jueves, 11 de enero de 2018
Octavio Paz y la filosofía, por Manuel Mejía Valera
Manuel Mejía Valera, un pensador y literato de origen peruano, vivió en México buena parte de su vida. De muchas maneras, académica y literariamente sobre todo, se formó en México. Fue en rigor, un hombre de dos mundos: el natal y el de adopción y para ambos tuvo deferencias y lealtad. Su obra literaria estuvo centrada en cuentos muy bellos, epigramas ingeniosos, ensayos literarios y poemas de fino tratamiento. En el campo de la filosofía fue más lejos y estudió a los clásicos de la rigurosa especialidad y a más de una figura latinoamericana. Octavio Paz fue uno de sus objetos de estudio. El trabajo que hoy presentamos a nuestros lectores, es producto de sus análisis y reflexiones sobre el poeta mexicano. El pensamiento filosófico de Octavio Paz es un agudo trabajo donde Mejía Valera descubre y señala las influencias filosóficas que Paz recibió a lo largo de su vida, sus deudas con esta disciplina. Publicado originalmente por la prestigiada revista Cuadernos Americanos, en un sobretiro de 1980, cuando todavía la dirigía don Jesús Silva Herzog, el historiador y economista, es una inteligente y erudita reflexión de Manuel Mejía Valera, quien mucho admiraba a Octavio Paz. Lo publicamos nuevamente para recordar al escritor mexicano de origen peruano, que vivió entre nosotros muchas décadas y que nos legó aparte de su gran literatura, multitud de generosas acciones con sus semejantes y al mismo tiempo, ver al premio Nobel mexicano a la luz de la filosofía que tanto le apasionó.
El pensamiento filosófico de Octavio Paz
Manuel Mejía Valera
A la memoria de mi amigo Víctor Raúl Haya de la Torre
En las últimas décadas, hasta los más vehementes materialistas dialécticos —quizá con humorística resignación— aceptan que un renacimiento antideterminista recorre como un fantasma el mundo.
La física entró en una crisis de la que sólo ha podido salir aproximándose a la metafísica, al aceptar que no hay diferencia ninguna de estructura y de función entre ambas disciplinas. Crisis que acrecentaron, por una parte, la revisión de los “quanta”, al descubrir insospechadas realidades —que estudió Schrödinger— en los corpúsculos subatómicos y, por otra, las disquisiciones de Heisenberg, que pusieron en entredicho las nociones tradicionales de la materia.
Y la matemática misma, representada en Alemania por los seguidores de Hilbert, hizo inusitadas concesiones a la especulación metafísica, en el ámbito de la lógica y epistemología de las ciencias exactas. A su turno, con intención casi poética, los matemáticos franceses de la escuela de Borel analizaron las paradojas del infinito.
Todo ello dentro de un espíritu que Lenin, en una imaginaria ampliación de su Materialismo y empiriocriticismo y con ese tono suyo que entra atrevidamente en la alusión picante, llamaría “idealismo podrido”.
Este renacer filosófico, que data de algunos lustros y conlleva la abolición de ciertas verdades aceptadas como absolutas y de métodos considerados infalibles, impregna la concepción que del mundo tiene Octavio Paz. No dudamos que, en última instancia, él preferiría llamar poesía a la metafísica de acuerdo con su peculiar monismo estético. Pero lo cierto es que en su obra ensayística ha sabido hallar un camino personal a través de la conciencia de transitoriedad de nuestra época, que lo enfrenta, con una contenida emoción dolorosa, al enigma del Universo y de la historia.
Aunque consideramos que los poemas de Octavio Paz están saturados de un denso pensamiento filosófico —sin duda insinuamos una irrespetuosa promiscuidad, puesto que su estética sólo acepta buscar poesía en la poesía— aquí nos limitaremos a analizar las obras en prosa, sobre todo El arco y la lira, El signo y el garabato y, en especial, El ogro filantrópico.1
En este último libro —recopilación de ensayos escritos entre 1951 y 78— el autor estudia el ser del mexicano (somos conscientes de que a Octavio no le agrada esta peligrosa expresión aplicada a la crítica social, política y moral de El laberinto de la soledad y Posdata) entresacándolo de una reflexión sobre la historia de México; denuncia, una vez más, la existencia de campos de concentración soviéticos y esclarece las relaciones entre el escritor y el poder, en medio de imprecaciones contra la atrevida indignidad del Estado y sus funestas perspectivas.
Estos temas son examinados en forma extremadamente polémica —hay que pensar en un Larra o en un Manuel González Prada para encontrar parangón—, dentro de una tónica antitotalitaria —más que antimarxista—, que el pensamiento contemporáneo ha hecho triunfar de tan absoluta manera.
Pero, como trasfondo esencial, creemos que Octavio se propone esbozar una interpretación de la historia —“Semillas para una concepción histórica de la historia” podría ser el subtítulo de sus libros de controversia ideológica— y analizar el sentimiento que agobia al hombre al saberse inmerso —como precario protagonista— en el tiempo. En suma, el autor no ha querido mostrar algunos aspectos de la historia, sino demostrar que es posible la salvación de lo contingente en lo absoluto, claro está, en desmedro de la contingencia misma.
Para Paz —a despecho de las esperanzas de los liberales que pretendían mediatizar la función estatal, y de los marxistas, que vaticinaban su desaparición— el Estado, en la actualidad, resulta una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y más despiadada que la de los déspotas del pasado: actúa no como un demonio sino como una máquina.
