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Lima. Desciendo
de un Aero-Perú en el Jorge Chávez. Son
las seis de la tarde de un fresco día de enero. Mi padre me manda a la casa de
su hermana Emma en Villacampa, Rímac. En
realidad, dicha jato es propiedad
suya pero se la ha entregado a mi tía, quien debió dejar la casa que rentaba en
Pueblo Libre, mientras mi padre –simultáneamente- sacaba a sus inquilinos de
Villacampa. He viajado a Lima para trasladarme a San Marcos después de un año
en la Universidad de Piura. Estando en mi ciudad natal –otoño 1973- fallece el
profesor , escritor y periodista Néstor
Martos –amigo de mi padre y maestro mío de historia del Perú en la secundaria-.
Con este motivo llega a Piura para los funerales, su hijo el poeta Marco Martos. Voy a su encuentro, le
doy el pésame y él me cita para la tarde del día siguiente. Esa fue mi primera
conversación con un poeta. Nunca dejaré
de agradecerle a Marco aquella jornada. Nos pasamos varias horas leyendo un
folder que contenía los poemas que yo había escrito hasta la fecha. Fue mi
primera gran lección de poesía, tan es así, que los textos que a Marco le
gsutaron, fueron los que reuní en una colección denominada Entre el paraíso y el infierno que obtuviera el primer premio de
poesía en los IV Juegos Florales de la UDEP en diciembre de 1973.
A los pocos días
de mi arribo a Lima, fui a buscar a Marco Martos a la Ciudad Universitaria de
San Marcos. Pero no lo encontré. Entonces, deambulando por el pabellón de
Letras –guiado sólo por una intuición- me acerqué a un señor de simpática pinta
y le pregunté si conocía a Marco. Este señor me atendió muy cordialmente y
luego de enterarse de mi nombre, me dijo ‘ah, sí, yo te conozco. Martos me pasó
tu poema’, Lo que había sucedido es que en el verano de 1973, tras leer Hipócrita Lector y Estos 13, yo me había atrevido a remitirle –sin conocerlo- un texto
a Marco Martos, desde Piura. Y él se lo había pasado a Francisco Carrillo,
director de la inolvidable y legendaria Haraui,
quien en persona –para mi sorpresa y emoción- era el señor que estaba hablando
conmigo en ese instante. ‘Pero, vente conmigo’ me dijo, ‘yo voy a ver a Marco
ahorita en Barranco’.Así fue como en su amplio, elegante y cómodo automóvil nos
desplazamos por la costa verde –desde San Marcos- hasta el departamento que
Paco tenía empezando la quebrada que baja hacia los baños, junto al Puente de
los suspiros.
Descendimos luego
caminando hasta Barranquito. Allí en la arena estaba Marco Martos. Luego de saludarnos
me presentó a Hildebrando Pérez y a
Carlos Garayar, sus compañeros y amigos de Hipócrita
Lector. Junto a ellos tomaba el sol Esther Castañeda con su truza amarillo
patito. Luego de disfrutar de la playa por un buen rato, enrumbamos hacia
Barranco, y en el camino -casualmente- nos encontramos con un muchacho de largos
rizos dorados e inconfundible look hippie que iba abrazado de su musa. Eran
José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero. Naturalmente esa tarde recibí mi
primera lección –por parte de Marco, Hildebrando y Carlos- acerca de Estación Reunida, el grupo de los poetas niños como ellos llamaban al
colectivo de Rosas, Elqui Burgos, Tulio Mora y Oscar Málaga. Otra vez en el
departamento del gran Paco Carrillo –jamás escatimaré mi palabra de reconocimiento
a su extraordinaria calidad humana e intelectual- vi una enorme pila de libros
de poesía peruana contemporánea, disperdigados por toda la sala. Marco me
explicó entonces que estaban preparando una antología que se denominaría 33
poetas 33. De Vicente Azar a Enrique Verástegui libro que lamentablemente
no llegó a ser publicado.
