martes, 18 de diciembre de 2007

Poemas (1992-2005) de Alonso Rabí do Carmo por Miguel Ildefonso


Al tratar de situar a los poetas peruanos por épocas se suele recurrir a la denominación de “generación” o “promoción” que consiste en ubicar al poeta en la década en que hizo su aparición en el espectro poético nacional, sea mediante la publicación de su primer libro, o por su aparición en recitales, o publicaciones de poemas sueltos en revistas, y a su vez relacionarlo con sus coetáneos gracias a ciertas características estéticas particulares que los une. El caso del poeta Alonso Rabí (Lima, 1964), semejante al de sus coetáneos como Rodrigo Quijano, Mauricio Medo o Luis Fernando Chueca, puede ocasionar una suerte de jaqueca para la lectoría o la crítica acostumbrada a estas reducciones que casi siempre no se ajustan a la realidad. Si la realidad es inasible, la poesía lo es mucho más, dada que es la esencia de la realidad; y eso bien lo sabe el poeta Alonso Rabí do Carmo, y esa es la primera lección que podemos extraer al leer Poemas (1992-2005), que esta noche estamos presentando.

Ya desde el título de esta antología poética que reúne textos de libros publicados e inéditos de Alonso Rabí, percibimos que el eje alrededor del cual giran los temas de su poética es el de la cuestión de la poesía misma, la poesía vista como un debate entre la tradición y la aventura, en el cual está planteado el asunto ya mencionado de la posibilidad de la poesía (o la palabra) de asir la realidad, o el tiempo, o aquellas otras cuestiones importantes desde que el hombre empezó a dar nombre a las cosas tangibles e intangibles, como el amor, la muerte o la belleza.

Desde su primer libro Concierto en el subterráneo, nos encontramos con un discurso que se apropia de las improvisaciones del jazz, al cual rinde homenaje así como a sus más preclaros exponentes, pero sin desdeñar lo clásico. Con un lenguaje coloquial, con guiñadas de aquel otro poeta peruano amante de la música y del “estilo suave y directo”, Luis Hernández Camarero, Concierto en el subterráneo se sitúa en otro plano de los discursos meramente urbano-malditos o herméticos o simplemente cotidianos, que imperaban en aquellos años iniciales de la década del noventa. Detrás de estos homenajes a Benny Goodman, Coleman, Monk, Charly Parker o Miles Davis, en el que el retrato, la celebración, la crónica y la memoria se mezclan, hay una acusación a nuestra época tan mecanizada y deshumanizadora. “Solo tú, hermanito Coleman,/ podías atreverte/ a sacar del cuadro/ a la Gioconda/ y hacerla danzar/ bajo la lluvia/ hasta que el alba/ se anunciase./ Solo tú/ podías embrujar/ a todas las ratas de París,/ ver crecer una amapola/ en medio de un basural”.

El jazz así como la poesía nos arrancan de nuestra miserable cotidianeidad, ambos buscan el esplendor embriagante que aun podemos hallar en nuestro entorno, y no con nostalgia, sino en lo más vivo e intenso. Por tanto, la espontaneidad musical que se apela no es simple metáfora o técnica de la creación del poeta: es la aventura abisal dentro de la tradición. La ejecución de un poema impredecible - en otras palabras: la inspiración - va de la mano de aquella tradición que se reescribe en ese mismo momento y mediante la realización del texto: el ritmo, el decoro, por ejemplo, nos indican hasta dónde podemos romper con nuestra tradición o alejarnos de ella. El norteamericano Jack Kerouac llevó al extremo esta práctica al crear la “prosa espontánea”, también conocida como la “prosodia del bop”. “En el proceso creativo el tiempo es la esencia de la pureza del discurso, el lenguaje que captura la inevitabilidad de las formas es flujo ininterrumpido de personales y secretas palabras-idea surgidas del inconsciente, como la zapada que realizan los músicos de jazz”. Pero la poesía, por si fuera poco, también busca la trascendencia, es una vía, así como lo siente el creador y ejecutante de jazz con el sonido. La palabra es una vía de seducción, de encantamiento o enamoramiento. Cito otro poema de Rabí: “De vez en cuando Monk se quita el sombrero/ Nunca para hacer una reverencia,/ ni cuando hace demasiado calor/ —tampoco cuando lo aplauden—,/ Monk se quita el sombrero,/ a menos que/ una hermosa mujer/ lo mire perpleja/ al otro lado del piano,/ Monk la corteje,/ la desnude/ y le haga el amor.”

Es cierto que todo arte aspira a la trascendencia, pero pocos artistas llegan a ella, pocos son Charlie Parker. Cito: “Cuando el último latido de su corazón/ se diluyó en un grito tenue,/ casi como un susurro,/ Charlie Parker trepó de un salto al cielo/ llevándose su saxofón, una jeringa,/ la foto de sus hijos”. Pocos como Charlie Parker son capaces de llevar su arte y su vida más allá de la muerte. Detrás de estos homenajes, con no poca carga de ironía, también hay un fondo dramático, reflejo de tiempos dramáticos, pero que no empañan, gracias al arte, el resplandor de la vida o el agradecimiento por si quiera un instante fugaz de alegría o placer recibidos.

