lunes, 9 de junio de 2008

EL QUECHUA Y LA CONCIENCIA DE LA BELLEZA POR ENRIQUE VERÁSTEGUI

Como adelanto del número 3 de la revista virtual Sol negro que estará disponible por estos días, publicamos un ensayo inédito del poeta peruano Enrique Verástegui, el cual aborda el libro Poesía aborigen y tradicional popular compilado por Alejandro Romualdo en 1984 para Ediciones Edubanco:

Compilar los productos del trabajo poético –me refiero más bien a la poesía nativista o como se la conoce más, quechua– es una tarea tan impostergable como definir el carácter de nuestra poesía popular: una poesía no cultista, pero caracterizada sobre todo por formas populares a las que la tradición va universalizando a la vez que sus temas –tan amplios como el sentimiento humano– se nos presentan como recurrentes (amor, naturaleza, tristeza, alegría, muerte), porque la poesía popular se constituye también como una función chamánica. Esas plegarias populares tienen muchas veces por finalidad no exclusivamente el placer, sino también liberar a los enfermos del mal, por ejemplo. El voluminoso volumen de Alejandro Romualdo: Poesía aborigen y tradicional popular (Lima: Ediciones Edubanco, 1984), es un esfuerzo dirigido, en tal sentido, a rescatar de su dispersión en diversos legajos históricos tanto la poesía quechua incaica como la poesía quechua republicana y la poesía popular de nuestras diversas regiones naturales. Desde el texto de Adolfo Vienrich: Azucenas quechuas (Lima, 1959), pasando por la de Arguedas: Canciones y cuentos del pueblo quechua (Lima, 1949) hasta el tomo de la Antología general de la poesía peruana (Lima, 1957), del propio Alejandro Romualdo y Sebastián Salazar Bondy, no habíamos tenido un esfuerzo tan grande y fructífero, como el de ahora, por reunir en un solo volumen si no la totalidad al menos lo más representativo de nuestra poesía popular.

Resulta ciertamente sorprendente y agradable, para los lectores, para aquellos que amamos la poesía quechua como las retamas que brotan en las riberas de los ríos serranos, el trabajo que logra Romualdo con la edición del presente volumen que él por razones no perfectamente claras ha compilado en doce secciones: poesía quechua incaica, poesía quechua colonial, poesía quechua republicana colonial, poetas quechuas contemporáneos (Inocencio Mamani, Kilku Warak'a, Eustaquio Awranka, José Maria Arguedas, Porfirio Meneses, Lily Flores, Kusi Paukar, Chantay Achalmi, Isidro Condori, Eduardo Ninamango son poetas con obras valiosas a los que el compilador debió prestarle no sólo una mayor atención antológica, sino también, y fundamentalmente, la compresión teórica y una exacta definición de poesía popular quechua que Romualdo no resuelve en su prólogo), poesía aymará, poesía aymará contemporánea (José Luis Ayala, cuyo caso es tan complejo, por ejemplo, como el de cualquier poeta peruano que escribiera en lengua castellana usando para ello las formas vanguardistas), poesía costeña, poetas populares contemporáneos (Nicomedes Santa Cruz, tan complejo como Ayala, pero en un sentido revertido, pues Santa Cruz utiliza las décimas del neoclasicismo español para expresar sus sentimientos y temas populares), poesía amazónica (aguaruna, shipibo, cashibo, campa, ese eja). Tienes pues sus defectos esta antología como no los tiene la propia poesía quechua que se compila sin que el antólogo pueda plantearse claramente una definición de poesía popular quechua. Sin embargo, seamos comprensivos con el antólogo –no domina semiología ni ninguna teoría moderna que pudiera significar el comprender el movimiento interno de un poema que no necesariamente deja de ser una flor para nuestros ojos maravillados– pues dada la maginitud de la antología de Romualdo: 554 páginas de versos apretados, en las que aparecen poemas de indudable valor estético y de gran representatividad por su evidente apertura a la gnoseología misma del ser andino de nuestra patria, sólo podremos referirnos a ella en forma aproximativa debido al poco espacio que tenemos para escribir (o reflexionar, que en el terreno de la escritura es lo mismo). El poema a Wiracocha, el más antiguo poema que se conserva del pueblo incaico, nos gusta tanto como los poemas de amor en quechua que se producen ahora mismo en las comunidades indígenas. El poema a Wiracocha es un emblema, lo mismo que un símbolo, y por cierto que también un conjunto de signos que nos fascinan porque en ese poema, el poema a Wiracocha, encontramos el poder divino del pueblo quechua sobre el universo. Siendo es el Himno a Wiracocha uno de los patrimonios literarios más bellos que conservamos del imperio incaico, al que no sólo debemos considerar como un gran poema, sino que debemos concebir que en él se resume, sobre todo, una cosmogonía tan compleja como el Yin / Yang, por ejemplo, y una teoría de la vida que será como la ética de la vida, así como el conocimiento del hombre andino. De este modo ese poema refleja por sí solo no sólo un tipo de conocimiento, sino también, un tipo de conocimiento al que habíamos llegado en el imperio incaico: su forma –me refiero a la exclusiva tensión de su palabra, a su desnudez retórica, a la perfecta organicidad de su pensamiento en el curso de todo el poema– implica el paso de lo puramente anecdótico al pensamiento abstracto, Wiracocha no es ya, como en periodos precedentes, la metáfora de una expresión animista, sino, sobre todo, la imagen gnoseológica de un mundo en que todo se presenta –a veces con oposiciones que se disuelven en nuevas contradicciones: el Yin / Yang a que nos referíamos– como un todo armónico y organizado: “El sol y la luna, / el día y la noche / la primavera y el invierno, / no en vano ordenaste”. Se trata entonces de plantearse una visión estética del universo. Estética que fundamente, por otra parte, el conocimiento reflexivo del ser sobre la tierra y su relación con los elementos de la naturaleza: hombre y mujer a la vez, Wiracocha es el señor del manantial sagrado, pero lo es porque es un hinantinmá chikachak kamaq (esto es: “es pues el gran creador de todo”). Su definición de cielo y del propio poder del dios Wiracocha sobre el universo es bellísima:

Lago de arriba extendiéndose,
lago de abajo asentándose,
¡he aquí
creador del mundo engendrador de la gente,
las cosas que te hacen gran señor!
.
Dominar el quechua para conocer sus matices que nos permitan admirar su bella poesía es el deber de todo escritor, ahora que ame las retamas de los ríos serranos. La metáfora del cielo pronunciada por los guerreros incaicos es bellísima: Hanancocha mantarayaq (“lago de arriba extendiéndose”), pero este “lago de arriba” (este cielo) no puede hacerlo sin establecer una relación dialéctica con la tierra: “lago de abajo asentándose” (hurincocha tiyan) –bella metáfora para designar precisamente a la tierra, y potestad de los sacerdotes y haravicus (poetas). Por eso cuando el anónimo autor del Himno a Wiracocha dice: “grande como los cielos, / amo de la tierra / gran Causa Primera”, está implorando no sólo el ser de Wiracocha, cuya imagen es el pensamiento germinativo del hombre, sino también al ser del propio hombre –me refiero a su equilibrio biomagnético: a su relación mete/corazón– que sólo puede encontrarse en los elementos que conforman su hábitat y sus relaciones culturales. Ello porque la realidad (sobre todo, el universo) se le aparece al poeta quechua como la reflexión de que lo eterno, que está regido por el cielo, es lo único verdadero en un mundo, donde lo fugaz sólo puede ser aprehendido a través del lenguaje (sentimiento, pensamiento) que lo nombra, y precisamente por eso es que se expresa no en otra forma que en el de la propia poesía (cuya variedad formal era tan riquísima como las propias denominaciones para las diferentes fiestas en que eran empleadas: Taki, haylle, harawi, que implican a su vez contenidos diversos para cada forma).

Una concepción estética del mundo implicaba para los poetas quechuas: los haravicus, el conocimiento de que lo real era tan sólo verdadero en la medida en que el lenguaje literario empleado en los ritos ceremoniales sustentaban la existencia de un principio eterno, que era el motor de todas las cosas. Sus formas, de hecho complejas, como es perceptible en Ollanta, se pueden encontrar también en muchos textos de la poesía quechua republicana, como por ejemplo, los haylle, que son poemas en los que predomina el diálogo coral entre miembros –pastores, agricultores, muchachas casamenteras– de una misma comunidad trabajadora encontrados para celebrar, a través de los coros y danzas, el trabajo de la siembra y cosecha del maíz de los campos.

