INICIO
Para esta
segunda edición de Asedios, nueve poetas
colombianos, he revisado los ensayos que componen el libro, he escarbado en
su escritura queriendo hacer nítido el dibujo de algunos de sus pasajes, he
insistido en su decir buscando esclarecer para el lector mis conjeturas sobre
los poemas de los poetas tratados en él.
En Asedios,
nueve poetas colombianos reúno ensayos
cuya redacción inicial fue hecha entre los años 1990 y 2005, en los cuales
consigno mi visión sobre la poesía escrita en Colombia por nueve poetas nacidos
entre 1939 y 1952, ellos son: León Pizano (1939-¿?), Amílcar Osorio
(1940-1985), Alberto Escobar Ángel (1940-2007), Teresa Sevillano (1944), Rafael
Patiño (1947), Darío Jaramillo Agudelo (1947), Luis Iván Bedoya (1947), Juan
Gustavo Cobo Borda (1948) y Carlos Carabeto (1952).
En 1958,
cuando el grupo Nadaísta irrumpe en la escena poética colombiana, el país se
encontraba sumido en lo que se ha dado en llamar “La violencia en Colombia” y
sus poetas más promocionados, “los de mostrar”, se dedicaban a encubrir con sus
versos las atrocidades de dicha violencia: “Salvo mi corazón todo está bien”.
En tal escenario los Nadaístas promueven su ruptura, la opción de una poesía no
atomizada por las “sanas costumbres y el correcto decir”, una poesía al filo de
los abruptos que sobrecogen la cotidiana realidad del país.
Teniendo
presente los recursos poéticos intuidos y propuestos en ese año de 1958, en ese
cruce exasperante y tenaz, inicio mis aproximaciones a la escritura de estos
nueve poetas, a las formas y maneras de su participación en la tradición
poética colombiana, a las rupturas y apuestas presentes en sus obras, que si
bien han sido realizadas desde una noción de lo poético, también es un hecho
como a todos ellos los nutre un mismo período histórico, una formación inculcada
por la educación, por los eventos del país y del mundo, por las lecturas de su
momento y por la valoración de literaturas del pasado, y sobre todo por los
hallazgos y las búsquedas posibles en el ámbito de una lengua común.
La
escritura poética en Colombia, la que podríamos llamar su tradición, es
reciente, y en medio de las contradicciones que esto puede implicar, creo que se
inicia a principios del siglo XIX, y algunos de sus iniciadores son: Gregorio
Gutiérrez González (1826-1872), Rafael Pombo (1833-1912), Candelario Obeso
(1849-1884) y José Asunción Silva (1865-1896).
Leer es
difícil, más cuando se trata de nuestros contemporáneos. Más difícil aún resulta
escribir acerca de sus obras, pues los celos o las rebuscadas formas del halago
suelen entorpecer una higiénica apreciación. Para estos ensayos me he permitido
licencias de todo orden, buscando una noción de lo escrito por cada uno de los
nueve poetas aquí asediados, al extremo de diseccionar la escritura de sus
poemas sin temer caer en el ultraje o el equívoco, pues creo que leer es desvelar,
es revelarse.
La poesía
escrita en occidente en los
recientes 200 años nos produce una sensación extraña, como si la piel del poema
se extraviara dejando un vacío y en el momento cuando vamos a leerlo, solo
alcanzáramos a ver el reflejo de las letras de su escritura surgiendo del fondo
de ese vacío. Es en esa extrañeza cuando sucede la fascinación por las imágenes
entrevistas y en las cuales es posible aprehender el súbito del poema. He ahí
el instante cuando la analogía entra para conectar la fragmentación que nutre al
poema en su constante construcción y devastación.
En las
vetas activas y en las inéditas de la memoria humana, el poeta explora el habla
para el poema, los incógnitos fragmentos donde descifrar el huellar humano en
la tierra y en su visión del universo.
Entonces,
en Asedios, nueve poetas colombianos
busco alcanzar el vacío donde afloran las escrituras de estos poetas, la página
donde el poema se hace y deshace.
