miércoles, 3 de noviembre de 2010

Las claves secretas de José Antonio Arcocha, por Vicente Jiménez (*)

Uno de los poetas cubanos contemporáneos de más auténtica expresión y genuina visión del mundo surrealistas, fue, y todavía es, sin duda, José Antonio Arcocha 1938-1999). Nacido en Jagüey Grande marchó a La Habana muy joven. Allí conocería a José A. Baragaño y a Fernando Palenzuela—quizá hasta hoy los máximos exponentes de la poesía surrealista en Cuba—quienes habrían de influir decisivamente en su formación como escritor y poeta. Precoz en sus inquietudes intelectuales e investigaciones de la mejor literatura no sólo en nuestra lengua sino también en inglés, francés y alemán, Arcocha, insaciable lector, pronto se hizo de una amplia cultura y un vasto conocimiento de las literaturas norteamericana, europeas y latinoamericanas. Nunca, sin embargo, se asoció con grupos ni movimientos literarios, aunque siempre siguió de cerca y se mantuvo al día de las actividades culturales en la isla y, después, en el exilio. En La Habana, a más de Baragaño y Palenzuela, conoció a Raimundo Fernández Bonilla y a Carlos M. Luis, entre otros, y a Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Oscar Hurtado, Gastón Baquero y José Lezama Lima, aunque a estos ú ltimos les conoció más bien superficialmente (años más tarde, la relación con Cabrera Infante y Baquero habría de desarrollarse algo más en el exilio). Admiró siempre a Lezama Lima pero su visión de la literatura y apreciación de la gran poesía no siempre convergían con las de aquél. Partió de Cuba hacia Europa en 1961. Luego de frustrados intentos de radicarse en España, Alemania, Luxemburgo y Bélgica, logró establecerse por relativamente largos períodos de precaria existencia en New York, Puerto Rico, New Jersey y, finalmente, Miami. A más de escribir numerosos artículos para revistas literarias y periódicos (Vanguardia, Mundo Nuevo, Aportes, Diario de Las Américas, entre otros), en 1971 Arcocha colaboró con Fernando Palenzuela en la fundación y co-dirección de Alacrán Azul, revista de arte y literatura con sede en Miami, cuyos dos únicos números destacaron y son recordados todavía por su rara calidad y sorpresiva aparición en el páramo editorial y cultural que era Miami entonces. Entre 1969 y 1971 lanzó tres volúmenes de poesía: El reino impenetrable (Las Américas, New York), Los límites del silencio (Playor, Madrid), y La destrucción de mi doble (Playor, Madrid). El esplendor de la entrada (Playor, Madrid), una colección de cuentos breves que apareciera en 1975 recogía relatos que habían sido escritos muchos años antes. (Con la publicación de La destrucción de mi doble, Arcocha anunció que no planeaba escribir otros libros, y así lo cumplió.) Valga observar que en los últimos años de su vida Arcocha contaba a sus amigos cómo se entretenía escribiendo narraciones en que el erotismo y la alta pornografía se confundían (amó a las mujeres inmensas, “ a las mujeres de senos de montaña sobre las tinieblas lunares”). Inéditos quedaron también unos cuadernos que contenían los “Diarios de la locura”, escritos originalmente en inglés, que compuso en Puerto Rico al terminar una relación tempestuosa con una mujer a la que amó con pasión extrema. Padecía del corazón y la muerte súbita le sorprendió, solo, en una oscura y austera habitación que ocupaba cerca del restaurant “El Exquisito”, en la calle 8, donde hacía sus comidas con la regularidad que le permitían sus escasos medios. Alguna vez le oí decir que sus años más felices habían sido los que había vivido en New Jersey con su madre—quien, ya anciana, había por fin logrado salir de Cuba--, cuyas cenizas cargaba con él al final en la soledad y el horror del exilio miamense.

