Omar Castillo
Cinco estancias de la novela SERAFÍN
ESE DÍA
A las once de la mañana Serafín salió de la casa de su madre, caminó hasta la calle 25 y en la esquina que esta hace con la carrera 65, tomó un bus para al centro de la ciudad. En sus ojos llevaba la imagen de la antigua-madre en cuyos rasgos se concentraban las raíces de su estirpe, los silencios y las palabras para ver, aprehender y nombrar. La antigua-madre en cuyos ojos se veían fósiles y ecos de tiempos impredecibles. También llevaba la imagen de la abuela con su delantal cargado de clavos y de números romanos mientras iba por el bosque de los materos de helechos, bifloras y begonias florecidas que mantenía en la casa. La abuela y sus sentidos de la realidad expresándose a través de lo hecho por sus fuertes y bellas manos. La de Inés, la tía abuela cuya presencia y enigma le hacía sentirse ante un oráculo de decir encriptado en el ver de sus ojos grises, ardidos por el humo de las brasas del carbón mientras se tomaba un café en agua de panela. Y la de Beatriz, la niña hermana de la infancia de Serafín, de sus primeros asombros e interrogantes. Esas mujeres tan esenciales en su vida, en los itinerarios de su existencia. En sus sueños y en su despertar.
Atrás quedaba la casa de balcones donde sucedió su infancia y el mundo y el universo se rozaron y crecieron en las manchas de su memoria produciendo los sonidos que desde entonces intenta descifrar en las palabras. Por la ventanilla del bus miraba las aceras y las gentes que en ellas se entregaban a la algarabía de sus rutinas y divertimientos, esas gentes tan entrañables y al mismo tiempo tan ajenas. Asomando por la calle 24 con la carrera 65, vio a don José el de la tienda Cuatro Esquinas que regresaba de su diario recorrido. Fue en la tienda de don José donde Serafín a sus 7 años, se enfrentó a Onofre, a quien llamaban ojos de gargajo por lo verde amarilloso de su color. Onofre, la persona más próxima en sus recuerdos a Uriel, ese niño suspenso en el invisible arco de un tiempo cuyas flechas se extravían en un bosque de helechos. Uriel, ese niño grande en cuyos ojos se adentraba un dios en granos de sal que dejaban surcos en sus sueños. Sueños que quedaron sucediendo en el umbral de la muerte.
El bus retomó la calle 25 buscando la entrada que da sobre la Avenida Guayabal. En ese instante supo que sus recuerdos empezaban a fraguarse, que el abecedario de su existencia iniciaba su escritura, las líneas de una trama que le era propia y extraña, empero, para la cual las vivencias de su infancia lo habían preparado. Se acomodó en su asiento después que el bus girara sobre la derecha hacia el Puente de Industriales. A su izquierda miró el Cerro Nutibara que le recordó sus nítidos silencios y sus iniciales dificultades cuando en sus años de escuela las palabras se le quedaban pegadas en alguna de sus sílabas, haciéndole difícil soltar en el habla las palabras necesarias para un diálogo. Ese Cerro Nutibara al que tantas veces subió buscando entender sus silencios y su desasosiego de niño que quería conocer el principio de la realidad, sus formas y sus maneras, también lo oculto y lo invisible de la realidad, lo sagrado que la ampara, lo usual y lo extraño del suceder cotidiano, su gusto por mirar y ver. El bus seguía su ruta hacia el centro, atrás quedaba el barrio, el imaginario barrio Antioquia de Serafín.
Al llegar al centro de la ciudad el sol impactaba los cuerpos de los peatones, las vías, los rincones y las fachadas de las construcciones por donde tantas veces los ojos de Serafín han penetrado las extrañas fisuras y pasajes donde sucede el ir y venir cotidiano que las nutre. Muy temprano en su existencia Serafín pudo intuir cómo un instante en el tiempo podía ser penetrado por otro instante entre los muchos posibles. Después de muchas vivencias, bien sabía que estos cruces de tiempo hacían parte de su naturaleza, que su existencia era fronteriza y posible de ser penetrada por todo cuanto es de su real interés y necesidad. El tiempo como un azaroso mazo de cartas cuyos momentos e historias se mezclan barajados por las manos de la realidad y la otredad. Por el insaciable instinto de un fin y un principio, de una huella y una estampida.