Marco Martos tuvo
la gentileza de invitarme a proseguir la conversación en su casa de La
Capullana. Hasta allí llegamos en un Venegas
desde la plaza de Barranco. Almorzamos y luego me pasé toda la tarde hablando
de poesía con el poeta de Cuaderno de
quejas y contentamientos (1969) y de Naranjita
(aparecido en Hipócrita Lector 1)
respectívamente el libro y el poema de Marco que a mí más me gustaban en
aquellos días. En un momento de la tarde mi amigo me permitió entrar a su
excelente biblioteca y allí pude disfrutar un rato largo –solo- de los estantes
enormes que cubrían toda la pared del recinto.
Al final, me obsequio un libro (Los Comentarios
Reales de Antonio Cisneros) y me
prestó otros, entre los que recuerdo uno de Atila Joszef, el gran poeta
húngaro, que a mí me había llamado la atención al descubrirlo –justamente- en Hipócrita Lector. Hacia el crepúsculo
Marco me dio direcciones para salir hasta la Av. Atocongo, donde tomé un
microbús hacia Lima, la dorada.
2
Un buen día de
aquel verano adolescente de 1974 –todavía no había cumplido los 18 años- leí en
el periódic o el anuncio de un recital de poesía joven. Era en Barranco, pasaje Tumay. Me interesé en
el tema y tomé un 73-M hasta la
entrada de ese distrito y preguntando llegué al número indicado. En la puerta estaba parado un señor con un
cuaderno bajo el brazo. Se trataba de un hombre de un poco más de cuarenta
años, mestizo, con una mirada inteligente y bondadosa. Nos dimos cuenta que
ambos estábamos allí por el mismo motivo, así que nos presentamos mutuamente. Era
Félix Puescas Montero, un personaje inolvidable para todo aquel que tuvo la
dicha de conocerlo. De pronto se abrió la puerta y apareció Isaac Rupay, joven
poeta del que yo había leído poemas en el tabloide de Hora Zero de marzo de 1973, quien visiblemente demacrado e
intrigado nos hizo pasar a la sala. Allí pudimos convencernos que se trataba de
una broma de mal gusto. Alguien había puesto ese aviso en el periódic
o-anunciando un recital inexistente- por jugarle una mala pasada al buen
Isaac. Contrariado por la situación,
Rupay tuvo la caballerosidad de departir un rato con nosotros e invitarnos un
refresco para el calor. El conocía a Félix Puescas de la bohemia literaria del
centro de Lima, así que aclarado el equívoco, nos despedimos cordialmente. Esa
fue la primera y la última vez que vi a Isaac Rupay, miembro de la segunda
generación horazeriana de la etapa fundacional, 1970-1973. El joven poeta había
nacido con una dolencia congénita en el corazón y falleció en abril de ese
mismo 1974. En su memoria debemos recordar que él fundó la revista La tortuga ecuestre cuyo primer número salió en enero de 1973 –en
el cual se presentan, entre otros- buenos poemas del propio Isaac, de Elías
Durand –el poeta rock de Hora Zero- y
de Juan Carlos Lázaro su emblemátic o franz
/ historia de un gusano, que era mi favorito de ese ejemplar. Yo supe de la
aparición de esta revista desde Piura, y se la encargué a mi padre, quien me la
compró en Lima en uno de sus viajes.
