Julio C. Gamboa, Abraham Valdelomar y César Vallejo |
Vamos a la orilla de verdes alamedas. El Conde sentado
a mi lado, me conversa envolviendo su frase en un gris confidente y desvaído.
- Ya ve usted -me dice-, hay tantas gentes imbéciles.
Yo tengo que huir de tantas...
Y sorprendiendo numerosos ojos que absortamente nos
observan, agrega, como si fuera a escapar de una mazmorra oscura:
- Hoy leeremos algunos capítulos de mi libro sobre
Belmonte.
Yo, después, persiguiendo todas las líneas de tan raro
temperamento, le inquiero sobre su viaje al norte; le digo que esa gira será
fecunda; que en especial podría aprovecharla en suscitar, rudimentariamente
siquiera, el criterio artístico en esos pueblos por medio de numerosas
conferencias.
En el paseo Colón, al bajar de nuevo, hay curiosos que
nos atisban y cuchichean.
El Conde se lleva olímpicamente sus enormes quevedos a
sus ojeras, que recientes “cuidados pequeños” subieron de tono. Y luego reanuda
la charla:
- Vaya usted a ver cómo todo el mundo los admira. ¡Ah!
¡Esto es horrible!
Valdelomar al hablar así se refiere a los
seudo-literatos; a esos que por su dinero o posición se creen capacitados para
hacer un soneto o publicar un libro. Acalorado y derramando piedad para éstos
en el desdén dannunciano de una pose trágica, me cuenta sus luchas con los
prejuicios, con la obesidad ambiente, con las vacías testas “consagradas”.
Descubiertas nuestras frentes al aliento de la tarde,
el autor de El caballero Carmelo se pone a leer y yo escucho con íntima
fruición los primeros trozos del próximo libro que, tomando al Fenómeno como
pretexto, será una de las obras más serias y más robustas de Valdelomar. Una
explicación originalísima de la ley del ritmo universal, valiéndose de un
pasaje pitagórico y una disecación luminosa del mito romántico del Genio sobre
la base de la naturaleza orquestónica del ritmo.
- ¡Estupendo, Conde! ¡Soberbio!
Y él sonríe y yo lo emplazo. -Es necesario que usted
dé a los periódicos esto antes de la edición.
Y siempre afilando un gesto de tedio en las comisuras
de sus labios pálidos, me responde:
- ¡Pero si no comprenden!...
Una pausa dolorida. Los autos y los coches y las gentes, toda la grosera grita urbana llega a rasguñar el hábito sentimental de un orgullo desolado.
Entre el humo de un cigarrillo los boscajes se secan
al crepúsculo amarillo; y el día estival se vuelca en el espacio infinito, como
una hornada fantasmagórica y sangrienta.
- ¡Es necesario, pues, una agrupación -exclama el
Conde-, una agrupación de lo mejor del país que, sintetizando las mayores
energías nacionales, imponga una nueva y más sana orientación intelectual y que
haga luz en la presente inmoralidad artística creada y mantenida por esos malos
hombres!...
- ¡Oh, la labor de Colónida! -me disparo yo exaltado y
admirativo-. Felizmente ella tuvo la virtud de crear con sus tres únicos
números, un sistema de valores nuevos, triturando muchas momias y fantoches y
mostrando ante el país a los verdaderos, hasta entonces negados y oscuros.
Colónida hizo mucho. ¡Debería reaparecer! Seamos abnegados y sobre todo
tengamos fe. Hay más de medio campo ganado; esto está en todas las conciencias.
Y sabemos ya quiénes somos todos...
- ¡Ah, sí! -afirma enfáticamente el Conde-. Tal es mi
propósito. Y tal es uno de los motivos de mi gira en toda la República. Formar
una especie de Federación intelectual con los mejores elementos de todo el
Perú, y publicar una revista órgano de esta nueva fuerza espiritual, que acaso
será la misma Colónida...
Hemos dejado los jardines y regresamos. El jirón
central está en su hora. La noche gana. Las confiterías iluminadas, los lujosos
coches particulares, los dandys y las mujeres bonitas en el momento más amable,
frívolo y elegante y, sobre todo, más democrático de la vida limeña.
Tomamos ya con otro tono. Valdelomar trae una cara más
lozana bajo su grueso sombrero de invierno. Al llegar al Palais volvemos a los
talleres de Mundo Limeño. Y me advierte el Conde de Lemos con una sonrisa de
fina ironía, que acaso es un lamento:
- Cuánta gente que no piensa, ¿no?
César Vallejo
La Reforma, Trujillo
18 de enero de 1918.
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