Quienes le conocieron en vida—en particular, sus amigos de siempre: Fernando Palenzuela, Orlando Jiménez Leal (a quien dedicara Los límites del silencio: “Para Orlando Jiménez Leal, porque pocas amistades reales le son deparadas al hombre”), Jesse Fernández, Pedro Yanes, Carlos M. Luis, Ben Ami Fihman, Bernardo Viera—le recordarían como Pepe el Gordo, el Viejo Pepe, Arcocha el Bueno (era primo de Juan Arcocha de quien, sin embargo, le distanciaban marcadas diferencias de carácter y temperamento), como alguien para quien la mera existencia siempre resultó un enigma indescifrable, a quien perseguían fantasmas y monstruos de su propia creación (siempre temió a la locura, como la que sufriera su padre). Pero también le recordarían—le recuerdan—como un gran conversador, poseedor de un peculiar sentido del humor, de sólida formación intelectual y memoria extraordinaria, y quien contaba entre los mayores goces de la vida la buena mesa y la lectura incesante de los mejores libros, revistas y periódicos. Salía poco y en La Habana, así como años más tarde en New York, vivió en pobres habitaciones de modestos hoteles entre libros y colecciones de revistas. En todas partes, hasta en sus últimos días en Miami, sus salidas más frecuentes consistían en visitas a las bibliotecas públicas de donde salía cargado de libros que consumía rápidamente. Dependía también de la ración de libros raros que sus amigos le servían asiduamente, y a quienes él acudía con insistencia proporcionándoles títulos que ellos debían buscar en sus viajes por el mundo, lo que le llenaba de gozo tanto en anticipación como, por supuesto, al recibir los encargos. Leía a Heidegger y Wittgenstein, a Canetti y Harold Bloom, a Borges y Wallace Stevens, a Gombrowicz y Thomas Pynchon, a los surrealistas, y se complacía en “descubrir” nuevos u oscuros talentos por las varias literaturas del mundo. Solía evitar los sitios muy concurridos, y recordaba con agrado las pocas oportunidades en que algún amigo le había facilitado (él no sabía conducir un auto) un viaje a algún museo en medio de la semana (cuando menor era el riesgo de encontrarse el lugar muy aglomerado), como los que hiciera al museo de Philadelphia, donde pasó horas casi en absoluta soledad con Duchamp , y al de St. Petersburg, Florida, donde comulgara en silencio con Dalí. Los empleos que más disfrutó (no se creía capaz de desenvolverse en posiciones de responsabilidad o en carrera profesional alguna, excepto la de escritor y traductor) fueron los de dependiente de librerías (Doubleday, Las Americas, Rizzoli, en New York, y Technical Books, en Santurce, Puerto Rico) y guardia del turno de la noche en edificios de apartamentos, donde pasaba las horas enfrascado en la lectura solitaria y en silencio. En algún momento—creo que esto ocurrió en Puerto Rico—se había desempeñado como encargado de un bar-restaurant y allí, una noche, le encontraría Reinaldo Arenas. Luego, éste contaba a sus amigos cómo había disfrutado aquella velada de rica conversación sobre el surrealismo, Rimbaud, Lautreamont, Sartre, Camus, sólo interrumpida por las ocasionales intervenciones de Pepe, bate en mano, para echar del establecimiento a un parroquiano belicoso; acto seguido, Pepe tranquilamente volvía donde Arenas y retomaba el hilo de la conversación exactamente en el punto donde quedara truncada.

