Octavio Armand, El aliento del dragón, Ediciones de la Casa de la Poesía J. A. Pérez Bonalde, Caracas, 2005, 166 pp.
Una mitad memoria
y otra olvido.
¿Cuál es cuál?
Del poema “Autorretrato sin mí”, en Origami (1987)
En algún lugar, Octavio Armand (Guantánamo, 1946) cuenta cómo comenzó a escribir en 1959, entre dos exilios, el que alejó a su familia por unos años de la Cuba batistiana y el que lo privó ya definitivamente de Cuba, poco después del afianzamiento revolucionario. Armand, un escritor con obra mayúscula, es uno de tantos escritores cubanos cuya obra, despojada de asiento en la historia literaria de la isla, requiere, y merece, de una vindicación por vía del conocimiento.
No se trata, sin embargo y ni de largo, de un escritor desconocido. Muy por el contrario, la obra de Octavio Armand se ha publicado en prestigiosas editoriales de España y Venezuela, entre otros países, y ha recibido una atención crítica de la que dan testimonio estudios como Octavio Armand y el espejo, o América como ucronía, de Luis Justo (Poket, Caracas, 1988) o el exhaustivo Conversación con la esfinge (una lectura de la obra de Octavio Armand) (Buenos Aires, 1984), de Juan Antonio Vasco, además de centenares de artículos y ensayos desperdigados por revistas académicas de las dos orillas del Atlántico.
Sus andares por la geografía americana, entre Nueva York y Caracas, han insuflado a su poesía, vasta y valiosa, aires diversos, que van desde los afanes postmallarmeanos de sus primeros libros hasta la rotunda madurez de la Biografía para feacios (Pretextos, Valencia, 1980), aunque tales traslados, que son también transportes, no han menoscabado la unidad de una obra poderosa a la vez que evanescente, como ese dios Cronos que parece regirla. Unidad que extiende su vocación abarcadora a la ensayística armandiana, recogida en un puñado de libros de veras fundamentales.
Esos ensayos, mucho menos conocidos que los poemas, han sido escritos y reescritos desde la misma beligerancia que Armand ejerce contra toda palabra. He comprobado, sin embargo, que muchos lectores de la poesía de Armand desconocen su obra ensayística, de la que El aliento del dragón recoge textos escritos, mayoritariamente, en torno a 1990, más una valiosa guinda.
El inicial desconcierto que provoca la lectura de estos ensayos más recientes no se ve atenuado ni siquiera por el conocimiento de aquel magnífico Superficies (Monte Ávila, Caracas, 1980), donde Armand se adentra en el arte del ensayo con bien fundamentadas ínfulas que, en la literatura cubana, ensayaron sólo Lezama Lima y Severo Sarduy. Tal vez, también Calvert Casey, aunque el autor de «Hacia una comprensión total del siglo XIX» lo hiciera más sujeto a la tiranía del género, en su pulsión más académica.
Superficies es libro fundamental para asomarse al propio asomo, que será más tarde decisivo adentrarse, de Armand en la tradición de una literatura y una tradición propias, a las que se entretendrá en sumar, como adherencias con vocación de adyacencias, las de sus díscolas lecturas, ocas capitolinas que le iban anunciando, aquí y allá, qué incorporar y cómo incorporarlo. Así, en aquel Superficies encontramos, como de pasada, uno de los más agudos ensayos escritos sobre Rafael Zequeira, «El centro descentra: los simétricos enlaces de Zequeira (ensayo de ensayo con esquema para profesores)», como en Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega, nos topamos con el magnífico, por atrevido y problematizador, «La opereta cubana en Julián del Casal». Ambos libros, por cierto, publicados en las mismas prensas, las de Monte Ávila, y en años sucesivos. Deudores los dos de la magnífica labor del poeta Juan Sánchez Peláez en la dirección de la ya fenecida editorial caraqueña.
Es precisamente en Caracas donde Octavio Armand sienta residencia en 1990, tras varias décadas viviendo en Nueva York. De la impronta en su obra que significaría ese reencuentro con el ámbito americano y caribeño, Armand dice en una entrevista concedida a Leandro Morales: “Venezuela me permitió vivir no sólo otro espacio sino otro tiempo, uno menos frenético que el de Nueva York. Para colmo, dentro de ese otro tiempo donde me instalé, me perdí en sus raíces, el laberinto de lo precolombino, que busqué ávidamente, como si así pudiera burlarme del desarraigo. Aquí no sólo he podido ser cubano sino taíno. Una experiencia que es parte decisiva de la vanguardia, tal como yo la entiendo. Lo artesanal, lo chamánico, lo sagrado, lo primitivo, se suman a Apollinaire y Huidobro, a Duchamp y Dadá” (Encuentro de la Cultura Cubana, Nº 36, Primavera de 2005, p. 236).