Un lector apresurado podría creer que en el libro de Paz el adjetivo “filantrópico” mediatiza tan apodícticos y peyorativos conceptos, pero no es así. Lo filantrópico viene a ser lo contrario de lo caritativo, pues esta expresión tiene que ver con el cristianismo primitivo, mientras que lo filantrópico es ostentosa hechura del protestantismo capitalista. La frase —Ogro: comunismo; filantrópico: capitalismo— significa, entonces, una rebelión y una mofa contra las dos vertientes que alimentan al nuevo Moloc que impone a la sociedad de nuestro tiempo una autodestrucción inexorable del cuerpo y de la imaginación.
De paso, diremos que no siempre lo filantrópico fue mera dilapidación despreocupada y sin riesgos. Prometeo, filántropo arquetípico, hizo ostentación del robo memorable y de ahí su espectacular castigo. Si hubiera sido caritativo, confinado en el anonimato, a la impunidad habría añadido el olvido como lo exige la caridad bien entendida. Difícilmente lo recordaríamos ahora, aunque su rebelión encarna la de la especie y representa “el regreso al mundo de los hombres”.
Así como el materialismo histórico es la aplicación de los principios del materialismo dialéctico al ámbito del acontecer humano para señalar triadas dialécticas, la concepción del Estado y de la historia que despliega El ogro filantrópico se deriva de una noción —jamás expresada en forma rigurosa— de lo absoluto.
Ahora bien ¿qué es lo absoluto para Octavio Paz?
Hablamos de un monismo estético. En efecto, a lo largo de su obra hallamos una constante, una entidad que él menciona con insistencia que por momentos llega a la monotonía: el quehacer poético —sería más exacto llamarla poesía, a secas— que parece identificarse con el Verbo divino.
El absoluto, entonces, no es como lo concibe Max Scheler, cuya influencia aparece notoria en abiertos resquicios de la ideología de Paz. Para Scheler el Dios creador se convierte en una idea que se está creando, que se va haciendo en la realidad y, encarnada en lo humano, es lo no real, lo ideal —y por lo tanto impotente— tratando de realizarse (a su turno, el hombre también realiza su esencia a través de la historia). Por el contrario, Paz sostiene que el primer motor —de algún modo hay que llamarlo— no es del todo impotente, pues, aunque en imprecisa medida, ha delegado su poder creativo —la palabra— a los poetas. Además, el Verbo es anterior al Universo en cuyo infinito —o finito— contorno se ha derramado con fiera dulzura y allí permanecerá hasta que amarillee el tiempo.
Para la concepción paceana, Dios no descansó al séptimo día, fatigado por el acto de creación, o el acto de valoración de lo creado —“y vio que era bueno”—, sino por haber hablado, esto es, por haber hecho poesía, haber nombrado una primera vez antes del tiempo. Nostálgico de este primigenio acontecimiento y deseando emularlo aunque su esfuerzo no baste para alcanzar el fin, el poeta aspira “a una imagen única que resuelva en su unidad y singularidad la riqueza plural del mundo”.
Así, Octavio se acerca al panteísmo de Spinoza, Jacobo Boheme y Scotus Erígena, inspirador este último de herejías de la Edad Media. Acercamiento a un panteísmo que no resta originalidad al pensamiento del autor de El arco y la lira, variadamente rico en cuanto a temas, alusiones y enfoques y que se expande con amargo gozo hasta dibujar una, no por controvertible, definida concepción del mundo.
Concebido así, lo absoluto —que para muchos parecerá consecuencia de un desmedido afán metafórico— se transparenta en la noción que de la historia tiene Octavio y que tantas controversias suscitará a lo largo de este artículo: “conocimiento que se sitúa entre la ciencia propiamente dicha y la poesía”. Y en otro lugar: “el historiador describe como el hombre de ciencia y tiene visiones de poeta”.
Verdad a medias, pues ya Dilthey ha probado que la historia es diametralmente opuesta a la ciencia, y que no puede hablarse de una “descripción” al modo de las disciplinas de la naturaleza ni de un ámbito del conocimiento que participe de la ciencia propiamente dicha y de los vericuetos de la magia. En todo caso, la historia se halla más cerca de la poesía que de las nociones cientificistas.
En efecto, el arranque de la filosofía de Dilthey es nuestro propio vivir espiritual, del que extrae el vivir histórico. La vida no se adapta a la explicación causalista. Nuestro vivir es teleológico, final, y, dentro de esa finalidad y aunque parezca arbitrario, puede insertarse la poesía. El punto de partida intelectual es falso en la indagación de nuestro vivir. De ninguna manera debemos partir del conocimiento. Los filósofos del siglo XVII, Descartes por ejemplo, se equivocaron al afirmar que todo empieza con la conciencia. El mundo nuestro y nuestra vida son mucho más estrujantes y controvertibles que la conciencia.
Por cierto, diremos de paso que Dilthey viene a ser el Newton que reclamaba Kant para la historia, aunque Octavio Paz considera “que no ha nacido ni es fácil que aparezca alguna vez sobre la tierra”. Pero es necesario subrayar que el creador de la teoría de la comprensión histórica, al revés de Newton, ha probado en forma definitiva que el conocimiento histórico es comprensivo, no explicativo, y que no existe una “ley” que rija el acontecer humano.
A propósito, en otro lugar y más recientemente, Paz habla de la relatividad de todo saber histórico, que es siempre aproximativo y ostenta un carácter imprevisible. Y añade: “la palabra imprevisible linda, en uno de sus extremos, con la palabra contingencia; y en el otro, con la palabra libertad”. De este modo, como veremos enseguida, Octavio se relaciona con la teoría del azar y rectifica su apresurado juicio sobre la historia contaminada de científicismo, que hemos examinado.
Importa señalar que el autor de El ogro filantrópico, debido a su facundia en el imaginar, a su certeza en el comparar y a su oportunidad en el confirmar, también se aleja del racio-vitalismo de Ortega y Gasset, que impregnó sus estudios universitarios. No olvidemos que durante años el historicismo —el perspectivismo y la circunstancia— fue considerado en México el instrumento que nos llevaría a descubrir nuestra personalidad cultural, así como la ilustración nos ayudó a conocer nuestra personalidad política.