Inevitable,
la poesía nos reúne y devora. Única. Nos revela y consume hasta hacernos
renacer en el vientre de su escritura.
Gracias a Luz Marley Cano Rojas por la cuidadosa
lectura de estos textos y por sus aportes.
Omar Castillo
RESTAÑAR O
APREHENDER, LOS POEMAS DE LUIS IVÁN BEDOYA
En este
ensayo reúno dos textos: “La palabra que no se restaña”, que escribí para abrir
Poesía en el umbral, selección 1985-1989,
editado por Cuadernos de otras palabras,
Vol. 10, (1993), en el cual preparé una antología con poemas de los primeros
cinco libros publicados por Luis Iván Bedoya (Medellín, 1947). Y el texto que
publiqué en 1991 sobre su libro Aprender
a aprehender (Ediciones otras
palabras, 1986). Al concitar el encuentro de estos textos, pretendo con
ello ampliar mis conjeturas de acceso a las atmósferas y ámbitos propuestos por
la poesía publicada por el poeta en los años ya mencionados.
I
La palabra que no
se restaña
Aludiendo al
mágico don adjudicado al poeta desde la antigüedad primitiva del mundo, en el
texto escrito para presentar Poesía en el umbral digo:
El tribal
viaja por el laberinto de la llama, esa fascinación que no restaña. Al danzar,
deviene sonido para el canto. Si la llama es cuerpo y lo que quema hace danza,
¿qué, entonces, incendia la palabra en quien danza? Si el fuego es hoy posible
en una cerilla, ¿de dónde sacar la palabra precisa? La palabra es roca
propuesta a la faz de la vida. Del fuego deviene una presencia. El abrigo
resguarda al cazador. En la pared penumbrosa, concluido el dibujo, el trazo
grueso atrapa al animal que, libre, corre por la pradera. Iniciando la
costumbre, un quehacer ético. Lo graficado para la grey emprende la fundación
del instinto estético. La presencia de lo ético y lo estético se constituye en
el reto por asumir una dignidad como aquella con la cual los guerreros se
presentaban unos a otros, antes de la batalla. ¿De qué manera la palabra
manifiesta esta presencia? Desde siempre han existido condenados a hallar la
entraña de la palabra o, acaso, su simple veta. Los mismos que, sin premura, la
transitan por el filo sin llegar a lacerar su fondo. Una condena no deja de ser
condena. Tampoco una flor que arde prístina, sucumbe en la memoria. Quien
empuña el arma no tiene límite si penetra con ella. Así la palabra, al ser
pronunciada, al ser aprehendida vuelve y, como lo dibujado, se prende en la
memoria por el laberinto de la llama.
Con la
misma insistencia de una gota de agua labrando la piedra, la palabra en la
poesía de Luis Iván Bedoya se realiza sobre la hoja de papel. Y son estas
labraduras las que ha puesto a disposición del lector en sus libros de poemas, tal
como quien entrega la contracifra posible para habitar los arduos ámbitos
otrora tan solo conquistados. Sus poemas no están grabados en el pensamiento
como los estribillos de una canción que ha hecho muesca y conduce a sus
recitadores, convirtiendo la memoria y su poseedor en un paraje de escombros.
Los suyos reclaman otra costumbre. Logran aventurar un aire con el que preñan
los paisajes por los cuales el ser humano pasea y exhibe su primigenia y
gastada identidad, siempre entre lo universal y lo usual.
Además,
conjeturando sobre los libros publicados por el poeta hasta esa fecha digo:
Cuerpo o
palabra incendiada (Ediciones otras
palabras, 1985), es el libro donde Luis Iván Bedoya inaugura el itinerario de
su escritura poética. Itinerario que surge en la fragua donde los destinos
humanos son enmarañados, donde sus existencias son reducidas a vivir en lo
aciago por la desobediencia cometida, a expiar su culpa hasta quedar hechos
cenizas en las historias que el viento sepulta detrás de las costras del
tiempo. Y es justo desde ahí donde este poeta extrae las palabras para el
hálito y la forma de su aventura poética: “cenizas / palabra de alucinada esencia / despliega en el aire / lo que
está detrás / de todo rostro”.
