martes, 2 de noviembre de 2010

Paul Guillén / Historia secreta, por Luis Fernando Chueca

Poesía y convulsión. Leer Historia secreta es aceptar una invitación a abismarse. A dejarse llevar por una violencia que se levanta, en primer lugar, contra uno mismo. Las páginas nos sumergen en bullentes y enfebrecidas sensaciones gracias a una sintaxis fracturada y a que las palabras, las frases, las imágenes, los poemas -como astillas multiplicadas e informes- evidencian su condición de fragmentos. Guillén, además, bordea (y hasta se sumerge en) el automatismo y deja mayor constancia de la amenaza que reconoce o del horizonte que espera: la irrupción de la rotura. La desarticulación. No se trata solo de la posibilidad de que algo se rompa, sino de que todo no sea sino quiebre, fractura, hueco. De que no queden por decir sino restos de lenguaje herido e incapaz de organizarse. ¿Por qué?, cabría preguntarse. ¿Gratuita indagación en la zona oscura? ¿Cabal y calculada demostración de insania en tiempos de triunfo neobarroco? ¿Virulenta exhibición intertextual? No creo equivocarme si digo que no se trata de una búsqueda postiza. Guillén –desde una indagación raigal que lo involucra vitalmente- da el paso siguiente en el deseo de la transformación de los metales, pero ahora la confianza es menor, o quizá mínima, o nula: “¿alguien verá lo blanco sobre lo blanco?”, se pregunta. Ya no hay transformación posible ni alquimia del verbo. Nada de eso. Solo una herida que corroe, que evidencia las entrañas, que vuelve putrefacta hasta la percepción. Solo un lenguaje trastornado, enfermo, que recoge vestigios de voces anteriores que emergen como incrustadas sobre la memoria y el oído. Pero Guillén ha escogido o encontrado: y no se nutre de cualquier voz sino de remanentes de proyectos que han procurado poner a la palabra como espina que atraviesa la visión: “tus ojos ven la ebullición de una espina en la córnea”, o, aun, la garganta: “tengo una palabra incrustada en la boca”. Lo que hay en esta Historia secreta, repito, es herida. Pero se trata de una herida o heridas supurantes cuya materia infecciosa es su potencia: frente a la amenaza de muerte (del lenguaje, del sentido), brota como resistencia una energía turbadora que permite persistir en la búsqueda agónica de lo blanco sobre lo blanco. De lo absoluto, entonces. De lo infinito. Si en Malévich esa búsqueda estaba plasmada desde la contemplación de la serenidad, de lo apacible, de la limpidez, Guillén prefiere el camino opuesto: la ebullición, el brote, la desmesura, el chirrido. Quizá porque solo así puede llegar a expresar lo aborrecible del mundo y sus lenguajes instituidos (“no encajas en ninguna parte – solo buscas alcohol para no seguir en este mundo - … - no sabes qué hacer ni dónde ver-”).

¿Y el Inka negro, y los poemas perdidos del “Diario de Pachacutek II”, y la guerra étnica? Además de marcas que revelan un diálogo cultural que opta por filiaciones descentrantes para la tradición canónica, son a la vez evidencias de resistencia frente a la caducidad de la palabra. Por ello, el libro se abre con una invocación en quechua que dice, en traducción, “halcón enséñame el resplandor que no puedo ver”. Quizá por ello, también, se cierra con un fragmento que dice “Ah, la historia secreta, entre su cuerpo cavernoso y el poema, nada encontrarás”. No se trata de una evidencia del fracaso sino, tal vez, de la constatación de que no hay lo blanco sobre lo blanco que tanto se buscaba, pero lo importante ha sido la pretensión –desbordada y hasta alucinada- de alcanzarlo. O, como dice otro fragmento del libro, de que “El poema se niega a sí mismo: He aquí su eternidad”.

Fuente: Letras.s5

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