Los doce magníficos ensayos que conforman El aliento del dragón fueron escritos a lo largo de veinte años de acarreo con la mitología americana. En “Suma cum fraude” (1989), “Salta Lenín el Atlas” (1989), “América como mundus minimus” (1990) y “Las pesadillas de Solino” (1989), Armand indaga las cifras de aquella «invención de América», que dijo Edmundo O’Gorman, escrutando claves renacentistas, hurgando en el reverso de la razón que se abría paso hasta topar con la imposible doma del paisaje americano. Cuestiona, así, el ser europeo y el definitivo a la vez que balbuceante ser americano, en tanto testimonio de una imposibilidad de las aplanadoras mañas del cogito. «Desde cualquier parte se levantan por igual los ojos al cielo» es la divisa que esgrime Armand, planteando una ecuación donde todos los múltiplos nos apuntan con perfiles de un acuciante clasicismo.
«Una cosa es perderse en un mapa y otra cosa, muy distinta, entrar sin mapa al territorio y pasear frente a la risueña dentadura del caníbal», escribió Armand a propósito de su lectura de Lezama Lima. Algo parecido experimentará el lector de «Los gritos de Tagliacozzi» (1989) o «El corazón como espectáculo» (1989), donde los paisajes americano y europeo será confrontados ante el tribunal de la estética y la medicina barrocas. La violencia de la disección y la coartada de la autopsia, entrampadas como dos mundos distintos en busca de semejanza o autor que las eleve al altar de una taxonomía común.
Van Gogh, pero también Rembrandt, en «Una lectura de la luz» (1981), Aristóteles, en una incursión sobre la mirada del filósofo, el pintor y el teólogo en «Teatro de sombras» (2001), y, por último, una divertida y sagaz incursión en François Villon, con la excusa de una charla en la Sociedad Psicoanalítica de Caracas, «Lacan te ve» (1998), acompañan los ensayos sobre América, como quien enmarca magnífico lienzo ayudándose de maderas firmes, y no menos sugerentes.
Por último, «La poesía como erub», texto leído por Armand en 1985 en ocasión del Festival de New Latin American Poetry que tuvo lugar en Colorado. Un texto capital para cualquier tiento con la, si se quiere, metafísica del exilio cubano. «Cuando yo regrese a Cuba, si es que regreso a Cuba, pediré a Christo que cerque la isla entera con un erub. Que la envuelva para regalo. Que sea al fin para todos. Mientras tanto la poesía del exilio podría servir de vallado. Hilo de alambre, arquitectura, morada, ciudad amurallada: Jerubsalén: con la palabra quizá se pueda ampliar la casa. Quizás sea posible hacer del traslado en sí un domicilio. O intentarlo.» Medio Octavio Armand en toda una profesión de fe.
Una mitad memoria
y otra olvido.
¿Cuál es cuál?
Del poema “Autorretrato sin mí”, en Origami (1987)
En algún lugar, Octavio Armand (Guantánamo, 1946) cuenta cómo comenzó a escribir en 1959, entre dos exilios, el que alejó a su familia por unos años de la Cuba batistiana y el que lo privó ya definitivamente de Cuba, poco después del afianzamiento revolucionario. Armand, un escritor con obra mayúscula, es uno de tantos escritores cubanos cuya obra, despojada de asiento en la historia literaria de la isla, requiere, y merece, de una vindicación por vía del conocimiento.
No se trata, sin embargo y ni de largo, de un escritor desconocido. Muy por el contrario, la obra de Octavio Armand se ha publicado en prestigiosas editoriales de España y Venezuela, entre otros países, y ha recibido una atención crítica de la que dan testimonio estudios como Octavio Armand y el espejo, o América como ucronía, de Luis Justo (Poket, Caracas, 1988) o el exhaustivo Conversación con la esfinge (una lectura de la obra de Octavio Armand) (Buenos Aires, 1984), de Juan Antonio Vasco, además de centenares de artículos y ensayos desperdigados por revistas académicas de las dos orillas del Atlántico.
Sus andares por la geografía americana, entre Nueva York y Caracas, han insuflado a su poesía, vasta y valiosa, aires diversos, que van desde los afanes postmallarmeanos de sus primeros libros hasta la rotunda madurez de la Biografía para feacios (Pretextos, Valencia, 1980), aunque tales traslados, que son también transportes, no han menoscabado la unidad de una obra poderosa a la vez que evanescente, como ese dios Cronos que parece regirla. Unidad que extiende su vocación abarcadora a la ensayística armandiana, recogida en un puñado de libros de veras fundamentales.
Esos ensayos, mucho menos conocidos que los poemas, han sido escritos y reescritos desde la misma beligerancia que Armand ejerce contra toda palabra. He comprobado, sin embargo, que muchos lectores de la poesía de Armand desconocen su obra ensayística, de la que El aliento del dragón recoge textos escritos, mayoritariamente, en torno a 1990, más una valiosa guinda.
El inicial desconcierto que provoca la lectura de estos ensayos más recientes no se ve atenuado ni siquiera por el conocimiento de aquel magnífico Superficies (Monte Ávila, Caracas, 1980), donde Armand se adentra en el arte del ensayo con bien fundamentadas ínfulas que, en la literatura cubana, ensayaron sólo Lezama Lima y Severo Sarduy. Tal vez, también Calvert Casey, aunque el autor de «Hacia una comprensión total del siglo XIX» lo hiciera más sujeto a la tiranía del género, en su pulsión más académica.