El perfil logrado
por cada uno de los cuatro dísticos que componen los poemas del libro Protocolo
de la vida o pedal fantasma (Ediciones otras
palabras, 1986), permite ver las tensiones en las que es expresado el
carácter humano, las raíces de su ser realizándose en las realidades donde
sucede su existencia. Entonces el poeta, varado en las características de esta
“caravana urbana”, asume las vivencias, las tramas de ese suceder y recoge de
ellas las monedas acuñadas por la libido de esa condición. Por ello acude a los
festines donde “la carne domesticada” se regodea en su fisiología, constatando
el tráfico, los flujos de un destino tautológico. Empero, el poeta no se aplica
a nihilismos consoladores que sirvan de coartada para encubrir tales perfiles.
Tampoco se sustrae del asombro coloquial que lo aferra a esa caravana. He ahí
la realización de la paradoja, el don del poema:
“por los mismos ojos ahora fijos en la sorpresa aplazada
sostenida por esperanzas vítreas momificadas y huecas
por el abandono compartido por la caravana urbana varada
en el puro centro de moles de cemento y ruido y humo”.
En los dos
cuartetos que arman cada poema del libro Aprender a aprehender (Ediciones
otras palabras, 1986), el ceñirse del
poeta a un marco de escritura tan marcado, lo lleva a extremar la elaboración
de sus versos. No obstante su concreción, el poeta logra entre cuarteto y
cuarteto un diálogo que puede presentarse del primero al segundo, o viceversa.
Ambos cuartetos alcanzan sus propios rasgos y crean una relación que hace del poema
un todo. Dentro de los límites que se impone en estos poemas, Luis Iván Bedoya
consigue exponer su propuesta poética en versos que engarzan la realidad y la otredad.
Así el poeta enhebra exasperantes imágenes en analogías que establecen metáforas
donde avanza y se contrae el mapa del poema esclareciendo ámbitos enrarecidos
de la realidad que aprehende. La estética propuesta en sus anteriores libros se
amplía en este con su visión ética, logrando que sus poemas se zafen de las
gasas que los amortajan y los dejen al descubierto, en el vacío irrefutable de
su trayectoria esencial.
En el libro Canto a pulso (Ediciones otras palabras, 1988), el poeta emplea en cada uno de sus poemas
epígrafes de autores estadounidenses. Puestos en su idioma, los epígrafes quedan
como correlatos de una trama que crece en cada poema, también figuran como
estelas con breves mensajes o si se quiere, como vallas puestas al pie de las
rutas donde pernocta la caravana humana y donde se dice de la muerte, la usura,
el fracaso, el amor. Al leer el poema “Palabras” con el cual se accede al
ámbito propuesto por este libro, uno muy bien puede preguntarse si las palabras
en la magnitud de su escritura son vestigios de un nacimiento y de un crimen,
pues en estos versos el conato de la realidad humana parece chocar con los
fósiles donde consigna lo devastador de su ser depredador. Realidad vuelta dígitos
históricos de un pasado cuyo presente luce un haz árido. En la tensión de este
arco verbal se realizan los poemas que componen Canto a pulso, en su escritura las palabras danzan como “sílabas de
arena” donde se conserva el sonido de la memoria, el eco de una “fragua
antigua” cuya sintaxis permanece. Y como en una tragedia que no cesa, cada
palabra se adentra en el cuerpo del habla buscando las raíces que esclarezcan
los instintos de la vida y así, tras ese adentrarse, las palabras vuelven
libidinosas sobre la página donde hacen cundir los abruptos e imaginarios de la
estirpe humana. En la página, su escritura parece polvo alrededor de las
huellas azarosas de la acción cognoscitiva humana, como si arrastraran ripio de
galaxias iniciales. Las palabras alcanzan en estos poemas una extensión titilante
en el firmamento de sus palimpsestos:
“sus formas
ícono profano
sílabas de arena
calladas
piedra que resiste
las armas abstractas
de su dialecto
eco de hierro
en fragua antigua
sintaxis
de un mapa
salpicado al azar
por una mano descuidada”.