Con Félix Puescas
decidimos regresar al centro de Lima. Una vez en la intersección de Tacna y
Colmena, me propuso caminar hasta el Palermo
mítico bar de escritores, intelectuales y artistas del que yo había tenido
noticia a través de Estos 13 (1973)
la singular antología de la generación de 1970 que JM Oviedo preparó para
Ediciones Mosca Azul. El Palermo
tenía una notable tradición en las letras peruanas desde la década de 1950. Mientras
enrumbábamos por la Colmena –a la altura del Tívoli ,otro famoso bar de artistas- nos encontramos con un
muchacho de lentes cuadrados y abundante, lacio pelo negro. Era el joven poeta
Armando Arteaga, quien luego de que Félix me lo presentara, desapareció entre
el gentío de la avenida, asegurándonos que en un breve rato llegaría al Palermo. Al enterarme de su apelativo
recordé que yo había leído un poema suyo que me había gustado bastante en el
número 2 de La Tortuga ecuestre, emisión publicada con el
espacio donde debe ir el nombre del director en blanco. Luego me enteraría que
cerca de Isaac Rupay –en la fundación de la revista- había estado Gustavo
Armijos, quien luego de una diferencia entrambos , había continuado con la
publicación desde el tercer número y hasta el día de hoy. Por su lado, Isaac
Rupay fundó una nueva revista Eros de
la cual solo salió un muy buen número hacia fines de 1973. Aquí Rupay contó con
la valiosa colaboración de Enrique Verástegui, José Cerna, Vladimir Herrera y Santiago Lopez Maguiña. Eros ha entrado en la historia de la poesía peruana también porque
allí se dieron a conocer los famosos tres poemas que iniciaron la leyenda de la
joven poeta suicida de los 70s María Emilia Cornejo.
Entré al Palermo con Puescas y no sé cómo nos
hemos sentado en una mesa donde estaban Juan Carlos Lázaro, Fredy Roncalla y
Guillermo Falconí. Recuerdo que Lázaro hablaba apasionadamente de sacar una
nueva revista de poesía. Todos exteriorizábamos entusiasmo ante la idea. De
pronto apareció Armando Arteaga, cumpliendo su promesa. Allí hemos estado como
hasta las nueve o diez de la noche, momento en que Félix y los muchachos me han
acompañado hasta la esquina de Colmena y Tacna donde abordé el micro que me
llevaría hasta mi alojamiento en el Rímac. Meses después –estando en Piura- me
enteraría de la salida de aquella revista de la que hablaba Juan Carlos Lázaro,
con el cortazariano nombre de Cronopios.
Vino con poemas de su editor, de
Guillermo Falconí , Vladimir Herrera y Fredy Roncalla. También poesía visual de
Jorge Pimentel, a quien –justo- habíamos divisado desde lejos aquella noche en
el Palermo. Pimentel –a la sazón-
acababa de regresar de España con su libro Ave
Soul bajo el brazo y –diríamos trotaba
como un caballo dentro de las inmediaciones del bar,elegantísmo con terno y chaleco azul. Por esos días me compré un ejemplar de Ave
Soul en el legendario Kiosko de Don Néstor Jáuregui en la esquina de Azángaro y
Parque Universitario, en la Colmena. Yo era asiduo de este maravilloso puesto
de expendio poético. En una de esas visitas mías aquel enero conocí allí al joven poeta Bernardo
Rafael Alvarez –recien llegado de Pallasca así como yo de Piura- quien poco
después publicó su primer libro ‘Aproximaciones & Conversaciones’
3
A partir de esa
noche Armando Arteaga se convirtió en un visitante asíduo de mi habitación en
Villacampa. Caía en cualquier momento y siempre era bien recibido. Hablábamos
animadamente de poesía y salíamos a caminar por el centro de Lima, una de las
pasiones principales de Armando . En una de sus visitas mi nuevo amigo me invitó
a ir a una fiesta que habría en la casa de Elsa Sánchez León en Miraflores. Quedamos
en encontrarnos frente al Haití. A eso de las seis y media de la tarde del día
fijado, vi aparecer a Armando, al lado de Luis La Hoz y su esposa Marilyn
Palacio junto a Oscar Aragón, y a Rocío La Hoz – hermana de Lucho- y más atrás
a Fernando Ampuero. Cuando llegamos al apartamento de Elsa, allí estaban Fredy
Roncalla e Ivonne Río, José Oviedo, Vladimir Herrera y Oscar Málaga. Fue una
noche de ron con coca-cola, de ‘Pronto llegará el día de mi suerte’la canción
de Héctor Lavoe y Willy Colón que rayaba en todo Lima y por supuesto temas de
los Beatles y los Rolling Stones. Recuerdo que en un momento conversé con
Herrera, quien al yo decirle que había leído sus poemas publicados en Haraui y
en Eros, me respondió: ‘Ah, esa es mi prehistoria’. La gente bailaba y las
parejas constituidas se besaban bajo la gran noche veraniega de ventanales
abiertos y brisas refrescantes. Era mi primera fiesta de poetas, tras mi
llegada a Lima. Gracias Elsa por esa hermosa ocasión. Para mí, Elsa Sánchez
León –por su atractiva personalidad, cultura e inteligencia- es la musa de
aquel grupo generacional que- como escribió Lucho La Hoz en ‘Auki’- se inicia con El Oro de Acapulco.