El volumen de Romualdo rescata, sobre todo, las formas intimistas de la poesía lírica quechua, bastante frescas y llenas de contenido sarcástico ante la realidad que nos toca vivir: “Viva la manzana, / su llanto es dulce. / Con razón este mundo / es tan amargo”, porque la conciencia que del mundo tiene el poeta, un mundo lleno de penas y aflicciones, sólo puede permitirse expresar una verdad más radical: la verdad de su sentimiento entristecido y su corazón amante. Por eso, y esto nos parece un radical auto-conocimiento de su propia identidad, la poesía quechua prefiere colocar en el centro de su vida oprimida al amor: “Bella flor, / largos cabellos, / pura muchacha de ojos sombreados por pestañas, / flor de nieve siempre tierna, / dientes brillantes, boca bermeja”, antes que diluirse en la noche y la nada, aunque conservando el bello acento de un panteísmo secular que le permita dialogar incluso con las plantas de su entorno. Esas plantas a veces ayudan a disipar las penas del mundo, pero el licor de otras puede no permitir que el amante vuelva a encontrarse con su amada. Desde luego las propias poetisas quechuas poseen la conciencia del poder de una imagen de la violeta que florece, como sus ojos negros, y que ello –ese poder de la belleza de una flor– le permite conquistar todos los corazones: el deseo a vivir su propia felicidad explica la necesidad de la metáfora del amor como respuesta (pero también como finalidad) a una realidad que se les vuelve insufrible. Por contraposición, el dolor será un elemento constante en toda su poesía que clama por la pérdida de un ser querido: la dulce paloma posee ahora un vuelo inseguro y preocupada se levanta, vagabundea, regresa escudriñando campos y arbustos, flores y follaje en que se ha convertido el amado perdido. Si no la amada, el amante llora a la dulce flor de la que habrá de alejarse con el corazón compungido: ese separación despierta el motivo de una rebeldía ante el destino porque resulta preferible, parece decir el poeta quechua, yacer muerto a los pies de la amada antes que probar el amargo veneno de su infeliz separación. La muchacha, amorosa de todos modos, porque esa conciencia de su belleza es el poder que le permite el esplendor de su identidad en un mundo que no la posee, se encuentra en el centro de una rosa en botón, pero el pastor deberá enfrentarse a otro problema, el problema de que sin hábitat saludable no hay amor: cambiar su cueva de piedras menudas por su casa con techo de calaminas. Ese problema implica resistir lo que no forma parte del elemento andino: la industria, ese producto de occidente que revoluciona todo lo que toca, porque así como los peces del río no malician que en latas de portola y sardinas pueden estar encerrados también, él no deja de preocuparse por no estar encerrado en los brazos de su amada. Tratará de llegar, entonces, hasta ella, en un “avión de libélula” –una de las más bellas imágenes compiladas ahora por la antología de Romualdo– pero ella habrá huido porque ya no lo reconoce.

Naturalmente el mundo andino no cambia porque estas cosas ni muchas otras sucedan –“la felicidad es muy fugaz”– pero su poesía no perderá nunca la perfección de un equilibrio entre mundo interior y paisaje exterior: “Las gotas de agua / que en las flores amanecen / son lágrimas de la luna / que de noche llora”. En ello reside, para nosotros que gustamos la poesía lo mismo que las relaciones internas de un poema, el encanto de esta poesía cuya función radica tal vez en dotar al mundo de una filosofía reflexiva y angustiada de la vida, un pensamiento que haga del hombre andino, así como de los hombres de otras regiones del país, un ser sensible a la propia herencia de su cultura porque ello –belleza como identidad en las poetas– es la condición de toda rebelión triunfante contra la opresión.

Eso es poesía popular quechua.

* Imágenes tomadas del blog de Víctor Mazzi Huaycucho

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimadas y estimados amigos: los invitamos a visitar el [naciente] blog de la Fonda Alcohol & Humo, en http://alcoholyhumo.blogspot.com
Muchas gracias, fabián
["Sol negro" es un nombre bien bonito]

Anónimo dijo...

Oe, a la lista de poetas quechuas Verástegui debería incluir el nombre de Leo Zelada, que acabo de editar una antología de poesía quechua.

de nada...

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