Como si
fuera una “red erosionada”, el poema “Caja de autorretratos” que cierra Canto
a pulso, abre paso al tramado donde gravitarán los poemas del siguiente
libro de Luis Iván Bedoya: Biografía (Cuadernos de otras palabras, Vol. 3, 1989).
Si en sus primeros tres libros el poeta nos muestra pasajes concretos de la
veta por donde explora su escritura, en Canto
a pulso y en Biografía esta veta
lo suspende en un umbral, el mismo donde su escritura debe descubrir las
maneras de tejer la costumbre para las azarosas ascuas de su tiempo. Empero, el
libro Biografía no es la
afirmación o negación de una biografía. Su asunto es la paradoja de
quien se mira en un espejo mientras desfigura sus facciones, entre ellas la del
habla. Los 13 poemas del libro son un lugar donde el poeta quiere dejar el
fichero de la historia para dar inicio a su encuentro con la memoria de lo
inédito. En Biografía el poeta no se
figura como un Adán que desciende por el hirsuto pelambre de la realidad hacia
una nueva tierra, no, el poeta se sabe incógnito, es decir, partícipe del
laberinto donde se extravía su aliento hasta el hallazgo libidinoso donde
prende el misterio, la nitidez de su presencia:
“algunas veces casi el vacío
el polvo
el silencio
el viento
escritura líquida donde nada un sueño
rueda oxidada en que gira el pantano
de otros días
marca de los límites
eco
de fracturas
caligrafía del aire en movimiento
pero el día sigue su curso
el
peso de la sangre
quiebra de las palabras”.
II
Aprender
a aprehender
Y
conjeturando sobre la ardua escritura establecida en los poemas que componen el
libro de Luis Iván Bedoya, Aprender a
aprehender, digo:
Lo que nos
lleva a conjeturar sobre la obra de un poeta, es la necesidad por esclarecer el
súbito instante realizado en sus poemas, ese que nos atrapa en el haz verbal de
su escritura cuando volvemos sobre sus versos una y otra vez. Porque un poema
no es la anécdota que impulsó la escritura de un poeta, tampoco aquello que al
leerlo creemos identificar con nuestras emociones.
En los
poemas ensamblados por Luis Iván Bedoya en su libro Aprender a aprehender,
encontramos una escritura sintáctica practicada en unos textos que no buscan convencer
a su lector sino enfrentarlo. No se acude en ellos a la catarsis que le
garantice un lector reblandecido en sus instintos. Los suyos son textos que confrontan
la callosidad que pervierte nuestra capacidad cognoscitiva: “mira las briznas volátiles del oro / milenios
de luz siempre en retorno / a los reveses de la desechada vida / en las formas
nebulosas de los días”.
En el
libro Aprender a aprehender, el poeta
nos recuerda como en las palabras nos “persigue la obstinada historia” y que en
ellas han ido quedando los idearios vivenciados por la humanidad a través de
los distintos espejos de su historia real e imaginaria, entonces, no es extraño
que las irradiaciones ideológicas con las cuales han sido tocadas nos penetren
y su decir afecte nuestros instintos. Por ello, si queremos reconocernos en
otras formas de existir, si queremos alcanzar un canto que nos represente,
debemos empezar por el desmonte de cuanto oxida e inutiliza las palabras, dejándonos
en la orfandad de su promiscua confusión.
El poeta
también nos filtra, como las palabras informan o deforman un idioma, como con
ellas se puede contener el mundo y clasificarlo hasta dominarlo según la
conveniencia de las ideas de quienes para ello actúan. Tal parece que la
realidad de los idiomas hablados en el mundo, ha sido reducida a la usura y
consumo delirante, mandando a la intemperie a quienes no se supeditan a ella,
mientras en las cuadrículas urbanas se amontonan y se jactan quienes eyaculan e
imprimen su huella en el carné de identidad, aquellos cuyo lenguaje se limita
al pavimento que los conduce hacia la rutina laboral, al “espacio donde
aumentan los saldos de inventario”:
“desciende al infierno de los perdidos peatones
para auscultar las reservas de la ciudad sin nombre
es su aventura el destino de una gesta para otro canto
metamorfosis de gastados floripondios e inocuas faunas”.