Y de este modo llegamos a las especulaciones contemporáneas sobre conceptos probabilistas que rigen los hechos históricos y sus elementos de sorpresa, el análisis de la contingencia y sus múltiples perspectivas, que han originado una serie inacabada de ensayos, búsquedas y suposiciones. Acerca de esta teoría de tan débiles indicios existen escritos de Pierre Vendryes, de G. H. Bosquet, de Theodor Schieder y de Arthur Schlesinger Jr., entre otros.
De algún modo dentro del esquema del azar o la incertidumbre histórica, tras una larga y erudita cimentación, Octavio Paz afirma que el hombre contemporáneo es un náufrago que se debate en medio de escollos y torbellinos, nuevos Escilas y Caridbis, en los que oscila entre signos que, para su desconcierto, se convierten en intraducibles garabatos.
Estas distorsiones originadas por la limitación del hombre para apoderarse de la realidad, apartan a Paz de la lógica —que estudia las significaciones— considerada como parte de la Teoría de la Ciencia (que sólo analiza nociones dotadas de eficacia cognoscitiva) para hacerlo concebir una lógica plena de sentido metafísico. Una lógica metafísica, una ciencia del logos que a la postre se confunde con la ciencia misma del ser, la cual, además, para el autor de El signo y el garabato es temporal e ideal, es decir, histórica.
Así en “La Nueva Analogía: Poesía y Tecnología” —a nuestro entender el más importante ensayo de El signo y el garabato— dentro de su obsesivo análisis del quehacer poético, Paz hace un recuento histórico de las imágenes del mundo que, como es comúnmente aceptado, hunden sus raíces en las estructuras inconscientes de la sociedad y se sustentan en una concepción particular del tiempo.
En este repaso minucioso, aunque sin citarlo, una vez más coincide con Dilthey cuando asegura que el hombre no considera el tiempo —en realidad a sí mismo— como un mero suceder sino como un proceso intencional. Pero acorde con su sincretismo sui generis, Paz, en esta ocasión cercano a Nietzsche, cuya Genealogía de la moral, por lo demás, influyó decisivamente en El laberinto de la soledad, se aleja de Dilthey. Sabido es que el autor de Esencia de la filosofía se afana en construir una teoría del conocimiento espiritual ritual (así como Kant intenta fundar una teoría del conocimiento natural), basada en una nueva concepción de la psicología. El mundo histórico, para Dilthey, y todo lo que nos rodea se reflejan en nuestras vivencias: al ahondar en nosotros mismos, ahondamos y aprehendemos el mundo objetivo.
Para la ideología paceana, en cambio, las nociones que del tiempo tuvieron todas las civilizaciones, han encarnado —y reencarnado— en esas imágenes que llamamos poemas. En suma, se llega al conocimiento ahondando no en nuestro ser profundo sino en la concepción del mundo de nuestra época a través de la poesía, que viene a ser una superestructura de las diversas experiencias del tiempo, siempre en movimiento. Y no es el factor económico, sino la imagen del mundo quien crea la superestructura.
Por supuesto, la teoría de la comprensión histórica —y mucho menos el marxismo— no acompañaría al autor de El arco y la lira en este desordenado imperialismo (o totalitarismo) poético, que le lleva a afirmar que no cree en la omnipotencia de la historia, sino en la soberanía de la poesía, cuya sustancia es tiempo puro. Y en otro lugar: “El hombre es lo inacabado... él mismo es un poema”. Indudable coincidencia con Bergson, quien considera que el tiempo es la suprema categoría del pensamiento. Más tarde, Paz completará su puro temporalismo con una concepción del espacio y del ritmo cósmico que en alguna medida lo emparenta con Klages.
La sociedad actual se halla profundamente alterada por la técnica —la ciencia concibe al tiempo como sólo una coordenada y se habla de la economía de la incertidumbre— al extremo de amenazarnos con la negación de la imagen del mundo. Etapa apocalíptica que para Paz conlleva un doble y azaroso riesgo: el mundo puede acabar de súbito por una catástrofe cósmica o por una hecatombe provocada por el hombre.
No es nueva la noción del azar como principio activo de la creación y destrucción del mundo: presente en Heráclito —“el cosmos es resultado de desperdicios echados a voleo”— se desarrolla en Epicuro, quien sostiene que es el azar y no las leyes físicas el origen de las asociaciones atómicas que conforman el mundo conocido, inclusive los átomos del alma que se rigen por un libre y voluntario desvío.
Pero Epicuro no teme al azar, en tanto que la teoría que despliegan El signo y el garabato y El ogro filantrópico está impregnada del más desolado pesimismo. Los conceptos probabilistas que prevalecen en la sociedad contemporánea, repetimos ¿se han transformado en un garabato? ¿es insalvable —o intraducible— este mundo escindido por fronteras, castas, jefes y clanes ideológicos?
Tanto “Los signos en rotación” de El arco y la lira como El signo y el garabato no contestan directamente estas interrogaciones, puesto que en ambos ensayos el asunto central es una meditación sobre el poema. Mayor aproximación al tema hallamos en El ogro filantrópico, aunque también alejado de una vertebración unitaria (se trata de una recopilación de artículos). Por suerte, como en todas las obras de Octavio, sus reflexiones, carentes de una ordenación sistemática, ofrecen aquí y allá fisuras que nos ayudan a analizar su pensamiento, el cual no es otra cosa, como diría Heidegger, “que la experiencia del pensar, a partir del diálogo con la tradición del pensar y al mismo tiempo a partir de la inteligencia de la presente época del mundo” (¿Qué es esto, la filosofía?)
