Poeta de una fertilidad sorprendente por la cantidad y calidad de imágenes que constituyen su producción, César Moro es un personaje entre dos mundos, tirado y desgarrado por la exigencia absoluta de la poesía y las circunstancias en que le tocó desarrollar su obra y su vida, y dar sentido a ambas. El sentimiento que se tiene al leer buena parte de la prosa de Moro es que se trata de un hombre repleto de ira, de indignación. Su poesía, de profundo aliento lírico, está llena de vida, de belleza, de sentido dramático y, en ocasiones, cómico (o irónico). Un gran solitario en la medida de su rigor que lo aleja de cualquier tipo de devaneo con la facilidad, la docilidad o la complacencia; establece, no obstante, fecundas y sólidas lealtades, amistades profundas, inamovibles compromisos.
César Moro (Alfredo Quíspez Asín) nació en Lima “la horrible” en 1903. La institución escolar, como cualquier otra institución, le resultó opresiva y poco interesante. De su educación en un colegio jesuita no recuerda con agrado sino el aprendizaje del francés (lengua en la que escribió buena parte de su obra poética). El exacerbante provincianismo, la hostilidad hacia cualquier tipo de manifestación poética que caracterizaba la vida en la capital peruana de los años 1920 y 1930, la mediocridad del ambiente intelectual de “Cretinoamérica” —como ha llamado el peruano a nuestros desdichados países—, lo llevaron a expatriarse en 1925 rumbo a Europa. En Lima, las largas épocas de dictadura militar, de aislamiento cultural y de falta de libertad de imprenta, habían hecho emigrar a muchos y aislarse a otros. Es quizá de esta época que data la fascinación de Moro por un animal cuya actitud copia en los momentos en que se siente amenazado: la tortuga. Lo mismo que ésta, César carga a cuestas su caparazón y en él se resguarda de la insensibilidad y la chabacanería del mundo. No obstante, antes de instalarse en lejanos horizontes, había escrito ya varios poemas y publicado algunos. Entre éstos —que es posible fechar hacia 1924— “Cocktail amargo”, “El corazón luminoso” y “Anadipsia”, aparecieron en un periódico de Trujillo, El Norte, en enero de 1925. Otros, del mismo periodo, quedan inéditos. André Coyné, el más tenaz difusor de la obra de Moro y amigo entrañable del poeta, considera que “son poemas de juventud, de categoría desigual, pero todos ellos manifiestan la libertad y la riqueza de una fantasía a la cual muy poco falta para que nos deslumbre con nuevas evidencias, sin dejar ni un momento de desconcertarnos”.(1) De hecho, ya para estas fechas su obra denota un conocimiento y un interés por las escuelas literarias de avanzada, incluyendo Dadá. De esta época data también su “bestiario”, denominado “Parque zoológico”, en el que Coyné encuentra ya todas las cualidades que lo harán apreciable como poeta. Es, por lo tanto, un escritor más o menos formado el que desembarca en 1925 en tierras galas. De su viaje ha dejado un testimonio poético, “La carga del azúcar”, escrito en Puerto Chicama durante una escala. Más tarde, en Arcachon y París, escribió algunos versos que Coyné reunió en la plaquette Primeros poemas. Sin embargo, fue en el momento de su llegada a París cuando pareciera arrancar su verdadera biografía, cuando pareciera empezar a vivir, como si con el ambiente de la Ciudad Luz su ser se animara cual crisálida que rompe su capullo al contacto con el espacio en el que siente la posibilidad de desplegar sus alas, brillantes y policromas, que tan sólo esperaban el entorno propicio para lucir en todo su esplendor.
Hacia 1926 o 1927, entró en contacto con el grupo surrealista por medio de Alina de Silva y se integró de inmediato a sus actividades. A partir de ese momento, Moro, en un gesto de rechazo al tradicionalismo y conservadurismo de su país de origen, asumió el francés como lengua poética, y serán contadas las veces que vuelva a expresarse en español. Al tiempo que participaba en la acción surrealista, Moro hacía malabarismos para eludir la degradante condición de “empleado” en un trabajo cualquiera, sobreviviendo gracias a “chambas” ocasionales como mesero en un café.
