domingo, 23 de septiembre de 2012

HISTORIA PERSONAL DE LA POESIA PERUANA [MEMORIAS] / Roger Santiváñez

VERANO 1974

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Lima. Desciendo de un Aero-Perú en el Jorge Chávez. Son las seis de la tarde de un fresco día de enero. Mi padre me manda a la casa de su hermana Emma en Villacampa, Rímac.  En realidad, dicha jato es propiedad suya pero se la ha entregado a mi tía, quien debió dejar la casa que rentaba en Pueblo Libre, mientras mi padre –simultáneamente- sacaba a sus inquilinos de Villacampa. He viajado a Lima para trasladarme a San Marcos después de un año en la Universidad de Piura. Estando en mi ciudad natal –otoño 1973- fallece el profesor , escritor  y periodista Néstor Martos –amigo de mi padre y maestro mío de historia del Perú en la secundaria-. Con este motivo llega a Piura para los funerales, su hijo  el poeta Marco Martos. Voy a su encuentro, le doy el pésame y él me cita para la tarde del día siguiente. Esa fue mi primera conversación con un poeta.  Nunca dejaré de agradecerle a Marco aquella jornada. Nos pasamos varias horas leyendo un folder que contenía los poemas que yo había escrito hasta la fecha. Fue mi primera gran lección de poesía, tan es así, que los textos que a Marco le gsutaron, fueron los que reuní en una colección denominada Entre el paraíso y el infierno que obtuviera el primer premio de poesía en los IV Juegos Florales de la UDEP en diciembre de 1973.

A los pocos días de mi arribo a Lima, fui a buscar a Marco Martos a la Ciudad Universitaria de San Marcos. Pero no lo encontré. Entonces, deambulando por el pabellón de Letras –guiado sólo por una intuición- me acerqué a un señor de simpática pinta y le pregunté si conocía a Marco. Este señor me atendió muy cordialmente y luego de enterarse de mi nombre, me dijo ‘ah, sí, yo te conozco. Martos me pasó tu poema’, Lo que había sucedido es que en el verano de 1973, tras leer Hipócrita Lector y Estos 13, yo me había atrevido a remitirle –sin conocerlo- un texto a Marco Martos, desde Piura. Y él se lo había pasado a Francisco Carrillo, director de la inolvidable y legendaria Haraui, quien en persona –para mi sorpresa y emoción- era el señor que estaba hablando conmigo en ese instante. ‘Pero, vente conmigo’ me dijo, ‘yo voy a ver a Marco ahorita en Barranco’.Así fue como en su amplio, elegante y cómodo automóvil nos desplazamos por la costa verde –desde San Marcos- hasta el departamento que Paco tenía empezando la quebrada que baja hacia los baños, junto al Puente de los suspiros.

Descendimos luego caminando hasta Barranquito. Allí en la arena estaba Marco Martos. Luego de saludarnos me presentó  a Hildebrando Pérez y a Carlos Garayar, sus compañeros y amigos de Hipócrita Lector. Junto a ellos tomaba el sol Esther Castañeda con su truza amarillo patito. Luego de disfrutar de la playa por un buen rato, enrumbamos hacia Barranco, y en el camino -casualmente-  nos encontramos con un muchacho de largos rizos dorados e inconfundible look hippie que iba abrazado de su musa. Eran José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero. Naturalmente esa tarde recibí mi primera lección –por parte de Marco, Hildebrando y Carlos- acerca de Estación Reunida, el grupo de los poetas niños como ellos llamaban al colectivo de Rosas, Elqui Burgos, Tulio Mora y Oscar Málaga. Otra vez en el departamento del gran Paco Carrillo –jamás escatimaré mi palabra de reconocimiento a su extraordinaria calidad humana e intelectual- vi una enorme pila de libros de poesía peruana contemporánea, disperdigados por toda la sala. Marco me explicó entonces que estaban preparando una antología que se denominaría  33 poetas 33. De Vicente Azar a Enrique Verástegui libro que lamentablemente no llegó a ser publicado.