Según Paz, si bien nuestra época acepta la utilización poética de los medios científicos, la técnica, que es nuestro sustento y significación máxima, comienza suprimiendo la imagen del mundo y acaba en una imagen de la destrucción del mundo. Abolición censurable que ni siquiera mitiga la aceleración del tiempo histórico que trae consigo la cibernética.
De paso, subrayaremos la valerosa oposición de Paz a la tecnología irreverente ante las imágenes que en el poeta, y sólo en el poeta, danzan como olas y conceden la dádiva de un pedernal a nuestros ojos. Para Octavio el “computer” no elimina al poeta, como no lo suprimen los diccionarios de la rima, ni los trabajos de retórica, pues la auténtica poesía es la “irrupción de lo inesperado e imprevisible, quiebra del procedimiento, fin de la receta”.
Por otra parte, Paz afirma en “Poesía e Historia” de El arco y la lira: “como toda creación humana, el poema es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se sitúa en el tiempo anterior a toda historia, en el principio del principio”. Audazmente preguntamos nosotros si es el Verbo divino quien se halla en este principio del principio. Y en otro lugar añade: “A la inversa de lo que ocurre con los axiomas de los matemáticos, las verdades de los físicos o las ideas de los filósofos, el poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda particularidad irreductible”.
De este modo, Octavio instala el acto poético o, mejor el poema, en la clasificación que Hartmann establece para los seres irreales o tipos de irreal puro, que mantienen un nexo esencial con un ser en sí de valor, así como un fundamento intencional. De paso, nos sorprende que el autor de El arco y la lira sitúe en un mismo plano los axiomas matemáticos, las verdades de los físicos, que son objetos ideales, intemporales, inespaciales, ligados entre sí por vínculos de fundamentación y no de causalidad, y “las ideas de los filósofos”, que más bien caen en el ámbito de los entes irreales.
Pero esto es pecata minuta frente a una obra como la que examinamos, de extraña contextura y que prevalecerá, aun si la continuidad de gustos se rompiera, y la poesía, como ha sucedido muchas veces a lo largo de la historia se alejara de nuestra sensibilidad o cayera postergada por la técnica.
Octavio Paz asegura que el marxismo ha penetrado tan profundamente en la historia que todos, de una u otra manera, y a veces sin saberlo, somos marxistas. Pero el propio autor de “Los signos en rotación” se contradice al decir que “la noción del proletariado como agente universal de la historia, la del Estado como simple represión de la clase en el poder, la de la cultura como ‘reflejo’ de la realidad social, todo esto, y muchas otras cosas más desaparecerán”. Tales conclusiones, que provienen del ejercicio de la recta razón, en realidad eliminan la totalidad del materialismo histórico. Más convencido de las limitaciones del marxismo —y más convincente— aparece Paz en El ogro filantrópico cuando afirma que Marx fue un historiador (ésta fue su verdadera vocación) y no un filósofo y que de ahí provienen sus vínculos con Darwin; que la lógica de la historia, no siendo cuantitativa, resulta imprevisible y no puede ser encerrada en prisiones dialécticas.
Lo que para Paz prevalecerá es el impreciso anhelo (que alguna vez fue llamado utópico) de los hombres de todas las épocas: la creación de una sociedad “en la que se borre la distinción entre el trabajo y el arte”. Anhelo en el que no pocos han persistido —el autor de El laberinto de la soledad como uno de los más fervorosos—, enfrentándose a incomprensiones, angustias, desdenes y sacrificios sin fin.
Recordemos también que la teoría del azar considera que la historia, colmada de probabilidades abortadas, se rige principalmente por la ocasión, el incidente, la causa superficial, el genio de los protagonistas, concepción diametralmente opuesta al determinismo histórico.
¿Y el materialismo dialéctico?
Casi no es necesario repetir que el marxismo se aniquila a sí mismo, al aceptar que “todo pasa, se niega, deviene; es decir, que no hay verdades eternas en el conocimiento del hombre”. Por lo demás, vale la pena recordar algunas voces olvidadas como la de Wolfgang PaaLen, quien en “Evangelio Dialéctico” afirma que al proclamar Marx la “vuelta” del sistema hegeliano, no hace sino reemplazar a Dios despersonalizado por la Historia personalizada, pues desdichadamente la idea misma de “darle vuelta” a Hegel continúa siendo metafísica hegeliana.
No olvidemos que el materialismo dialéctico se basa en una concepción de la materia que en la actualidad ha sido superada por la relatividad einsteniana, y el propio determinismo está cuestionado por Heisenberg —ya citado—, Dariac, Niels Bohr, Broglie, etc., quienes han revolucionado las naciones de materia, energía, masa, velocidad, espacio y tiempo. No en vano hoy prevalecen el cálculo de probabilidades, las estadísticas cuánticas, la estadística estelar, las estadísticas de Bose-Einstein, de Fermi-Dirac, etc. La concepción de Marx corresponde en parte a la física de Newton, y si el marxismo apoyó su negación en dialéctica del hegelianismo en la ciencia del siglo XIX, el materialismo dialéctico puede ser negado por la ciencia del siglo XX.2
Por otra parte, a la pregunta que Engels plantea en el Anti Düring en forma de disyuntiva para afiliar a los filósofos como idealistas o materialistas: ¿qué fue primero: la idea o la materia?, Octavio Paz sin vacilaciones respondería: la idea.
Eso sí, para Octavio, la idea, “ese algo desconocido, siempre presente y nunca visible del todo” se llama poesía, o Verbo divino si queremos insistir en nuestra interpretación —ojalá no disparatada— del pensamiento filosófico de Paz. En suma, la poesía primigenia, en su postura de eje del Universo, a través de los siglos ve desfilar ante ella la historia, en su perpetuo mudarse.