En efecto, tal había
sido el nombre de la plaquette con poemas de La Hoz y Oscar Aragón –publicada
hacía poco- que Armando me había obsequiado en una de sus primeras visitas a mi
casa. El Oro de Acapulco aludía a un verso de Rodolfo Hinostroza en Contranatura, el cual a su vez traduce
del inglés ‘golden Acapulco’: un tipo de marihuana de ribetes roji-dorados
famosa en México y USA en la época de los hippies. A mí me encantó esa
plaquette, Cuadernos de Berlioz, ediciones La Joven Parca. Hasta ahora recuerdo
el poema de Lucho: Constanza, cuyo
arranque decía: ‘A mi no me jode el viento’ y culminaba rezando: ‘Hapiness is a
warm gun, los pájaros y los que me robaron la alegría’ con cita a esa rara y
hermosa canción de los Beatles en el disco blanco, que escuchábamos hasta morir
en casa de Nicolás Yerovi –sita en Francia, Miraflores- adonde Lucho nos llevaba
con frecuencia. También recuerdo su poema ‘Arte Poética’ que mencionaba a Bob
Dylan, pero lo más impactante para mí fue el poema ‘Contemplación de una
muchacha que monta en bicicleta’ de Oscar Aragón, sin duda una de las muestras
más rotundas del talento estríctamente lírico de este poeta amigo mío, con
quien me sentaba en La Sevillana, cerca de su casa en Enrique Palacios, con las
chatas de ron de aquel tiempo, para ver desaparecer el sol de ese verano sobre
los techos de Miraflores.
Comencé a parar
con ellos. Con Armando, Lucho y Oscar. Nos encontrábamos en el Wony por las mañanas
y empezabamos temprano. O sino de frente en la casa de Lucho en Corpac. Salíamos a Barranco o a cualquier sitio. El
asunto era caminar, explorar la ciudad. Dar vueltas por San Felipe, por ejemplo
con una nigeriana que yo había traído de un viaje medio hippie que hice hasta
Arica en Chile. Y por las noches siempre al Wony con Armando. Una de esas
noches –un domingo exáctamente- conocí allí a Enrique Verástegui, quien estaba
acompañado por Enriqueta Beleván. Me sorprendió que Enrique hubiera leído un
poema y entrevista míos que hacía poco –en diciembre de 1973-se había publicado
en ‘Amigos’ la revista de la Universidad de Piura. Tomamos unos cuantos tés o
cafés y nos despedimos. Yo estaba feliz porque admiraba la poesía de Verástegui
–como casi todo el mundo en ese momento- dada a conocer en su primer libro ‘En
los extramuros del mundo’. Armando –aunque tambien la estimaba mucho- se
mostraba más frío, disociador, y le tomaba el pelo a mi exhultación juvenil
cuando me acompañaba por la Colmena hasta Tacna para tomar mi carro.