Se bajó del bus y se encaminó por la carrera Palacé hacia la Librería Continental, al llegar miró la vitrina, los libros que en ella se exhibían, no entró. Prefirió irse a tomar un café en el Astor de Junín. Allí encontró a Luis González quien lo invitó a sentarse. Pidió café y un vaso de agua al clima. Siempre era un gusto para Serafín encontrarse con Luis González, sentir la presencia de su ser, la elegancia de sus maneras, lo reconfortante de su inteligencia, la conversación con la que sabía surtir cualquier tema. Además su curiosidad por lo desconocido era inagotable, manteniéndolo al acecho de aprehender siempre. La elegancia vital de Luis González, tan bien apreciada en el retrato que le hiciera Raúl Restrepo al óleo pastel. Al poco llegó Amílcar Osorio quien pidió un café mientras le extendía a Serafín un libro que este tomó y empezó a revisar. Es la antología de poesía provenzal que te había prometido, le dice Amílcar. Y un momento después los tres se encontraban hablando una vez más de poesía, en esta ocasión de la creada en la lengua de oc, al sur del río Loira, en los siglos XI y XII. Justo donde muchos dicen se inicia la escritura poética del Occidente moderno.
DEL TIEMPO ECO
El martes de esa mañana de septiembre, después de poner en su reproductor de música El cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen, Serafín se preparó un café y se puso a revisar los archivos de sus escritos, tarea que venía aplazando hacía meses. Así, mientras Serafín esculcaba en sus archivos, la mañana casi había llegado al medio día y en el reproductor seguía sonando una y otra vez la música de El Cuarteto para el fin de los tiempos. Algo fatigado de revisar tantas libretas y papeles donde su escritura ha dejado las huellas de sus años dedicados a la literatura, Serafín decidió tomarse un momento para disfrutar de otro café. Entonces fue a la cocina y sirvió en su pocillo más café y volvió a sentarse en la silla de su escritorio copado por tantas libretas y papeles que lo han hecho volver sobre presencias como aquella cuando en un momento de su niñez se encontró preguntándose por la realidad real, pues en ocasiones esta se le hacía extraña y lo confundía al no poder definir si era el resultado de lo que él imaginaba, de lo que él soñaba, de sus pensamientos o el resultado de los distintos asuntos que le tocaban en sus rutinas cotidianas. Para él esto se había vuelto un problema que lo confundía y lo mantenía en ascuas.
Así hasta el día cuando decidió que para él todo era posible, real. Fue así como se inició en el aprehender la realidad sucediendo en un tiempo moviéndose como arrugas de agua que se prenden y desprenden por la superficie del cauce que la lleva. Que la realidad es un agua deslizándose sin ser siempre la misma. Fue entonces cuando Serafín admitió vivir en un cruce de tiempos, cuando decidió dejar que su existencia sucediera por los filos y vacíos que imantan y manan con el vigor que la vida involucra y expulsa. Sí, todo era posible, inclusive recorrer el tiempo cuando se abre una y otra vez como un abanico, mostrando en cada uno de esos abrirse distintos instantes de su suceder. Desde entonces Serafín asumió permanecer alerta para aprehender el sabor del saber, para lo cual en diferentes ocasiones ha debido desaprehender los cánones de la enseñanza convencional y las ideas consagradas por la costumbre.
Al tomar esa decisión, Serafín intuía que el tiempo no es modelable, que el esculpir del tiempo le pertenece solo al tiempo, así como también es solo del tiempo su fluir vital e inagotable, su finito desprenderse y su impredecible continuo, su incógnita vastedad. Que en el tiempo la realidad se hace azarosa en sus estremecimientos. La realidad sucediendo por un instante como una cresta breve que surge en el vacío y se pierde gravitando en el tiempo. Así, vivido y aprehendido, el tiempo se hace presencia a través del verbo donde se cuenta su movimiento, el mismo que no ha dejado de arder en la memoria desde el caos y el principio del tiempo.