Fascinante es el parecido que Paz establece entre La divina comedia, representativa de la sociedad cristiana y su noción del tiempo, y Don Quijote, reflejo fidelísimo del mundo moderno. Confrontación más meritoria si tenemos en cuenta que muchos críticos sólo pueden hallar en ambas obras vaguísimas semejanzas y muchos más antagonismos. Pero disentimos de Octavio cuando tan someramente y tan de pasada afirma que “las negaciones sucesivas de la subjetividad fueron otras tantas tentativas para anular la escisión entre la palabra y el mundo, es decir, fueron la búsqueda de un principio universal suficiente e invulnerable a la crítica. Este principio fue la crítica misma”. Indudablemente el autor se refiere a una teoría del conocimiento puesto que cita a Kant, quien a su juicio “se enfrentó a un problema que no es esencialmente distinto al de Cervantes: entre los hombres y la realidad hay un espacio abismal y aquél que lo traspasa se precipita en el vacío, se vuelve loco”.
No dudamos que, en su pertinaz vagabundeo, Don Quijote elaboró una visión distorsionada del mundo y que al recuperar la razón aceptó sus limitaciones de hijodalgo, que difícilmente podrían equipararse a un reconocimiento de sus limitaciones cognoscitivas. En el caso de Kant —si aceptamos el cotejo o más bien el contrapunto— todo sucede exactamente al revés.
En una de sus primeras aventuras intelectuales —La Crítica de la razón pura— sostiene que la metafísica es consustancial con la naturaleza del hombre, pero que “a su alcance no se encuentra”. En suma, la metafísica —la realidad noumenal— es imposible como ciencia. Desde luego esto lo angustia, pero no lo enloquece.
Más adelante, en otra de sus salidas elabora La crítica de la razón práctica —que podría llevar como irónico subtítulo: “Que cuenta la noticia que se tuvo de cómo se habían de desencantar las cuatro antinomias y otros graves y graciosos sucesos”— donde considera que los principios metafísicos —el ser en sí— son postulados. En suma, sin reconocimiento tardío de locuras, “disparates y embelecos”, completa su obra, no la rectifica.
Sin duda Octavio Paz reconoce sus deudas con Heidegger, cuando afirma que nuestra situación histórica se caracteriza por el demasiado tarde y el muy pronto. “Demasiado tarde: en la luz indecisa, los dioses ya desaparecidos, hundidos sus cuerpos radiantes en el horizonte que devora todas las mitologías; muy pronto: el ser, la experiencia central saliendo de nosotros mismos hacia el encuentro de su verdadera presencia”.
Pero Octavio se coloca más allá de Heidegger aunque sus definiciones de la poesía están impregnadas de tantos matices existencialistas. En “La Revelación Poética” de El arco y la lira afirma que el hombre está lanzado a nombrar y es el poeta quien crea el ser —“poesía es creación del ser por vocablos”. Pero después de unas disquisiciones sobre la unión de los opuestos —vida y muerte—, que en el poema no son percibidos contradictoriamente, rebasa la definición que El ser y el tiempo (“el hombre es un ser para la muerte”) da sobre la finitud de nuestra condición humana. Según Paz, la experiencia poética abre las fuentes de la existencia y la vincula con lo trascendente, con la intemporalidad de los valores.
Decimos lo anterior conscientes de que Octavio nunca ha aceptado un camino claro entre el tiempo y la eternidad —el maestro de sus años juveniles, Ortega y Gasset, sí admite la eternidad como una posibilidad límite de nuestra vida— y que alguna vez afirmó que el arte no puede darnos la inmortalidad sino tan sólo un instante, el sabor de un instante en un tiempo que no puede detenerse.
Más diluida, pero no menos evidente es la influencia de Cassirer. Como en las anteriores hermosas citas, con espontaneidad jubilosa, Octavio vacía en un molde ajeno —esta vez del autor de Antropología filosófica— la carga de sus espejismos, lo entrañable de sus meditaciones.
Recordemos que Cassirer define al hombre no como un animal racional sino como un animal simbólico que se diferencia de los seres inferiores en que estos se relacionan por medio de signos, mientras que el hombre lo hace por símbolos.
Dice Paz: “... la otredad se confunde con la religión, la poesía, el amor y otras experiencias afines. Aparece con el hombre mismo de modo que puede decirse que si el hombre se hizo hombre por obra del trabajo, tuvo conciencia de sí gracias a las percepciones de su otredad: ser y no ser lo mismo que el resto de los animales”.
Tampoco hay motivos para dudar que Paz, rebasando los límites de la especialización, haya asimilado cabalmente las ideas de Max Scheler (mucho más presentes en El signo y el garabato que las de Bataille), sobre todo las contenidas en La esencia y las formas de la simpatía, que aparecen en su comentario a Farabeuf o la crónica de un instante y El hipogeo secreto de Salvador Elizondo, las cuales nos conturban blandamente sin obstaculizar con un efecto violento la índole literaria del discurso.
Para el autor que comentamos, la crítica que de la realidad del lenguaje hace Elizondo, no se origina en la razón o en la justicia, sino en una evidencia inmediata, directa y agresiva: el placer. En seguida añade: “no hay más absoluto que el deseo ni más eternidad que la del instante”. Recordemos que Scheler habla de “sentir lo mismo que otro”, refiriéndose a la crueldad que a su vez comprende la satisfacción de atormentar: la intensidad del dolor de la víctima acrecienta el goce del dolor ajeno.
Lo mismo ocurre con la llamada venganza de sangre, tan ejercitada en épocas primitivas por chinos, aztecas y aun antiguos peruanos. La “fusión mutua” es otra forma de relación estudiada por Scheler que explica aquel concepto de Paz: “No hay más absoluto que el deseo” y de paso también describe la danza primitiva y el baile contemporáneo, formas de identificación de los yo individuales que no hacen perder nuestra conciencia dentro del azoro que bien puede ser el placer vital o la sugestión del ritmo.