La aventura y la tradición mencionadas líneas arriba, y su relación con lo musical, también es lo que atisba el poeta chileno Gonzalo Rojas en su poema Latín y jazz: “Leo en un mismo aire a mi Catulo y oigo a Louis Armtrong, lo reoigo/ en la improvisación del cielo, vuelan los ángeles/ en el latín augusto de Roma con las trompetas libérrimas, lentísimas,/ en un acorde ya sin tiempo”.

Este “acorde ya sin tiempo”, el arte que sobrepasa las épocas, es el tema que vemos en los poemas del segundo libro de Rabí, Quieto vaho en el espejo. Aquí hay otros homenajes, como este a Ezra Pound: “Parecía que todos se habían puesto de acuerdo,/ de buen talante estaban para cazar al monstruo”, dicen los primeros versos acerca del poeta encerrado en una torre iatliana, acusado de fachista, y luego: “Le fue negado recordar un verso de Li Po,/ una antigua canción de juglaría/ o el aroma de un dorado espumante.” Si bien hay un elogio al artista, al arte atemporal, también hay una apuesta por la vida, dado que la vida resulta finalmente más insondable que una obra de arte. Los versos finales del poema citado señalan: “Pero quedó su voz,/ más alta que el aliento de la noche/ y la felicidad de saber que Dante/ sí lo hubiera perdonado.”

En un poema a Chopin se dice: “Yo prefiero recordarlo/ como un bello y espigado/ muchacho,/ con esas suaves maneras/ y esa fundamental tristeza en las manos.” El deslumbramiento ante el mundo no sólo está relacionado con la creación artística y sus autores, está también ligado con el resto de sus criaturas; así vemos poemas como En loor del caracol, El señor de las moscas, o Bodas de la mujer gallina y el hombre elefante. Estas breves historias líricas o lúdicas nos dejan no una enseñanza o moraleja sino una relevación poética acerca de nuestra propia condición humana o, podría decirse mejor, inhumana. El amor, por ejemplo, es lo cambiante, lo ambiguo de una pasión, en el poema Antiepigrama. O es la impureza más pura que se nos presenta, y transcurre en estadios paridos “por la noche”, como en Testimonio. O es el cuerpo del deseo y del engaño, con la sensualidad que atrae, y el peligro de caer en el fondo de lo desconocido, otra vez la aventura presente en el poema Con qué vaga mudez, del cual cito estos versos: “Con qué vaga mudez te asomas ya,/ agitando corazón intermitente/ y música como pálpito sinuoso, suave…” Y más adelante: “Puro tacto y sigilo,/ pura danza perfilando sonora lengua,/ sonora lengua que se afila en la alborada…”

Esta sonora lengua es la palabra o la poesía, que en el poema Cántico, relacionado también al amor, se vuelve presagio, “vanas palabras,/ presentidas en otros cuerpos”, dice el poeta. La claridad del espejo o del cuerpo reflejado del amante, entonces, se vuelve vaho ante la presencia incierta, fugaz y misteriosa del amor. Ese misterioso fulgor en el vaho, que rescata la poesía del mundo, es el intento de la palabra por perennizar al amor. Es lo que le dice el poeta a Alejandra: “no cederás al caos/ ni sucumbirás al odio, al miedo de los hombres/ o a las inquietudes del destino.” Y lo reafirma en el poema Lentamente y hacia el margen: “Te amo porque vives en palabras quietas”, “la música, las fieras, los colores./ Todo se inclina a tu paso”, nos dice aludiendo al mítico Orfeo.

Eliot encontraba en el poeta metafísico inglés John Donne la “unificación de la sensibilidad”, aquella que relaciona todas las experiencias fragmentarias y caóticas de la vida. John Donne sumaba lo emocional a lo intelectual y viceversa, encontrando relaciones ocultas entre las cosas para aplicarlas a su experiencia iluminadora.

Aquellas “relaciones ocultas entre las cosas” son las que se atan y desatan en En un purísimo ramaje de vacíos. “No volveremos aún a la ciudad./ Es hora de amar lo imprevisto: ese súbito vaivén”, dice en Estaciones. Esta sensibilidad unificadora conduce al poeta hacia aquellas experiencias iluminadoras: “No. Yo no amo a mi mujer bajo los puentes/ —aunque podría ser un cuadro del viejo Monet—,/ sino cuando la aurora se expande sobre la floresta,/ de pronto iluminada; cuando el oleaje es nada más/ rumor de espuma fundiéndose en la arena.” Estas experiencias iluminadoras pueden llamarse iluminaciones o epifanías, y se revelan en el haiku, o con el misticismo, o mediante el éxtasis. Exclama el poeta: “Oh, la humedad del templo: es hora ya/ de amar a mi mujer./ Bajo los puentes no,/ más bien en un purísimo ramaje de vacíos.” La aventura poética es la constante búsqueda de estas iluminaciones, es la razón ardiente que guía al poeta en un purísimo ramaje de vacíos, vacíos que denuncian a estos tiempos no tan gloriosos ni heroicos en que vivimos: “No de la derrota el tibio esplendor/ ni el murmullo insomne del alba./ Tampoco artificios o prodigios inútiles:/ decirte buenos días cada mañana/ darte un beso en la mejilla/ que te vaya bien en la oficina./ No. Soy triste y manso”, dice con desencanto el poeta en Poema.

