOS MIRA hambrienta a través de este libro de Edgar Saavedra —quizá el poeta más intenso entre las oleadas de la actual poesía latinoamericana— representa la respuesta de un regreso y de un despojo, anverso y reverso permanente de una sola moneda, donde son «lo mismo la flecha y el blanco». Una revelación que cobra las dimensiones de la catástrofe de toda una época; de ahí su poder y sacrificio ineludibles, su resonancia en el anuncio y el inventario del desastre que hace suyo a un tiempo, en el presente de la voz, el origen y el destino, el comienzo y el final, los gestos desfondados de un lenguaje genésico y a la vez apocalíptico, expoliado sin piedad de sus nombres. El que ha «contemplado toda la música», transubstanciado en el primero y el último de los testigos, debatiéndose entre la renuncia del tedio mallarmeano y la insistente vitalidad del poeta adolescente de Charleville, sabe que «los sentimientos proféticos solo anuncian desgracias» y que las generaciones «se suceden de manera irremediable». Tras la hendidura horizontal del silencio, los pasados se yerguen y renuevan para después fugarse; hechos presente en la visita del lenguaje, abandonan tras de sí la reverberación de sus formas. En una conmovedora escena que lo vuelve bisagra salvada de la presencia y la desaparición, el sujeto promulga el dominio y la pérdida de las lenguas después de la caída de Babel: «lenguas que nunca aprendimos/ y sin embargo comprendemos/ se evaporaban con el sol intenso», tornándose irrecuperables, al igual que el idioma verdadero que las precedía. El decir es aquí el ensayo general del origen perdido/recuperado/perdido —la operación resulta permanente además de absoluta— donde el poeta, transido por el vértigo que lo extraña de su propia experiencia perceptiva, nos devuelve no ya al desarreglo total de los sentidos, sino a la imposibilidad de la retención, las elaboraciones trasgresoras de un no saber, un espacio borrado dentro del sí mismo que sin embargo no deja de ser atestiguado: «otra sensación/ que desconozco de memoria/ olvido al pronunciarla». No solo hay confusión entre las palabras de los hombres, parece decirnos Saavedra, sino también omisión: hasta las inmemoriales piedras (¿las piedras de Vallejo?) parecen aquí recién nacidas. El imán del decir sintoniza, como en la «noche tótem» girondiana, el capítulo arcaico de la hominización a través del verbo; en esta «lengua negra» se respira un olor a origen, libidinal y mortuorio, su genitalidad anfibia recubre las palabras, las imágenes, como una mortaja permeable en la que el profeta habita, torciendo su vaticinio, de manera encarnizada, hacia el cuerpo. Horizonte permanentemente intervenido, irradiante y fragmentario, es en el cuerpo donde esta memoria encarna la floración sexuada entre los vínculos, el exilio de los órganos de toda jerarquía, el balbuceo de una «saliva de fósiles desdentados». Como sucedía en
Final aún, otro libro ejemplar de Saavedra —cuyos infernales paraísos onanistas son remplazados en
estas páginas por las pesadillas de la procreación de especie y fábula—, las prohibiciones, los castigos, nos expulsan de las puertas del mito hacia la abyección de la historia. Todavía hay mucho que temer, parece advertirnos la voz en su inusitada capacidad de resistencia: somos nosotros mismos los que «afilamos nuestras armas».
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