La noción que del Estado ofrece Octavio Paz en El ogro filantrópico, también se enlaza fuertemente con su concepción de lo absoluto. Ya hemos visto que Paz cosmofica el Verbo divino y, por lo tanto, poetiza el Universo. Pero el Verbo divino no es la historia del Universo sino esta última viene a ser el Verbo divino en transformación incesante. En consecuencia, como parte privilegiada del todo —dictum de omni, dictus de quolibet —hechura de la palabra de Dios, el hombre puede hacer poesía y conformar su organización social según una natural inclinación libertaria. Pero el Estado es en la actualidad una monstruosa armazón burocrática alejada del origen sobre natural que anuncia Octavio. Armazón burocrática que, como Ovidio, puede exclamar: “¡Mira cuan grande soy! No hay con este cuerpo un Júpiter mayor en el cielo”.
En su rechazo de la bestia apocalíptica —la burocracia estatal— más que de los anarquistas utópicos —puesta de lado, desde luego, la definición del Estado que dan Hegel y el marxismo— Paz se encuentra cercano a los renacentistas defensores del Derecho Natural. Nos referimos a Grocio, Tomasio y Puffendorf que intentaron fundar el Derecho en la naturaleza pura, con exclusión de los elementos que se le han agregado por la historia. Lo que interesa es el hombre en estado de naturaleza. Para Grocio el atributo esencial es el apetitus societatis, para Tomasio el afán de dicha y para Puffendorf el sentimiento de debilidad.
Pero Octavio Paz va más allá de esta rudimentaria concepción del Derecho, sin aceptar las tesis de Hegel ni, por supuesto, las del positivismo y materialismo, como hemos señalado. Recordemos que en El ogro filantrópico afirma que una revisión de la herencia autoritaria del marxismo debe ir más allá de Lenin e interrogar los orígenes hegelianos del pensamiento de Marx.
En su Filosofía del Derecho, Hegel concilia lo esencial de la escuela histórica con el jusnaturalismo. Postula un desenvolvimiento dialéctico en virtud del cual la historia queda reducida a instancias racionales, cada época ostenta su propio Derecho, sin que sea resultado del alma del pueblo, sino de la razón misma que se despliega históricamente. Para Hegel, el Estado es la manifestación suprema de la espiritualidad social y el Sacro Imperio Romano Germánico la realización verdadera del espíritu alemán que se consustancia con las esencias cristianas: la unión de la divinidad y el Estado. Casi no es necesario recordar la identificación de la nueva divinidad —el Partido Comunista— y el Estado, en los países totalitarios de nuestro siglo, que nos muestran cómo se acentúan extremadamente los rasgos de intolerancia, que Octavio Paz denuncia con gallardía en El ogro filantrópico.
En la segunda mitad del siglo XIX el positivismo y el marxismo niegan los últimos residuos de filosofía del Derecho. El positivismo se atiene a los hechos científicos. Al materialismo no le interesa la razón, y la historia se resuelve en instancias económicas: el Estado es el instrumento de opresión de una clase social sobre otra. De este modo, queda aniquilado el Derecho en el sentido del debe ser que es inherente a la naturaleza humana, tan exaltado por los anarquistas y que Octavio, con una firmeza que reviste innegable grandeza, reclama para la sociedad del futuro.
Por otra parte, es absurdo el antagonismo entre razón e historia. Cada una tiene su ámbito propio y ambas, integrándose, constituyen el Derecho justo, cuya realización debe ser tarea primordial del Estado. El elemento racional es la forma, y el ingrediente histórico el contenido. Stammler establece así un Derecho natural variable, porque aunque la forma o idea de justicia es invariable, en cambio el contenido se nos da históricamente. De esta suerte es posible que haya muchos derechos justos, pues cada época, cada realidad social puede tener su Derecho natural propio.
¿Nos alejamos con estas reflexiones del concepto de la justicia y del Estado que proclama El ogro filantrópico?
Creemos que no. Para Octavio Paz la idea de justicia, por ser formal, es única. Formal no quiere decir vacía, tiene un contenido, pero la validez de ese contenido es general. Podemos mencionar como ejemplo la tutela, que debe ejercer el Estado en todos los tiempos y en cualquier lugar hasta su extinción, si algún día se produce como auguran los utopistas. Las formas de la tutela pueden variar según las condiciones y el carácter del pupilo y la naturaleza del Estado o sociedad; pero el pensamiento formal es el mismo: el necesitado de protección debe tener como amparo a una persona o a una entidad solícita.
En suma, para Paz el mundo del ser se contrapone al mundo del debe ser. El primero es naturaleza o realidad, regido por la causalidad, cuyas múltiples manifestaciones son las leyes naturales. El segundo, es el ámbito de las normas y prescripciones que no expresa lo que es sino lo que debe acontecer, lo que debe ocurrir. El contenido de estas normas es la conducta del hombre, único capaz de recibir mandatos y cumplirlos. El debe ser del hombre, a juicio de Paz, está conformado por la abolición de la dictadura del proletariado, o mejor, la del partido y su carga burocrática que no ven en los ciudadanos sino siervos, conminados siempre a la obediencia, o adversarios que hay que domeñar hasta el fin.