Los fines de
semana Armando me iba a ver para quitarnos al cine-arte de San Marcos, cuyas
funciones se ofrecían en el sexto piso del Ministerio de Trabajo. Recuerdo que
una de las primeras películas que vimos fue ‘América, América’ de Elia Kazan. Impresionante
la gesta de la inmigración –en este caso desde Turquía a principios del siglo
XX- hacia los Estados Unidos. A Armando le gustaba salir caminando por la Av
Salaverry, Wilson y hasta el Wony por la Plaza Francia, mientras discurría
sobre el filme que habíamos espectado. El había estudiado cine en la Academia
de Robles Godoy, así que era un experto. Puedo decir que entre esas caminatas y
las palabras previas a cada funcion de Juan Bullita, se fue formando mi gusto
por las películas de cine-club. Allí aprendí mucho sobre la nouvelle vague
francesa, el neo-realismo italiano, el free cinema inglés, el cinema novo
brasilero, el nuevo cine latinoamericano, la escuela de Nueva York, el cine de
los paises socialistas; todo procedente de las neovanguardias de los 50s y 60s, cuando no el cine negro yanqui de los
40s, o las obras maestras de los grandes autores. En una de aquellas salidas
del Ministerio de Trabajo Armando me presentó a Santiago Lopez Maguina, un excelente
pata , que había publicado poesía en Haraui
y La Tortuga Ecuestre, siendo luego
de la partida de Eros. Yo conocía su
nombre, así que nos relacionamos rápidamente. Con Armando o a veces sólo con
Santiago caminábamos por la ruta ya mencionada hasta el centro, mientras mi
nuevo amigo teorizaba sobre el pensamiento de los formalistas rusos, el círculo
de Praga, los estructuralistas franceses –ya fuera en literatura, antropología
o psicoanálisis- . Era una delicia para el intelecto escucharlo a grandes
tramos. De rato en rato yo lo interrumpía con un comentario, una pregunta o una
duda. Y entonces Santiago proseguía sobre el punto. A veces me decía: ‘Me gusta
conversar contigo. Esto me ayuda a precisar y a formalizar mis
planteamientos’.Al año siguiente, en 1975, cuando llegué a San Marcos, ya tenía
mi pequeña base semiótica para asistir a los cursos de Luis Fernando Vidal,
Desiderio Blanco y Raúl Bueno.
4
Una tarde que fui
solo al cine-club de Salaverry me tocó ver la famosa obra ‘Los paraguas de
Cherburgo’ con la insuperable Catherine Denueve. Estando en Piura yo había oído
muchas veces a mi padre ponderar esta película. Y también la música de la banda
sonora, portadora de un dispositivo lírico y nostálgico devastadores. Salí de
la función atribulado, pensando que en mi tremenda soledad yo debía buscar una
chica. Que yo también tenía que vivir el amor, un tipo increíble de amor, así
como el de la pareja de la pantalla. Entonces recordé a Patricia.
Ella había sido
mi enamorada sin que yo lo supiera en el verano piurano de 1969. Sucede que en
enero de ese año –por primera vez asistiría junto a los patas de mi barrio,
Santa Isabel en Piura- a una fiesta de cumpleaños con chicas. Era el santo de Pulga, chapa de Edgardo Valdiviezo
Arrese. Así fue como conocí a Patricia. Ella era una linda niña en el apogeo de
la pubertad, con su minifalda amarillo patito y pulquérrima blusa blanca.El
asunto es que otro pata de la collera de Santa Isabel –Pachy De Armero- se
templó de ella –ignorando que yo también pasaba por la misma circunstancia- y
formalmente se hicieron enamorados, aunque Patty muy sutilmente me demostraba
su verdadero amor por mí. Poco después –a fines del verano- ella se trasladó a
Lima con toda su familia y nunca más volví a tener noticias suyas. Es decir, sí
tuve: me llegó una carta de amor a poco de su partida, pero Pachy recogió la
misiva del correo del barrio –pendejamente porque era amigo del empleado de
aquella oficina- y me la mostró celoso e intrigado. A mí me dio rabia que hubiera
interceptado mi carta. En un arranque la hice pedazos y lo dejé parado en la
esquina donde nos reuníamos. Perdí el contacto con Patricia.
