De El laberinto ilustrado:
ABRIL
Día 26
11:00 a.m.
Buscando el mínimo atisbo
de lo que aparente ser una prueba irrefutable de la existencia de Dios con que
conmover el aparato astroso de mi alma, me vi atrapado en la frenética agonía
de la efectividad del bien, esto es, de la posibilidad del mal. Me detuve,
quiero decir, ante el generoso límite en que se enseña el amor o el desprendido
espacio en que se exhibe el odio, lo que —entiendo— no es decir demasiado.
03:00 p.m.
He pensado: el cielo
sangra del terrible filo que presumo al meditar esta pereza y el cielo es terco
como costra y como amaño y me conmueve con sus pausas por mis ecos, por mi
rencor, por mis nociones, pues si estas groseras consecuencias envejecen lo
bastante o si al punzar sobre estas planas, sistemáticamente, remordiera mis principios,
¿no sería el temor, acaso, quien, finalmente, maniobre el amasijo de mi cuerpo?
04:00 p.m.
El hebreo se vale del
término rah para referirse al desierto lo mismo que a la vaca famélica o
a la batalla perdida, a la vergüenza pública, al hombre sin fe o al higo que se
pierde por maduro. Cierro los ojos. De la impresión al cuerpo devoto marra el
mármol una culpa. ¿Aquel que no ve a Dios puede soñar con pastores que se ven
en sueños fornicando con ovejas enloquecidas?
Día 27
10:00 p.m.
Aunque sensible, cuando
niño, disfrutaba el espectáculo de lidiar gallos y cazar palomas. Luego,
Jean-Baptiste Oudry me instruyó en la enumeración, y en el lamento, al nombrar
al faisán, faisán y a la liebre, naturaleza muerta.
Ergo:
He acariciado algunas
noches la tentación de saludar en Marcos aquella lacerante inmisericordia de
amor al prójimo.
He vacilado en seis horas
un latido o asomo o demanda o floración.
He practicado un consuelo
hasta prendarme al deseo de lo simple.
He acumulado en tres
objetos todo el pasado del que era capaz para sufrir las consecuencias
impalpables e irrenunciables de la sombra.
He silenciado mi odio en
piedra fría.
10:05 p.m.
¿Quién, sinceramente,
percibe a Dios como Acto Puro, como algo ajeno a una ventisca, a un estornudo,
a una sorpresa postergada por demasiado tiempo?
(Me sentía como si la
nostalgia irreprimible del mar urdiera un eco de penitencia).
Día 28
05:00 a.m.
Con el primer destello,
he intentado diseccionar la primavera tímida espigando, ataviado de claro y con
sandalias, la herencia ígnea de su diáfana extrañeza.
05:30 a.m.
Observo el cielo a través
de los cristales. Entre él y la urbe dos jóvenes juegan al ping pong con
espontánea torpeza. Intento gobernar mis pensamientos o demorarlos una cifra. Lo que obre en mi mente obrará en mi carne,
me repito cuando quisiera preguntar —por ejemplo, a la joven viuda y perturbada
que va y viene por la calle y cuyo nombre es Gladys o a la anciana rubia que
frota sus anteojos contra el doblez de su falda y cuyo nombre ignoro—:¿dónde
está, allá en lo vago, la placentera tez de la locura? ¿Acaso en los pezones,
en el sangrado irregular o en el temblor inconmovible y fronterizo de la nada? ¿Dónde
reposa aquello que he opinado sobre el delirio del amor o la amistad o la
violencia? ¿Dónde, si en cada nada cifran dos capullos, dos incógnitas, dos
cuerpos independientemente ungidos de nocturnos como los duros bloques
calcinados de Max Beckmann?
05:35 a.m.
¡Dios Santísimo!
05:36 a.m.
¡Dios Santísimo, me aferro
a Ti como a un valle embellecido por las flamas!
05:37 a.m.
¡Dios Santísimo! Ayúdame
a inflamarme con tu espíritu y a: 1) sentir que algo me odia por las mañanas y
me depreda por las noches; 2) entender que una pelota de pig pong es un objeto
para el viaje, un objeto que marcha y que retorna; 3) someter en la desdicha mi
vieja pretensión de repatriarme tras la noche, pero no de: a) ver en el
lenguaje la escultura del aliento; b) sorber a la distancia el eco como un
hilo; c) juzgar el beneficio de los ojos ante el nombre.