Este desencanto será más palpable en Meditación sobre el heroísmo. “un corazón blando e imbécil/ es lo que tengo por toda libertad.”, nos dice en Bandera (un héroe antes de la batalla). Pero los poemas de este conjunto no son un simple alegato contra las guerras, con un olor a yerba y pacifismo tipo los años sesenta. Bajo estos retratos a veces sarcásticos sobre el heroísmo hay una crítica más profunda que apunta a las bases que alimentan toda empresa bélica: la codicia, por ejemplo. Así como veía a la usura Ezra Pound en su obra Cantos, al criticar al capitalismo, aquí se trata, como ya caracteriza a esta poética, de ver más allá de las impresiones. Cito fragmentos de Clase maestra: “Un gris maestro me habla/ de los héroes muertos en la mar./ Relata en gris letanía/ bravíos combates (…) Pero —me digo— los héroes/ están muertos/ y su ejemplo muerto también./ Miro la pizarra./ La mano gris ha pergeñado/ algunos nombres/ (…) Ahora sé/ que el mármol y los libros/ han pervertido su muda belleza.” Esta crítica se acentúa en los poemas siguientes: El héroe enterrado y Crónica de tambores.

En el último conjunto de poemas, Una impecable tristeza, nos vemos en un mundo moderno y cotidiano que nos aplasta con su rutina: “En medio de los días, el sonsonete de las horas”, dice en Motivos del desgano. Las palabras, en este mundo agostado, han perdido su afán de trascendencia y caen por lo absurdo de persistir en esta forma de existencia: “Las palabras que interrumpe/ un estornudo —oh rinitis crónica,/ oh humedad de Lima—.” O como se muestra en estos versos de otro poema: “Este es mi oficio: escupir estrellas cada tarde/ Y con cierto desdén nombrar las cosas/ es la única manera, digo y me digo, de olvidar/ las penurias que paso en la oficina.” El poeta ya no es un visionario, ni alza la voz de una colectividad; apenas lucha por romper su propia vida cotidiana, descargar el peso de su hastío. No trata de romper la condena de existir, o dejar que Sísifo deje caer su rueda. “Mi oficio es mi destierro,/ pero a nadie asombro ni quiero.” Termina exclamando sin exclamar, acusando ya sin acusar, asombrando sin que nadie se asombre.

Este pesimismo, sin embargo, se trasforma en un nuevo afán trascendentalista en Poema del cuerpo, dice: “Mi cuerpo,/ tambor del alba,/ trémulo y perfecto sonido/ que no admite más palabras.” Este nuevo ímpetu lo vemos igualmente en Qué diré de esta pura constancia: “(…) Atado a los signos bajo el sol de Lima,/ traduciendo velos de misterio,/ mis hermanos callan,/ usurpo sus bocas sin aspereza/ y canto tanto y tan poco/ porque vivo en una habitación sombría,/ mas la pura constancia desciende/ como una telaraña/ dictando indicios,/ señales,/ admoniciones,/ presagios tal vez de transparencia.” Cito el poema completo, porque creo que con estas palabras se refleja la búsqueda del poeta a lo largo de sus libros, que recorren ciertamente un mundo sombrío, pero que van a la caza de esa transparencia _ ese deslumbramiento o revelación _ muy ligada a la música, entre la aventura y el orden. El poeta es consciente que arrastra un mundo pasado, clásico, medido, pero que mediante una espontaneidad superior “toda penetrada de reflexión”, como diría Rodolfo Hinostroza, podrá refundarlo, para, a su vez, mantener, como dice en su arte poética, Dos alabanzas a Carlos Drummond de Andrade, ese halo de misterio, de distancia, que une a los contrarios: el naufragio y la esperanza. En este último poema otra vez vemos el mito de Orfeo, al salir del laberinto, al tratar de recuperar a Eurídice. El poeta nos dice, también, que la gratitud al arte será más honesta si el poeta no tergiversa las cosas, ni mediante la exclamación gratuita, ni con el grito efectista. El arte muestra la vida tal como es: “Que nada brille tanto/ ni sea tan diáfana la lluvia.”, dice. “Tampoco cantes amaneceres encendidos,/ tardes de júbilo no cantes,/ basta apenas con que recibas,/ como un regalo, cada día.” Y es por ese “cada día” que estamos hoy presentando este libro compilador, como testimonio de esa constancia.


Miguel Ildefonso
(Leído en la presentación en La Feria del Libro, 2007)

1 comentario:

Anónimo dijo...

oh, qué gran par de... poetas, Ildefonso el grande escribiendo sobre el gran Rabi, es lo máximo oye. Buen post, Paul.

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