Marco Martos tuvo la gentileza de invitarme a proseguir la conversación en su casa de La Capullana. Hasta allí llegamos en un Venegas desde la plaza de Barranco. Almorzamos y luego me pasé toda la tarde hablando de poesía con el poeta de Cuaderno de quejas y contentamientos (1969) y de Naranjita (aparecido en Hipócrita Lector 1) respectívamente el libro y el poema de Marco que a mí más me gustaban en aquellos días. En un momento de la tarde mi amigo me permitió entrar a su excelente biblioteca y allí pude disfrutar un rato largo –solo- de los estantes enormes que cubrían toda la pared del recinto.  Al final, me obsequio un libro (Los Comentarios Reales de Antonio Cisneros) y me prestó otros, entre los que recuerdo uno de Atila Joszef, el gran poeta húngaro, que a mí me había llamado la atención al descubrirlo –justamente- en Hipócrita Lector. Hacia el crepúsculo Marco me dio direcciones para salir hasta la Av. Atocongo, donde tomé un microbús hacia Lima, la dorada.

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Un buen día de aquel verano adolescente de 1974 –todavía no había cumplido los 18 años- leí en el periódic o el anuncio de un recital de poesía joven.  Era en Barranco, pasaje Tumay. Me interesé en el tema y tomé un 73-M hasta la entrada de ese distrito y preguntando llegué al número indicado.  En la puerta estaba parado un señor con un cuaderno bajo el brazo. Se trataba de un hombre de un poco más de cuarenta años, mestizo, con una mirada inteligente y bondadosa. Nos dimos cuenta que ambos estábamos allí por el mismo motivo, así que nos presentamos mutuamente. Era Félix Puescas Montero, un personaje inolvidable para todo aquel que tuvo la dicha de conocerlo. De pronto se abrió la puerta y apareció Isaac Rupay, joven poeta del que yo había leído poemas en el tabloide de Hora Zero de marzo de 1973, quien visiblemente demacrado e intrigado nos hizo pasar a la sala. Allí pudimos convencernos que se trataba de una broma de mal gusto. Alguien había puesto ese aviso en el periódic o-anunciando un recital inexistente- por jugarle una mala pasada al buen Isaac.  Contrariado por la situación, Rupay tuvo la caballerosidad de departir un rato con nosotros e invitarnos un refresco para el calor. El conocía a Félix Puescas de la bohemia literaria del centro de Lima, así que aclarado el equívoco, nos despedimos cordialmente. Esa fue la primera y la última vez que vi a Isaac Rupay, miembro de la segunda generación horazeriana de la etapa fundacional, 1970-1973. El joven poeta había nacido con una dolencia congénita en el corazón y falleció en abril de ese mismo 1974. En su memoria debemos recordar que él fundó la revista La tortuga ecuestre  cuyo primer número salió en enero de 1973 –en el cual se presentan, entre otros- buenos poemas del propio Isaac, de Elías Durand –el poeta rock de Hora Zero- y de Juan Carlos Lázaro su emblemátic o franz / historia de un gusano, que era mi favorito de ese ejemplar. Yo supe de la aparición de esta revista desde Piura, y se la encargué a mi padre, quien me la compró en Lima en uno de sus viajes.

Con Félix Puescas decidimos regresar al centro de Lima. Una vez en la intersección de Tacna y Colmena, me propuso caminar hasta el Palermo mítico bar de escritores, intelectuales y artistas del que yo había tenido noticia a través de Estos 13 (1973) la singular antología de la generación de 1970 que JM Oviedo preparó para Ediciones Mosca Azul. El Palermo tenía una notable tradición en las letras peruanas desde la década de 1950. Mientras enrumbábamos por la Colmena –a la altura del Tívoli ,otro famoso bar de artistas- nos encontramos con un muchacho de lentes cuadrados y abundante, lacio pelo negro. Era el joven poeta Armando Arteaga, quien luego de que Félix me lo presentara, desapareció entre el gentío de la avenida, asegurándonos que en un breve rato llegaría al Palermo. Al enterarme de su apelativo recordé que yo había leído un poema suyo que me había gustado bastante en el número 2 de La Tortuga ecuestre, emisión publicada con el espacio donde debe ir el nombre del director en blanco. Luego me enteraría que cerca de Isaac Rupay –en la fundación de la revista- había estado Gustavo Armijos, quien luego de una diferencia entrambos , había continuado con la publicación desde el tercer número y hasta el día de hoy. Por su lado, Isaac Rupay fundó una nueva revista Eros de la cual solo salió un muy buen número hacia fines de 1973. Aquí Rupay contó con la valiosa colaboración de Enrique Verástegui, José Cerna, Vladimir Herrera y  Santiago Lopez Maguiña. Eros ha entrado en la historia de la poesía peruana también porque allí se dieron a conocer los famosos tres poemas que iniciaron la leyenda de la joven poeta suicida de los 70s María Emilia Cornejo.