Dentro del grupo, Moro contó con el aprecio de André Breton, Benjamin Péret, Paul Eluard, y sus poemas aparecieron en Le surréalisme au service de la révolution. Asimismo, forma parte de quienes publicaron un conjunto de poemas en honor de Violète Noziéres, joven que había sido condenada por matar a su padrastro, que abusaba de ella, y a quien los surrealistas defendieron, entre otras mujeres “criminales”. En este momento, el peruano se identificó plenamente con la postura asumida por el movimiento, tanto en materia artística y poética, como en lo político, si bien su condición de originario del tercer mundo le otorgaba una perspectiva, respecto a ciertos problemas, de la que carecían los otros. No obstante su pertenencia a la cofradía bretoniana, se desenvolvió de manera armoniosa durante los años de su estancia en París.
Paralelamente a su obra escrita, Moro realizó, a lo largo de su vida, una abundante actividad como artista plástico. Su obra abarca collages, gouaches y técnicas automáticas surrealistas (equivalentes al discurso automático en la escritura). Esta producción muestra las características de lirismo y delicadeza que se encuentran en sus versos. Expuso en Bruselas —Cabinet Maldoror— en 1926, y en París —Paris-Amerique Latine— en 1927. Luis Mario Schneider considera que para Moro la pintura es una especia de introspección. No obstante, y a pesar de su persistencia en esta práctica, nunca alcanzó, en mi opinión, su lenguaje plástico, la excelencia que distingue su obra escrita. Ésta, cercana a la de Benjamin Péret por su libertad e imaginación delirante, por su humor, fue asumiendo mayor consistencia y un carácter cada vez más personal. Es por su origen, y con excepción de algunos antillanos, el único latinoamericano que formó parte del movimiento surrealista en los años 1920. Luego vendrán célebres figuras como Roberto Matta, Wifredo Lam y Aimé Cesaire, entre otros.
A principios de 1934, Moro dejó París vía Londres con destino a la capital peruana, donde, en palabras de Coyné, “encendiera las primeras llamaradas surrealistas”.(2) Ahí, en 1935, organizó la primera exposición surrealista realizada en Latinoamérica; ésta incluyó obra de los pintores Jaime Dvor, Waldo Parraguez, Gabriela Rivadeneyra, Carlos Sotomayor, María Valencia (casi todos chilenos) y varias obras suyas (38 de las 52 que integraron la muestra). El catálogo, que incluye textos traducidos de los surrealistas de París, incluye también una declaración de la tortuga Cretina: “La comodidad de la ropa / no es ejercicio suficiente”, poemas de Emilio Adolfo Westphalen y otros. Al año siguiente inició una violenta disputa por escrito en el folleto El obispo embotellado con Vicente Huidobro, a quien acusó de plagiario, despojándolo de todo mérito en el dominio de la poesía. Lo atacó con la misma furia que desplegó ante la inconsistencia política de Diego Rivera, la indignación que le provocó el homenaje a Eluard, o la mediocridad de una exposición de pintura francesa presentada en Lima; una ira acorde con la tónica del surrealismo más virulento. Su aliado en la defensa y difusión del surrealismo en el Perú fue Westphalen. En 1939 vio la luz en la capital peruana el único número de la revista El uso de la palabra, editada por Westphalen en colaboración con Moro, a pesar de que este último se encontraba ya residiendo en la ciudad de México. Esta publicación, fiel al espíritu del surrealismo más combativo, es de marcada tendencia internacionalista (de acuerdo también con los postulados del movimiento parisino), e incluye traducciones de Breton y Eluard, colaboraciones de Agustín Lazo y Alice Paalen, un poema de Westphalen y una reproducción de Manuel Álvarez Bravo, entre otras cosas. Así, con Westphalen, Moro sembró en el Perú la semilla surrealista, con una gran pasión y tenacidad, sobre un terreno en apariencia infértil. Sin embargo, la obra de poetas como Xavier Abril, Alberto Hidalgo y Alejandro Peralta, sería inexplicable en el país de los incas, sin la tenacidad de Moro y Westphalen por cultivar allí la simiente del surrealismo. Afín también a la postura política asumida por el movimiento, César Moro se manifestó en defensa de la República, en el momento en que estalló la guerra civil en España. Desde fines de 1936 hasta principios de 1937, Moro, Westphalen y Manuel Moreno Jimeno publicaron cinco números clandestinos de CADRE (Comité de Amigos de la República Española), la cual fue reprimida por la policía.