Sagaz manipulador de la forma poética, explorador subterráneo de los orígenes, apasionado exorcista en perenne batalla con los fantasmas que le acosaban incesantemente, Arcocha, en mi opinión, se sitúa desde temprano en el centro mismo de la gran vertiente surrealista que surte la poesía contemporánea y que se inicia en los círculos surrealistas de París por los años veinte. En su aproximación inicial a la poesía, para Arcocha el poema no era más que la concatenación acertada de palabras y expresiones cargadas de fuerte contenido poético, ya imaginadas espontáneamente—escogidas al azar, en la mejor tradición surrealista—, ya elucidadas minuciosamente, a fines de lograr el efecto último del verso felizmente realizado. Arcocha se propuso originalmente descifrar si hay, en verdad, una poética surrealista—si el quehacer poético puede, a través del uso de la imagen insólita, de la palabra cifrada, resultar en la confección del poema, sin que apenas intervengan otros elementos tales como la experiencia vital del poeta. De hecho, Arcocha plantea un reto a Breton, Péret y, muy directamente, a Baragaño, y en un desesperado acto parricida sobrepone lo meramente formal a lo que aquellos exigían del artista o poeta surrealista, esto es, la vivencia radical, la inmersión total en lo maravilloso. Deliberadamente, en El reino impenetrable así como en los primeros poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “ritos”), Arcocha—aun cuando tiene momentos de genuina introspección en los que brevemente desciende a las zonas más recónditas y temidas del ser—se complace en los ricos y cambiantes contornos de la forma, y se detiene en los límites mismos del silencio, sin interés alguno en penetrar el recinto en que reinan las fuerzas destructoras de la poesía, como hechizado ante "el esplendor de la entrada". En los últimos poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “realidades”) y en La destrucción de mi doble—título revelador—el poeta, sin embargo, ya ha trascendido esas preocupaciones meramente formales que por tanto tiempo le enfrascaran en la más o menos feliz construcción del poema y se entrega de una vez a las fuerzas subterráneas y poderosas de una poesía de belleza convulsa, tan descarnada como destructora. Alberto Baeza Flores (El Tiempo, New York, 8 de marzo de 1970) parece encontrar en los poemas de El reino impenetrable la voz auténtica del poeta: “ Arcocha no se queda en el surrealismo, sino que lo transita como una experiencia. El reino de Arcocha está hecho, además, de otras asimilaciones y es muy personal... El poeta nos entrega una magia que parte siempre de lo concreto, de lo visto, de lo oído, de lo sentido, en el reino inmediato de la vida cotidiana. Basta sólo un toque, un enfoque, un relámpago de imaginación para que todo nos parezca casi irreal, como esa mujer que se pierde entre la multitud “para siempre”, en una ciudad “de flores artificiales y de algas antiguas” que puede ser la ciudad de Nueva York, o puede ser cualquiera de las ciudades pictóricas de Bosch, el Bosco”. También Fernando Palenzuela, con motivo de la publicación de El reino impenetrable, observó alguna vez que leer a Arcocha "es asomarse... a lo maravilloso de un universo cargado de intenciones mágicas, renovadoras... Cada poema parece haber sido hecho, con alucinación calculada, en el crisol hermético de los alquimistas". Y agregó: "Arcocha parece haber tenido la suerte de encontrar la piedra filosofal de la más genuina poesía". Palenzuela señaló además un como “delirio triple que obsede al poeta, estallando ante nuestros ojos con el resplandor de una galaxia de luz negra: la soledad, el silencio y el amor”:

El castillo deshabitado donde noche a noche me oculto

La noche ha triunfado en su conspiración de extinguirme

.............
De sangre coagulada y de terror en ascenso
Puñales lujuriosos en la inocencia del alba
Las flores de tu mirada sobreviven el reto

...................................................................
Un poema se estrella contra el mármol de tu silencio
..............................
......................................................
La soledad me acoge su insistente llamado es mi destino

Por último, Palenzuela identificó en los primeros poemas de Arcocha “una especie de ritual de alta mágica poética que eleva a categoría mítica la trastornadora presencia de la mujer... El erotismo mágico de las imágenes que la describen confiere al libro cierto carácter de iniciación trágica, de rito antiguo, que se repite, voluptuoso, como una sola imagen dictada por el deseo”:


Contra tus ojos de arcoiris después del diluvio
Contra tus ojos de flor arrojada al desgaire
Contra tus ojos de mar que la luna acrecienta
He contemplado de nuevo lo ineficaz de mi magia

................................................................................
Contemplo tu cuerpo devenir una amatista sagrada
En esta gruta para siempre invisible


Pero es en los últimos poemas de Arcocha, en particular ciertos poemas en los que la escritura es más descarnada y aun directa, que el poeta se revela enfrentado al fin con temas muy personales, casi íntimos, como éste:


Mi padre
Muerto en 1966 sin sospechar jamás que existió Fidel Castro
En un sillón sin reposo en la frescura del patio
Con sus botones de oro
Con sus trajes de dril
Viajando de Jagüey a Jovellanos por una riña de gallos
Que me trajo siempre dulces gane o pierda
Llevado en máquinas de alquiler al electro-shock matutino
Y es la niebla que el avión no disipa
Siempre creí que se hacía
Vigilándolo bien sorprendería su guiño
Qué tal viejo ya soy bachiller
Cheo Cheo te acuerdas de Juan
Para colmo ahora me han robado tu foto
En mi sueño ayudé a ponerte la guayabera
Te daba instrucciones para llegar a la quinta
Eso es todo lo que vas a hacer por mí
Desperté en lágrimas porque estabas muerto
Lo supe tres días antes de recibir el cable
Saliendo de Matanzas
Junto a la bahía que no verán nunca más mis ojos
Leí que estabas loco
Y loco te has muerto
Y loco te enterraron
Sabe Dios dónde.