Estas intuiciones, su saber y sabor le han permitido a Serafín mantenerse alerta, buscando aprehender y expresar a través de la poesía ese fresco donde se realiza la piel de la realidad y de la otredad, raíz creciendo, renovándose en sus huellas y arbitrio. Ese fresco donde la realidad crece como una pregunta abriéndose en sus respuestas, las mismas que amplían la simiente de esa pregunta que no termina de expandirse.
A sus catorce años, Serafín tomó esa decisión y desde entonces para él escribir es usar las palabras en las márgenes de un espejo vuelto imagen y semejanza del universo, espejo donde participa un origen del mundo y su entraña. Así, Serafín descubrió cómo la palabra es la que hace al poema. Que el poema es cuando la palabra lo contiene y con su escritura, lo significa en el instante aprehendido o desaprehendido de la realidad en su mutación sin fin. Para Serafín la magnitud mutable de la realidad en el tiempo, es el origen de la metáfora que persigue expresar tal magnitud, así para él, el origen de la poesía se confunde con el origen del habla en la maraña del tiempo. Sabe que el compromiso del poeta es danzar en el filo de las palabras, en el vacío donde estas realizan la escritura de la realidad, de la otredad revelándose. Para él otra no es la necesidad de la poesía: Vivir desde la raíz de las palabras el poema que hace visible la realidad. El breve y súbito instante donde la realidad toca el tiempo antes de volver al olvido.
Suena el teléfono, Serafín detiene sus pensamientos y contesta: Aló. Al escuchar la voz al otro lado se queda en silencio, atento. Solo al final dice: Sí. El viernes a las cinco de la tarde en el Parque de Boston, en una de las bancas cercanas a la escultura de José María Córdoba. Sí, hasta entonces. Al colgar se encuentra sobrecogido por la voz escuchada del otro lado del teléfono, y como si las briznas de años lo tocaran se descubre recordando palabras dichas por él hace mucho, al calor del amor. Palabras que ahora se repiten en su memoria como volviendo sobre ese instante, sobre las presencias en ese instante cundido por el amor: El momento del amor tatuándose a la piel, a la frágil magia de la piel vuelta gozo y encuentro.
El tiempo, el vacío, la realidad, la otredad, el amor, se dice Serafín mientras bebe un sorbo de café y pone a sonar en su reproductor de música La pregunta sin respuesta de Charles Ives. Se acomoda en su silla. Empero, no puede evitar sentir la palpitación del recuerdo que le ha traído esa voz recién escuchada a través del teléfono, haciéndole sentir en su cuerpo la intensidad de esos ojos de miel y de mar que lo miraban esa tarde de verano en Punta Piedras, mientras el sol se precipitaba al fondo lejano y él presentía el tiempo vuelto una concha vacía fundiéndose en las rocas donde unos cangrejos se ocultaban mientras el mar arrojaba piedras pulidas sobre la playa. Ese era un día tan antiguo como hoy, se dice Serafín, sosteniendo la parte inferior de su rostro con su mano derecha.
EN LAS GRIETAS
Camina, camina Serafín, avanza. En su ir, recuerda a un gusano consumiendo la pulpa que encubre la ciudad con su árido acento de sílabas dispersas en las voces de sus habitantes. Entonces las calles se le hacen pesadas, lentas, despertando en su memoria instantes del origen del tiempo. Avanza sintiendo cómo el asfalto agarra las suelas de sus zapatos, haciéndole sentir que sus huesos pueden ser consumidos por esas calles donde tantas huellas han gastado su presencia. Busca en el bolsillo izquierdo de su pantalón y saca unas monedas que caen de su mano rodando por la acera, mientras intenta recogerlas recuerda cuando en su infancia veía la tarde desde uno de los balcones de su casa, de cómo se ocultaba tras los materos donde las bifloras, los anturios y las begonias lo protegían de las sumas del tiempo, y de cuando las golondrinas aparecían describiendo con su nervioso vuelo el final del día antes de posarse en los cables del alumbrado, justo frente a su balcón.