En marzo de 1938, y antecediendo apenas la llegada de André Breton, César Moro se instaló en México, donde vivió durante los siguientes diez años. La capital mexicana, “con un retraso cultural de 30 o 40 años respecto a Europa”, se aprestó, para bien y para mal, a recibir al líder del surrealismo. En medio de la actividad opositora de la intelectualidad estalinista, que boicoteó las actividades de Breton y se dedicó a hostilizarlo, algunos amigos y simpatizantes lo recibieron cordialmente y se estableció una estimulante red de intercambios. Entre éstos se encontraba César Moro, quien introdujo al poeta en el círculo de los Contemporáneos. A la llegada del líder del surrealismo al país azteca, Moro se mostró muy dinámico —Schneider lo menciona como el posible organizador del material publicado en Letras de México— en ese momento (marzo de 1938). Tradujo los poemas surrealistas que ahí se incluyen y se publicó también un poema suyo en homenaje a Breton. Además aparece en algunas fotos en las que el francés se encuentra rodeado de amigos mexicanos; lo frecuentó, evocando quizá con placer sus días parisinos. Breton hace mención de Moro en su texto, Recuerdo de México. Tras la partida de André Breton, Moro continuó como difusor de sus ideas en la prensa mexicana, al comentar obras como Trajectoire du rêve, y con algunos otros artículos publicados en Letras de México. Poco más tarde, en 1940, Moro volvió a desempeñar un papel importante como difusor del surrealismo en México al organizar, junto con Wolfgang Paalen (quien llegó en 1939, con Alice Rahon y Eva Sulzer) y en colaboración con Breton, desde París, la Exposición Internacional del Surrealismo, que se abrió en enero en la Galería de Arte Mexicano. El catálogo contiene un texto de César Moro, escrito exaltante en el que intenta definir, por la vía de la poseía, la esencia del surrealismo.
En 1942 llegó a México Benjamin Péret acompañado de su esposa Remedios Varo. Meses más tarde llegó Leonora Carrington. Moro constituye una figura-bisagra entre los dos grupos de surrealistas exilados que se instalan por aquellos años en México: uno, alrededor de la figura de Péret, en el que se cuentan, además de Leonora y Remedios, Katy y José Horna, el propio Moro y el joven pintor mexicano Gunther Gerzso. Si bien este clan no funcionó como la cofradía bretoniana en París, en cuanto a la producción de declaraciones colectivas y organizadores de eventos más o menos escandalosos, sí se caracterizó por la realización de obras en común. Se reunían casi a diario, jugaban juntos, se disfrazaban, y en ocasiones los juegos daban lugar a productos apreciables realizados en colaboración. Moro formó parte de estas actividades lúdico-poéticas y en 1954 publicó Trafalgar Square, ilustrado con un dibujo de Remedios. Se reunían en la calle de Gabino Barreda, en casa de los Péret, o bien en la casa de los Horna, donde Katy los retrató con motivo de la boda de Leonora con Emerico Weiss, en 1946. Moro dedicó un texto a la obra de la Carrington.(3)
Durante esos años publicó regularmente en El hijo pródigo y se convirtió también en activo colaborador de Dyn, la revista editada por Wolfgang Paalen. Fue en el grupo reunido alrededor de éste donde se propició más la posibilidad de una actividad colectiva, al contar con un órgano de difusión y con una buena red de galerías. De hecho, tanto Paalen como Alice Rahon expusieron regularmente en la ciudad de México, así como en algunos puntos de Estados Unidos. Moro fue muy cercano también a los Paalen. Escribió dos textos sobre la pintura de Alice, “Alice Paalen” y “Algunas reflexiones a propósito de la pintura de Alice Paalen”, ambos incluidos en Los anteojos de azufre y un bellísimo ensayo sobre la obra de Paalen (“Wolfgang Paalen”, también en Los anteojos de azufre). Compartió con ellos (como con Péret, por otra parte) su interés por las culturas precortesianas y amplió la perspectiva que estos pintores y poetas tenían del mundo prehispánico, con sus conocimientos sobre los incas. Así pues, la cercanía con este grupo resultó muy productiva. En 1943 publicó Le chateau de Grisou, con un grabado de Wolfgang Paalen; en 1944, en Ediciones Dyn, apareció Lettre d’amour con un aguafuerte de Alice Rahon. La profunda amistad que lo unió a esta última, inspira el poema “Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre”, dedicado a Alice y a Valentine Penrose, quienes habían viajado juntas a la India en 1936.