Estas conclusiones nos permiten ya establecer con bastante claridad los vínculos entre la noción trascendente de Octavio y su concepción del Estado que, como todo lo suyo —sincretista al fin—, despliega un sentido de orquestación armónica de lo disímil. Al derramarse en su obra a través de la palabra —poesía primigenia—, Dios delegó al hombre dos atributos: la palabra misma y el libre albedrío. En efecto, la palabra confiere al hombre su condición de persona. Lo humano, que es diverso al cosmos y, a veces, contrapuesto, encuentra en la palabra —poesía— el reflejo de Dios. El hombre tiene como misión divinizar a la naturaleza, someterla a las exigencias del espíritu. Y él, como emanación del Verbo divino, juzga y califica su tarea. Por otra parte, el libre albedrío inculca el sometimiento al Derecho natural el que, a su vez, inspira el debe ser de la idea del Estado paceana. Los modos y razón del jusnaturalismo, en última instancia, como quería Cervantes, habrán de manifestarse, “enmendando este abuso; condenando aquel; reformando una costumbre; desterrando otra”.
Pero en los momentos más dramáticos de El ogro filantrópico, encontramos un desolado pesimismo. El autor cree que el hombre contemporáneo —de quien hace una descripción detallada y al mismo tiempo idealizada— se halla poseído de una locura que lleva consigo más desdicha que placer, que toma lo accesorio por esencial y desatiende su trasfondo legendario. Locura ante “la muerte del proyecto” que se llamó Progreso o Revolución: dioses falsos y de no muy santas costumbres.
Es el ocaso de las utopías capitalistas y socialistas, las cuales se disputan debajo de la mesa las sobras de un ignominioso banquete, envueltas en un torbellino de fuego: el festín de la desesperanza.
Su aguda sensibilidad, y la de sus autores predilectos, hacen que Octavio registre en tono agudo ciertas notas de la historia, y rehuya otras que no armonizan con sus tesis fundamentales. Pero no siempre tiene razón. Por ejemplo, cuando afirma —para explicar el predominio totalitario actual— que Rusia no tuvo en el siglo XVIII; que sería inútil buscar en la tradición filosófica y moral eslava a un Hume, un Kant o un Diderot; y que hay una semejanza entre la tradición hispánica y la rusa: ni ellos ni nosotros tuvimos algo que se pueda comparar a la Ilustración y al movimiento intelectual del siglo XVIII en Europa.
Pero vayamos por partes. Aunque tímida y recelosa, la primera corriente postescolástica que se propagó en Rusia fue el wolfismo, que tuvo como máximos representantes a Amiekov y Brejantsof y sobre todo a Lomosonov (1711-1765). Este último sostuvo que la filosofía y la ciencia no se contradicen y que la razón ofrece la mejor demostración de la existencia de Dios. Para él las leyes del pensamiento son las leyes de la existencia, lo real está regido por lo ideal. Otro filósofo de la Ilustración rusa fue el panteísta Gregorio S. Skovoroda (1722-1794) quien, racionalista al fin, combatió las supersticiones populares, aunque sostenía que la ética es más importante que la lógica, como buen místico naturalista.
Heredero de esta tendencia iluminista fue Vladimiro Solovjov, de la segunda mitad del siglo XIX, el filósofo más notable por su originalidad en la historia del pensamiento ruso.
Antagonista de Tolstoi, escribió una obra sistemática en la que predomina el sentimiento conciliador del misticismo que compaginaba con la filosofía de la ciencia. Para él, los filósofos, portadores del ideal del porvenir, no debían someterse a influencias exteriores y pasajeras, sino mantener, aun contra su interés, la libertad espiritual.
Desde luego, estas rectificaciones a Octavio Paz no significan que no apoyemos su condena de los déspotas “que se sirven de la dialéctica como los antiguos latifundistas del látigo”, rechazo que se entronca noblemente con la repulsa de los románticos al terror, al Thermidor y al imperialismo de Napoleón. Antes bien, consideramos que debe ser mayor nuestra censura histórica contra los totalitarios que han ahogado, al parecer para siempre, una ilustre tradición libertaria —el iluminismo— en pueblos que padecen la áspera e implacable tortura de una pasión sin esperanza.
En cuanto a la Ilustración hispanoamericana, debemos subrayar que en España misma se propagaron las ideas de “modernidad” durante el siglo XVIII, auspiciadas por Carlos III y cuyos representantes más connotados fueron Feijoo, Exímeno y Andrés e Isla.
En México y el Perú la Ilustración tiene las mismas características esenciales que en Rusia e Italia: junto a la adopción, a veces exacerbada, de la razón natural, conserva con significativa firmeza otro elemento no menos importante: el sentimiento religioso, cristiano para ser más exactos.
En México, Andrés de Guevara publica en 1784 su Instituciones philosophicas que combate la aplicación de métodos deductivos metafísicos a las ciencias experimentales. Más adelante Juan Bautista Díaz de Gamarra, autor de Elementos de filosofía moderna, se convierte en un eficaz propagandista de la filosofía inmanente, experimental. A su turno, los jesuitas Francisco Javier Clavijero en su Historia antigua de México y Rafael Landívar, autor de Rusticatio mexicana, incursionaron en las esencias de México, así como los redactores del Mercurio Peruano (1791) analizaron las de su país. Todos ellos, a pesar de la cautela de sus escritos, revelaron indicios suficientes para pensar que en su espíritu latía un ardiente afán libertario.
Como afirmo en mi Fuentes para la historia de filosofía en el Perú (Lima, 1964) las notas esenciales de la Ilustración peruana se ajustan al patrón de los métodos experimentales que no rompe abiertamente con la religión.