Las luces lo imprimen como otra de las imágenes que van por las grietas de la ciudad donde el mundo guarda la tarde y saca la noche. Grietas donde la realidad se pierde o se encuentra tras un golpe del azar, el mismo que interrumpe sus pasos a la entrada del Café Philidor. Entra y en la barra pide un café mientras siente la mirada de Andreas Andriakos desde una de las mesas donde observa una partida de ajedrez. Se saludan y van a la mesa que da a la puerta de entrada sobre la calle Maracaibo donde la noche empieza a iluminarse. Piden media botella de ron, hielo y coca cola para mezclar el trago de Andreas, Serafín lo toma solo en la copa. Andreas Andriakos enciende un cigarrillo, brindan y beben un trago.
Andreas Andriakos guarda sus gafas en el bolsillo de la camisa mientras le habla de sus asuntos en el trabajo, de cómo viene asumiendo la licitación que su empresa ganó al principio del año, fuma y bebe otro trago buscando con su mirada la partida de ajedrez que se juega en una de las mesas del centro del Café. Serafín sirve más ron, en su mente aún persiste la sensación de sus zapatos siendo agarrados por el asfalto y a través de ellos sus huesos, sonríe y bebe, Andreas lo mira, mezcla su trago y bebe.
Son más de las diez de la noche y su conversación ha mudado hasta caer en sus temas sobre poesía, sobre los misterios que en sus vidas establece el lenguaje de la poesía. Entonces Andreas habla de su poema Aproximaciones al eje como centro, poema para el que está desarrollando una escritura desde donde acceder al instante, cuando al ser humano le acaeciera su extravío fundamental, el mismo que lo convirtió en el ser que desde entonces vive representando. Beben un trago, Andreas contesta una llamada en su celular, luego enciende un cigarrillo y continúa con su habla: Llevar al poema, y aquí uso una de tus imágenes, el eco fósil donde está contenido ese extravío. Un poema cuya escritura escave hasta revelar las fundaciones de ese extravío, allanar sus entrañas y adyacentes como quien ejecuta una disección. El lenguaje es el instrumental necesario para la disección que es la escritura de un poema.
Andreas Andriakos llama a la mesera y pide la cuenta, esta le trae la tirilla de cobro, la revisa y al encontrarla ajustada al consumo paga, incluyendo la propina. Otros habituales del Café Philidor se despiden junto a la puerta, dejando rodar tantas frases como es posible cuando se tienen unos tragos encima.
El poeta es un eyector del habla, él consigue que a través de ella cundan en cada tiempo las osadías de los apetitos humanos, agrega Andreas antes de pararse para ir a tomar el taxi que ya lo espera frente al Café, en esa calle Maracaibo tan ardua y tan estimulante para ambos.
O el que recicla el habla, murmura Serafín mientras ve irse a su amigo. Y en ese instante llegan a sus pensamientos imágenes de ese sueño cuando en septiembre de 1897 visitó al habitante del número 87 de la calle Roma, al pie del Gare Saint Lazare. Llegó invitado por Paul Valéry y Mallarmé, sin incomodarse por su presencia, les leyó Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Después, mientras tomaban un trago de brandy en el pequeño café L´Alizé de la Estación Saint Lazare, Paul Valéry le hablaba a Serafín de la búsqueda poética de Mallarmé, de cómo este se había empecinado hasta llegar a la escritura de ese poema alucinante y temerario ante lo azaroso del universo y lo limitado de la condición humana. De cómo esa búsqueda había puesto en riesgo la integridad de Mallarmé, poniendo en filo su mente y su capacidad de relacionarse con las condiciones que rigen la domesticidad cotidiana. Fue por eso que Mallarmé decidió recogerse en su intimidad, en los pequeños usos diarios que le permitieran disponer toda su atención para el reconocimiento del vacío donde se realizan los súbitos creadores de lo poético. Así, durante más de 20 años se dedicó a tal empresa, la misma que ha reflejado en su escritura, ante todo en ese poema que horas antes les había compartido: Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Serafín detiene sus pensamientos pidiendo otro trago de ron que bebe sin ningún afán, paga y sale. La noche sigue la calle Maracaibo hasta llegar a La Boa donde Serafín, después de saludar a Iván, bebe otro trago de ron mientras sonríe por los comentarios que este suelta mientras lo atiende. En la mesa junto a la ventana sobre Maracaibo un grupo de personas conversan animadamente, entre ellas Serafín observa a María Isabel y con la mano derecha le hace un saludo, ella iluminando sus bellos ojos le sonríe. Los bellos ojos de María Isabel donde cunde el amor. Iván le sirve otro ron a Serafín mientras le pregunta qué música quiere escuchar, esta canción que está sonando, le dice Serafín mientras repite la estrofa que en ese momento canta Celia Cruz: Al cielo una mirada larga / Buscando un poco de mi vida / Mis estrellas no responden / Para alumbrarme hacia tu risa. Te busco, se dice Serafín bebiendo un trago de ron.