Entré al Palermo con Puescas y no sé cómo nos hemos sentado en una mesa donde estaban Juan Carlos Lázaro, Fredy Roncalla y Guillermo Falconí. Recuerdo que Lázaro hablaba apasionadamente de sacar una nueva revista de poesía. Todos exteriorizábamos entusiasmo ante la idea. De pronto apareció Armando Arteaga, cumpliendo su promesa. Allí hemos estado como hasta las nueve o diez de la noche, momento en que Félix y los muchachos me han acompañado hasta la esquina de Colmena y Tacna donde abordé el micro que me llevaría hasta mi alojamiento en el Rímac. Meses después –estando en Piura- me enteraría de la salida de aquella revista de la que hablaba Juan Carlos Lázaro, con el cortazariano nombre de Cronopios. Vino con poemas de su editor,  de Guillermo Falconí , Vladimir Herrera y Fredy Roncalla. También poesía visual de Jorge Pimentel, a quien –justo- habíamos divisado desde lejos aquella noche en el Palermo. Pimentel –a la sazón- acababa de regresar de España con su libro Ave Soul bajo el brazo y –diríamos trotaba como un caballo dentro de las inmediaciones del bar,elegantísmo con  terno y chaleco azul.  Por esos días me compré un ejemplar de Ave Soul en el legendario Kiosko de Don Néstor Jáuregui en la esquina de Azángaro y Parque Universitario, en la Colmena. Yo era asiduo de este maravilloso puesto de expendio poético. En una de esas visitas mías aquel  enero conocí allí al joven poeta Bernardo Rafael Alvarez –recien llegado de Pallasca así como yo de Piura- quien poco después publicó su primer libro ‘Aproximaciones & Conversaciones’

 
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A partir de esa noche Armando Arteaga se convirtió en un visitante asíduo de mi habitación en Villacampa. Caía en cualquier momento y siempre era bien recibido. Hablábamos animadamente de poesía y salíamos a caminar por el centro de Lima, una de las pasiones principales de Armando . En una de sus visitas mi nuevo amigo me invitó a ir a una fiesta que habría en la casa de Elsa Sánchez León en Miraflores. Quedamos en encontrarnos frente al Haití. A eso de las seis y media de la tarde del día fijado, vi aparecer a Armando, al lado de Luis La Hoz y su esposa Marilyn Palacio junto a Oscar Aragón, y a Rocío La Hoz – hermana de Lucho- y más atrás a Fernando Ampuero. Cuando llegamos al apartamento de Elsa, allí estaban Fredy Roncalla e Ivonne Río, José Oviedo, Vladimir Herrera y Oscar Málaga. Fue una noche de ron con coca-cola, de ‘Pronto llegará el día de mi suerte’la canción de Héctor Lavoe y Willy Colón que rayaba en todo Lima y por supuesto temas de los Beatles y los Rolling Stones. Recuerdo que en un momento conversé con Herrera, quien al yo decirle que había leído sus poemas publicados en Haraui y en Eros, me respondió: ‘Ah, esa es mi prehistoria’. La gente bailaba y las parejas constituidas se besaban bajo la gran noche veraniega de ventanales abiertos y brisas refrescantes. Era mi primera fiesta de poetas, tras mi llegada a Lima. Gracias Elsa por esa hermosa ocasión. Para mí, Elsa Sánchez León –por su atractiva personalidad, cultura e inteligencia- es la musa de aquel grupo generacional que- como escribió Lucho La Hoz en ‘Auki’-  se inicia con El Oro de Acapulco.

En efecto, tal había sido el nombre de la plaquette con poemas de La Hoz y Oscar Aragón –publicada hacía poco- que Armando me había obsequiado en una de sus primeras visitas a mi casa. El Oro de Acapulco aludía a un verso de Rodolfo Hinostroza en Contranatura, el cual a su vez traduce del inglés ‘golden Acapulco’: un tipo de marihuana de ribetes roji-dorados famosa en México y USA en la época de los hippies. A mí me encantó esa plaquette, Cuadernos de Berlioz, ediciones La Joven Parca. Hasta ahora recuerdo el poema de Lucho: Constanza, cuyo arranque decía: ‘A mi no me jode el viento’ y culminaba rezando: ‘Hapiness is a warm gun, los pájaros y los que me robaron la alegría’ con cita a esa rara y hermosa canción de los Beatles en el disco blanco, que escuchábamos hasta morir en casa de Nicolás Yerovi –sita en Francia, Miraflores- adonde Lucho nos llevaba con frecuencia. También recuerdo su poema ‘Arte Poética’ que mencionaba a Bob Dylan, pero lo más impactante para mí fue el poema ‘Contemplación de una muchacha que monta en bicicleta’ de Oscar Aragón, sin duda una de las muestras más rotundas del talento estríctamente lírico de este poeta amigo mío, con quien me sentaba en La Sevillana, cerca de su casa en Enrique Palacios, con las chatas de ron de aquel tiempo, para ver desaparecer el sol de ese verano sobre los techos de Miraflores.