06:00
a.m.
Todo vómito principia en
el lenguaje.
La
dignidad nos predispone, mediante el cuerpo, a la comedia. — He aquí
que un cuerpo ha muerto. (Los pastos patinados humedecen cuanto la sombra ha sido:
su nombre duele, lejano su esplendor sospecha,
corroe su deleite cada espasmo,
cada palmo de yacer, cada minúscula, pues todo tránsito florece en alarido).
que un cuerpo ha muerto. (Los pastos patinados humedecen cuanto la sombra ha sido:
su nombre duele, lejano su esplendor sospecha,
corroe su deleite cada espasmo,
cada palmo de yacer, cada minúscula, pues todo tránsito florece en alarido).
Camino de la mar el
horizonte ofrece un límite sonoro
y añejos remanentes irisados susurran un laurel sobre la espuma
bajo la espuma, con el viento, junto a los pasos.
y añejos remanentes irisados susurran un laurel sobre la espuma
bajo la espuma, con el viento, junto a los pasos.
Acerca de los actos, el
efesio condenó la permanencia,
aun si nos domina la palabra,
pues no hay palabra, ni segmento, ni vacío,
que no se busque en el reflejo conmovido
como no hay fuego, ni fiebre ni pavesa, que no transgreda su luz
y sea genuino amante de extraviarse y ser del aire.
aun si nos domina la palabra,
pues no hay palabra, ni segmento, ni vacío,
que no se busque en el reflejo conmovido
como no hay fuego, ni fiebre ni pavesa, que no transgreda su luz
y sea genuino amante de extraviarse y ser del aire.
La sombra que refluye
extasiada de humedad,
la sombra de aridez,
la sombra que es reflejo o semilla de su muerte,
oquedad para fugaz incandescencia,
murmullo entre la arena,
segundo en que lo habita alguna espuma delirante,
pues todo cae en el temblor o la pavesa, en el segmento despojado o el romance
hasta tornar doloso espectro,
diálogo infame entre las costas del consuelo,
palabra bajo el puño, alarde sobre el puño
tan solo para arder sobre la mar!
la sombra de aridez,
la sombra que es reflejo o semilla de su muerte,
oquedad para fugaz incandescencia,
murmullo entre la arena,
segundo en que lo habita alguna espuma delirante,
pues todo cae en el temblor o la pavesa, en el segmento despojado o el romance
hasta tornar doloso espectro,
diálogo infame entre las costas del consuelo,
palabra bajo el puño, alarde sobre el puño
tan solo para arder sobre la mar!
Día 29
05:00 a.m.
Hondo en el desierto la
huella del extranjero accede como una espina y el beso es áspero reflujo. Bajo
mi piel, la dulce bendición del odio y el milagro de la muerte palpitan
concordantes. Persisto en el reposo de mi habitación. Mis jóvenes vecinos
continúan manipulando sus sólidas paletas. Descorro las cortinas y elijo
recrear el mundo con especial embeleso, gobernarlo, maniatarlo con el gesto rápido
y grosero de mis manos.
El despertador.
05:10 a.m.
Finalmente he desistido.
En esta precaria brusquedad —la del ruido del despertador que me regresa desde un
trance de miedo—, he decidido perseguir alguna ruta a través de la novísima y
preclara epistemología de mi época.
Apelo a la huella entre
mis sueños.
Amanece.
Ha huido el milagro.
FEBRERO,
SEGUNDA SEMANA
Antes hablé de cuerdas y otras
herejías. El monje Linji, natural de Haze, era frecuentado por montañas y
pequeñas grietas. Ante la brevedad de las moscas, perfeccionó la hostilidad
como su método. La tradición lo ha perpetuado, irónicamente, como un anciano
delgado, cuya calvicie contrasta con una extraña frondosidad que puebla su
rostro gemebundo; unido a esto, aquellos ojos desorbitados de intransigencia,
lo finalizan por envolver dentro de un aura de rudeza y suspicacia, acaso señas
de su real aspecto. Nunca respetó la autoridad. Nunca pidió. Cada vez que se
acercó hasta las orillas del Zhaowang, ante su pálido reflejo, sintió que
apenas una cuerda bastaría para evitar la incómoda elegancia de la ancestral y
venerada cimitarra.