EL DESCUBRIMIENTO
Se encontraron en La Arteria y después de algunas cervezas decidieron caminar, ir por las calles conversando y mirando el suceder en esa hora de la tarde cuando las luces se van desvaneciendo dando paso a la noche, instante cuando la ciudad parece regresar a la oquedad de un origen extraño, próximo a la otredad donde anidan los imaginarios de la realidad, los intersticios de lo incógnito. Al hablar, ella se detenía entre sus palabras mirando a Serafín, envolviéndolo con el agua de sus ojos y los movimientos de sus manos, imaginas, decía, cerrar los ojos y al abrirlos encontrarse en medio del océano en una noche estrellada, y al volver a cerrarlos sentir que no es un sueño, que al abrirlos nuevamente el encuentro será en un bosque húmedo, alrededor de una hoguera chisporroteante. Así me imagino contigo.
Sentado en La Cantina Verde al borde de un trago de ron, Serafín recuerda ese encuentro, esa noche cuando ella en la cama, recostada su cabeza contra una de las paredes de la habitación, lo miraba con esos ojos de agua que lo atraían como si ella fuera un agujero en la inmensidad de su deseo. Entonces su boca fue a su boca carnosa produciendo un instante único, una huella del tiempo vuelto todo al tocar su piel y besar la humedad de sus ojos, el suave calor de sus muslos. Su clítoris era el origen del universo, ofrendante y devorador, la risa y el llanto. En su rostro ella tenía las formas del tiempo. Formas con las que lo impregnaba cuando pronunciaba su nombre, cuando lo penetraba con sus caricias, con su humedad.
Esa madrugada Serafín la miró dormir y recorrió la noche que ella tenía en su rostro, su boca, sus pequeñas pecas y esos párpados tras los cuales anidaban esos ojos que provocaban todas las maneras del amor. Y su piel ahíta para derretirse en el gozo, en la libido toda, poro a poro hasta alcanzar la vastedad súbita de un universo único, alucinante en la carnosa magnitud de su presencia.
Serafín pide otro ron, se acomoda en su silla. Siente el aire de la noche, su frescura, las voces de quienes conversan en otras mesas. También un olor que no logra identificar, un olor que lo toca y pareciera querer llevárselo en su memoria. La mujer que atiende le sirve el trago mientras Serafín la mira. Es martes, se dice Serafín, segundo martes del mes de septiembre. Después de beber un sorbo de ron se queda manteniendo la copa en su mano derecha, observando la densidad del licor en el vidrio de la misma. La mece y vuelve a mirarla, viendo la densidad del licor en el vidrio de la copa.
La noche de su encuentro y esa madrugada junto a ella, vio en su cara todos los rostros del amor, todos los nombres del amor, por eso la nostalgia que siente en esta noche sentado en La Cantina Verde no es por el recuerdo de ella, pues sabe que el gozo de un cuerpo no se repite, que es único. Después de ella, ha amado y ha sido amado. Bebe otro sorbo de su trago sintiéndose a gusto en esa noche, entonces cerró sus ojos. Al abrirlos sintió el sol de una tarde de verano en su piel a la orilla del mar. Imaginas, le decía ella esa noche, cerrar los ojos y al abrirlos encontrarse en medio del océano en una noche estrellada, y al volver a cerrarlos sentir que no es un sueño, que al abrirlos nuevamente el encuentro será en un bosque húmedo, alrededor de una hoguera chisporroteante. Así me imagino contigo.