Comencé a parar con ellos. Con Armando, Lucho y Oscar. Nos encontrábamos en el Wony por las mañanas y empezabamos temprano. O sino de frente en la casa de Lucho en Corpac.  Salíamos a Barranco o a cualquier sitio. El asunto era caminar, explorar la ciudad. Dar vueltas por San Felipe, por ejemplo con una nigeriana que yo había traído de un viaje medio hippie que hice hasta Arica en Chile. Y por las noches siempre al Wony con Armando. Una de esas noches –un domingo exáctamente- conocí allí a Enrique Verástegui, quien estaba acompañado por Enriqueta Beleván. Me sorprendió que Enrique hubiera leído un poema y entrevista míos que hacía poco –en diciembre de 1973-se había publicado en ‘Amigos’ la revista de la Universidad de Piura. Tomamos unos cuantos tés o cafés y nos despedimos. Yo estaba feliz porque admiraba la poesía de Verástegui –como casi todo el mundo en ese momento- dada a conocer en su primer libro ‘En los extramuros del mundo’. Armando –aunque tambien la estimaba mucho- se mostraba más frío, disociador, y le tomaba el pelo a mi exhultación juvenil cuando me acompañaba por la Colmena hasta Tacna para tomar mi carro.

Los fines de semana Armando me iba a ver para quitarnos al cine-arte de San Marcos, cuyas funciones se ofrecían en el sexto piso del Ministerio de Trabajo. Recuerdo que una de las primeras películas que vimos fue ‘América, América’ de Elia Kazan. Impresionante la gesta de la inmigración –en este caso desde Turquía a principios del siglo XX- hacia los Estados Unidos. A Armando le gustaba salir caminando por la Av Salaverry, Wilson y hasta el Wony por la Plaza Francia, mientras discurría sobre el filme que habíamos espectado. El había estudiado cine en la Academia de Robles Godoy, así que era un experto. Puedo decir que entre esas caminatas y las palabras previas a cada funcion de Juan Bullita, se fue formando mi gusto por las películas de cine-club. Allí aprendí mucho sobre la nouvelle vague francesa, el neo-realismo italiano, el free cinema inglés, el cinema novo brasilero, el nuevo cine latinoamericano, la escuela de Nueva York, el cine de los paises socialistas; todo procedente de las neovanguardias de los 50s y  60s, cuando no el cine negro yanqui de los 40s, o las obras maestras de los grandes autores. En una de aquellas salidas del Ministerio de Trabajo Armando me presentó a Santiago Lopez Maguina, un excelente pata , que había publicado poesía en Haraui y La Tortuga Ecuestre, siendo luego de la partida de Eros. Yo conocía su nombre, así que nos relacionamos rápidamente. Con Armando o a veces sólo con Santiago caminábamos por la ruta ya mencionada hasta el centro, mientras mi nuevo amigo teorizaba sobre el pensamiento de los formalistas rusos, el círculo de Praga, los estructuralistas franceses –ya fuera en literatura, antropología o psicoanálisis- . Era una delicia para el intelecto escucharlo a grandes tramos. De rato en rato yo lo interrumpía con un comentario, una pregunta o una duda. Y entonces Santiago proseguía sobre el punto. A veces me decía: ‘Me gusta conversar contigo. Esto me ayuda a precisar y a formalizar mis planteamientos’.Al año siguiente, en 1975, cuando llegué a San Marcos, ya tenía mi pequeña base semiótica para asistir a los cursos de Luis Fernando Vidal, Desiderio Blanco y Raúl Bueno.

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Una tarde que fui solo al cine-club de Salaverry me tocó ver la famosa obra ‘Los paraguas de Cherburgo’ con la insuperable Catherine Denueve. Estando en Piura yo había oído muchas veces a mi padre ponderar esta película. Y también la música de la banda sonora, portadora de un dispositivo lírico y nostálgico devastadores. Salí de la función atribulado, pensando que en mi tremenda soledad yo debía buscar una chica. Que yo también tenía que vivir el amor, un tipo increíble de amor, así como el de la pareja de la pantalla. Entonces recordé a Patricia.