La primera manifestación de los sistemas filosóficos modernos que conformaron en el Perú durante el siglo de las luces, aparece al que prevaleció en Europa durante el siglo de las luces, aparece Galileo Galilei, filósofo matemático el más célebre (Lima, 1650) de Juan Vázquez de Acuña. Otro nombre: Pedro de Peralta y Barnuevo (1663-1745), elogiado por Feijoo; el científico José Eusebio de Llano Zapa (1720-1780) y Toribio Rodríguez de Mendoza (1750-1825), quien reformó los planes de estudio de El Convictorio de San Carlos para dar a conocer los modernos sistemas y el uso del método experimental. Pero, sin duda, el pensador más representativo del iluminismo peruano fue Hipólito Unánue (1755-1833), que divulgó principalmente a Descartes y a Newton.3
Estos escarceos iluministas si no fueron activamente vigorosos si crearon una tradición libertaria cuyo germen alienta vindictas, antitotalitarias. Tradición libertaria que prevalece hasta nuestros días a pesar de que, consumada la independencia, Hispanoamérica cayó en manos de un caudillismo que puso de lado todo prudente apaciguamiento y propició la pugna entre países que, desde su origen, debieron tener una sola y única categoría de existencia.
¿Es Octavio Paz un pensador original o sus ideas, como tantas otras en Hispanoamérica, tan sólo son resultado de un nuevo arreglo y compostura del modelo predominante europeo?
Los ignorantes y malintencionados —sobre todo los devotos del determinismo cariacontecido— le adjudicarán, más que falta de originalidad, una actitud absurda y pecaminosa, concediendo que Octavio ha escrito cosas excelentes a fuerza de haber dado palos de ciego, fuera de las reglas del materialismo histórico, en más de una docena de libros. Y que ya es tiempo de que ellos vean cosa reglada y eficazmente buena.
En cambio, a pesar de nuestra casi obsesiva búsqueda de “influencias” en la obra de Paz, creemos que el enorme cambio de pensamiento suscitado por ella entre nosotros, ha hecho que muchas de las disquisiciones teóricas anteriores queden, definitivamente, pasadas de moda. Escrupulosa verosimilitud interna, finura de percepción desusada, armadura conceptual de policromas vertientes y pasajes que equivalen a todo un manifiesto literario: esto y mucho más hallamos en los escritos de Octavio Paz.
Por otra parte, colmado de un inefable anhelo de justicia, Octavio muestra en sus ensayos una prosa convencional y simétrica, de las del siglo. Celebrado esplendor de un estilo, cuyos breves y reposados trazos, tocados del espíritu de la poesía, se ponen al servicio de la idea, allegando pormenores, añadiendo analogías —y contrastes—, adobando y puliendo los contornos generales.
Hablamos de nuestra manía de buscar influencias en los autores criticados. Por cierto no es original esta tendencia que, a comienzos de siglo, inspiró no pocos textos de prosa y contenido muy trillados. Influidos por el crítico francés F. Brunetière, quien escribió La evolución de los géneros en la historia de la literatura, y por Gabriel Tarde, autor de propagadas disquisiciones sobre la capacidad creadora de la imitación como fuente de originalidad, los hurgadores de “influencias” —entre ellos nosotros—, a pesar de engalanar, avivar y hasta mejorar lo recibido de nuestros modelos, sólo somos tardíos imitadores de escuelas ya en desuso.
Conturbados de remordimientos, hacemos esta pública confesión del origen de sentencias, conceptos y agudezas que discurren a lo largo de nuestros análisis críticos y en muchos otros, de más dispendiosa contextura.
Pero a pesar de estas limitaciones, tenemos suficiente autoridad para recomendar la lectura de las obras de Octavio Paz, sobre todo a los primerizos escolares del marxismo si están dispuestos a dejar abierta la imaginación y atentos para captar los matices del pensamiento filosófico, libre del presupuesto de un mundo empírico sometido a la determinación causal. Aposentados en el sosiego de su religión, ellos nada tienen que perder sino sus conceptuales cadenas de materialismo, hoy en retirada frente al antideterminismo que ha arraigado definitivamente en nuestro siglo. En cambio tienen todo un mundo por ganar: aunque para muchos la historia y su carga de hechos contingentes no tiene sentido o es inaccesible para la conciencia, vislumbramos una sociedad que concilie el poema y el acto, que sea palabra viva y palabra vívida, creación de la comunidad y comunidad creadora. En suma, vislumbramos al hombre navegando sin escollos ni torbellinos, abolidos los Escilas y Caribdis del conocimiento, con la libertad en los extremos, en lo infinito de la fe.
__________
1 México 1979. Edit. Joaquín Mortiz (348 pp.).
2 Los dos mayores reparos que hizo Kant a la metafísica (que el marxismo recogió sin beneficio de inventario) son el empleo de juicios analíticos, los cuales no añadían ningún conocimiento que no estuviera implícito en el concepto sujeto, y el uso inadecuado (parabólico) de las “ideas puras de la razón” más allá del ámbito de la experiencia. Ahora bien, la física contemporánea ha “inventado” el neutrino como un puro símbolo al que se le atribuyeron determinados valores, aun cuando no había constancia experimental de su existencia. Contra lo que sostuvieron Newton, Kant y sus epígonos marxistas (contrarios al uso parabólico de algunos conceptos principales) la ciencia actual empleó el neutrino en las ecuaciones antes de haber sido objeto de experiencia. En última instancia, en los corpúsculos subatómicos el físico descubre que se desvanece el ser y que se halla frente al puro devenir, que capta de manera parabólica: indudable procedimiento de la metafísica tradicional.
3 En su conversación con Claude Feli (“Vuelta al Laberinto de la Soledad”) Paz afirma que la Universidad de México es la más antigua de América. Lo cierto es que la Universidad de San Marcos de Lima, Perú, fue fundada por Carlos V y por Real Provisión el 12 de mayo de 1551, meses antes que la de México, cuya fundación data del 21 de septiembre de 1551.*
* Nada más que la de México comenzó a funcionar antes que la de San Marcos de Lima. Nota de J. S. H.
Fuente: http://www.revistaelbuho.com/articolo.php?act=articolo&id_articolo=163&id_categoria=84
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