o este otro, que titulara—contra su costumbre—“Balada del Viejo Pepe”:

El que opuso su dedo central a los ojos de la locura
Que abrazó la locura como a una compañera de infancia
El que supo de las fronteras y los terrores de Europa
El viejo Pepe
Cuyas mujeres fueron palabras en espiral pornográfica
Que vio pasar los años sin saber lo que era una casa
Que fue al trabajo con la nieve en el cuello
El que intentó escapar a la Historia
El viejo Pepe
Que no vio nada en la vida y ya contempla la muerte
El que la poesía mordió con su veneno y su ritmo
Que no tuvo nada sino la poesía y quizá los amigos
Al que le destrozaron su patria
El que tuvo el dedo de los dioses sobre la frente
El que está solo y solo como el minotauro y los unicornios
El que ve la caída el que ve los silencios
Que se embriagó en las palabras que se sumergió en las palabras
Y al final no tuvo sino las palabras
El que se acostó con adjetivos el que acarició los adverbios
El viejo Pepe el viejo Pepe
El que entró en los recintos sagrados portando su máscara
El que mintió a diestra y siniestra sobre todo a siniestra
Para quien las mentiras fueron amuletos contra los manicomios
Contra el incesante cerco de los manicomios
Y sus aliados la nieve y la lluvia
Y la risa que me golpea con el poder de tus senos
El viejo Pepe
Que sintió la nostalgia como un navajazo
Que perdió su juventud en las nieves del Norte
Que obligaron a pensar en prisiones y en torturados
Que olvidó las rimas y los ditirambos
Que planeó la balada del viejo Pepe
Y que ya se arrepiente.

(De Los límites del silencio)

Ya aquí encontramos al poeta auténtico, enfrentado a los monstruos que le acecharan, en pugna con el horror que le acompañara siempre en la soledad de sus días más difíciles:


Los Jardines de la Reina navegan a la deriva
Con un verdugo por rehén en sus barcos de niebla
Hacia un laberinto de serpientes y de panales
Los castillos imantados por la magia de las pirámides
Incineran la ruta de los corsarios
El cisma de las axilas en el fondo de los mares
Entona un himno de azogue para la espiral moribunda
Los mitos de la vigilia en las grietas del mercurio
La repetición de las olas y el tesoro que guardan
Envían una flecha disfrazada de túnel
Hacia los collares de arena movediza
Hacia las raíces del dominó
Mi estela de ecos en el filo de una sortija
Custodia los mensajes de mi caravana de arpas
Porque tengo sed de sombra y protejo mi aniversario
Mientras los ciegos parten a la caza de faisanes
Que mis nombres sean el verano y las lanzas
Espío tus reflejos
Investigo los nudos y la erosión de las torres
En la memoria alucinada de las tortugas.

(De La destrucción de mi doble)


Arcocha murió como vivió, solo, en el horror del exilio que no supo conquistar, víctima—como tantos otros—de las fuerzas que le hicieran abandonar su patria (que era, más que Cuba, La Habana) y transitar un mundo extraño, como si hubiera sido de otro planeta; odió al tirano (“sólo tú eres responsable del é xodo”):


Mis días son ahora empalizadas del odio
Anhelo tu destrucción sonrío ante tu inminente degüello

Hasta cuándo tus cacerías en la isla embrujada

(De Los límites del silencio)

y amó la libertad, y apreció, sobre todo, la inteligencia, la amistad, las palabras, la escritura, la expresión exacta, los misterios del acto creador, la poesía eterna. Octavio Paz observa: "el surrealismo—en lo que tiene de mejor y más valioso—seguirá siendo una invitación y un signo: una invitación a la aventura interior, al redescubrimiento de nosotros mismos; y un signo de inteligencia, el mismo que a través de los siglos nos hacen los grandes mitos y los grandes poetas. Ese signo es un relámpago: bajo su luz convulsa entrevemos algo del misterio de nuestra condición". Así, en la vida y la poesía—que son lo mismo—de José Antonio Arcocha, se avivaría la llama del surrealismo que, según parece, no habrá de extinguirse jamás.

(*) Vicente Jiménez (Cuba, 1936). Ensayista. Ha colaborado en Alacrán Azul, Guángara Libertaria y Linden Lane Magazine. Tiene en preparación el libro Las claves prometidas: proyección del surrealismo en la poesía cubana contemporánea, del cual publicamos este fragmento.

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