Superficies es libro fundamental para asomarse al propio asomo, que será más tarde decisivo adentrarse, de Armand en la tradición de una literatura y una tradición propias, a las que se entretendrá en sumar, como adherencias con vocación de adyacencias, las de sus díscolas lecturas, ocas capitolinas que le iban anunciando, aquí y allá, qué incorporar y cómo incorporarlo. Así, en aquel Superficies encontramos, como de pasada, uno de los más agudos ensayos escritos sobre Rafael Zequeira, «El centro descentra: los simétricos enlaces de Zequeira (ensayo de ensayo con esquema para profesores)», como en Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega, nos topamos con el magnífico, por atrevido y problematizador, «La opereta cubana en Julián del Casal». Ambos libros, por cierto, publicados en las mismas prensas, las de Monte Ávila, y en años sucesivos. Deudores los dos de la magnífica labor del poeta Juan Sánchez Peláez en la dirección de la ya fenecida editorial caraqueña.
Es precisamente en Caracas donde Octavio Armand sienta residencia en 1990, tras varias décadas viviendo en Nueva York. De la impronta en su obra que significaría ese reencuentro con el ámbito americano y caribeño, Armand dice en una entrevista concedida a Leandro Morales: “Venezuela me permitió vivir no sólo otro espacio sino otro tiempo, uno menos frenético que el de Nueva York. Para colmo, dentro de ese otro tiempo donde me instalé, me perdí en sus raíces, el laberinto de lo precolombino, que busqué ávidamente, como si así pudiera burlarme del desarraigo. Aquí no sólo he podido ser cubano sino taíno. Una experiencia que es parte decisiva de la vanguardia, tal como yo la entiendo. Lo artesanal, lo chamánico, lo sagrado, lo primitivo, se suman a Apollinaire y Huidobro, a Duchamp y Dadá” (Encuentro de la Cultura Cubana, Nº 36, Primavera de 2005, p. 236).
Los doce magníficos ensayos que conforman El aliento del dragón fueron escritos a lo largo de veinte años de acarreo con la mitología americana. En “Suma cum fraude” (1989), “Salta Lenín el Atlas” (1989), “América como mundus minimus” (1990) y “Las pesadillas de Solino” (1989), Armand indaga las cifras de aquella «invención de América», que dijo Edmundo O’Gorman, escrutando claves renacentistas, hurgando en el reverso de la razón que se abría paso hasta topar con la imposible doma del paisaje americano. Cuestiona, así, el ser europeo y el definitivo a la vez que balbuceante ser americano, en tanto testimonio de una imposibilidad de las aplanadoras mañas del cogito. «Desde cualquier parte se levantan por igual los ojos al cielo» es la divisa que esgrime Armand, planteando una ecuación donde todos los múltiplos nos apuntan con perfiles de un acuciante clasicismo.
«Una cosa es perderse en un mapa y otra cosa, muy distinta, entrar sin mapa al territorio y pasear frente a la risueña dentadura del caníbal», escribió Armand a propósito de su lectura de Lezama Lima. Algo parecido experimentará el lector de «Los gritos de Tagliacozzi» (1989) o «El corazón como espectáculo» (1989), donde los paisajes americano y europeo será confrontados ante el tribunal de la estética y la medicina barrocas. La violencia de la disección y la coartada de la autopsia, entrampadas como dos mundos distintos en busca de semejanza o autor que las eleve al altar de una taxonomía común.
Van Gogh, pero también Rembrandt, en «Una lectura de la luz» (1981), Aristóteles, en una incursión sobre la mirada del filósofo, el pintor y el teólogo en «Teatro de sombras» (2001), y, por último, una divertida y sagaz incursión en François Villon, con la excusa de una charla en la Sociedad Psicoanalítica de Caracas, «Lacan te ve» (1998), acompañan los ensayos sobre América, como quien enmarca magnífico lienzo ayudándose de maderas firmes, y no menos sugerentes.
Por último, «La poesía como erub», texto leído por Armand en 1985 en ocasión del Festival de New Latin American Poetry que tuvo lugar en Colorado. Un texto capital para cualquier tiento con la, si se quiere, metafísica del exilio cubano. «Cuando yo regrese a Cuba, si es que regreso a Cuba, pediré a Christo que cerque la isla entera con un erub. Que la envuelva para regalo. Que sea al fin para todos. Mientras tanto la poesía del exilio podría servir de vallado. Hilo de alambre, arquitectura, morada, ciudad amurallada: Jerubsalén: con la palabra quizá se pueda ampliar la casa. Quizás sea posible hacer del traslado en sí un domicilio. O intentarlo.» Medio Octavio Armand en toda una profesión de fe.
Tomado del blog El tono de la voz de Jorge Ferrer y de la revista Encuentro de la cultura
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