Varios años después, en el verano de 1972, no se qué
extraña nostalgia tuve de mi recordada amiga de la pubertad y conseguí su
dirección en Lima. Le escribí y ella me contesót: “Veo que mis cartas son
respondidas alguna vez, en algún año”. Cruzamos un par de epistolares mensajes aquella vez y nuevamente perdimos el
contacto. Hasta aquella tarde cuando salí del cine-arte de San Marcos en 1974 e
impactado por “Los paraguas de Cherburgo’ decidí ir en su busca a Barboncito,
un agrupamiento residencial cerca de la Av. Arequipa en Miraflores sobre la Av.
Aramburú. Tenía en la memoria la numeración exacta, de modo que pude llegar a
mi destino. Serían las siete de la noche cuando toque la puerta de su
apartamento, pero Patty no estaba. Sin embargo al día siguiente me encontré con
ella y empezó ese romance con el que había soñado después de la película.
Con
Patricia deambulábamos por las calles del Centro de Lima. Una vez compramos
unos vasos en Marcazzollo en la Av Abanacy y nos fuimos a un parque de Jesús
María a estrellar los cristales contra el muro, sólo por el acto de liberación
que eso nos significaba. Sentíamos tan fuerte la represión de la sociedad sobre
nosotros, en aquellos días adolescentes que buscábamos romperla de cualquier
modo. También nos gustaba frecuentar los acantilados del Parque Salazar al
final de Larco, ahí nos pasábamos las horas contemplando el mar de Lima con sus
chalanitas lejanas. O lateábamos hasta el Olivar de San Isidro –desde la casa
de Patty- para disfrutar de su íntima frescura bajo los frondosos ficus y el
olor de las buganvillas, aislados del mundo real y del tráfago citadino. Nos
encantaba tendernos en la grama besándonos dulcemente hacia el atardecer,
dueños de todo y de nada, con nuestra sana manera de sentirnos apasionadamente
locos de amor, en medio de una ciudad que todavía era desconocida para mí y que
Patty con su delicada apostura me descubría cada día.
5
Pero llegó un
momento en que tuve que partir a Piura de regreso, convocado por mi padre
–después de haberme inscrito para dar el examen de traslado a San Marcos- . Antes de mi vuelta a la soleada tierra natal
hice un viaje hasta Arica, en Chile, cruzando la frontera por el sur del
Perú. Marché con dos amigos de mi
coelgio en Piura, Oswaldo Angulo y Pulga Valdiviezo.
Estando en Arica nos dedicamos a vagar por la ciudad y sobre todo por la playa La Lisera donde conocimos a unas chicas,
quienes nos dijeron para ir por la noche a una espectacular discoteca llamada La nueva generación. La plata se nos
acabó a los tres días, así que tuvimos que volver. Pero nos pasamos una
brevísima temporada excelente con nuestras amigas chilenas. Peluza Thompson era
el nombre de la linda muchacha con quien me tocó explayarme en La Lisera
respirando el aroma salino del mar frente al morro de Arica, después de bailar
en la discoteca Another Day de Paul
Mc Cartrney y Mind Games de John
Lennon que aquel verano hicieron furor.
Cuando volví a
Lima desde Tacna en un Tepsa –viaje alucinante de casi 24 horas- leí en el
periódico acerca de un homenaje que se le tributaría a Emilio Adolfo
Westphalen, quen regresaba al Perú después de muchos años de ausencia. Tomé la
59 B en la esquina de la casa de mi tía Emma
en Villacampa y bajándome en la primera cuadra de Abancay me dirigí al
salón de actos de la Casa de Pilatos, en Ancash donde funcionaba el INC. Comenzaba
a caer la noche veraniega cuando principió la ceremonia. En la mesa se
encontraban Ricardo Silva-Santisteban, Javier Sologuren, Francisco Bendezú,
Carlos Germán Belli y el propio Westphalen. Ni bien se había iniciado el evento
y Francisco Bendezú tomó la palabra. Dijo que todos los que estaban en la mesa
eran poetas como correspondía que fuera, menos una persona –afirmó- “ y entonces pregunto” –clamó levantando la
voz: ¿Qué hace aquí Ricardo Silva-Santisteban que no es poeta?