Ella había sido mi enamorada sin que yo lo supiera en el verano piurano de 1969. Sucede que en enero de ese año –por primera vez asistiría junto a los patas de mi barrio, Santa Isabel en Piura- a una fiesta de cumpleaños con chicas. Era el santo de Pulga, chapa de Edgardo Valdiviezo Arrese. Así fue como conocí a Patricia. Ella era una linda niña en el apogeo de la pubertad, con su minifalda amarillo patito y pulquérrima blusa blanca.El asunto es que otro pata de la collera de Santa Isabel –Pachy De Armero- se templó de ella –ignorando que yo también pasaba por la misma circunstancia- y formalmente se hicieron enamorados, aunque Patty muy sutilmente me demostraba su verdadero amor por mí. Poco después –a fines del verano- ella se trasladó a Lima con toda su familia y nunca más volví a tener noticias suyas. Es decir, sí tuve: me llegó una carta de amor a poco de su partida, pero Pachy recogió la misiva del correo del barrio –pendejamente porque era amigo del empleado de aquella oficina- y me la mostró celoso e intrigado. A mí me dio rabia que hubiera interceptado mi carta. En un arranque la hice pedazos y lo dejé parado en la esquina donde nos reuníamos. Perdí el contacto con Patricia.

Varios  años después, en el verano de 1972, no se qué extraña nostalgia tuve de mi recordada amiga de la pubertad y conseguí su dirección en Lima. Le escribí y ella me contesót: “Veo que mis cartas son respondidas alguna vez, en algún año”. Cruzamos un par de epistolares  mensajes aquella vez y nuevamente perdimos el contacto. Hasta aquella tarde cuando salí del cine-arte de San Marcos en 1974 e impactado por “Los paraguas de Cherburgo’ decidí ir en su busca a Barboncito, un agrupamiento residencial cerca de la Av. Arequipa en Miraflores sobre la Av. Aramburú. Tenía en la memoria la numeración exacta, de modo que pude llegar a mi destino. Serían las siete de la noche cuando toque la puerta de su apartamento, pero Patty no estaba. Sin embargo al día siguiente me encontré con ella y empezó ese romance con el que había soñado después de la película.
Con Patricia deambulábamos por las calles del Centro de Lima. Una vez compramos unos vasos en Marcazzollo en la Av Abanacy y nos fuimos a un parque de Jesús María a estrellar los cristales contra el muro, sólo por el acto de liberación que eso nos significaba. Sentíamos tan fuerte la represión de la sociedad sobre nosotros, en aquellos días adolescentes que buscábamos romperla de cualquier modo. También nos gustaba frecuentar los acantilados del Parque Salazar al final de Larco, ahí nos pasábamos las horas contemplando el mar de Lima con sus chalanitas lejanas. O lateábamos hasta el Olivar de San Isidro –desde la casa de Patty- para disfrutar de su íntima frescura bajo los frondosos ficus y el olor de las buganvillas, aislados del mundo real y del tráfago citadino. Nos encantaba tendernos en la grama besándonos dulcemente hacia el atardecer, dueños de todo y de nada, con nuestra sana manera de sentirnos apasionadamente locos de amor, en medio de una ciudad que todavía era desconocida para mí y que Patty con su delicada apostura me descubría cada día.


5

Pero llegó un momento en que tuve que partir a Piura de regreso, convocado por mi padre –después de haberme inscrito para dar el examen de traslado a San Marcos- .  Antes de mi vuelta a la soleada tierra natal hice un viaje hasta Arica, en Chile, cruzando la frontera por el sur del Perú.  Marché con dos amigos de mi coelgio en Piura, Oswaldo Angulo y Pulga Valdiviezo. Estando en Arica nos dedicamos a vagar por la ciudad y sobre todo por la playa La Lisera donde conocimos a unas chicas, quienes nos dijeron para ir por la noche a una espectacular discoteca llamada La nueva generación. La plata se nos acabó a los tres días, así que tuvimos que volver. Pero nos pasamos una brevísima temporada excelente con nuestras amigas chilenas. Peluza Thompson era el nombre de la linda muchacha con quien me tocó explayarme en La Lisera respirando el aroma salino del mar frente al morro de Arica, después de bailar en la discoteca Another Day de Paul Mc Cartrney y Mind Games de John Lennon que aquel verano hicieron furor.