El poeta
que sucede en Aprender a aprehender sabe los riesgos de adherir su
perfil a las ascuas donde son incineradas las palabras, esas mismas ascuas de
donde resurgen para confrontar los “cadáveres con ojos filo en punta”, la
“difícil ciudad” de objetos hechos escombros, de naturalezas de hojalata e instantáneas
donde se movilizan sus peatones. Palabras perturbando lo sometido como real,
pues en la escritura de Aprender a aprehender las palabras se levantan
en imágenes desfamiliarizadas de las habituales maneras donde se prolonga la
catarsis de los sentidos, reclamándonos ver y aprehender de nuevo los instintos
del mundo.
En estos
poemas se narra el “engranaje humano”, su máximo rendimiento para obtener el salario
que le permita cubrir las deudas en la cuadrícula “lógica de la vida cotizada
en cuotas”. Vida salarial voceada por marcas que se cotizan en insinuantes vallas,
o en la pantalla subrepticiamente rayando la memoria. Maquilado el deseo queda
el eslogan humano, la fantasía plegable de “su destino para cargarlo en leve
imagen”, calco tras calco. En este punto el vocabulario peatonal solo tiene una
utilidad: actuar como comprador cautivo: “consignada en caja de automatismos programados / está su voluntad y
están sus sueños / tiene que ser en la ficción de todo comienzo / donde se base
siempre el cómputo de las edades”.
En el haz
de sus poemas el poeta que escribe Aprender
a aprehender busca revelar las palabras, su capacidad para estimular la acción
cognoscitiva que desvele el discurso que nos somete a ser usuarios consignados
“en caja de automatismos programados”.
En la
escritura de Aprender a aprehender el poeta no escapa a la azarosa
realidad que somete las palabras y a sus usuarios. Sus poemas recorren los
distintos estadios de abyección donde tal realidad ocurre. Su revelarse se da
en el itinerario mismo del ultraje. Una lectura que ignore lo anterior sería insuficiente,
pues en estos poemas el poeta no se muestra como un salvador, sabe que de
hacerlo sería un continuador del discurso que lo ultraja. Aquí el poeta es una
víctima que se revela. Es perceptible la sacudida sufrida por el poeta durante
la escritura de estos poemas, el reacomodarse del sistema gravitacional de su
existencia. En ellos asume las palabras no obedeciendo las señales que le
indican la calzada de supuestos como opción “genuina” y acelera en la sintaxis impuesta
como una infatigable luz roja. Los suyos son poemas sobre las señales que
caracterizan los “ciudadanos inertes
que nada rigen / solo la risa póstuma de su tiempo / detenido en la vaguedad de
sus facciones / signos de los límites sin elixir de la vida”.
La obra de
Luis Iván Bedoya hace mucho se apartó de los manidos temas y de la música de
canción repetida que rige la escritura poética practicada en Colombia y esto ha
sido suficiente para que su obra despierte resquemores insulsos,
desconociéndose como la suya es una poesía dada a los rigores y riesgos
necesarios para acceder a las manchas donde yace el instinto esclarecedor de
los imaginarios de la realidad.
Los libros
de Luis Iván Bedoya tratados en este ensayo, están incluidos en su Obra poética (Ediciones Pedal Fantasma,
2011), donde también reúne: Del archivo
de las quimeras (Ediciones otras
palabras, 1999), Ciudad (Ediciones otras palabras, 1999), Paleta
de Luces (Ediciones otras palabras,
2002), Raíces (Ediciones otras palabras, 2002), 55 Cucúes (Ediciones otras palabras, 2002), Tautologías (Ediciones Pedal Fantasma,
2005), La alegría de decir (Ediciones
Pedal Fantasma, 2009) y Desplazamientos
(Ediciones Pedal Fantasma, 2011).