domingo, 5 de noviembre de 2006

Señores destos reynos


Crónica de una visita al museo Rafael Larco Herrera con motivo de la exposición Oro y Joyas del Perú antiguo.


Por Gustavo Reátegui Oliva.

La combi sorteaba baches y saltaba cual si fuera un saltamontes. Me arrellané lo mejor que pude en mi asiento y luego de dirigirle una ígnea mirada al irresponsable conductor – con la que le recordaba a todos sus antepasados chamuscados-, desistí de seguir con mi lectura. Me disponía a ver en unos minutos uno de los tesoros más importantes no sólo del Perú sino del orbe todo. Una de las maravillas que hacen que nos reconciliemos con este presente magro y algo gris que nos ha tocado vivir. Y si como bien decía el historiador Arnold J. Toynbee* cuando se refería al breve lapso -casi infinitesimal- que significaban los miles de años transcurridos desde la aparición de las primeras culturas; comparadas éstas con la antigüedad de la raza humana, con la de la vida sobre el planeta, con la del planeta mismo, con la del sistema solar o con la de la galaxia en la cual es un simple grano de polvo, etc. Así vistas, culturas surgidas en el milenio II a.C. (como la Grecorromana), en el milenio IV a. C. (como la Egipcia Antigua) o en el 300 a. C. (como nuestra Chavín de Huántar), venían a ser verdaderamente contemporáneas -por lo menos filosóficamente- de la civilización de nuestro siglo. O sea, aquicito nomás, a la vuelta de la esquina. Es decir, que me disponía a ver algo no preterido ni terminado, mucho menos concluido, sino todo lo contrario, iba a ver objetos y creaciones -y si aguzaba la mirada quién sabe situaciones-, de las que podría extraer enseñanzas que me servirían en esta mi condición de peruano del siglo XXI. Así que me bajé en la esquina.

Este humilde cronista de sucesos quedaría prácticamente mudo con lo que vería. Un hermoso peto de oro exquisitamente trabajado es lo primero que recibe al visitante de la muestra y uno no puede más que guardar un silencio reverente y sobrecogedor; el mismo silencioso recogimiento sacro que debió de haber producido a los súbditos del Señor Mochica que lo portara muchísimo tiempo antes de la llegada de los españoles. Se lee al ingreso: “la conquista fue el final de una ideología contenida en el metal, fue la muerte del valor sacro del brillo divino que conectaba a los hombres con los dioses”. Esta exposición es singular no sólo porque entre otras cosas hay piezas que se exponen a la vista del público por vez primera, sino además, por el hecho de que enfatiza el carácter divino que tenían estos metales y piedras preciosas trabajadas excepcionalmente por los pueblos del antiguo Perú. No era en realidad el valor económico de las piezas lo importante para los creadores y portadores, sino el complejo significado religioso, de status social y político que infería al mandatario o notables que las usaban. Así como el hondo significado cohesionador que tenían para las diferentes castas de estas culturas.

Esta espléndida colección está conformada por piezas de las culturas Vicús, Mochica, Nazca, Lambayeque y Chimú, y si actualmente los peruanos, podemos visitarla –y maravillarnos con estos tesoros que nos son comunes a todos como heredad-, se debe gracias a la meticulosa y por qué no decirlo amorosa labor de la Dra. Paloma Caicedo de Mufarech –quien ha reunido información inédita para esta exposición-, y de David Diestra López especialista en restauraciones y uno de los más reconocidos conservadores de metales del mundo. Fue precisamente éste último quien fungió de guía de lujo para el grupo de periodistas allí reunidos.

Diestra respondió a todas nuestras inquietudes e hizo especial hincapié en que estas culturas fueron mucho más avanzadas en cuanto a su desarrollo metalúrgico que los incas. Desarrollaron aleaciones y trabajaron preferentemente el laminado. Habían dentro de las gentes del común, grupos familiares o castas de artistas dedicados en algunos casos a los textiles, en otros a los cerámicos y otros a los metales. El acceso a éstos últimos era restringido y sólo podían trabajarlos artistas autorizados, por el peligro que significaba que alguien pudiera llegar a las prendas o joyas y tratara de robarlas o usurpara con su posesión el poder. Es por esto –nos decía Diestra- que muchas de las piezas de esta exposición fueron intencionalmente golpeadas, deformadas e incluso rotas por el temor a que fueran extraídas de las tumbas sagradas.

Me quedé absorto y casi sin aliento observando unas narigueras con incrustaciones de turquesa Mochica (500 d. C. aprox.) que fueron confeccionadas con diversos materiales como: oro, nácar, hueso y concha de spondylus. Que parecían recién salidas del taller del orfebre Mochica que se las había confeccionado a su Señor; gracias a la técnica y conocimientos de David Diestra. Uno puede observar también anillos, orejeras, pectorales, coronas y platos ceremoniales.

La sala se encontraba ya algo más concurrida de visitantes tanto foráneos como nacionales. Me encontraba casi abstraído observando un bello e imponente frontal de oro con representaciones de felinos. Entonces hicieron su aparición Rumi y Curaca, dos hermosos perros peruanos sin pelo que son los engreídos del museo Larco; se pasearon por toda la moderna y bien montada exposición sin molestar a nadie, olisqueantes y movedizos, y se fueron tan raudos como llegaron hacia alguna duna de un Señorío de Sicán.

De pronto una voz de viejecita me pregunta: ¿Joven qué son éstos? Entonces, no sé de qué Luna de Sipán o de qué Hanan Pacha (Mundo de Arriba) me caí y cuando miré aterrorizado a mi costado derecho, me encontré con la faz –seguramente tan aterrorizada como la mía-, de una señora de cincuentiquince años; que bien podría ser mi madre, si no fuera por esa extraña voz de viejita que tenía. Pensé rápido. No había estado en Sipán y esta señora debe estar pensando que soy un loco. Miré hacia donde dirigía su medrosa mirada. Lo comprendí todo. Lo que veía la señora de marras era un par de orejeras de diámetro considerable, que del solo verlas causaban dolor, así que volteé hacia la dama y amablemente le dije: son orejeras señora, como bien dice la reseña. Sí, ya lo sé jovencito, pero cómo se las ponían- preguntó.

Inmediatamente pensé en otras culturas tradicionales del globo por ejemplo, de África o la Polinesia y le dije: señora los Maoríes tienen un dicho que también debieron conocer los Mochicas: “si no te duele no lo mereces”. Al igual que usted se perfora sus orejas para colocarse sus bonitos aretes, ellos se las perforaban para colocarse sus orejeras. La señora me miró visiblemente molesta y atemorizada y se apartó de mi lado. Al momento sonó el teléfono requiriéndonos en otra destinación, deseaba realmente quedarme un tanto más en compañía de estas joyas que entrañaban toda una cosmogonía ajena a estos tiempos. Y valgan verdades –llámenme escapista si así lo desean-, hubiese preferido mil veces vivir en aquel tiempo guerrero y pretendidamente salvaje. Qué se hace. Así pues todavía me quedé un ratito más con nuestros ancestros hasta que volvió a sonar el inefable aparatito.

Pero usted amigo lector, bien vale el esfuerzo que no la pena, de que reserve unos cuantos nuevos soles de oro actuales y se dé un salto por el Museo Larco Herrera a ver esta muestra de Oro y Joyas del Perú Antiguo. Para que no piense que todo en nuestro país fue -o será– malo. Saldrá revitalizado. Se lo aseguro.

* Toynbee, Arnold J. La civilización puesta a prueba. Emecé Editores, p. 17-18.

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