-No he publicado
todavía ningún libro –replicó el aludido- pero sí soy poeta. Y tan es así que
en 1964 gané el primer premio en el concurso de poesía de San Marcos. Y tú Paco
fuiste miembro del jurado –concluyó
-Como sería de
malo que ni siquiera me acuerdo –retrucó Bendezú
En ese momento
Javier Sologuren cogió el micrófono y expresó lúcidamente que nadie estaba en
ese recinto para escuchar ese tipo de discusiones, sino para rendirle homenaje
al gran poeta Emilio Adolfo Westphalen y que él no se merecía tan bochonorsa
situación. El público respondió con una sonora ovación. Y el acto
continuó. Pero Paco Bendezú volvería a
la carga poco después. Durante sus intervenciones varios de los presentes
habían mencionado a Octavio Paz en referencia al surrealismo en Latinoamérica y
a propósito de Westphalen. De súbito se oyó un golpe de mano sobre el verde
tapete de la mesa y la voz de Bendezú
tronó a los cuatro vientos:
-¿Hasta cuándo
vamos a seguir hablando de Octavio Paz?
Silencio total en
la sala. Entonces Paco observando al público, continuó:
-Veo que aquí hay
muchos poetas. Yo quisiera preguntarles: ¿Quién de ustedes ha aprendido algo de
Octavio Paz?
-!Todos, todos!
–gritó Enrique Verástegui que estaba apostado –junto a Tulio Mora-en el balcón
de afuera del salón de actos. En ese instante vi abandonar el sitio a Marco
Martos haciendo un gesto de desagrado.
Por
fín el evento prosiguió y a la salida me encontré con Mito Tumi. Con él nos
dirigimos hacia la Plaza San Martín. Allí nos pasó la voz brevemente Oscar
Aragón. Y de pronto se nos acerca Jorge
Pimentel que venía por la Colmena Izquierda caminando solo.Buscando un café,
nos metimos a uno en la esquina de Cueva y Carabaya. En realidad era una
cantina bastante desolada. Esa fue la
primera vez que conversé con el co-fundador de Hora Zero (el otro es Juan
Ramírez Ruíz). Aragón ya se había ido, así que Mito, Jorge y yo nos sentamos a
platicar un ratón. Recuerdo que hablamos
de Ave Soul el libro pimenteliano que
acababa de salir. Mito Tumi opinó que era una poesía más cuidada que la de Kenacort y valium 10 –opera prima de
Jorge- a lo que éste replicó: ¿Y qué te parece el poema que he publicado en Posdata? –Ah, eso está mejor –concluyó
Mito refiriéndose a Camino pedregoso
texto que había aparecido en la revista que por esos días dirigía Alfredo
Barnechea. Yo –por mi parte- le pregunté a Pimentel si se iba a reorganizar
Hora Zero (disuleto a la sazón), y Jorge me respondió: “Uff, ése es un trabajo
enorme”. Sin embargo, tres años después –en 1977- él rearmó el Movimiento, esta
vez con el concurso de Tulio Mora (aunque ya no participaría Juan Ramírez Ruíz)
como ya es historia. Volví luego a Piura, como queda dicho, por una breve
temporada, premunido de mi mejor descrubrimeinto de esa época: Contranatura de Rodolfo Hinostroza, la
edición de Barral que me conseguí en la librería de Juan Mejía Baca. [CONTINUARA]
1 comentario:
Saludos a Roger Santibáñez, gran poeta peruano. Me encantó esta memoria.
David Miralles
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