Como el recuerdo,
una vasija de porcelana acoge húmedo el vacío,
atesorando lo que fue, ante el atisbo de su albor,
algún dorado ovillo de existencia.
una vasija de porcelana acoge húmedo el vacío,
atesorando lo que fue, ante el atisbo de su albor,
algún dorado ovillo de existencia.
(Alguna
tímida muchacha que ensayara el alegato de su afecto,
puesto que alguien le ha revelado que el amor
no es más que un cuenco en que la chicha se fermenta).
puesto que alguien le ha revelado que el amor
no es más que un cuenco en que la chicha se fermenta).
En otro lado del mundo
se aprecia en la difícil porcelana
esa frondosa alegoría de nubarrones pasajeros
que les imponen sus resquicios calculados.
se aprecia en la difícil porcelana
esa frondosa alegoría de nubarrones pasajeros
que les imponen sus resquicios calculados.
Me explico:
Valiéndome de una astilla he asesinado a cuatro dioses.
(De esta manera interactúa una vasija con el ruido).
Valiéndome de una astilla he asesinado a cuatro dioses.
(De esta manera interactúa una vasija con el ruido).
Sobre mis palmas, una
sospecha de la luz que peregrina.
(De esta manera interactúa una vasija con el sueño).
(De esta manera interactúa una vasija con el sueño).
De El supermercado al mediodía:
NATURALEZA MUERTA CON FRUTOS PERFECTOS
«Estas
granadas que se agrietan y hieren labios exaltados no consideran abarcar la arquitectura
ni ser insólitos emblemas de alguna mente perturbada; ellas pretenden el sabor
que las prolonga, apenas lo nutricio»—, para olvidar mi fatigoso desamparo me
detengo ante este cálculo, esta noción de permanencia que admite el fruto.
¿Quién recordaría esta demora como la escena familiar en que las moscas
ejecutan su conmoción o terquedad de dinamismo?
Un
niño reclama a su madre. Le dice que ha encontrado las granadas mucho antes que
ella. La madre asiente sorprendida. Quiero decirle que su hijo las ha imaginado
mucho antes que ella—«Su pequeño ha pincelado estas granadas»—, pero me limito
a sentenciar en el contacto, a vulnerar en la fricción como buscando esa rutina
del defecto que se dispersa en lo creado. Percibo algunos frutos de aroma y de
textura delicados como una joven enfermiza. Creo ver en ellas geometrías
rigurosas, aislamientos refinados, sentir el alegato del intruso, la variación
jurásica, el mecanismo darwiniano entre partículas cautivas.
Quiero
entregarme a la esperanza del reencuentro y a la emotiva corrupción de la
violencia. El pequeño da brincos alrededor de su madre. Las granadas me
sugieren el principio del temor: SI ALGO SE EXPONE, ENTONCES TEME POR TU VIDA.
Quiero
creer en el psicópata frente a la imagen que se expande desde un punto, en el
hombre ante la fe o ante el reporte matutino de personas extraviadas. «Ha sido
un juego solamente—le diría a su víctima—. En unas pocas horas estarás de nuevo
en casa».
HE VIAJADO A 300 KM/H PARA VERTE BAILAR SOBRE EL CAPÓ
La
muchacha que completa, en el anuncio, la delicada circunstancia familiar, como
segmento, o agregado, por fuerza, ha de entender que su figura no ha de
sestear, con aparente solidez, sobre el capó de algún audaz y repulido
Rolls-Royce 1900, 71. Esta mujer piensa: «Empujar el carrito de las compras me
sitúa en algún punto de la cadena alimenticia». Y entonces se conduce con el
placer legítimo de los compromisos bien remunerados, y vincula su postura al
artificio, deseando ser una estatuilla delicada sobre el capó de un refulgente
Rolls-Royce viajando a 300 km/h sobre la Panamericana Norte. Toda la ligereza
del paisaje emancipado de su forma sin apenas un cabello liberado de su asalto.
