Teoría de los Cambios (Sol Negro / Cascahuesos Editores, 2009) de Enrique Verástegui es una praxis metapoética a modo de testimonio, mezclada con meditaciones metafísicas, sucintas e irónicas observaciones de su entorno cotidiano, y pensamientos que integran ciencia, poética, filosofía, estética y ensayo; es también el análisis retrospectivo de propio oficio poético, una mirada a la trayectoria vital, existencial, artística y espiritual de un hombre que ha dedicado muchos años a la búsqueda de la plenitud mediante el arte de la palabra y el ejercicio del conocimiento. Es la visión integral del ser humano, que no separa hombre y cosmos, que ha llegado a entender que la revolución empieza en el interior de cada ser y que sus alcances no acaban en el universo. Una visión mística que integra razón y poesía oriental, y que borra las contradicciones entre lo bueno y lo malo, las dualidades.
Primero el poeta asume una posición marginal ante su sociedad: “Se me ha prohibido hacer filosofía,/ se me ha prohibido pensar,/ cuando de lo que se trata es de organizar el caos”, nos dice desde su posición de pensador, matemático o científico. En casi todos los textos su voz parece dirigirse al no-lector, mejor dicho, al nuevo lector que avizora. Es una poesía que mira el pasado, pero que le habla al futuro, como un Angelus Novus: el poeta sabe que ha sido silenciado por la sociedad, pero eso no significa que puede evadirse de su responsabilidad. Ahora que el poeta ha recobrado la voz, nos guía, nos explica, nos da pistas de sus obras silenciadas, a ratos como una Vita Nuova o un Ecce Homo, y a veces como cartas, cuaderno de apuntes reflexivos, diario, libreta de notas o carnets.
Pero no todo es repaso de la propia trayectoria o análisis de las posibles certezas alcanzadas, hay también un diálogo con otros poetas, tan antiguos como Dante o Holderlin, o presentes como Reynaldo Jiménez, Sologuren y Kozer; lo mismo están filósofos con los que debate como Kant y Hegel. Cito estos versos geniales: “Todo – lógica, matemáticas, ciencia – es tu cuerpo/ esa razón práctica de Kant, que Hegel,/ en nombre del Estado, contradice./ el Estado es superfluo, y Hegel un patán”. El poeta hace un constante ejercicio de la memoria, como es el caso de este breve pincelazo de Paris: “Como el Dante, pasé por La Sorbona./ Leyenda y misterio rodean mi estadía en Francia”. O recurre a la forma lírica de la elegía para recordar como emblemas a amigos que se han ido: Carlos Frías o Pocho Ríos (“Bohemio legendario/ se inmoló en bares fulminantes/ como infarto, estocada al corazón/ que la Virgen María se lleva”).
“El mundo es una sombra a mi lado / que Tao ilumina”, escribe hacia el final, en los poemas más afines a la poesía japonesa y china. Uno de los principios que el poeta postula es la supremacía de la Conciencia sobre la materia y lo real. Bajo esta premisa, entonces: “Si el mundo no cambia para bien/ ¿Para qué habrá de cambiar?”, dice esta teoría que asume también que “el mundo que cambia es pasado”, y que “el principio del cambio, permanece”. La Teoría de los Cambios, es decir, de lo permanente, se guía por la belleza (lo que permanece), y la belleza se guía por la virtud (lo que se aspira). La virtud, entonces, la hallamos desde donde el poeta se rebela (su postura no-oficial), y a través de esas visiones místicas de la naturaleza, visiones de Lima, del caos, de la desolación, de la tristeza, pero integradas como circuitos mentales ante una pantalla de computadora del cual brotan iluminaciones como haykus. Para el poeta iluminado la belleza es salvación, para el poeta entusiasta el conocimiento siempre ha de ser deslumbramiento. Esta es una de las mejores lecciones que sacamos de este nuevo y hermoso poemario del gran Enrique Verástegui, poeta universal.
Primero el poeta asume una posición marginal ante su sociedad: “Se me ha prohibido hacer filosofía,/ se me ha prohibido pensar,/ cuando de lo que se trata es de organizar el caos”, nos dice desde su posición de pensador, matemático o científico. En casi todos los textos su voz parece dirigirse al no-lector, mejor dicho, al nuevo lector que avizora. Es una poesía que mira el pasado, pero que le habla al futuro, como un Angelus Novus: el poeta sabe que ha sido silenciado por la sociedad, pero eso no significa que puede evadirse de su responsabilidad. Ahora que el poeta ha recobrado la voz, nos guía, nos explica, nos da pistas de sus obras silenciadas, a ratos como una Vita Nuova o un Ecce Homo, y a veces como cartas, cuaderno de apuntes reflexivos, diario, libreta de notas o carnets.
Pero no todo es repaso de la propia trayectoria o análisis de las posibles certezas alcanzadas, hay también un diálogo con otros poetas, tan antiguos como Dante o Holderlin, o presentes como Reynaldo Jiménez, Sologuren y Kozer; lo mismo están filósofos con los que debate como Kant y Hegel. Cito estos versos geniales: “Todo – lógica, matemáticas, ciencia – es tu cuerpo/ esa razón práctica de Kant, que Hegel,/ en nombre del Estado, contradice./ el Estado es superfluo, y Hegel un patán”. El poeta hace un constante ejercicio de la memoria, como es el caso de este breve pincelazo de Paris: “Como el Dante, pasé por La Sorbona./ Leyenda y misterio rodean mi estadía en Francia”. O recurre a la forma lírica de la elegía para recordar como emblemas a amigos que se han ido: Carlos Frías o Pocho Ríos (“Bohemio legendario/ se inmoló en bares fulminantes/ como infarto, estocada al corazón/ que la Virgen María se lleva”).
“El mundo es una sombra a mi lado / que Tao ilumina”, escribe hacia el final, en los poemas más afines a la poesía japonesa y china. Uno de los principios que el poeta postula es la supremacía de la Conciencia sobre la materia y lo real. Bajo esta premisa, entonces: “Si el mundo no cambia para bien/ ¿Para qué habrá de cambiar?”, dice esta teoría que asume también que “el mundo que cambia es pasado”, y que “el principio del cambio, permanece”. La Teoría de los Cambios, es decir, de lo permanente, se guía por la belleza (lo que permanece), y la belleza se guía por la virtud (lo que se aspira). La virtud, entonces, la hallamos desde donde el poeta se rebela (su postura no-oficial), y a través de esas visiones místicas de la naturaleza, visiones de Lima, del caos, de la desolación, de la tristeza, pero integradas como circuitos mentales ante una pantalla de computadora del cual brotan iluminaciones como haykus. Para el poeta iluminado la belleza es salvación, para el poeta entusiasta el conocimiento siempre ha de ser deslumbramiento. Esta es una de las mejores lecciones que sacamos de este nuevo y hermoso poemario del gran Enrique Verástegui, poeta universal.
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