DIBUJO EN EL TIEMPO
Al despertar, Serafín sentía sus ojos penetrados por los cristales lamosos de una ventana, cristales averiados y a través de los cuales se filtraba la lluvia de ese invierno, de ese noviembre. La persistente sensación hizo que fuera al lavamanos y se lavara la cara, mientras se secaba recordó la figura vista al otro lado de esos cristales, era la figura de la antigua-madre caminando bajo la lluvia, luciendo su falda naranja con bordados a mano hechos por ella y una blusa blanca también hecha y bordada por ella. El agua corriendo por su rostro, por su pelo, mojándola toda. Era ella, tan frágil que nada la dañaría, la bella figura de la antigua-madre caminando, alejándose bajo la lluvia que caía esa tarde de invierno. Y sus pies descalzos dejando leves estelas en los charcos de agua, lo vital y efímero de sus huellas. Entonces, Serafín recordó cómo en un momento de su sueño todo parecía un dibujo a lápiz, distorsionándose por los efectos de la lluvia, haciendo ver los trazos como manchas, inclusive los ojos de él en el sueño fueron tocados por la lluvia que se filtraba por los cristales lamosos, regándolos sobre el papel de esa tarde de noviembre. Las líneas y los trazos en grafito, ahora bajo los efectos de la lluvia aparecían tocadas, creando la sensación de las manchas donde se pierden las formas de una presencia.
¿En qué instante se celebran las mutaciones que nos amparan y nos disponen para la vida? Pensó Serafín mientras colgaba la toalla con la que había secado su cara. Sus sueños, la saga de los sueños que desde su infancia traía en su memoria y de los que no hacía mención, pues no sentía necesidad de compartirlos y bien sabía que estos solo eran significativos para él en lo azaroso de sus raíces, en el aprehender de los diálogos y rupturas enseñados en ellos. Para Serafín sus sueños eran una conversación, una intensa, incómoda y gratificante conversación solo posible en su mente. Sí, se dice Serafín, en las paradojas propias de la realidad y del sueño muta lo luminoso de la vida, aquello que también puede ser lo más oscuro de ella. Entre la nitidez o lo críptico sucede la realidad, sucede la vida, haciendo y deshaciendo el día y la noche del conocimiento humano cuando se integra y confunde en la nervadura del tiempo.
Pensando así, adentrándose en ese sueño cuyos cristales lamosos por la lluvia humedecían sus ojos, llegan a la memoria de Serafín imágenes de la tarde que iba de la mano de la antigua-madre, esa vez ella llevaba puesta una blusa blanca y una amplia falda de un azul oscuro estampado de flores que más parecían estrellas. Iban por una calle y él se estaba comiendo un cono con helado de vainilla. Estaba próximo a cumplir cinco años e iba por esa calle de la mano de la antigua-madre comiéndose un cono con una bola de helado de vainilla y pasas, sintiéndose a gusto, contento. Al llegar a una esquina, donde se detuvieron, sintió que lo miraban, lo miraban. Entonces alcanzó a ver al hombre que resguardado en una cabina telefónica lo miraba. Sin dudarlo supo para sí que ese hombre que lo miraba era el padre. Años después se enteró que esa tarde el padre, autorizado por la antigua-madre, lo había podido mirar desde esa cabina telefónica.
El cruce de tiempos que se abrió para el encuentro de la antigua-madre y del padre, era para Serafín la constancia de los azarosos dados que las manos del tiempo dejan rodar por la realidad. Ese breve encuentro hizo posible su nacimiento, su presencia dada ante los dados que al caer mostraban una de las caras de sus cifras siempre mutantes. En esas azarosas rutinas, ¿cuántas veces no había querido Serafín pasar desapercibido, invisible?
Los cristales lamosos de una ventana averiada que en un sueño revelan lo que sucede al otro lado, en una calle en horas de la tarde mientras llueve. Y en la mañana al despertar, vueltos a ver aparecen tan ciertos como el agua que en la ducha corre por el cuerpo de Serafín.
Siempre al borde, siempre al borde, se repite Serafín mientras busca la toalla para secarse, mirándose en el espejo.