Cuando volví a Lima desde Tacna en un Tepsa –viaje alucinante de casi 24 horas- leí en el periódico acerca de un homenaje que se le tributaría a Emilio Adolfo Westphalen, quen regresaba al Perú después de muchos años de ausencia. Tomé la 59 B en la esquina de la casa de mi tía Emma  en Villacampa y bajándome en la primera cuadra de Abancay me dirigí al salón de actos de la Casa de Pilatos, en Ancash donde funcionaba el INC. Comenzaba a caer la noche veraniega cuando principió la ceremonia. En la mesa se encontraban Ricardo Silva-Santisteban, Javier Sologuren, Francisco Bendezú, Carlos Germán Belli y el propio Westphalen. Ni bien se había iniciado el evento y Francisco Bendezú tomó la palabra. Dijo que todos los que estaban en la mesa eran poetas como correspondía que fuera, menos una persona –afirmó-  “ y entonces pregunto” –clamó levantando la voz: ¿Qué hace aquí Ricardo Silva-Santisteban que no es poeta?

-No he publicado todavía ningún libro –replicó el aludido- pero sí soy poeta. Y tan es así que en 1964 gané el primer premio en el concurso de poesía de San Marcos. Y tú Paco fuiste miembro del jurado –concluyó

-Como sería de malo que ni siquiera me acuerdo –retrucó Bendezú

En ese momento Javier Sologuren cogió el micrófono y expresó lúcidamente que nadie estaba en ese recinto para escuchar ese tipo de discusiones, sino para rendirle homenaje al gran poeta Emilio Adolfo Westphalen y que él no se merecía tan bochonorsa situación. El público respondió con una sonora ovación. Y el acto continuó.  Pero Paco Bendezú volvería a la carga poco después. Durante sus intervenciones varios de los presentes habían mencionado a Octavio Paz en referencia al surrealismo en Latinoamérica y a propósito de Westphalen. De súbito se oyó un golpe de mano sobre el verde tapete  de la mesa y la voz de Bendezú tronó a los cuatro vientos:

-¿Hasta cuándo vamos a seguir hablando de Octavio Paz?

Silencio total en la sala. Entonces Paco observando al público, continuó:

-Veo que aquí hay muchos poetas. Yo quisiera preguntarles: ¿Quién de ustedes ha aprendido algo de Octavio Paz?

-!Todos, todos! –gritó Enrique Verástegui que estaba apostado –junto a Tulio Mora-en el balcón de afuera del salón de actos. En ese instante vi abandonar el sitio a Marco Martos haciendo un gesto de desagrado.
Por fín el evento prosiguió y a la salida me encontré con Mito Tumi. Con él nos dirigimos hacia la Plaza San Martín. Allí nos pasó la voz brevemente Oscar Aragón.  Y de pronto se nos acerca Jorge Pimentel que venía por la Colmena Izquierda caminando solo.Buscando un café, nos metimos a uno en la esquina de Cueva y Carabaya. En realidad era una cantina bastante desolada.  Esa fue la primera vez que conversé con el co-fundador de Hora Zero (el otro es Juan Ramírez Ruíz). Aragón ya se había ido, así que Mito, Jorge y yo nos sentamos a platicar un ratón.  Recuerdo que hablamos de Ave Soul el libro pimenteliano que acababa de salir. Mito Tumi opinó que era una poesía más cuidada que la de Kenacort y valium 10 –opera prima de Jorge- a lo que éste replicó: ¿Y qué te parece el poema que he publicado en Posdata? –Ah, eso está mejor –concluyó Mito refiriéndose a Camino pedregoso texto que había aparecido en la revista que por esos días dirigía Alfredo Barnechea. Yo –por mi parte- le pregunté a Pimentel si se iba a reorganizar Hora Zero (disuleto a la sazón), y Jorge me respondió: “Uff, ése es un trabajo enorme”. Sin embargo, tres años después –en 1977- él rearmó el Movimiento, esta vez con el concurso de Tulio Mora (aunque ya no participaría Juan Ramírez Ruíz) como ya es historia. Volví luego a Piura, como queda dicho, por una breve temporada, premunido de mi mejor descrubrimeinto de esa época: Contranatura de Rodolfo Hinostroza, la edición de Barral que me conseguí en la librería de Juan Mejía Baca.  [CONTINUARA]

1 comentario:

Unknown dijo...

Saludos a Roger Santibáñez, gran poeta peruano. Me encantó esta memoria.

David Miralles

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