Bajo su falda, la estela de un galeote. Así, cuando la noche cubre su espíritu
de calma, espera el dulce desahogo de un indicio. ¿Acaso el camisón que la
fatiga y, obstinado, sus tetas compromete, abrigue esa alegría del consuelo
como un tacto? ¿Se comprende adelantada o mascarón de proa en cuanto hurga el
mecanismo exasperado de sus pechos? Esta mujer es una imagen de la felicidad,
una imagen provechosa que reproduce la fortuna: empujar el carrito de las
compras a velocidad constante, anclarse al porte de los entredichos con una
mueca comparativa, estar a la espera, obedecer al prójimo, obligarse al
apetito. Un Rolls-Royce 1971 viaja a 300 km/h para ofrecerle a esta mujer
aquella firme calidez de un corazón imperturbable.
AHORA
QUE LOS JÓVENES Y LAS BOTELLAS SUSPENDIDAS
Ahora
que una A circulada ornamenta las paredes de esta gran ciudad y rememora el
frenesí de la belleza que participa de los libros, pero que nadie se molesta en
presumir, tomar las calles como perros delirantes para roer, en el secreto de
la rabia, sus más pulcras avenidas, configura la estrategia de una noble
juventud entusiasmada—furiosamente, para ornados— con el prójimo. Y aquí
estamos.
Un
anarquista deambulando por los pasillos de un supermercado al mediodía es toda
la estética de la que es capaz el anarquismo: el parche que luce esta persona
guarda una severa relación con la amargura de estos tiempos.
Aunque
asumamos que este hombre es bello porque cede el paso, porque se abrasa en las
mejillas, porque conmueve, nada de
esto nos podría prevenir ante la primera arruga que, al herir su bendecido
rostro, desatara una pasión pendiente, muy similar a la apatía, porque si bien
este hombre es bello y cede el paso, también es una bestia conmovida, un
argumento rebatido por el tiempo.
Cualquier
manual de arte da por sentado que la experiencia nos desborda, que nos despoja
de la línea eterna y nos entrega al empellón del horizonte. (En el sistema de
masas, una falla es un fenómeno al que podemos sacar provecho de alguna u otra
manera).
Este
joven anarquista representa el desenfreno de los años insurrectos de la razón.
Este muchacho es una caja desglosable.
¡Están llamando a la
acción directa!
¡Oigo sus voces acercarse!
¡Oigo sus voces acercarse!
Y asaltamos
las calles para dibujar el grafiti curvado de la libertad y todo arde por un
segundo porque correr cuando las botas no pesan más que la esperanza del retorno
es una aspiración contra los frutos más pesados de las ramas del presente y
toda aspiración contra las ramas del presente es aplaudida por los cuerpos
perseguidos, por su propia inclinación a ser retumbo de la carne, fisura
imperceptible del presente.
¡Están coreando los sermones
en las plazas!
¡Capullos de Proudhon!
¡Capullos de Proudhon!
Un
joven anarquista merodea por los estériles pasillos del supermercado. De
pronto, estira un dedo y lo balancea como dibujando el símbolo de su desengaño,
una A circulada sobre la imagen esplendente de una bonita caja de cereales: la
pauta del humor en un fanzine anarcopunk.
¡Están llamando a la
acción directa!
¡Escucho a sus corceles acercarse!
¡Escucho a sus corceles acercarse!
Pero
alguien, entonces, nos consuela: «¡Hacia la resistencia, camaradas! ¡Están
curvando las figuras!» —Esto es hermoso.
AZUL PRUSIA
Juraste amar nuestro retrato: «Lo juro, Amor. Adoro urdir
nuestros retratos». Pero el ocaso nos impidió albergar esa consciencia fresca
que prometía transformar nuestra codicia renovada en anticuadas contracciones
del percance.
No hay nada más hermoso que una mujer un poco colocada
deslizándose por los alrededores estridentes de Plaza de Armas. Tomar su
cabellera por una pétrea paradoja y maniatarla con una extraña melodía de
rogativa en tregua, en cesación de encargo, en relativa pausa de su patrocinio.
Acariciar despreocupadamente su regazo con un ardor sutil que lo obligara a
desprenderse bajo la tela irrespirable de la noche. ¡Pues tomaremos las palabras cotidianas, en el sagrado orden cotidiano,
para desmantelar el dadaísmo! «Lo juro. No hay nada más hermoso que el
retrato».
—Si bien tu piel es el reflejo de una antorcha bajo el amparo de su instinto,
tu sexo es la sospecha de una noche
aún más vaporosa que la noche—.
tu sexo es la sospecha de una noche
aún más vaporosa que la noche—.