Otro día, se dice Serafín, otro día en el inexorable movimiento del tiempo. Otro día y es necesario disponerse para él. Sí, ese día en la tarde Serafín dictará una charla sobre el libro Los elementos del desastre, de Álvaro Mutis, uno de sus poetas apreciados. En su charla para estudiantes de literatura, les hablará sobre cómo Álvaro Mutis usa el idioma español para crear las enrarecidas atmósferas de sus imágenes, haciéndolas de un vigor sudoroso que produce el ofuscamiento necesario para acentuar el tratamiento que requieren sus temas. Logrando así de estas atmósferas imágenes cargadas de realidades y alucinaciones enfermizas. De cómo en los poemas de este libro de Mutis, el suceder de las imágenes parece salir de los vapores de un caldo donde el mundo se ha extraviado desde su nacimiento, dando paso a ámbitos y significados donde se fundan leyendas y hazañas de un azar turbio.
En Los elementos del desastre el poeta ausculta lo inútil de cualquier idealización humana, lo árido que terminan siendo los dogmas impuestos por ellas. Entonces, como quien escarba el misterio, los ecos de sus extravíos, la nervadura de su estampida, el poeta escudriña las costras acumuladas por la condición humana, encontrando infecciones que dan cuenta de las jornadas vividas y soñadas por quienes vagan por regiones de fiebre y alucinación. Encontrando la ofensa del miedo vuelta un frío abrasador. Las tramas de piedras que evidencian la memoria y el prematuro olvido. Las maldiciones tejidas en los ojos de los rebaños humanos que pacen en las ciudades hechas coros de alabanza para un dios inútil. Y un sol que se consume en la ruin memoria de sus artificios y paraísos. Sí, el poeta ha encontrado las ruinas de las raíces de la fábula que ha quedado en ascuas.
Serafín recuerda la vez que lo escuchó, entonces Mutis le decía de lo arduo que era lograr una imagen y además encabalgarla con otras imágenes buscando el dibujo narrativo del poema, el ritmo que hiciera admisible la visión del poema. Para él, decía Mutis esa vez, sus poetas preferidos casi siempre eran aquellos que imaginaban la realidad en el poema.
Sí, se dice Serafín, el solo título del libro narra una visión de la realidad. Una manera de aprehender la realidad. De aprehender un mundo roto en sus estructuras y en sus sentimientos. Un mundo sumido en una tautológica letanía de recodos y abismos absurdos. Así el poeta cumple con su función de ser raíz hecha sustancia que se interroga en el habla escrita del poema. Los augures leen en el lomo de los elementos los signos del desastre. En los poemas de Álvaro Mutis los personajes de sus escenas viven estancados en las membranas de un sueño que regresa siempre al sueño en el sueño mismo. Son seres inmersos en la eternidad que los acoge en su quietud, en los sopores de su cotidianidad. Quizá por eso el poeta dice en las líneas finales de uno de estos poemas que: El poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.
Suena el teléfono, sacando a Serafín de sus conjeturas. Contesta, la llamada es para ajustar algunos detalles de su charla de la tarde. Se acomoda en la silla mientras escucha la voz de quien habla.
Omar Castillo, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010), la novela Serafín (2022) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De la novela Serafín se dice que: “La estructura narrativa de esta novela y la configuración lograda en ella de la íntima trama de su personaje Serafín, hacen que este sea un libro no convencional, impactante y magnífico. Sí, esta es una novela escrita a través de estancias donde se narran las atmósferas y las situaciones de la odisea de Serafín en el centro de una ciudad como Medellín, su realidad, sus imaginarios y extrañezas sucediendo entre lo oscuro y lo luminoso de los días y las noches de un tiempo al cruce de los tiempos. Así, en las estancias de esta íntima odisea el lector podrá encontrar las experiencias donde Serafín aborda y elabora la noción de su ser en el mundo y en el universo, sus maneras realizándose en lo abrupto o en lo misterioso y maravilloso de la vida como experiencia inagotable. Mirar y ver entre el día y la noche al tiempo como un oficio donde asumir el caos y la creación de vivir. He ahí la razón de ser de la novela Serafín”.
Contacto: om.castillo58@gmail.com
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