Ya que nunca regresó al núcleo del grupo parisino, era fácil a distancia desasirse de la fascinación ejercida por André Breton sobre sus amigos, quienes, según ha comentado alguno de ellos, “lo amaban como se ama a una mujer”. Las diferencias que separaban a Moro del líder del grupo surrealista fueron de carácter personal, más aún, íntimo, y estban relacionadas con aspectos de orden irracional, ante los que nada puede la teoría ni la lealtad a una causa común. Aunque Moro adujo después motivos de carácter ideológico, el distanciamiento con Breton respondió, en el fondo, a la defensa que este último hizo, en su texto Arcano 17, del amor heterosexual como único válido. Moro, dolido, denunció, no sin razón, la estrechez de miras de aquel que se había erigido como máximo paladín de la libertad, también en el amor, defendiendo su postura a partir de un profundo conocimiento de la psicología. Sin embargo, Moro permaneció eternamente fiel al espíritu surrealista y a sus postulados esenciales: la libertad, el amor, el sueño.
Una parte de la actividad de Moro, de sus relaciones e intereses fue ajena al surrealismo. Su cercanía con el grupo de los Contemporáneos, especialmente con Agustín Lazo y Xavier Villaurrutia, y la admiración y pasión que mostró durante sus últimos años respecto a la obra de Marcel Proust, fueron exteriores a la órbita del movimiento parisino y respondieron a aspectos de su vida anímica y espiritual que poco tenían que ver con el surrealismo. A pesar de su alejamiento del grupo, su obra, tanto como su persona, fueron siempre apreciadas por los surrealistas. Breton se dirigió a él cuando en 1955 realizó una encuesta sobre el “arte mágico”, demanda a la que Moro respondió con su habitual brillantez y sensibilidad.
En enero de 1956, César Moro murió de leucemia en Lima. Su muerte pasó inadvertida en Bief, órgano de comunicación surrealista del momento. Sin embargo, poco después, en 1957, al publicar André Coyné la plaquette, Amour à Mort, los poemas del peruano llamaron la atención de Benjamin Péret, quien solicitó autorización para incluirlos en una antología de poesía surrealista. No en balde Moro ha sido llamado por Stéphane Baciú, “el Benjamin Péret del surrealismo hispanoamericano”, y es que se acerca al francés, no tan sólo en el terreno de la imaginación delirante, en la libertad sin límites y en la fecundidad poética, sino también en su intransigencia, en su ferocidad al defender aquello en lo que cree, y en su “pureza” libre totalmente de concesiones. Tras su muerte, buena parte de su obra que permanecía inédita, fue publicada gracias a los esfuerzos de su amigo Coyné. No obstante, Moro permanece en gran medida desconocido, como poeta, como pintor, como traductor y difusor del surrealismo en América Latina.
Este ensayo fue publicado en Lourdes Andrade, Siete inmigrados del surrealismo, Cenidiap, Conaculta, INBA, 2003.
Notas
1. Prólogo a Los anteojos de azufre, Lima, 1938.
2. Idem.
3. “Leonora Carrington”, Las Moradas # 5, Lima, 1948
Fuente: http://piso9.net/cesar-moro-la-poesia-entre-el-viejo-y-el-nuevo-mundos/