Encogidos de correspondencia, la madrugada nos sepulta entre
las mieses de la aurora e interpretamos la resina del silencio, porque en el
orden nuestros cuerpos se desatan confundidos al arder desde un estímulo
remoto, desde una chispa, desde una fuga de la nada. «Cariño, estás ardiendo
—me dices—. Somos apenas dos astillas contrapuestas». Puedo sentir el olor del
quitaesmalte sobre tu llaga reciente. ¡Algo
me dice que un espíritu más grande sí es posible y que tomemos las palabras
cotidianas, en un orden virtuosamente sobrehumano, para blandir una farola!
«Cariño, estoy ardiendo. Somos apenas dos brochazos superpuestos del otoño».
Conjeturo que un listado definitivo de la envidia ha de
incluir la disyunción como premisa confidente, pero es posible que mi razón vague
perpleja bajo el efecto agitador del quitaesmalte. En tales condiciones,
valerme del cadáver de una rosa me obligaría a compararla con un falo. «Cariño,
deja para después todas las rosas». Escucho tu voz cuando escuchar tu voz
reprime el canto que venera el orden necesario de la fe (Espacio Vacío →
Retrato) como una roca abandonada de su oficio entre la fibra. «El quitaesmalte
que alimenta mis retornos, también eclipsa aquel rumor endurecido del letargo
que nos pierde».
Ven a decirme que el silencio es una llaga humedecida o que
la madrugada es el calvario, pero que no importa. Ven a mostrarme cómo la noche
se desliza entre tu cuerpo y cómo el crepúsculo repuja una pestaña inabarcable
entre tus manos. Te recuerdo adormecida sobre una banca hedionda en Plaza
Elguera. Eran los años en que el vigor se confundía con el anzuelo de la sed y
la venganza era el feroz retrato de una muchacha abandonada contra el día,
sobre la piedra roja, junto al falsete de su mal, bajo sus pechos.
—Como
la plácida violencia
de una pluma correctora
sobre los montes azulinos de la mecanografía;
así, como este escrúpulo de nube,
luces hermosa al aplicarte,
desgarradora, meticulosamente,
la hipnosis líquida del quitaesmalte—.
de una pluma correctora
sobre los montes azulinos de la mecanografía;
así, como este escrúpulo de nube,
luces hermosa al aplicarte,
desgarradora, meticulosamente,
la hipnosis líquida del quitaesmalte—.
Al recurrir a un crisantemo, o flor cualquiera, nos preguntamos
por el código viciado del disfraz. ¿Por qué elegir el silencio cuando tanto
anzuelo nos reclama? «El color del té de crisantemo al mediodía me recuerda a
la sospecha del dolor que es el cortejo entre dos aguas». Te he observado al
alejarte, irregular y reflexiva, como evitando a las extrañas marejadas de mi
sombra. «Cariño, ardemos. Somos apenas dos banderas sobre el vezo de la rabia»,
te revela el eco.
La
vecindad es una bota tumefacta sobre mi cabeza;
el quitaesmalte nos suspende en su maniobra
hacia el retiro,
porque la soledad nos compromete en el desvelo,
nos predestina al sueño que transita la distancia
entre el amaño del amor y el apetito.
el quitaesmalte nos suspende en su maniobra
hacia el retiro,
porque la soledad nos compromete en el desvelo,
nos predestina al sueño que transita la distancia
entre el amaño del amor y el apetito.
«Que no transita la distancia…», alguien nos burla, «…entre
el amaño de mi amor y el apetito». Pero la posesión de nuestros cuerpos
perforados palidece como lejanos promontorios de arenisca cuando lo dicho y el
retrato, en una curva, se devanan.
Daniel de los Ríos. Cursó
estudios de Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Poemas suyos
forman parte de Recitales Ese puerto existe. Muestra poética (2010-2011). Ha
publicado Exhibición permanente (2013) con la editorial Paracaídas y ha sido
finalista en el VIII Concurso Nacional de Poesía Premio José Watanabe Varas
2013, la XVII Bienal de Poesía Premio Copé 2015 y el X Concurso Nacional de
Poesía de la Asociación Peruano Japonesa Premio José Watanabe Varas 2017.